Alejandro (I) Fuego Del Paraíso - Mary Renault
Alejandro (I) Fuego Del Paraíso - Mary Renault
Alejandro (I) Fuego Del Paraíso - Mary Renault
QUINTO CURCIO
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
sos.
Murmurando algo, Filipo alcanzó
instintivamente sus ropas para cubrir
su desnudez, aunque ya no era necesa-
rio. Había sido insultado, exhibido y
descubierto por su esposa, y si hubiera
tenido la espada al alcance de su mano,
la habría asesinado.
Hasta ese momento, el rey no había
reparado en el cinturón viviente de su
hijo que, molesto por tanto jaleo, empe-
zó a enroscarse y a levantar la cabeza.
—¿Qué es eso? —preguntó agitando
acusadoramente un dedo—. ¿Qué tiene
enroscado mi hijo? ¡Eso es cosa tuya!
¿Ya empiezas a enseñarle? ¿Le introdu-
ces en tu mundo marginal de serpientes
bailarinas, le presentas a tu tremendo
gurú? Déjame decirte que no lo toleraré.
Escucha lo que digo antes de que te
pase algo; prometo por Zeus que lo sen-
Mary Renault Trilogía Alejandro
continuó:
—No lo tomes tan a pecho, tu padre
no quiso hacerlo, fue culpa del vino que
le emborrachó. Yo mismo me he gol-
peado la cabeza por beber demasiado.
—Cuando crezca... —interrumpió
Alejandro, contando con sus dedos
hasta diez—. Cuando sea grande, lo
mataré.
—¡Sssh...! —susurró Agis tomando
aire por entre sus dientes inferiores—.
No digas eso, los dioses detestan a quie-
nes asesinan a sus padres y sobre ellos
se desata la furia de las Euménides.
Acto seguido, empezó a describírse-
las detalladamente, pero cuando se dio
cuenta de que su oyente abría desmesu-
radamente los ojos, interrumpió el rela-
to, pues ya había tenido demasiadas
emociones en un solo día.
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
llegara el rey.
—Todos los de la falange de Brisón
aún están practicando con sus enormes
lanzas —dijo el niño, que apenas podía
levantar uno de sus extremos—. ¿De
dónde vienen esos caballos?
—De Persia. El Gran Rey envió a
sus jinetes a encontrarse con Menapis y
Artabano.
Después de haber organizado una
insensata revuelta, esos sátrapas tuvie-
ron que huir a Macedonia en busca de
refugio; al rey Filipo le eran útiles y al
pequeño le agradaban.
—Pero son nuestros huéspedes —
reclamó Alejandro—. Mi padre no per-
mitirá que el Gran Rey se los lleve para
asesinarlos. Diles a esos hombres que
mejor no esperen.
—No, tengo entendido que ya fueron
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
pletamente diferentes.
El chambelán despidió a los escla-
vos, pero él permaneció en la estancia a
la espera del rescate que seguramente
pronto necesitarían. El pequeño dio un
pequeño mordisco a su pastelillo y se
quedó pensando en cosas más impor-
tantes; parecía no haber tiempo para
nada.
—¿Cuántos hombres tiene el Gran
Rey en sus ejércitos? —preguntó.
Los embajadores entendieron co-
rrectamente la pregunta y ambos son-
rieron. Les convenía hablar con la ver-
dad, podían confiar en que el pequeño
no la olvidaría.
—Su número es incontable —dijo el
más anciano—. Son tantos como la are-
na del mar o las estrellas en una noche
sin luna.
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
fiesta?
—Por supuesto que no, esa mentira
no pretendía engañar a nadie, tan sólo
era insolencia. Las mujeres persas per-
manecen más alejadas que las nuestras.
—¿Lucharon nuestros hombres?
—No, Amintas ordenó que fueran a
buscar a las mujeres. Las de Panonia ya
habían sido esclavizadas en Asia, debi-
do a que sus hombres desafiaron a Jer-
jes. En honor a la verdad, creo que él no
hubiera podido hacerlo mejor que ellos,
pues no tenía ejército, cuando menos no
lo que nosotros entendemos por eso.
Dependía de los caballeros de su reino y
de los reclutamientos tribales, pero sus
comandantes sólo entrenaban a las tro-
pas escogidas por ellos; si no las esco-
gían personalmente, tampoco llevaban
un solo hombre consigo. Él no fue quien
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
II
manera.
Olimpia había sido educada en una
casa en la cual las damas solían sen-
tarse en la estancia, como las reinas de
Homero, a escuchar a los poetas cantar
sus odas a los primeros héroes. Por eso
despreciaba a los espartanos, a quienes
concebía como una raza de hombres
obedientes, sin identidad propia, y mu-
jeres sucias, medio hembras y medio
soldados. Le irritaba la sola idea de que
su hijo fuera educado a la manera de
esa raza gris y plebeya, pues creía que
era posible que lo intentaran. Así pues,
ofendida incluso ante esta posibilidad,
le llevó una nueva túnica bordada en
color azul granate y, mientras la dobla-
ba para meterla dentro del ropero, le
dijo que a nadie hacía daño si se mos-
traba como un caballero cuando su tío
estuviera lejos. Después, añadió a su
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casa.
—Entonces, cariño, empezarían to-
dos nuestros problemas —le dijo.
Los juguetes eran juguetes, y el
poder, sólo poder. No era posible obte-
ner algo a cambio de nada. A partir de
entonces, él fue mucho más cauteloso
con los demás regalos que su madre le
seguía pasando a escondidas. Por su-
puesto, también Leónidas extremó sus
precauciones y empezó a escudriñar su
ropero con mayor frecuencia.
Había otros regalos más importan-
tes, sin embargo, que sí se le permitía
conservar. Un amigo, por ejemplo, le
regaló en una ocasión un perfecto carcaj
en miniatura, con su tirante para col-
garlo al hombro. Como el tirante era
demasiado largo para su corta estatura,
se sentó en la cerca de palacio para
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
padre?
—Por supuesto que no; fue Doríforo
el cretense. No pudo hacerme un arco
como los que usan los soldados de
Creta, porque ésos son de hueso y sólo
un hombre adulto puede templarlos,
pero Coragos me hará uno.
—¿Por qué quieres desabrocharlo?
—Porque la correa es muy larga.
—Para mí, está bien. No, pero tú
eres más pequeño. Yo lo haré.
—Ya lo medí, necesito correrlo dos
agujeros.
—Cuando crezcas no podrás des-
abrocharlo; está muy duro, pero yo lo
desabrocharé. Mi padre está con el rey.
—¿Y qué quiere?
—No lo sé, sólo me dijo que tenía
que esperarle.
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
recuerdo.
—¡Tu padre! —le dijo—. ¡Zagreus es
mi testigo de que tú estás libre de eso!
Sus dedos se aferraron a los hom-
bros de Alejandro con tal fuerza que el
dolor le hizo apretar las mandíbulas.
—Ya llegará el día en que sepa qué
parte de él hay en ti. Ya llegará ese día,
y entonces sabrá que alguien más
grande que él me conoció antes —dijo y,
liberando al pequeño, se apoyó sobre los
codos y empezó a reír.
Envuelta en su enmarañada cabe-
llera pelirroja, reía entre sollozos, dete-
niendo la respiración con una voz chi-
llona. El tono de su risa cada vez era
más sonoro. Para el pequeño Alejandro
todo aquello era una experiencia nueva,
así que, lleno de terror, se arrodilló jun-
to a su madre, apretándole las manos y
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
sentación.
Alejandro adoraba el teatro, y no
dejaba pasar ni un detalle de la función
que estaba a punto de comenzar. Perci-
bía los dulces olores matutinos, el rocío
que humedecía el polvo y las hierbas
pisoteadas, el humo de las antorchas de
los primeros trabajadores, que se apa-
gaban al iluminar los incipientes rayos
del amanecer, la gente que buscaba
asiento, el cuchicheo de los soldados y
campesinos que subían, las disputas
por las almohadillas y los tapetes de los
lugares de honor, el parloteo de las
mujeres. De pronto, se dejaron oír las
primeras notas de una flauta, y todos
los demás ruidos cesaron, salvo el canto
matutino de los pájaros.
Misteriosamente, la obra empezó en
medio de la penumbra del alba. El dios,
cuya máscara le hacía parecer un her-
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
III
mundo.
—Cuando yo sea rey no recurriré a
traidores, nunca, y si ellos vienen a mí,
los mataré. No me importará a quién me
vendan, así sea mi peor enemigo, le
mandaría las cabezas de sus traidores.
Los odio a todos como si fueran las
puertas del infierno, y ese hombre, Filó-
crates, es un traidor.
—A pesar de eso, puede ser útil. Tu
padre tiene buenas intenciones para
con los atenienses.
—Sólo si hacen lo que él quiere.
—Vamos, al oírte hablar, cualquiera
diría que él pretende establecer una
tiranía. Cuando los espartanos los con-
quistaron en la época de mi padre, sin
duda que existía una. Tú conoces bien
la historia y, si haces un poco de memo-
ria, la recordarás en todos sus detalles.
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
realidad?
¡Sin duda navegaba en aguas pro-
fundas! Podía estar ante un inapreciable
secreto. Instintivamente miró a su alre-
dedor, pues la casa podría estar llena de
miradas; no había quien le ayudara a
evitar que el niño rompiera a llorar, lo
cual podría crearle problemas. En Ate-
nas había asistido no pocas veces a las
sesiones de tortura, cuando sometían a
interrogatorio a algún esclavo. Debía
haber algo que los atemorizara más que
sus propios amos, pues de lo contrario
nunca testificarían en contra de ellos.
Desde entonces, un niño de esa edad ya
podía ser sometido a los interrogatorios
normales; no se podía ser blando du-
rante los procesos. Pero aquí, entre los
bárbaros, no había recurso legal dispo-
nible: debía hacer las cosas lo mejor
posible.
Mary Renault Trilogía Alejandro
te tengo miedo.
—Ya veremos. ¿Qué querías con él?
—Nada, ni tampoco contigo.
—Eres un chico malcriado. Creo que
tu amo debe castigarte...
Continuó un buen rato su discurso,
sólo para satisfacción propia. El niño,
que había captado la intención del dis-
curso, dijo fríamente:
—Adiós.
—¡Espera! —gritó Demóstenes, a
quien nunca le habían hecho eso—. No
me dejes hablando solo. ¿Quién es tu
amo, a quién sirves?
El niño lo miró fríamente, con una
ligera sonrisa en los labios.
—A Alejandro.
Demóstenes frunció el entrecejo; ése
parecía ser el nombre de todo niño ma-
Mary Renault Trilogía Alejandro
embajadores.
—Espero que todos estén listos.
—Sus aburridos discursos harán
que la tarde te parezca demasiado larga.
—Bueno, llega un momento en que
uno debe aprender cómo se hacen las
cosas...He visto a Demóstenes.
—¡El gran Demóstenes! Bien, ¿y qué
te pareció?
—No me agradó.
Ella lo miró desde los dorados rizos,
entornando la cejas, y él se volvió para
verla con un vigor que no le pasó inad-
vertido.
—Padre ya me había advertido, pero
no quise escucharlo; sin embargo, tenía
toda la razón.
—Ponte tu capa. ¿O quieres que te
la ponga yo, como si todavía fueras un
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
chiquillo?
Silenciosamente, la arrojó sobre sus
hombros. Olimpia, por su parte, con
dedos ágiles, atravesó la ropa con el
broche que a tan temprana edad le
había regalado. Alejandro ni se inmutó,
pero su madre le preguntó burlona-
mente:
—¿Te he pinchado?
—No —le respondió, y se agachó
para atar el cordón de sus sandalias. Al
deslizársele las ropas del cuello, Olimpia
pudo ver una mancha de sangre.
Le pasó una toalla por la herida,
besó su rizada cabellera e hizo las paces
con él antes de enviarlo a encontrarse
con el enemigo. Cuando se dirigió al
cuarto Perseo, ya casi había olvidado el
dolor del pinchazo. Respecto del otro
dolor, era como si hubiera nacido con
Mary Renault Trilogía Alejandro
anunció el heraldo.
Demóstenes se levantó y empezó,
avanzando despacio como si estuviera
ante un precipicio; se había olvidado de
todo sentido de su presencia y se con-
formaba con recordar las palabras. Casi
al final, cuando supo cómo tender el
puente del discurso, recuperó su habi-
tual agudeza. Precisamente en ese ins-
tante un movimiento llamó su atención.
Por primera vez el niño enderezaba la
cabeza y le miraba directamente a la
cara.
Los ensortijados rizos, para enton-
ces ya casi lacios, del flequillo se habían
convertido en una enmarañada melena
que rebotaba enérgicamente contra la
frente. Sus ojos grises estaban muy
atentos y abiertos, y en su boca apenas
se dibujaba una sonrisa.
—Para tener una visión amplia del
Mary Renault Trilogía Alejandro
mejor esperar.
—¿Qué?
—Cuando empezó a hablar me
enderecé, y entonces me reconoció.
Lleno de placer, el niño vio cómo la
risa de su padre dejaba al descubierto
una dentadura en la que faltaban varias
piezas, su ojo bueno e incluso el ciego.
—¿Pero por qué no me avisaste
antes?
—Él esperaba que lo hiciera, pero
como no fue así, no sabía qué pensar.
Filipo lo miró con un destello en los
ojos.
—¿Te hizo alguna proposición ese
hombre?
—No se la haría a ningún esclavo.
Sólo se preguntaba cuánto le podría
costar.
Mary Renault Trilogía Alejandro
des.
Los integrantes de la Liga Sagrada
agradecieron a Filipo el haber limpiado
de herejes el templo más sagrado de
toda Grecia, y concedieron a Macedonia
dos curules en el Consejo, del cual
habían sido expulsados los fócidas re-
cientemente. Tras haber sido invitado a
presidir los próximos juegos píticos,
Filipo regresó a Pella detrás de los dos
heraldos que la Liga había mandado.
Después de la audiencia con los
embajadores atenienses, Filipo pasó un
buen rato solo en la ventana de su
estudio, saboreando su felicidad. No
sólo estaba ante un gran comienzo, sino
que tenía ante sí el final largamente
esperado. A partir de entonces, en todas
partes lo recibirían como a un griego.
Desde su juventud había sido un
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
IV
trago.
Y, verdaderamente, el pequeño no
parecía haber bebido en exceso, salvo
por el color de la piel, un poco subido de
tono; además, venía de comer un exqui-
sito banquete.
La intensidad del ruido subía con-
forme las copas se llenaban hasta el
tope. En eso, Filipo gritó invitando a los
presentes a que alguno de ellos tocara
una melodía o una canción.
—Aquí mismo está tu hijo, señor —
gritó Fénix—. Ha aprendido una nueva
pieza para esta fiesta.
Dos o tres copas más de vino puro y
fuerte hicieron que Filipo se sintiera
mucho mejor; ése era un remedio bien
conocido para las mordeduras de ser-
piente, pensó, y celebró la ocurrencia
con una sonrisa siniestra.
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
traicionar a un compañero.
—Entonces debiste haberme dicho
la verdad desde el principio; ahora ya no
te puedo ayudar. Debes regresar y lo
harás; no eres más que un niño, y si
algo malo te llegara a suceder, el rey me
crucificaría.
Alejandro se levantó sin prisa y fue
a echar un vistazo a su caballo; Giras
también se levantó, pero al ver que el
caballo seguía amarrado volvió a sen-
tarse.
—Si regreso con vida nadie te hará
daño, y si muero en la batalla a ti te
quedaría tiempo de sobras para esca-
par. En todo caso, yo no creo que mi
padre te matara.
—Pero piensa en mí; si haces algo
para enviarme a casa antes de que esté
listo para regresar, si tratas de cabalgar
Mary Renault Trilogía Alejandro
el juramento.
—¿Y después qué será de mí?
—Si sobrevivo, yo me ocuparé de
que estés bien; pero antes debes arries-
garte a que muera; así es la guerra.
Se acercó a la bolsa de cuero que
llevaba en la montura, mirando por
encima del hombro a Giras, que aún no
hacía el juramento, sacó una porción de
carne de olor penetrante —ya tenía
varios días cuando la cogió para salir de
Pella—, y dijo:
—Es carne de la pierna de un vena-
do ofrendado en sacrificio —y arrojó el
pedazo sobre unas rocas—. Sabía que
tendríamos que hacer esto. Ven acá y
pon tu mano sobre el pedazo de carne.
¿Respetas los juramentos hechos ante
los dioses?
—Sí —su mano estaba tan helada
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
dió el regreso.
—¡Espera! —le gritó alguien; a lo
lejos vio a dos hombres que llevaban un
bulto y corrían hacia él haciéndole
señas—. No dejen que se vaya todavía el
pequeño señor, aquí traemos otros de
sus trofeos. Sí, así fue, mató a dos de
nuestros enemigos.
Alejandro los miró con recelo. Sólo
había estado en un combate y lo único
que deseaba en ese momento era volver
a casa. ¿Qué pretendían aquellos indi-
viduos?
Los hombres de la vanguardia se
acercaron jadeando; señalando un cuer-
po descarnado, dijeron:
—Es verdad, ese que traen allí es su
segunda víctima. Antes de que terminá-
ramos con todos, lo hirió con la lanza.
Lo vi con mis propios ojos, la lanzó
Mary Renault Trilogía Alejandro
—¿Qué sucedió?
—¡Shshsh! Todo el mundo lo sabe:
cuando el rey lo despidió, el amante
ahora difunto enloqueció de rabia. Más
tarde, a la hora del brindis, se levantó y
le dijo a Pausanias que era un marica
sinvergüenza, que se acostaba con cual-
quiera que le pagara. Los asistentes cri-
ticaron duramente el hecho, sin impor-
tarles en realidad si el muchacho
andaba con el rey o si eso sólo era un
insulto para la honra del soberano. La
rabia lo consumía y finalmente le pidió
a un amigo, creo que fue Atalos, que le
entregara al rey un mensaje cuando él
muriera. A la siguiente ocasión en que
lucharon contra los ilirios, esperó a que
el rey lo estuviera viendo para lanzarse
contra el enemigo y caer acuchillado
hasta la muerte.
—¿Y qué hizo el rey?
Mary Renault Trilogía Alejandro
—Lo sepultó.
—No, no, con Pausanias.
—En realidad, nadie sabe si...
—Por supuesto que sí —intervino
otro de los presentes.
—Podrían matarte por decir eso.
—Bueno, en todo caso no pudo
haber sentido pena alguna.
—No, mi hermano dice que quienes
realmente se apenaron fueron Atalos y
sus amigos.
—¿Y qué hicieron?
—Atalos emborrachó a Pausanias
una noche. Luego, él y sus amigos lo
llevaron a las caballerizas y le dijeron
que se divertirían con él un buen rato,
ya que se revolcaba con cualquiera, aun
cuando no le dieran ni un solo centavo.
Supongo que también lo golpearon. Al
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
mismo mes.
—Pero nunca dije que del mismo
año.
—Si lo dijiste, el primer día que nos
conocimos.
—¿Me estás llamando mentiroso?
Bueno, vamos, ¿no eres tú el que está
mintiendo?
—Hefestión, eres un idiota, no pue-
des pelear aquí.
—Entonces no me digas mentiroso.
—Parece que tengas catorce años —
dijo otro—. En el gimnasio pensé que
eras mayor.
—¿Sabes a quién se parece Hefes-
tión? A Alejandro; bueno, en realidad no
son iguales, pero digamos que parece su
hermano mayor.
—¿Oíste eso, Hefestión? ¿Qué tal
Mary Renault Trilogía Alejandro
defecto.
Un caballo de carreras llegó galo-
pando, montado por un pequeño mu-
chacho nubiense que vestía una túnica
raída. En aquellos días se corría el
rumor de que el rey asistía al mercado
ese año sólo para comprar un buen
caballo para la guerra, pero la verdad es
que había pagado la ya legendaria suma
de treinta talentos por el caballo que
triunfara para él en Olimpia y el tratan-
te pensó que valía la pena intentarlo.
Filipo sonrió y movió negativamente la
cabeza; el pequeño muchacho nubiense,
que tenía la esperanza de que lo com-
praran con el caballo y de poder usar
collares de oro y comer carne en los días
festivos, agachó la cabeza y regresó; su
cara reflejaba mucha amargura.
Antes de que se desatara una rabio-
sa lucha entre tratantes de caballos,
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
en su cara.
Jasón lo intentó de nuevo pero
antes de que llegara a él, el caballo
empezó a dar coces. Miró hacia el rey y
éste se encogió de hombros.
—Fue por culpa de su sombra –dijo
Alejandro a Tolomeo— Si incluso se
puede ver que Jasón tiene miedo de su
propia sombra.
—Ha visto lo suficiente. Tiene que
pensar en la seguridad del rey. ¿Monta-
rías un caballo como ese en una gue-
rra?
—Lo haría. Sobre todo, en la guerra.
Filotas levantó las cejas, pero no se
encontró con la mirada de Tolomeo.
—Bien, Filónico – dijo Filipo— si eso
es lo mejor de tu establo, no me hagas
perder más tiempo. Tengo cosas que
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
hacer.
—Señor, déme un momento. El
animal está nervioso por falta de ejerci-
cio. Además acaba de comer. Con su
fuerza…
—Con tres talentos puedo comprar
algo mejor que un cuello roto.
—Señor, sólo para usted, haré un
precio especial.
—Estoy ocupado –contestó Filipo.
Filónico cerró la boca y cogió las
riendas del caballo para llevárselo.
Alejandro alzó su potente voz —
¡Qué pena! Es el mejor caballo de la
exhibición.
La ira y arrogancia de su voz hizo
girar todas las cabezas. Filipo parecía
sorprendido. El chico nunca había sido
grosero en público, ni en la peor de las
Mary Renault Trilogía Alejandro
amor).
El rey y la reina ya estaban instala-
dos. Mientras tanto, al cruzar el umbral
de la puerta, Alejandro leía esos signos
en los que se había vuelto experto con el
transcurso de los años y juzgaba que,
cuando menos públicamente, podrían
comportarse de modo amistoso, aunque
era muy poco probable que se les
encontrara juntos. Ése era su primer
gran problema: ¿a quién saludar pri-
mero? La costumbre decía que primero
debía dirigirse al rey; no hacerlo sería
una clara descortesía. En Tracia, Filipo
se metió en muchos problemas por con-
servar las viejas costumbres; no permi-
tía la presencia de ninguna mujer y
nunca debía mirarse demasiado al
escudero más apuesto de su escolta,
pues se sentiría superior a los demás.
Después de la batalla, su padre le había
Mary Renault Trilogía Alejandro
de pergaminos diseminados.
—¿Qué haces aquí? —preguntó He-
festión.
—Leyendo.
—Eso ya lo sé, no estoy ciego. ¿Qué
te pasa?
Hefestión se le acercó más para
verle mejor la cara; parecía estar tan
enojado como un perro herido dispuesto
a morder la mano que se atreviera a
acercársele.
—Alguien me ha dicho que te había
visto entrar aquí —continuó—. Nunca
había entrado en esta estancia.
—Es el archivo.
—¿Qué estás leyendo?
—Algo de Jenofonte sobre cacería.
Dice que los colmillos del jabalí son tan
calientes que chamuscan la piel de
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
cualquier perro.
—No lo sabía.
—Eso dice él, pero no es cierto. Ya
puse uno en la piel de un perro y no le
pasó nada —recogió el pergamino.
—Aquí pronto estarás a oscuras.
—Cuando me falte luz, bajaré.
—No quieres que me quede aquí
contigo, ¿verdad?
—Sólo quiero leer.
Hefestión había ido a avisarle que
les habían arreglado sus habitaciones a
la manera antigua: el príncipe en un
pequeño cuarto interior y sus acompa-
ñantes en otro anterior, tal y como se
hacía desde tiempos inmemoriales.
Entonces, no tuvo que preguntar para
darse cuenta de que si se hacía algún
cambio en tales disposiciones la reina
Mary Renault Trilogía Alejandro
como un tonto.
—Toma —le dijo Alejandro y, al
entregarle las flores, la besó suavemente
en la mejilla. Gorgo le ofreció sus labios
durante un segundo, pero de inmediato,
sacudiendo suavemente la cabeza, se
retiró sin mirarlo. Luego, se abrió la
túnica, puso las flores entre sus senos y
desapareció entre los árboles.
Alejandro se quedó allí parado, vién-
dola retirarse, con la imagen de los frá-
giles y fríos pétalos de las violetas desli-
zándose bajo la túnica de seda. Al día
siguiente sería la celebración de Dioni-
sio. Y la tierra santa haría que crecieran
pasto joven y tierno, tréboles, azafranes
y jacintos llenos de rocío, formando un
mullido lecho entre el suelo duro y las
plantas de sus pies. Nunca dijo ni una
palabra del asunto a Hefestión.
Después, cuando fue a llevarle las
Mary Renault Trilogía Alejandro
VI
pientas de tu elección.
—Antipatro también se quedará; si
tienes algún problema no dudes en con-
sultarle. Pero, en todo caso, eso es tu
propia elección, el sello es el sello.
Filipo convocó consejo diariamente
hasta el día que emprendió la marcha;
eran reuniones con los oficiales de la
guarnición que quedaba en Pella, con
los cobradores de impuestos, los oficia-
les de justicia, los hombres a quienes
los jefes tribales habían enrolado en la
compañía, los jefes y príncipes que, por
razones históricas, tradicionales o lega-
les, se quedarían en casa. El hijo de
Pérdicas, hermano mayor de Filipo, era
uno de ellos. Cuando su padre cayó, él
era apenas un muchacho y Filipo fue
elegido regente. Antes de que Amintas
tuviera edad suficiente, los macedonios
decidieron que les gustaba el estilo de
Mary Renault Trilogía Alejandro
es muy útil.
—¡Ah! ¿Cuál es el nombre de su hijo
y quién es el comandante de su escua-
drón?
Olimpia pareció censurarlo, pero se
limitó a mirar sus notas y le contestó la
pregunta.
—Ah, se llama Heirax —continuó
Alejandro—. ¿Quiere Deinias que Heirax
tenga su propia escuadra?
—Él piensa que es un gran desaire
para un hombre de su categoría.
—Y cree que es el momento adecua-
do para pedirlo. ¿Sabes?, creo que fue
Heirax quien se lo solicitó.
—¿Y por qué no, si tu padre la ha
tomado contra él por mi causa?
—Te equivocas, madre, es por la mía
—Olimpia lo fulminó con la mirada; sus
Mary Renault Trilogía Alejandro
cansado.
Luego, golpeó las palmas de sus
manos y pidió vino para el soldado;
mientras lo traían, leyó el comunicado
de Antipatro. Después de que el hombre
calmara su sed, Alejandro le pidió que le
contara todo lo que sabía.
Los medos eran montañeses de una
raza más antigua que la de los aqueos,
dorios, macedonios y celtas. Habían
sobrevivido en las montañas y en el difí-
cil clima tracio, y crecían fuertes como
cabras salvajes, conservando viejas cos-
tumbres anteriores a la edad de bronce;
además, cuando los sacrificios humanos
celebrados para calmar la ira de sus
dioses de la comida no funcionaban,
hacían incursiones en territorios ya
establecidos y se dedicaban al pillaje.
Sin embargo, Filipo los había conquis-
tado desde hacía mucho tiempo y logró
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
quiera.
Pese a todo, el asedio no marchaba
del todo bien. Tomando a Olinto como
ejemplo, habían abierto dos caminos,
pero los de Perinto habían decidido que,
en caso necesario, preferirían morir.
Además, la ocupación estaba todavía
muy lejos. Los defensores, bien pertre-
chados por vía marítima, salían a su
encuentro con vigor y energía y no
pocas veces contraatacaban. Estaban
dando su propio ejemplo. Desde el
Quersoneso, un poco hacia el sur del
gran camino del este, llegaron noticias
de que las ciudades subordinadas co-
menzaban a animarse. Desde hacía
mucho tiempo, los atenienses las ha-
bían incitado a que se rebelaran, pero
no estaban dispuestos a enrolarse en
las tropas de Atenas, pues la paga era
muy baja y tenían que vivir fuera de sus
Mary Renault Trilogía Alejandro
—Estagira.
La columna se puso en marcha.
—Debo hablar con mi padre —
comentó Alejandro con Hefestión—. Ya
es hora de que el viejo tenga su recom-
pensa.
Hefestión asintió con la cabeza; se
había dado cuenta de que los días de
escuela habían terminado.
Una vez firmados los tratados, libe-
rados los prisioneros y reforzadas las
fortalezas, Alejandro regresó con Filipo,
que aún estaba sitiando Perinto. El rey
había estado esperándole, pues no que-
ría moverse hacia Bisanto sin antes
saber si todo había salido bien. Debía
partir hacia allá personalmente y deja-
ría a Parmenión a cargo del sitio, pues
Bisanto costaría más trabajo que
Perinto, ya que sus tres entradas por
Mary Renault Trilogía Alejandro
de la familia.
—¿Qué hacían sus agoreros? Nada
le ha salido bien desde que lo dejé.
Quizás deba consultar el oráculo en
Delfos o Dodona para saber si tiene que
calmar la ira de algún dios.
—Si lo hiciera, se difundiría por
toda Grecia el rumor de que está per-
diendo su suerte y no nos lo agrade-
cería.
—Tienes razón, mejor dejarlo. Pero
fíjate en Bisanto; hizo todo lo correcto:
llegó rápidamente mientras sus mejores
fuerzas estaban asentadas en Perinto,
escogió una noche oscura y subió hasta
lo más alto de las murallas. De repente,
los cielos se despejaron, salió la luna y
todos los perros de la ciudad empezaron
a ladrar. Ladraban en los cruces de
caminos..., entonces encendieron las
antorchas y...
Mary Renault Trilogía Alejandro
bres.
—¿En Delfos? Estuve una vez allí
cuando tenía doce años, fui a los jue-
gos; pero jamás he vuelto. Ahora, una
vez más, debo asegurarme de que he
entendido: ¿es verdad que los atenien-
ses pusieron sus ofrendas en ese nuevo
templo que levantaron antes de que
fuera consagrado?
—Así es, una irreverencia técnica;
ése fue el cargo formal.
—Pero el problema real era la ins-
cripción: “Los tebanos luchan contra
Grecia con escudos tomados de los per-
sas...” ¿Por que hicieron eso los tebanos
en lugar de aliarse con Atenas?
—Porque los odiaban.
—¿Aun entonces? Bueno, esa ins-
cripción enfureció a los tebanos, así que
cuando se reunieron los de la Liga
Mary Renault Trilogía Alejandro
Anfisa.
—Es evidente que mi padre todavía
no puede ir. Estoy seguro de que le
gustaría que tú le representaras. ¿Lo
harás?
—Por supuesto que sí —respondió
Antipatro, liberado; Alejandro conocía
sus propios límites y estaba ansioso por
ampliarlos—. Trataré de influir en quie-
nes pueda y, cuando me sea posible,
postergaré las decisiones para que las
tome el rey cuando mejore.
—Esperemos que le hayan encon-
trado una casa cálida; en invierno, Tra-
cia no es un buen lugar para que sanen
las heridas. Antes de que pase mucho
tiempo tendremos que consultarle acer-
ca de esto. ¿Qué crees que ocurrirá?
—En Atenas, nada. Aun en caso de
que la Liga condenara a Anfisa, Demós-
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
Tracia.
—Los hombres cambian más rápi-
damente. Gracias a tu padre, nosotros
nos hemos levantado en una sola gene-
ración.
—Y él sólo tiene cuarenta y tres
años. Bueno, debo salir a hacer un poco
de ejercicio, por si acaso me dejara algo
que hacer.
Cuando iba a cambiarse de ropa,
Alejandro se encontró a su madre,
quien le pidió noticias de la situación.
Ambos fueron al cuarto de Olimpia y allí
le dijo que todo marchaba bastante
bien. La estancia estaba cálida, suave y
llena de color; brillantes rayos de luz
bailaban sobre las llamas pintadas de
Troya. Los ojos de Alejandro se fijaron
en el hogar, y sin darse cuenta empezó
a mirar la piedra suelta que había exa-
minado varias veces durante su niñez.
Mary Renault Trilogía Alejandro
problemas.
En el norte no se solía llevar hetai-
ras a la hora de la cena, pues los norte-
ños pensaban que las mujeres eran un
asunto privado; Dionisio, no Afrodita,
era el dios que cerraba todas las fiestas.
Sin embargo, en los últimos tiempos
entre los jóvenes se había fijado la cos-
tumbre de dar pequeñas fiestas priva-
das. Así pues, esa noche asistieron cua-
tro invitados a la cena; las mujeres se
sentaron en los extremos de los grandes
sofás y allí charlaban con su pareja, le
cantaban, servían el vino y los acaricia-
ban; casi todas ellas venían de Corinto.
Tolomeo reservó a la mayor para Alejan-
dro, pues era una experta y culta corte-
sana de cierta fama. Mientras una joven
acróbata ejecutaba saltos mortales des-
nuda y en los demás sofás se escondía
la falta de entendimiento con halagos y
Mary Renault Trilogía Alejandro
la guerra.
Entonces, comenzó a dejarse sentir
el ambiente de la guerra: empezaron a
convocar consejos de guerra a todas
horas, y los soldados profesionales
hablaban con los señores tribales, quie-
nes comandaban a sus propios reclutas.
Olimpia le preguntó a Alejandro por qué
se mantenía tan alejado y tan abrumado
de trabajo, a lo que él respondió dicién-
dole que esperaba entrar pronto en gue-
rra con los ilirios que amenazaban su
frontera.
—He estado esperando para hablar
contigo, Alejandro. He sabido que, des-
pués de divertirte con la cortesana de
Tesalia durante toda la tarde, le en-
viaste un regalo y no volviste a solicitar
sus servicios. Esas mujeres son artis-
tas, Alejandro; una hetaira de su condi-
ción tiene su orgullo. ¿Qué crees que
Mary Renault Trilogía Alejandro
un instante, le dijo:
—Ya les daré de qué hablar.
—Siempre tienes tiempo para Hefes-
tión.
—Él piensa en mi trabajo y me ayu-
da bastante.
—¿Qué trabajo? Aún no me has
contado nada. Tampoco me has dicho
que Filipo te mandó una carta secreta.
¿Qué te decía?
Con fría precisión, sin hacer una
sola pausa ni titubear, le contó la histo-
ria de la guerra contra los tirios. Olim-
pia notó el frío resentimiento en los ojos
de su hijo y no pudo evitar estreme-
cerse.
—Me estás mintiendo —le dijo.
—¿Por qué me preguntas, entonces,
si crees eso?
Mary Renault Trilogía Alejandro
Harpalo...
—Pregúntale a Harpalo por qué le
señalan —dijo, riendo de buena gana.
Olimpia se enfureció por su resis-
tencia, pues su instinto le decía que
había puesto el dedo en la llaga.
—Pronto tu padre te preparará un
matrimonio, y es hora de que le de-
muestres que lo que necesita ofrecerte
es una esposa y no una mujer.
Después de unos instantes de inmo-
vilidad, Alejandro caminó hacia delante
muy lentamente y con pies ligeros,
como de felino, hasta que llegó ante los
ojos de su madre, que miraban hacia
abajo. Olimpia abrió la boca y luego la
cerró; poco a poco se fue hundiendo en
su trono, hasta que el alto respaldo le
impidió echarse más hacia atrás. Juz-
gando la actitud sólo con la mirada,
Mary Renault Trilogía Alejandro
del Oeste.
—No esperaba menos —comentó
Antipatro con Alejandro cuando estuvie-
ron a solas—. El precio que se debe
pagar por una buena mentira es que la
gente se la crea.
—Una cosa es cierta: no podemos
desilusionarlos; si lo hacemos, cual-
quier día cruzarán la frontera. Déjame
pensar bien las cosas; mañana te diré
cuántos hombres necesito.
Antipatro soltó la respiración; ya
había aprendido cuándo hacerlo. Ale-
jandro sabía la cantidad de hombres
que necesitaba, pero lo que en realidad
le preocupaba era cómo evitar —sin
despertar sospechas— confiar a tantas
tropas el trabajo que se suponía debían
atender. Sin embargo, pronto encontró
el pretexto. Desde la guerra fócida, el
paso de las Termópilas estaba protegido
Mary Renault Trilogía Alejandro
valor.
Todos los presentes quedaron su-
mamente complacidos. Ese día se cum-
plían cinco años de aquella memorable
velada con la cítara, pero nadie lo recor-
daba. Con la comodidad del hogar y los
buenos cuidados del médico, Filipo em-
pezó a recuperarse rápidamente. Sin
embargo, su cojera iba de mal en peor,
pues había recibido una nueva herida
en la misma pierna, esta vez a la altura
de la corva. Durante su estancia en
Tracia esa herida se le había empezado
a pudrir, y pasó varios días al borde de
la muerte, ardiendo de fiebre. Decía Par-
menión que cuando se le desprendió el
pedazo de carne putrefacta, quedó al
descubierto un hoyo tan grande que
podía caberle un puño. Pasaría bastante
tiempo antes de que pudiera volver a
montar por sí mismo sobre el lomo de
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
VII
verdad.
Al oír estas palabras, dejó caer la
mano y fijó los ojos en los de su hijo.
—Dime la verdad, ¿quién o qué soy
yo?
Ella se quedó mirándole sorpren-
dida; Alejandro notó que no esperaba ni
remotamente esa pregunta.
—No me importa lo que hayas esta-
do haciendo —continuó—, pero yo no sé
nada acerca de ello. Dime qué debo
esperar.
—¿Eso es todo? —le respondió, al
tiempo que observaba que en las pocas
horas en que había dejado de verle, su
rostro lucía anormalmente demacrado.
Hacia ya bastante tiempo que con
su energía ocultaba los profundos
estremecimientos, los sueños vehemen-
tes que la consumían, el sobresalto del
Mary Renault Trilogía Alejandro
terreno y esperaremos.
—Del otro lado del paso Grabian,
pero, ¿atacaremos al amanecer?
—Una marcha furtiva, como le
denomina tu amigo Jenofonte a esta
treta.
Finalmente, así sucedieron las cosas
antes de que el deshielo de primavera
resquebrajara los puntos de cruce del
río. En lo que se refiere a los mercena-
rios pagados por Atenas, cabe decir que
todos cumplieron su deber, pues en ello
les iba la vida; pero, después de todo,
como buenos profesionales de la lucha
que eran, algunos huyeron hacia la
costa y otros se rindieron. La mayoría
de los que terminaron por rendirse
pasaron a formar parte del ejército de
Filipo, curaron sus heridas y se senta-
ron entre la tropa a disfrutar de comida
caliente. Anfisa se rindió incondicional-
Mary Renault Trilogía Alejandro
ellas el templo.
Más tarde, Alejandro salió a cami-
nar con sus amigos a la atestada terra-
za, donde se oía una nube de mur-
mullos y olores procedentes del gentío
que llegaba de todas partes, incluso de
Sicilia, Italia y Egipto. Ricos votantes
exhibían sus regalos en las cabezas de
los esclavos, los animales mugían, bala-
ban o ladraban, mientras que las palo-
mas se agitaban nerviosamente dentro
de sus jaulas de mimbre; por todas
partes iban y venían caras ansiosas,
devotas, algunas con gestos de libera-
ción y alegría, otras llenas de angustia y
ansiedad. Era un día propicio para
consultar el oráculo. En medio de aquel
ruido de locura, Hefestión le susurró a
Alejandro:
—Mientras estés aquí, ¿por qué no?
—No, ahora no.
Mary Renault Trilogía Alejandro
fondo.
Teógenes en persona supervisaba la
larga y castigada línea de combatientes,
que ya para entonces se debilitaba y
rompía en uno de sus extremos. Ante
sus ojos, la retaguardia del enemigo se
perdía entre un tupido bosque de lanzas
tan grandes como árboles; los soldados
las apuntaban hacia el cielo para no
herir a sus compañeros de las filas
delanteras. Era prácticamente imposible
ver algo a través de ese bosque siniestro
al que envolvía una densa nube de
polvo. Repentinamente, casi como si
hubiera recibido un inesperado golpe en
el pecho, le asaltó un pensamiento:
¿dónde estaba el joven Alejandro? No
había tenido ninguna noticia de él desde
que empezó el combate. ¿Acaso estaba
en Fócida atendiendo la guarnición, o
trabajaba subrepticiamente en el frente
Mary Renault Trilogía Alejandro
dia.
—Gracias a los dioses. Bueno, el
portador de tan excelentes noticias me-
rece una recompensa; búscame más
tarde.
Después de despedir al mensajero,
pidió que se hicieran sonar las trompe-
tas. Por un momento, como todo buen
granjero en época de cosechas, vio los
campos que, bajo su cuidadoso go-
bierno, pronto estarían listos para ser
cosechados como se debe. La caballería
de reserva apareció sobre las colinas
antes de que los corintios pudieran
apoderarse de ellas. La infantería mace-
donia, que supuestamente se retiraba,
se esparcía por el camino, adoptando la
forma semicurva de una hoz, en cuyo
centro estaban los jubilosos atenienses.
Entonces, Filipo ordenó el ataque.
Un puñado de jóvenes valientes se-
Mary Renault Trilogía Alejandro
varias veces.
Una lanza penetró el parapeto y se
le clavó exactamente en la mandíbula,
haciéndole pedazos el rostro hasta la
altura de la base del cerebro.
—Esto es la locura, la locura —dijo
un hombre de mediana edad—. Ya no
tomaré más parte en esto.
El hombre echó a un lado escudo y
lanza, y escapó por el muro posterior;
sólo un combatiente, inactivo a causa
de un brazo roto, le vio deshacerse de
su yelmo.
Las fuerzas confederadas continua-
ron luchando hasta que un oficial mace-
donio les dijo que, si se rendían, el rey
de Macedonia les perdonaría la vida.
Entonces depusieron las armas. Mien-
tras las tropas derrotadas se retiraban
entre los agonizantes y muertos que
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
cabeza.
Más tarde, se levantaron y camina-
ron juntos. Las luces y el ruido aún
rondaban los barracones de los prisio-
neros. Alejandro empezó a pasear río
abajo. Él y Hefestión limpiaban su ca-
mino de los restos de lanzas y espadas
que estaban esparcidas entre los despo-
jos de hombres y caballos. Finalmente,
Alejandro se detuvo en una orilla del
río, exactamente donde Hefestión sabía
que se detendría.
Nadie todavía despojaba los cuerpos
de los cadáveres; sus bien pulidos
escudos, trofeos de guerra para los ven-
cedores, brillaban ligeramente bajo la
luz de la luna. En aquel lugar el olor a
sangre era mucho más penetrante, pues
los combatientes habían luchado hasta
desangrarse. El río murmuraba entre
las piedras.
Mary Renault Trilogía Alejandro
interior.
Los presentes intercambiaron mira-
das y cambiaron el tema de la conversa-
ción; era natural que el hijo del rey de
Macedonia tuviera pensamientos de tal
naturaleza.
El heredero de la escuela de Platón
había muerto el año anterior. En la
fresca y sencilla casa blanca que había
habitado Platón, le recibió Jenócrates, el
nuevo jerarca de la escuela platónica.
Era un hombre alto y fornido, y se decía
que su solemnidad limpiaba los cami-
nos que recorría, aunque pasara por el
Ágora a la hora del mercado. Alejandro,
recibido con la cortesía que un maestro
eminente dispensa a su alumno más
prometedor, sintió la solidez del hombre
y lo tomó con toda la seriedad que
merecía. Durante un buen rato habla-
ron de los métodos aristotélicos de
Mary Renault Trilogía Alejandro
enseñanza.
—Un hombre siempre debe perse-
guir su verdad —decía Jenócrates—, no
importa hasta dónde lo conduzca. Creo
que eso fue lo que produjo la separación
entre Aristóteles y Platón; este último
ponía el cómo al servicio del porqué. Yo
estoy a los pies de Platón.
—¿Tienes algún retrato de él?
Jenócrates le llevó hacia fuera; al
otro lado de la fuente con delfines, bajo
la sombra de arrayanes y laureles,
estaba la tumba de Platón, cerca de la
cual había una estatua del maestro. El
escultor lo había representado sentado
y con un pergamino en la mano, su clá-
sica cabeza ovalada inclinada hacia
delante, adoptando una posición de
lectura. Durante sus últimos años, Pla-
tón solía llevar el pelo corto, a la
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
que te traiga?
—Toda tu presencia —sabía que eso
casi lo haría desfallecer—. Los macedo-
nios son hombres de verdad.
—Vamos, con esas palabras conmo-
verías a una estatua.
—Me alegro de que tus hombres
empiecen a quitarse las barbas, así es
posible ver rostros hermosos —recorrió
su mandíbula con el dedo índice.
—Ahora es Alejandro el que dicta el
curso de la moda; dice que las barbas
son un buen asidero para el enemigo,
así que es mucho mejor que nos las
quitemos.
—Ah, ¿es por eso? Es tan hermoso
ese muchacho... Todos están enamora-
dos de él, hombres y mujeres.
—¿Todas las mujeres menos tú?
Mary Renault Trilogía Alejandro
rameras.
—Tan sólo es una virgen de quince
años; más bien parece una pequeña
prisión dentro de una trampa para
lobos y, sin embargo, cumplirá con su
trabajo, pues es de ellos. En uno o dos
años Filipo verá un nuevo heredero.
Atalos es quien aprovechará la situa-
ción, recuerda lo que te digo.
—¡Por fin llegamos a esto!
Aunque Olimpia hablaba con amar-
go reproche, Alejandro lo tomó como un
sí de aprobación, pues ya había tenido
suficiente.
Cuando llegó a su cuarto, Hefestión
ya estaba esperándolo. Allí también se
dijeron muchas cosas; luego se senta-
ron juntos en la cama y pasaron un rato
sin decir palabra. Al fin, Hefestión rom-
pió el silencio.
Mary Renault Trilogía Alejandro
de Pella.
El lugar acababa de ser totalmente
decorado de nuevo: las columnas tenían
guirnaldas de oro entrelazadas, y desde
Samos habían mandado traer finas
estatuas de bronce incrustado. No se
había olvidado nada que pudiera de-
mostrar que esta boda del rey era muy
diferente a las demás, excepto a la
primera. Cuando Alejandro y sus ami-
gos entraron en la casa y miraron a su
alrededor, sus ojos se iluminaron por
un pensamiento común: ésa era la man-
sión del suegro del rey, no del tío de una
concubina.
En medio del esplendor de sus arras
y de los regalos del novio, la novia
estaba sentada en el trono; Macedonia
conservaba costumbres, más antiguas
que las ciudades del sur. Copas de oro y
plata, rollos enteros de finos tejidos,
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
timos herederos.
Harpalos, Nearco y los demás se
reunieron; todos querían acompañarlo
por amor, lealtad, por su inconmovible
fe en la suerte de Alejandro, por temor a
que el rey o Atalos se hubieran fijado en
ellos para vengarse, o porque sentían
vergüenza de que sus compañeros los
vieran echarse para atrás.
—No, tú no, Filotas; es preciso que
te quedes.
—Te acompañaré —le respondió
rápidamente, mirando a su alrededor—.
Mi padre me perdonará, pero, ¿qué ocu-
rriría si no lo hiciera?
—No, el tuyo es un padre mejor que
el mío y no debes ofenderlo por mi
causa. Vosotros, prestad atención —su
voz adquirió el tono enérgico de una
orden—. Debemos escapar ahora, antes
Mary Renault Trilogía Alejandro
chos.
—¿Y nosotros? —preguntó Hefestión
vagamente—. ¿Adónde iremos?
—A Iliria; allí puedo hacer más
cosas, pues comprendo bien a los ilirios.
¿Recuerdas a Cosos? Mi padre no es
nada para él; ya se rebeló en una oca-
sión y lo haría de buen grado otra vez.
Es a mí a quien conoce.
—¿Quieres decir que...? —dijo He-
festión, deseando que no hubiera nece-
sidad de terminar la pregunta.
—Son buenos guerreros, y podrían
hacerlo aún mejor si tuvieran un gene-
ral.
“Lo hecho, hecho está —pensó
Hefestión—. Pero, ¿qué hacer para sal-
varlo?”
—De acuerdo —dijo—, si tú crees
que pueden hacerlo mejor.
Mary Renault Trilogía Alejandro
gar a horcajadas.
Hefestión cabalgaba detrás de sus
compañeros observando atentamente el
panorama: figuras encorvadas bajo la
capa, que de vez en cuando juntaban
sus cabezas, consultando, planeando,
cuchicheando; cruzaban por tierras
controladas por el enemigo. Sin querer
lastimarle, y apenas consciente de ello,
Tolomeo le ayudaba, dando buenas
muestras del espíritu de sacrificio que le
caracterizaba. Había dejado a su amada
Tais en Pella, después de sólo unos
cuantos meses de felicidad; en cambio,
Hefestión había hecho la única cosa que
estaba a su alcance: como Bucéfalo, se-
guir a Alejandro; siempre se le veía
como si fuera una de sus extremidades
y, en realidad, nadie lo notaba. Tolomeo
pensó que así cabalgarían para siempre.
La caravana tomó por el camino ha-
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
bastante saludables.
Al llegar, Olimpia ya se había arre-
glado el cabello y se había puesto una
cadena de oro.
—De esta tierra son los parientes de
Aquiles. Neoptolemo y Andrómaco vivie-
ron aquí al regresar de Troya. A través
de mí, su sangre ha pasado a tus venas.
Nuestra familia fue la primera de todas
las familias helénicas, y todas ellas
tomaron sus nombres de la nuestra.
Alejandro asintió sin decir palabra;
durante toda su vida había escuchado
esta misma historia. Esas tierras eran
verdaderamente ricas y no había habido
un gran rey que las controlara todas
hasta hace poco, pero el rey, en la medi-
da en que era hermano de Olimpia, todo
se lo debía a Filipo. Mientras cabalgaba,
pensamientos semejantes lo acosaban.
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
cederá.
Alejandro depositó su mano en la
cabeza de la vieja, que parecía una
pequeña concha dentro de una maraña
de lana, y la acarició, pensando en los
insondables misterios del roble sagrado,
con los ojos clavados en él. Las demás
mujeres se miraban entre sí sin decir
palabra.
—Estoy listo —dijo Alejandro.
El grupo entró en el santuario de
techo bajo que estaba junto a la casa de
las mujeres. La más vieja iba detrás de
todos, dando órdenes confusas con su
voz chillona como toda buena bisabuela
cuando entra en la cocina a fastidiar a
los hombres que trabajan. El ruido de
las prisas y los gruñidos de la vieja se
parecían al alboroto que se arma en las
hosterías cuando llega algún cliente y
aún no encuentra preparada la habita-
Mary Renault Trilogía Alejandro
ción.
Las enormes y antiguas ramas se
apretujaban encima de él, quebrando
los pálidos rayos del sol. El tronco prin-
cipal del gran roble sagrado estaba
arrugado y acanalada a causa de su
antigüedad, y entre sus fisuras los ado-
radores habían hecho pequeñas marcas
desde tiempos tan remotos que la cor-
teza casi las había tragado. Una de sus
partes estaba desmoronándose por la
putrefacción y los agujeros de los gusa-
nos.
El verano descubriría lo crudo que
había sido este invierno al mostrar
cuántas de las ramas principales ha-
bían muerto. Su primera raíz brotó de la
semilla cuando Homero todavía vivía; ya
estaba cerca su fin.
Desde su macizo centro, lugar en el
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
VIII
mos.
Alejandro recogió algunas piedreci-
llas del barandal y las arrojó una por
una hacia la turbulencia marina; nin-
gún murmullo, ni un solo sonido se
escuchó desde el abismo, ni siquiera se
oyó el ruido de las piedras al chocar
contra las paredes del desfiladero.
Hefestión no hizo nada; se limitó a ofre-
cerle su presencia tal como lo manda-
ban todos los presagios.
—Con el tiempo —continuó Alejan-
dro—, hasta una zorra se aprende estos
trucos; la segunda vez que los aplicas,
debes estar seguro de que encontrarás
las trampas vacías.
—Casi siempre te ha favorecido la
suerte de los dioses.
—Pero el tiempo pasa —dijo Alejan-
dro—. Esa sensación la obtiene uno con
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
ces.
Demarato hizo algunos sonidos
amistosos para demostrarle que él tam-
bién lo lamentaba. Después de lamen-
tarlo mil veces y aún más, le dijo que
seguramente con una madre de tempe-
ramento tan celoso y egoísta, el joven
debió haber sentido amenazado su futu-
ro con la desgracia de su progenitora.
Luego le citó algunas elegías de Simóni-
des, pertinentes al caso, que había
llevado preparadas para tal efecto.
—Cortarse la nariz —comentó Fili-
po—, sólo para fastidiarse la cara. Un
muchacho así, con sus dotes, es un
verdadero desperdicio. Si no fuera por
esta bruja nos llevaríamos bastante
bien, él debería saberlo mejor. Bueno,
ahora está pagando las consecuencias.
Así se dará un buen hartazgo de fortale-
zas ilirias. Pero si piensa que yo...
Mary Renault Trilogía Alejandro
su rostro.
—No puedo ofrecerte un peine más
limpio que éste —dijo Alejandro, soste-
niendo entre las manos el peine que
había en la ventana. Luego volvió a
ponerlo sobre el alféizar, debajo del
nido, limpió sus dedos y continuó—:
Bueno, también sabemos lo que dijo
Aquiles: “Todo ha sido por el bien de
Héctor y los troyanos; los griegos siem-
pre recordarán nuestra disputa, y aun
así lo juntaremos todo y terminaremos
con las querellas. Aunque nos duela,
debemos vencer la pasión íntima.”
Después, sacó una túnica limpia
que estaba doblada dentro del equipaje
de Fénix, la dejó caer hábilmente sobre
su cabeza, como si fuera un paje bien
entrenado, y le dio su cinturón.
—Ah, muchacho, tú siempre has
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
muñecos.
—¡Vaya un rival! —exclamó Hefes-
tión—. ¿Por qué no te quedas tranquilo?
Después de darle este buen consejo,
saldría a encontrarse con alguno de los
hombres de la facción de Atalos, o aun
con alguno de los incontables enemigos
de Olimpia, se irritaría por las palabras
que le dijeran y les rompería los dientes
lleno de rabia.
Todos los amigos de Alejandro te-
nían parte en ello y él, de temperamento
explosivo, tendría una parte mayor aún;
los amigos verdaderos lo comparten
todo, especialmente las querellas. Quizá
después se lo reprocharía a sí mismo,
pero todos los demás sabrían que Ale-
jandro jamás le echaría en cara ninguna
de esas pruebas de amor. No trataba de
buscar problemas, sino que sencilla-
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
poder ocultarlo.
Ésa fue una época verdaderamente
difícil para Filotas, pues pese a haber
estado durante años dentro del círculo
de acompañantes de Alejandro, no ha-
bía logrado llegar al núcleo de amigos
íntimos. Su historial de guerra era
inmejorable; y su personalidad franca-
mente impresionante, lo cual se debía
un poco a sus profundos ojos azules;
durante la cena era una excelente com-
pañía y estaba muy al tanto de la moda;
además, siempre había informado al rey
discretamente y estaba seguro de que
nunca le habían descubierto. Entonces,
¿por qué no confiaba plenamente en él?
Su instinto le decía que Hefestión era el
culpable.
Por otra parte, Parmenión ya empe-
zaba a fastidiarle por la falta de noti-
cias. Si fallara en esto, tanto su padre
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
cerlo.
—¿Sí? Bueno, debo tomar en cuenta
que, en su situación, no pudo escapar a
la censura ni aceptando tu consejo ni
revelándose ante él —su voz sonaba
seca al poner a Hefestión en su lugar—.
Por lo tanto, lo he exceptuado del exilio
por ahora. Más te vale seguir sus bue-
nos consejos, tanto por tu bien como
por el suyo propio. Estoy diciéndote
todo esto ante un testigo, por si se te
ocurre discutirlo más tarde. Si se le
vuelve a descubrir en alguna conspira-
ción, tendré que considerarlo como par-
te de ella, lo acusaré formalmente ante
la asamblea de los macedonios y pediré
que se le castigue con la pena de
muerte.
—Te he comprendido perfectamente.
No necesitabas haber traído a ningún
testigo —respondió Alejandro.
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
ser juicioso?
—Vamos, vamos. ¿Acaso piensas
que Filipo es un pirata ilirio? Lo hubie-
ras tenido que ver en Delfos, compor-
tándose como todo un griego. Él ya
sabía hasta dónde tendría que llegar,
antes de que yo se lo dijera. De todos
modos, el viaje es muy poco agradable.
Regresaremos a casa por mar.
—¿Sabes que los corintos te han
multado? Ahora Aristodemo actúa en tu
lugar, y ya nadie te pagará por actuar
fuera de los escenarios de Filipo.
—Oh, pero no estoy solo. Nunca
pensé que el príncipe actuara en forma
tan natural. ¡Qué sentido del teatro!
Espera a que él mismo lo descubra.
Entonces veremos algo grande, recuerda
lo que te digo. Sin embargo, hubo algo
monstruoso; yo sangré por él, en verdad
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
sangré.
En la recámara de Alejandro, Hefes-
tión le decía:
—Sí, lo sé, pero ahora debes dormir
un poco. Yo me quedaré aquí a tu lado,
pero trata de dormir.
—Puso su pie sobre mi cuello sólo
para demostrarme que podía hacerlo. Lo
hizo ante Tétalo y ante todo el mundo.
—Sin embargo, pronto lo olvidarán,
y lo mismo debes hacer tú. Tarde o tem-
prano, todos los padres se comportan
injustamente. Recuerdo que una vez...
—Ese hombre no es mi padre.
Las agradables manos de Hefestión
se congelaron presas de un instante de
inmovilidad.
—Oh, no ante los ojos de los dioses;
ello son los que eligen a quienes...
Mary Renault Trilogía Alejandro
contigo.
Él la miró con aguda atención y lue-
go pareció volver a sus propias reflexio-
nes.
—Ahora no puedo ir, estoy muy
ocupado.
—Por favor, ve a verla. Está lloran-
do.
Alejandro notó que sobre su piel
oscura había algunas lágrimas, que
parecían gotas de rocío sobre bronce.
—Está bien, dile que ahora voy para
allá.
Eran los primeros días de prima-
vera; los viejos rosales estaban repletos
de botones rojos, que parecían rubíes
cuando la luz oblicua del atardecer los
iluminaba. Un almendro que crecía en
medio de las antiguas lajas parecía
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
segundo plano.
—Prohibí esa unión por las razones
que ya conoces —Filipo había guardado
lo mejor para sí mismo; Arridao sólo era
un instrumento, y no podía arriesgarse
con Alejandro, pues Caria era un país
sumamente poderoso—. Si quieres cul-
par a alguien, échale la culpa a tu pro-
pia madre. Ella te dio motivos para que
cometieras esa tontería.
—¿Se la puede culpar? —Alejandro
aún hablaba calmadamente; en sus ojos
había una especie de búsqueda—. Tú
has reconocido a los hijos de otra mu-
jer, y Eurídice está en su octavo mes de
embarazo. ¿No es así?
—Así es.
Los ojos de Filipo se clavaron en el
rostro de su hijo; quizá si en ellos hu-
biera alguna luz de súplica, Alejandro
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
caballos.
En el saliente de una roca cubierta
de césped, Alejandro y Hefestión esta-
ban recostados tomando el sol de la
mañana; los demás podían verlos, pero
estaban fuera del alcance de sus oídos.
Como Patroclo y Aquiles en las obras de
Homero, los amigos se habían separado
de sus queridos camaradas para poner
en común sus más íntimos pensamien-
tos. Sin embargo, el fantasma de Patro-
clo les recordaba las líneas de Homero
siempre que compartían alguna pena, y
Alejandro pensaba que traía mala suer-
te pronunciarlas, así que nunca lo
hacía. Ese día estuvieron hablando de
otras cosas.
—Era como un laberinto oscuro con
un monstruo al acecho —comentó Ale-
jandro—. Ahora estamos a plena luz del
día.
Alejandro I FUEGO DEL PARAÍSO
te la campaña de Asia.
Hefestión asintió; a sus escasos die-
cinueve años, él mismo ya había per-
dido la cuenta de los hombres a los que
había sacrificado.
—Sí, es tu enemigo de muerte y tie-
nes que deshacerte de él. A fin de cuen-
tas esa mujer no es nada, el rey
conseguirá otra tan pronto empiece su
campaña.
—Yo se lo dije a mi padre, pero...
Bueno, ella debe pensar cuándo le toca
elegir, y yo debo actuar en mi propio
momento. Es una mujer ofendida, es
natural que desee vengarse; eso obligó
al rey a sacarla del reino antes de partir
para la campaña, y al hacerlo me causó
bastante daño... Mi madre seguirá intri-
gando hasta el final, no puede evitarlo,
se ha convertido en parte de su vida.
Ahora hay algunos asuntos en los que
Mary Renault Trilogía Alejandro
corresponde.
—Oh, sí, pero fundamentalmente
será su día. Tanto la historia como la
memoria se verán superadas. Egas ya
está lleno de artesanos; además, las
invitaciones han llegado hasta muy
lejos, sólo me sorprendería que hubiera
invitado a gente de más allá del norte.
Pero no importa, es algo que tendremos
que resistir antes de invadir Asia.
Entonces todo se parecerá a aquello —
señaló hacia el valle que se extendía
abajo y al gentío que se perdía en la
distancia.
—Así es, entonces ya no significará
nada. Ya has fundado una ciudad, pero
allí encontrarás tu reino; lo sé como si
dios me lo hubiera contado.
Alejandro sonrió: luego se sentó,
con las manos entrelazadas sobre las
rodillas, y miró hacia las montañas de
Mary Renault Trilogía Alejandro
Peris.
—Aristágoras —continuó— les llevó
un mundo de bronce a escala, un mun-
do completo, con todo el mar circundan-
te, y les mostró los territorios del
imperio persa. En realidad, la tarea no
es tan difícil; los bárbaros son gente no
apta para el arte de la guerra, en tanto
que vosotros sois los soldados mejores y
más valientes que hay sobre la tierra
(quizá en aquellos tiempos esto fuera
cierto). Suelen luchar de la siguiente
forma: usan arcos, flechas y espadas
cortas, salen al campo en calzoncillos y
cubren sus cabezas con turbantes (no,
si pueden hacerse con un buen yelmo),
todo lo cual muestra lo fáciles que son
de conquistar. También quiero deciros
que la gente de esos lugares tiene más
riquezas que el resto del mundo en su
conjunto (eso sí es verdad). Oro, plata y
Mary Renault Trilogía Alejandro
—Ciertamente, ya se ha establecido
un pago generoso —el de Quíos se dio la
vuelta para ver al ateniense, quien aga-
chó la cabeza y parpadeó—. Tal como se
dispuso, la suma global es para organi-
zar la revuelta de los lincéstidas. Yo no
estoy satisfecho de que su hermano, el
jefe, haya estado de acuerdo en esto.
Debo insistir en el pago por sus servi-
cios, si dan resultado.
—Eso es razonable —dijo el atenien-
se, sacándose el punzón de la boca,
pues había balbuceado ligeramente—.
Ahora tomemos todo como lo habíamos
dispuesto y regresemos con el hombre a
quien le interesa más. Mi jefe quiere
alguna garantía de que actuará exacta-
mente el día convenido, ni antes ni des-
pués.
Al oír estas palabras, el de Eubea se
inclinó sobre la mesa como el resto de
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sus compañeros.
—Tú dijiste que antes, y yo te con-
testé que no tenía ningún sentido; siem-
pre está cerca de Filipo, incluso ha
entrado en su recámara. Podría encon-
trar mejores ocasiones, tanto para ha-
cerlo como para escapar. Eso es pedirle
demasiado.
—Mis instrucciones son precisas —
dijo el ateniense, golpeando ligeramente
el punzón contra la mesa—. Debe ser
exactamente ese día, de lo contrario no
le ofreceremos asilo.
El de Eubea se levantó y dio un
puñetazo sobre la mesa, que ya de por
sí se agitaba, haciendo que el ateniense
cerrara los ojos en señal de protesta.
—¿Por qué? ¡Dime! ¿Por qué?
—Sí, ¿por qué? —dijo el ilirio—. He-
rómenes no lo pidió. Las noticias po-
Mary Renault Trilogía Alejandro
ellos.
—No lo dudo, pero nuestro hombre
necesitará mucha suerte para salir bien
de la misión. Como ya os dije, podría
tener mejores oportunidades.
—Nadie es tan distinguido. La fama
endulza la venganza... Bien, bien, ya
que estamos hablando de la fama, os
daré a conocer un pequeño secreto: mi
jefe desea ser el primer ateniense en
conocer las noticias, quiere conocerlas
incluso antes de que se difundan. Aquí,
entre nosotros, pretende darlas a cono-
cer como si hubiera tenido alguna vi-
sión. Después, una vez que Macedonia
haya regresado a la barbarie tribal —en
eso, captó la mirada furiosa del de
Eubea y rectificó apresuradamente—,
quiero decir, cuando el reino esté en
manos del sucesor que esté dispuesto a
permanecer en casa, podrá proclamar a
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niña.
—Mi dios ha cumplido los buenos
presagios —exclamó Hefestión.
Finalmente, todos bajaron a cenar.
Al llegar a la puerta, Alejandro se
detuvo para saludar a Pausanias; siem-
pre consideraba un triunfo arrancarle
una sonrisa a un hombre de expresión
tan adusta.
En el ambiente aún flotaban las
sombras anteriores al amanecer, y el
viejo teatro de Egas brillaba con la luz
de los faroles y de las antorchas.
Cuando los edecanes guiaban a los
invitados hasta los bancos acojinados,
la luz de sus lámparas centelleaba rápi-
damente, como si fueran luciérnagas en
pleno vuelo. La suave brisa de los bos-
ques de las montañas difundía el aroma
de resma de pino quemada y el olor de
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rando.
Alejandro volvió a mirar hacia las
sombras de la entrada. Presionó a Bucé-
falo con las rodillas para acercarlo y
miró con un gesto de profunda concen-
tración a la cara de Filipo.
—Está demasiado lejos —dijo suave-
mente—. Es mejor que vaya contigo.
Filipo arqueó las cejas bajo su
corona de olivo. Ahora le parecían evi-
dentes las intenciones del muchacho.
Bueno, parecía que no había compren-
dido del todo bien, y no le permitiría que
lo presionara.
—Eso es asunto mío. Yo juzgaré lo
que es mejor.
Los profundos ojos de Alejandro le
miraron directamente, tanto que Filipo
se sintió invadido; para cualquier súb-
dito era una afrenta mirar al rey direc-
Mary Renault Trilogía Alejandro
del grupo.
Un granjero de entre la multitud fue
el primero en darse cuenta de lo suce-
dido, y gritó de inmediato “¡Han matado
al rey!” Entonces, entre gritos de confu-
sión y cogidos todos por sorpresa, los
soldados empezaron a correr hacia el
teatro.
El primero en llegar ante el cadáver
fue uno de los oficiales; al ver el cuerpo,
se agachó sobre él para ver si le que-
daba vida, señaló hacia donde había
corrido el asesino y gritó salvajemente:
“¡Tras él!” Entonces, un torrente de
hombres se desbordó por la esquina,
hacia la parte posterior del escenario. El
bien entrenado caballo de Filipo estaba
tranquilamente en el espacio entre el
escenario y la orquesta, y a nadie se le
ocurrió pensar en la osadía de montarlo
para perseguir al asesino del rey de
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Macedonia.
Detrás del teatro, los sacerdotes ha-
bían sembrado una pequeña porción de
tierra en honor de Dionisio. Los gruesos
y renegridos palos de las plantas esta-
ban llenos de nuevos brotes y nuevas
hojas, verdes y lozanas. Tirado en el
suelo, saltaba a la vista el yelmo que
Pausanias había perdido con la premu-
ra de la huida, y en las ramas de una de
las vides había jirones de su manto rojo.
Había escapado pisoteando los terrones
del campo hasta alcanzar las puertas de
la vieja muralla de piedra, las cuales
estaban abiertas de par en par. Más
allá, esperaba un jinete con una montu-
ra adicional.
Pausanias había estado sometido a
un riguroso entrenamiento, así que la
carrera no le agotó; sin embargo, los
hombres que le perseguían eran jóvenes
Mary Renault Trilogía Alejandro
el faldón de la víctima.
Cuando ya se alejaban, Atalos
comentó a los demás:
—Bueno, así estuvo mejor, ya cono-
céis bien la historia. Si hubiera hablado,
habría sido una desgracia para el rey.
—¿Qué rey? —respondió Leonato—.
El rey ha muerto.
Hefestión estaba sentado en una de
las filas del teatro, cerca de las escale-
ras del centro. Los amigos que habían
esperado para alentar a Alejandro fue-
ron corriendo hacia allá y entraban des-
ordenadamente por una de las puertas
superiores. Si bien era cierto que esos
lugares estaban destinados a los cam-
pesinos y la gente sencilla, cabe señalar
que en esa ocasión los compañeros del
príncipe eran peces pequeños. Hefestión
se había perdido la magnífica entrada
Mary Renault Trilogía Alejandro
dulidad:
—Está muerto. Muerto —se pasó la
mano por la frente, tocando su corona,
y la arrojó al suelo distraídamente—.
¿Quién...?
—Fue Pausanias.
—¿Pausanias? ¿Después de tanto
tiempo? —se detuvo abruptamente, des-
compuesto por lo que acababa de decir.
—¿Lograron cogerle vivo? —pregun-
tó rápidamente Alexandro, el lincéstida.
Alejandro tardó en responder delibe-
radamente, para poder ver su reacción.
Luego dijo:
—Quiero que cierren las puertas de
la ciudad y que haya hombres vigilando
en cada muralla. Nadie deberá abando-
nar su puesto hasta que yo lo ordene —
se volvió hacia la multitud—. Alcides,
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la guardia y dijo:
—Aún lucha el hombre que abatió al
asesino.
Entre orgullosos y temerosos, los
soldados seguían vacilantes.
—Todos estamos en deuda contigo,
Pérdicas. No creas que lo olvidaremos —
la cara del hombre mostró un gesto de
alivio, mientras el joven avanzaba hacia
delante—. Dejé a Bucéfalo afuera, en el
camino, ¿quieres asegurarte de que lo
pongan en lugar seguro? Toma una
escolta de cuatro hombres.
—Sí, Alejandro —dijo, estallando en
un arranque de gratitud.
Entonces se dejó sentir una nueva
pausa de silencio; bajo sus cejas, Anti-
patro tenía un aspecto sumamente sin-
gular.
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Nota de la autora