Las Palabras Del Jefe Indio Noah Sealth

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Las palabras del Jefe Indio Noah Sealth

Este documento quizá es una carta de Noah Sealth (conocido como Seattle),
Jefe Indio de los Dwamish, al Gran Jefe Blanco de Washington, respondiendo
a la propuesta de Franklin Pierce de que vendiesen sus tierras quedándose en
una reserva... O su premonitorio mensaje ante la Asamblea del Consejo de
Tribus, expuesto en diciembre de 1854 con ocasión de la firma del Tratado de
Point Elliot, en el cual los pieles rojas se veían obligados a ceder sus
territorios a los hombres blancos...

Una versión posiblemente más cierta de sus palabras, sin duda más interesante
por su contexto, y hermosísima, en el Seattle Sunday Star del 29 de Octubre
de 1.887 (en inglés, of course ;)

Más sobre este hombre sabio, en su foto

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"¿Como se puede comprar o


vender el firmamento, ni aun el
calor de la tierra? Dicha idea
nos es desconocida.
Si no somos dueños de la
frescura del aire ni del fulgor
de las aguas, ¿Cómo podrán
ustedes comprarlos?
Cada parcela de esta tierra es
sagrada para mi pueblo. Cada
brillante mata de pino, cada
grano de arena en las playas,
cada gota de rocío en los
bosques, cada altozano y hasta
el sonido de cada insecto, es
sagrado a la memoria y el
pasado de mi pueblo. La savia
que circula por las venas de los
árboles lleva consigo las
memorias de los pieles rojas.
Los muertos del hombre blanco
olvidan su país de origen
cuando emprenden sus paseos
entre las estrellas, en cambio
nuestros muertos nunca
pueden olvidar esta bondadosa
tierra puesto que es la madre
de los pieles rojas. Somos
parte de la tierra y asimismo ella es parte de nosotros. Las flores
perfumadas son nuestras hermanas; el venado, el caballo, la gran
águila; estos son nuestros hermanos. Las escarpadas peñas, los
húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre, todos
pertenecemos a la misma familia.
.
Por todo ello, cuando el Gran Jefe de Washington nos envía el
mensaje de que quiere comprar nuestras tierras, nos está pidiendo
demasiado. También el Gran Jefe nos dice que nos reservará un lugar
en el que podemos vivir confortablemente entre nosotros. Él se
convertirá en nuestro padre, y nosotros en sus hijos. Por ello
consideraremos su oferta de comprar nuestras tierras. Ello no es fácil,
ya que esta tierra es sagrada para nosotros.
El agua cristalina que corre por los ríos y arroyuelos no es solamente
agua, sino que también representa la sangre de nuestros
antepasados. Si les vendemos tierras, deben recordar que es
sagrada, y a la vez deben enseñar a sus hijos que es sagrada y que
cada reflejo fantasmagórico en las claras aguas de los lagos cuenta
los sucesos y memorias de las vidas de nuestras gentes. El murmullo
del agua es la voz del padre de mi padre.
.
Los ríos son nuestros hermanos y sacian nuestra sed; son portadores
de nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos. Si les vendemos
nuestras tierras, ustedes deben recordar y enseñarles a sus hijos que
los ríos son nuestros hermanos y También los suyos, y por lo tanto,
deben tratarlos con la misma dulzura con que se trata a un hermano.
.
Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestro modo de vida.
Él no sabe distinguir entre un pedazo de tierra y otro, ya que es un
extraño que llega de noche y toma de la tierra lo que necesita. La
tierra no es su hermana sino su enemiga, y una vez conquistada
sigue su camino, dejando atrás la tumba de sus padres sin importarle.
Le secuestra la tierra a sus hijos. Tampoco le importa. Tanto la tumba
de sus padres, como el patrimonio de sus hijos son olvidados. Trata a
su madre, la Tierra, y a su hermano, el firmamento, como objetos que
se compran, se explotan y se venden como ovejas o cuentas de
colores. Su apetito devorará la tierra dejando atrás sólo un desierto.
No sé, pero nuestro modo de vida es diferente al de ustedes. La sola
vista de sus ciudades apena la vista del piel roja. Pero quizás sea
porque el piel roja es un salvaje y no comprende nada.
.
No existe un lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ni
hay sitio donde escuchar cómo se abren las hojas de los árboles en
primavera o cómo aletean los insectos.Pero quizá también esto debe
ser porque soy un salvaje que no comprende nada. El ruido parece
insultar nuestros oídos. Y, después de todo, ¿Para qué sirve la vida, si
el hombre no puede escuchar el grito solitario del chotacabras ni las
discusiones nocturnas de las ranas al borde de un estanque? Soy un
piel roja y nada entiendo. Nosotros preferimos el suave susurro del
viento sobre la superficie de un estanque, así como el olor de ese
mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado con
aromas de pinos. El aire tiene un valor inestimable para el piel roja,
ya que todos los seres comparten un mismo aliento - la bestia, el
árbol, el hombre, todos respiramos el mismo aire. El hombre blanco
no parece consciente del aire que respira; como un moribundo que
agoniza durante muchos días es insensible al hedor. Pero si les
vendemos nuestras tierras deben recordar que el aire no es
inestimable, que el aire comparte su espíritu con la vida que sostiene.
El viento que dio a nuestros abuelos el primer soplo de vida, también
recibe sus últimos suspiros. Y si les vendemos nuestras tierras,
ustedes deben conservarlas como cosa aparte y sagrada, como un
lugar donde hasta el hombre blanco pueda saborear el viento
perfumado por las flores de las praderas. Por ello consideraremos su
oferta de comprar nuestras tierras. Si decidimos aceptarla, yo pondré
una condición: El hombre blanco debe tratar a los animales de esta
tierra como a sus hermanos.
.
Soy un salvaje y no comprendo otro modo de vida. He visto a miles de
búfalos pudriéndose en las praderas, muertos a tiros por el hombre
blanco desde un tren en marcha. Soy un salvaje y no comprendo
cómo una máquina humeante puede importar más que el búfalo al
que nosotros matamos sólo para sobrevivir.
.
¿Qué sería del hombre sin los animales? Si todos fueran
exterminados, el hombre También moriría de una gran soledad
espiritual; porque lo que le sucede a los animales también le
sucederá al hombre. Todo va enlazado.
.
Deben enseñarles a sus hijos que el suelo que pisan son las cenizas
de nuestros abuelos. Inculquen a sus hijos que la tierra está
enriquecida con las vidas de nuestros semejantes, a fin de que sepan
respetarla. Enseñen a sus hijos que nosotros hemos enseñado a los
nuestros que la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurra a la
tierra le ocurrirá a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen en el
suelo, se escupen a sí mismos.
Esto sabemos: la tierra no pertenece al hombre; el hombre pertenece
a la tierra. Esto sabemos. Todo va enlazado, como la sangre que une
a una familia. Todo va enlazado.
Todo lo que le ocurra a la tierra, le ocurrirá a los hijos de la tierra. El
hombre no tejió la trama de la vida; él es sólo un hilo. Lo que hace
con la trama se lo hace a sí mismo. Ni siquiera el hombre blanco,
cuyo Dios pasea y habla con él de amigo a amigo, queda exento del
destino común.
Después de todo, quizás seamos hermanos. Ya veremos. Sabemos
una cosa que quizá el hombre blanco descubra un día: nuestro Dios
es el mismo Dios. Ustedes pueden pensar ahora que Él les pertenece
lo mismo que desean que nuestras tierras les pertenezcan; pero no es
así, Él es el Dios de los hombres y su compasión se comparte por
igual entre el piel roja y el hombre blanco. Esta tierra tiene un valor
inestimable para El y si se daña se provocaría la ira del creador.
También los blancos se extinguirán, quizás antes que las demás
tribus. Contaminan sus lechos y una noche parecerán ahogados en
sus propios residuos. Pero ustedes caminarán hacia su destrucción,
rodeados de gloria, inspirados por la fuerza de Dios que los trajo a
esta tierra y que por algún designio especial les dio dominio sobre
ella y sobre el piel roja. Ese destino es un misterio para nosotros,
pues no entendemos por qué se exterminan los búfalos, se doman los
caballos salvajes, se saturan los rincones secretos de los bosques con
el aliento de tantos hombres, y se atiborra el paisaje de las
exuberantes colinas con cables parlantes ¿Dónde está el matorral?
Destruido. ¿Dónde esta el águila? Desapareció. Termina la vida y
empieza la supervivencia."
H. A. Smith, "Early Reminiscences. Number Ten. Scraps From a
Diary. Chief Seattle – A Gentleman by Instinct – His Native
Eloquence. Etc., Etc." Seattle Sunday Star, October 29, 1887, p. 3.
[UW Microforms Newspapers, Uncat. no. 212 reel 1.] Lacunae
filled in from Frederic James Grant, History of Seattle,
Washington; With Illustrations and Biographical Sketches of Some
of Its Prominent Men and Pioneers, (NY: American Publishing and
Engraving Co, Publishers, 1891): 433-436. [UW Special Collections
Reference 979.743 G76]
Old Chief Seattle was the largest Indian I ever saw, and by far
the noblest looking. He stood six feet full in his moccasins, was
broad shouldered, deep chested and finely proportioned. His
eyes were large, intelligent, expressive and friendly when in
repose, and faithfully mirrored the varying moods of the great
soul that looked through them. He was usually solemn, silent
and dignified, but on great occasions moved among assembled
multitudes like a Titan among, Lilliputians, and his lightest
word was law.
When rising to speak in council or to tender advice, all eyes
were turned upon him, and deep toned, sonorous and eloquent
sentences rolled from his lips like the ceaseless thunders of
cataracts flowing from exhaustless fountains, and his
magnificent bearing was as noble as that of the most cultivated
military chieftain in command of the forces of a continent.
Neither his eloquence, his dignity or his grace, were acquired.
They were as native to his manhood as leaves and blossoms are
to a flowering almond.
His influence was marvelous. He might have been an emperor
but all his instincts were democratic, and he ruled his loyal
subjects with kindness and paternal benignity.
He was always flattered by marked attention from white men,
and never so much as when seated at their tables, and on such
occasions he manifested more than anywhere else the genuine
instincts of a gentleman.
When Governor Stevens first arrived in Seattle and told the
natives that he had been appointed commissioner of Indian
affairs for Washington Territory, they gave him a
demonstrative reception in front of Dr. Maynard's office, near
the water front on Main street. The Bay swarmed with canoes
and the shore was lined with a living mass of swaying,
writhing, dusky humanity, until old Chief Seattle's trumpet-
toned voice rolled over the immense multitude, like the startling
reveille of a bass drum, when silence became as instantaneous
and perfect as that which follows a clap of thunder from a clear
sky.
The governor was then introduced to the native multitude by
Dr. Maynard, and at once commenced, in a conversational,
plain and straightforward style, an explanation of his mission
among them, which is too well understood to require
recapitulation.
When he sat down, Chief Seattle arose with all the dignity of a
senator, who carries the responsibilities of a great nation on
his shoulders. Placing one hand on the governor's head, and
slowly pointing heavenward with the index finger of the other,
he commenced his memorable address in solemn and
impressive tones:
centuries untold, and which, to us, looks eternal, may change.
Today it is fair, tomorrow it may be overcast with clouds. My
words are like the stars that never set. What Seattle says, the
great chief, Washington, [The Indians in early times thought
that Washington was still alive. They knew the name to be that
of a president, and when the heard of the president at
Washington they mistook the name of the city for the name of
the reigning chief. They thought, also, that King George was
still England's monarch, because the Hudson bay traders called
themselves "King George's men." This innocent deception the
company was shrewd enough not to explain away for the
Indians had more respect for them than they would have had,
had they known England was ruled by a woman. Some of us
have learned better.] can rely upon, with as much certainty as
our pale-face brothers can rely upon the return of the seasons.
The son of the white chief says his father sends us greetings of
friendship and good will. This is kind, for we know he has little
need of our friendship in return, because his people are many.
They are like the grass that covers the vast prairies, while my
people are few, and resemble the scattering trees of a storm-
swept plain.
The great, and I presume also good, white chief sends us word
that he wants to buy our lands but is willing to allow us to
reserve enough to live on comfortably. This indeed appears
generous, for the red man no longer has rights that he need
respect, and the offer may be wise, also, for we are no longer in
need of a great country. There was a time when our people
covered the whole land, as the waves of a wind-ruffled sea
cover its shell-paved floor. But that time has long since passed
away with the greatness of tribes now almost forgotten. I will
not mourn over our untimely decay, nor reproach my pale-face
brothers for hastening it, for we, too, may have been somewhat
to blame.
When our young men grow angry at some real or imaginary
wrong, and disfigure their faces with black paint, their hearts,
also, are disfigured and turn black, and then their cruelty is
relentless and knows no bounds, and our old men are not able to
restrain them.
But let us hope that hostilities between the red-man and his
pale-face brothers may never return. We would have everything
to lose and nothing to gain.
True it is, that revenge, with our young braves, is considered
gain, even at the cost of their own lives, but old men who stay
at home in times of war, and old women, who have sons to lose,
know better.
Our great father Washington, for I presume he is now our father
as well as yours, since George has moved his boundaries to the
north; our great and good father, I say, sends us word by his
son, who, no doubt, is a great chief among his people, that if we
do as he desires, he will protect us. His brave armies will be to
us a bristling wall of strength, and his great ships of war will fill
our harbors so that our ancient enemies far to the northward, the
Simsiams and Hydas, will no longer frighten our women and
old men. Then will he be our father and we will be his children.
But can this ever be? Your God loves your people and hates
mine; he folds his strong arms lovingly around the white man
and leads him as a father leads his infant son, but he has
forsaken his red children; he makes your people wax strong
every day, and soon they will fill all the land; while my people
are ebbing away like a fast-receding tide, that will never flow
again. The white man's God cannot love his red children or he

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