Brech Bertolt - Narrativa Completa 2 - Relatos 1927 1949

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La obra narrativa de Bertolt Brecht (1898-1956), cuyos inicios coinciden con la cristalizacin de su temprana vocacin literaria, se entrecruz a

lo largo de la vida del autor con el resto de su labor creativa y estuvo animada por los mismos objetivos que guiaron su produccin teatral y
potica. Los RELATOS divididos en dos volmenes recogen la totalidad de la obra brechtiana en este campo siguiendo un orden
cronolgico. Si el primer tomo rene sus narraciones publicadas en diversos peridicos y revistas entre 1913 y 1927, adems de algunos
inditos, este segundo volumen agrupa los relatos correspondientes al perodo que abarca de 1927 a 1948. Escritos a lo largo de un difcil
exilio que condujo al autor desde Dinamarca a la Unin Sovitica y Estados Unidos pasando por Finlandia y Suecia, los relatos aqu recogidos
aparecidos varios de ellos ms tarde en "Historias de almanaque" proporcionan algunas claves fundamentales para la comprensin del
autor alemn.
Bertolt Brecht
Relatos 1927-1949
Narrativa completa - 2
ePUB v1.1
Chachn 20.08.12
Ttulo original: Prosa. Aus Gesammelte Werke Band II
Bertolt Brecht, 1927-1949.
Traduccin: Juan J. del Solar B.
Diseo/retoque portada: Orkelyon
Editor original: Chachin (v1.0 a v1.1)
ePub base v2.0
El paquete del Buen Dios
Cuento de Navidad
Acercad vuestras sillas y vuestros vasos de t aqu detrs, junto a la estufa, y no olvidis el ron. Es bueno estar al calor cuando se cuenta una historia sobre el fro.
Mucha gente, sobre todo cierta clase de hombres poco proclives al sentimentalismo, siente una fuerte aversin hacia la Navidad. En mi vida, sin embargo, hay al
menos una Navidad de la que realmente guardo el mejor de los recuerdos. Fue la Nochebuena de 1908 en Chicago.
Haba llegado a Chicago a principios de noviembre, y cuando me inform sobre la situacin general, en seguida me dijeron que aquel sera el invierno ms duro que
quizs tuviera que soportar esa ciudad, ya bastante desagradable de por s. Cuando pregunt qu posibilidades tena un calderero, me dijeron que los caldereros no
tenan posibilidad alguna, y cuando busqu un lugar medianamente asequible donde dormir, todo era demasiado caro para m. Y eso mismo les pas a muchos, gente
de todas las profesiones, aquel invierno de 1908 en Chicago.
Y durante todo diciembre el viento sopl horriblemente desde el lago Michigan, y a finales de mes cerraron sus puertas varias grandes fbricas de conservas
crnicas, que arrojaron un torrente de desocupados a las glidas calles.
Nos pasbamos das enteros yendo desesperadamente de un barrio a otro en busca de trabajo, y por la noche nos alegrbamos cuando podamos refugiarnos en
cualquier minsculo local del barrio de los mataderos, repleto de gente exhausta. All al menos haca calor y podamos sentarnos tranquilamente. Y mientras no nos
dijeran nada, permanecamos sentados frente a un vaso de whisky, y ahorrbamos durante todo el da para aquel vaso de whisky, que inclua asimismo calor, bullicio y
camaradera, cosas todas en las que an podamos cifrar cierta esperanza.
All pasamos tambin la Navidad de aquel ao, y el local estaba ms lleno que de costumbre, y el whisky ms aguado, y el pblico ms desesperado. Resulta
comprensible que ni el pblico ni el propietario logren crear una atmsfera festiva cuando todo el problema de los clientes se reduce a cmo pasarse una noche entera
con un solo vaso, y todo el problema del propietario a cmo echar del local a quienes tengan ante s vasos vacos.
Pero hacia las diez de la noche entraron tres individuos que, el diablo sabr de dnde, llevaban unos cuantos dlares en el bolsillo y, como era Nochebuena y el
aire rezumaba sentimentalismo, invitaron a todos los presentes a tomarse unas copas ms. Cinco minutos despus, el local entero era irreconocible.
Todos renovaron su racin de whisky (esta vez muy atentos a que les sirvieran la medida correcta), se juntaron las mesas y se pidi a una joven de aspecto aterido
que bailase un cakewalk, mientras la totalidad de los participantes marcaban el comps palmeando. Pero, a decir verdad, el diablo debi de meter su negra mano en el
asunto, pues la animacin dejaba mucho que desear.
S, el espectculo adquiri desde el principio un cariz decididamente malvolo. Pienso que era la obligacin de aceptar esas copas de ms lo que irritaba tanto a
todo el mundo. Los promotores de esa atmsfera navidea no eran mirados con buenos ojos. Y tras los primeros vasos de aquel whisky invitado surgi el plan de
organizar una autntica Nochebuena con regalos, una fiesta con todas las de la ley, como quien dice.
Como los artculos de regalo no abundaban, se prefiri hacer obsequios pensando menos en su valor intrnseco que en su adecuacin a los obsequiados, para
quienes quiz tuvieran un significado ms profundo.
Y as obsequiamos al propietario con un cubo de aguanieve sucia de la calle, donde haba ms que suficiente para que hiciera durar su viejo whisky hasta bien
entrado el nuevo ao. Al camarero le regalamos una vieja lata de conserva abierta, para que al menos tuviera una bandeja decente en la cual servir, y a una de las
chicas que trabajaba en el local le dimos una navaja mellada, para que al menos pudiera rascarse la capa de polvos del ao anterior.
Todos estos regalos fueron celebrados con un desafiante aplauso por los presentes, excepcin hecha, quiz, de los propios obsequiados. Y luego vino la broma
principal.
Haba entre nosotros un hombre que sin duda tena un punto flaco. Se instalaba all cada noche, y por ms indiferencia que quisiera aparentar, deba de tener un
temor insuperable a todo lo relacionado con la polica, segn crean poder afirmar con seguridad quienes saban algo de esas cosas. De todas formas, cualquiera poda
advertir que no se hallaba nada a gusto en su pellejo.
Para l nos inventamos un regalo muy especial. Con permiso del propietario arrancamos de un viejo directorio tres pginas en las que slo figuraban comisaras, las
envolvimos cuidadosamente en un peridico y entregamos el paquete a nuestro hombre.
Se hizo un gran silencio en el momento de la entrega. El hombre cogi el paquete con gesto vacilante y nos mir de abajo arriba con una sonrisa un tanto desvada.
Observ cmo palpaba el paquete con los dedos para determinar lo que poda haber en su interior ya antes de abrirlo. Pero luego lo abri rpidamente.
Y entonces ocurri algo muy extrao. El hombre estaba desatando el cordel con el que haban atado su regalo, cuando su mirada, en apariencia ausente, recay
en la hoja de peridico donde iban envueltas las interesantes hojas del directorio. Y al instante la mirada dej de ser ausente. Su delgado cuerpo (era muy alto) se
curv todo entero sobre aquella hoja, como quien dice, y l agach la cara hasta rozar casi el papel y ley. Jams, ni antes ni despus, he visto yo a un hombre leer de
esa manera. Sencillamente devoraba lo que iba leyendo. Y luego alz la mirada. Y tampoco he visto nunca, ni antes ni despus, una mirada tan radiante como la de
aquel hombre.
Acabo de enterarme por este peridico dijo con una voz ronca, que apenas lograba mantener serena y contrastaba de modo ridculo con su radiante cara
de que el asunto se aclar hace tiempo. En Ohio todo el mundo sabe que yo no tuve nada que ver con esa historia.
Y entonces rompi a rer.
Y todos nosotros, que lo habamos contemplado atnitos porque esperbamos una reaccin muy distinta y slo entendamos que el hombre haba estado bajo
alguna acusacin y, como acababa de enterarse por la hoja de peridico, haba sido rehabilitado, entretanto, tambin rompimos a rer de pronto a mandbula batiente y
casi de corazn, y aquello anim muchsimo la reunin, la amargura fue olvidada por completo y empez una extraordinaria Nochebuena que se prolong hasta la
maana y dej satisfecho a todo el mundo.
Y claro est que, en medio de la general satisfaccin, no tuvo ya importancia alguna que Dios, y no nosotros, hubiera elegido aquella hoja de peridico.
Breve visita al museo alemn.
Buenos das.
S?
Quisiera visitar la seccin de astronoma.
Aj! No sabe usted leer?
Por supuesto.
Y no ve que all dice que hoy est cerrada la seccin de astronoma?
S, pero es que, sabe, voy a estar aqu slo un da.
Y tiene que visitar precisamente la seccin de astronoma.
As es.
Y precisamente hoy, que est cerrada?
Bueno. Quisiera hablar con el director.
Con el seor director? Y qu desea usted del seor director?
Ver si el seor director puede hacer algo por m.
Pues ya puede ahorrarse la visita. Yo le digo a usted que el seor director no puede hacer nada.
Buenos das.
S?
Disculpe, es usted el seor director?
S, qu desea?
Me gustara visitar la seccin de astronoma, que hoy est cerrada.
Aj! Y para qu?
Tengo que hacer un trabajo. Soy escritor.
Aj. Con que es escritor. Y cmo se llama?
Brecht.
Aj.
Slo puedo quedarme un da aqu.
Y de dnde viene?
De Berln, usted perdone.
Aj. Y quiere visitar la seccin de astronoma.
S, por favor.
Y justamente hoy, que est cerrada.
As es. Por qu no sera posible? Basta con que uno de los guardianes me acompae. Alguna excepcin tiene que haber. Sobre todo cuando no se trata de
turistas, sino de gente que necesita algo para su trabajo.
Pero, por qu no mira antes un poco lo que hay en Berln?
Pensaba que aqu habra un material de primera.
En otro sitio puede ser tan bueno, y hasta mejor.
De veras?
Que se lo digo yo.
Hay salida por aqu?
No sabe usted leer?
Por supuesto.
Y no ve que all dice salida?
Es usted el seor portero?
S. Qu desea?
El viaje ms largo
He hecho todo tipo de viajes, pero el ms largo de todos los que he hecho fue un viaje desde la estacin de metro Kaiserhof hasta la Nollendorfplatz. Intentar
explicarle por qu fue tan largo aquel viaje.
Har de esto unos diez aos, y todava no era yo tan importante como ahora. Si se encontrara usted hoy conmigo, tendra delante a un hombre al que no le
ofrecera sin ms ni ms una propina. Pero en aquel entonces era yo un hombrecillo insignificante, y el da en que sub al metro en la estacin de Kaiserhof an no
dejaba traslucir rasgo alguno de mi ulterior arrogancia. En algn lugar acababan de darme a entender que mi presencia en esta ciudad no tena el menor inters y que les
pareca innecesario financiarme una comida ms en el Aschinger; y cuando estuve sentado en el vagn del metro haba en mi cabeza un espacio singularmente vaco que
yo era incapaz de llenar.
Era medioda, y el metro estaba atestado de gente. Ya en Gleisdreieck consegu un asiento, es decir, me incrustaron literalmente en l. Yo hubiera debido resistirme
con todas mis fuerzas a ocuparlo, como se ver en seguida, pero con qu fuerzas? Me sentaron y ya no pude levantarme.
Sentado all me puse a pensar en cosas sombras: mi alquiler, los das sin posibilidades que se avecinaban, etctera; por lo dems, ahora que escribo estas lneas,
advierto, de repente, que ya no recuerdo lo que se piensa en esas situaciones, de ah que slo pueda decir lo que habra pensado si pensara lo que generalmente pienso:
que es preciso tener una cabeza despejada, un puro en la jeta rebosante de canciones, y los pies un poco por encima del asiento, y comentar la situacin consigo
mismo, confiadamente, como un hombre con otro. Y cuando lleg la estacin de Nollendorfplatz no tuve la suficiente entereza para levantarme y abandonar el vagn.
Ante mis rodillas haba gente de pie a la que hubiera tenido que molestar y dividir, como Moiss las aguas del Mar Rojo gente grande, fuerte e invencible, que an
me toleraba porque no saba quin era yo, pero cuya paciencia no deba agotar una criatura como yo. Fatal insolencia hubiera sido pretender bajar donde ellos no
bajaban; todo cuanto ocurriera luego habra sido culpa ma. Y me qued sentado.
Me qued sentado en aquella estacin y en las siguientes, y continu sentado an despus de que la gente que haba viajado de pie ante m hubiera bajado haca
rato. Pues de qu me serva bajar ahora? Cierto es que me iba alejando ms y ms de mi destino, pero cul era mi destino? Era aquello un destino? Me baj en la
estacin final, que era, creo, la Reichskanzlerplatz, y volv a pie hasta la Nollendorfplatz, y an as llegu all demasiado temprano, pues me aguardaban cosas tan poco
agradables como en cualquier otro sitio.
Por lo dems, la tortillita no tard en volverse, como tantas veces antes y tantas veces despus, y acaso maana se vuelva otra vez; sea como fuere, an hoy tengo
la sensacin de que aquel fue un viaje extraordinariamente largo.
La bestia
Cun equvoca puede resultar la conducta de un hombre lo demostr hace poco un incidente acaecido en los estudios cinematogrficos Moszropom-Russ. Sin
duda fue un hecho insignificante y adems qued sin consecuencias, pero tena algo aterrador en s mismo. Durante la filmacin de la pelcula El guila blanca, que
recreaba los pogroms perpetrados en el sur de Rusia antes de la guerra y censuraba acremente la postura de la polica en aquel momento, apareci en los estudios un
hombre entrado en aos que pidi trabajo. Se meti en la caseta del portero, junto a la entrada, y le dijo que se permita llamar la atencin de los seores sobre su
extraordinario parecido con el clebre gobernador Muratov (Muratov, que haba sido el instigador de aquellas sangrientas matanzas, era el protagonista del
mencionado film).
El portero se ri en su cara, pero por tratarse de un hombre ya mayor no le dio con la puerta en las narices, por lo que el larguirucho y enjuto personaje se qued
un rato entre la multitud de extras y tcnicos, gorra en mano, con aire ausente y conservando, en apariencia, una dbil esperanza de conseguir pan y techo durante unos
das gracias a su parecido con el tristemente clebre asesino.
Casi una hora llevaba all el hombre hacindose continuamente a un lado para dejar sitio hasta quedar arrinconado detrs de un escritorio, cuando la atencin
general se centr de pronto en l. Fue durante un descanso en la filmacin, mientras los intrpretes se dispersaban en las cantinas o se ponan a charlar alrededor. El
famoso actor moscovita Kochalov, que representaba el papel de Muratov, se dirigi a la caseta del portero para telefonear. Estando junto al aparato recibi un codazo
del sonriente portero y, al volverse, divis, entre las estruendosas carcajadas de los circunstantes, al hombre de pie detrs del escritorio. Kochalov se haba maquillado
segn fotografas histricas, y todos advirtieron el extraordinario parecido del que el anciano haba hablado al portero.
Media hora ms tarde, el hombre estaba sentado entre los directores y operadores como Jess en el templo, a los doce aos, y discuta con ellos su contratacin.
Las negociaciones se aligeraron mucho debido a que, desde un principio, Kochalov se haba mostrado poco proclive a arriesgar su popularidad encarnando en escena
a una bestia como aquella. En seguida acept que le hicieran una prueba al parecido.
En los estudios cinematogrficos Moszropom-Russ no era nada inslito confiar papeles histricos a gente que tuviera un parecido fsico con el representado y no a
actores profesionales. Con dicha gente se utilizaban mtodos de direccin muy concretos, por lo que sencillamente explicaron al nuevo Muratov el desarrollo histrico
de un incidente destinado a la escena y le pidieron que, a guisa de prueba, representase al gobernador tal y como l se lo imaginaba. Esperaban que a su gran parecido
fsico con el verdadero Muratov sumara tambin cierta semejanza en la actuacin.
Se eligi la escena en que Muratov recibe a una delegacin de judos que le suplican poner fin a las matanzas. (Pgina 17 del guin: La delegacin aguarda. Entra
Muratov. Cuelga gorra y sable en un gancho de la pared. Se dirige a su escritorio. Hojea un diario de la maana, etc.) Ligeramente maquillado, vistiendo el uniforme del
gobernador imperial, el parecido entr en la sala de rodaje, uno de cuyos platos representaba el histrico gabinete de trabajo del palacio de la gobernacin, y, en
presencia del equipo de direccin en pleno, represent a Muratov tal y como l se lo imaginaba. Se lo imagin de la siguiente manera:
(Le delegacin aguarda. Entra Muratov.) El parecido entra apresuradamente por la puerta, las manos en los bolsillos, en mala posicin, inclinado hacia delante.
(Cuelga gorra y sable en un gancho de la pared.) Al parecer se le olvida esta indicacin escnica y se sienta en seguida, sin quitarse gorra ni sable, a su escritorio.
(Hojea un diario de la maana.) El parecido lo hace con aire totalmente ausente. (Inicia la audiencia.) Ni se digna mirar a los judos, que le hacen reverencias. Con
gesto vacilante deja a un lado el peridico; por lo visto no sabe cmo iniciar la audiencia con la delegacin. Se queda simple y llanamente inmvil y mira con aire
atormentado al equipo de direccin.
El equipo se ri. Uno de los ayudantes se levant, sonriendo burlonamente, avanz a paso lento hacia el escenario, las manos en los bolsillos del pantaln, se sent
junto al parecido y trat de ayudarlo.
Ahora viene lo de las manzanas dijo animndolo. Muratov era conocido por comer manzanas. Aparte de sus sanguinarios decretos, su actividad como
gobernador consista fundamentalmente en comer manzanas. Las guardaba en este cajn; aqu estn las manzanas.
Y abri un cajn del escritorio, a la izquierda del parecido.
Ahora se acercar la delegacin, y cuando empiece a hablar el primero, usted se comer una manzana, hijo mo.
El parecido escuch al joven ayudante con la mxima atencin. Las manzanas parecan haberlo impresionado.
Cuando vuelven a rodar la escena, Muratov saca lentamente una manzana del cajn con la mano izquierda, y mientras va trazando letras en un papel con la
derecha, se come la manzana, pero sin ninguna avidez, ms bien como algo rutinario. Cuando la delegacin le expone su ruego, l est realmente enfrascado en su
manzana. Al cabo de un rato, durante el cual no escucha nada, con la mano derecha hace un gesto distrado que interrumpe en plena frase a uno de los judos y da por
concluido el asunto.
En ese momento el parecido se vuelve hacia los directores y pregunta en un susurro:
Quin los acompaa a la salida?
El director principal permaneci sentado:
Qu, ya ha terminado?
S, y pens que ahora los haran salir.
El director mir a su alrededor sonriendo y dijo:
Tampoco es tan simple el comportamiento de las bestias. Tendr que esforzarse un poco ms.
Tras lo cual se levant y repas una vez ms la escena con l.
As no se comporta una bestia dijo. As se comporta un pequeo funcionario. Ya lo ve, tiene usted que pensar. Las cosas no salen bien si no se piensan.
Tiene que imaginarse a ese mastn sanguinario. Tiene que dominar su papel por completo. Vuelva usted a salir.
Y empez a reestructurar la escena segn perspectivas dramticas. Reforz algunos puntos y desarroll la caracterizacin. El parecido no careca de talento.
Haca todo cuanto le indicaban y no lo haca mal. Pareca tan capaz de encarnar a una bestia como cualquier otro. Lo que no tena, al parecer, era mucha imaginacin.
Tras media hora de trabajo, la escena qued as:
(Entre Muratov). Hombros atrs, pecho adelante, movimientos bruscos de la cabeza. Desde la puerta, su mirada de buitre sobrevuela a los judos que se inclinan
profundamente. (Cuelga gorra y sable en un gancho de la pared.) Al hacerlo se le cae el abrigo y l lo deja en el suelo. (Se dirige al escritorio. Hojea un diario de la
maana.) Busca las noticias de teatro en el folletn. Marca el comps de una cancin de moda con la mano. (Inicia la audiencia.) Y hace retroceder tres metros a los
judos con un vulgar gesto del dorso de la mano.
Nunca lo entender. Lo que est haciendo no funciona dijo el director principal. Es teatro comn y corriente. Un malo de la vieja escuela. Mi estimado
seor, esto no es lo que hoy nos imaginamos como una bestia humana. No es Muratov.
El equipo de direccin se puso en pie y empez a hablar con Kochalov, que haba asistido a las pruebas. Todos hablaban a la vez. Se formaron grupos que
discutan sobre la esencia de la bestia.
Desde el histrico silln del general Muratov, el parecido, torpemente inclinado hacia adelante, miraba fijamente ante l, olvidado y atormentado, aunque con el
odo atento. Pareca seguir muy de cerca las conversaciones, esforzndose por captar la situacin.
Tambin intervinieron en la discusin los actores que integraban la delegacin juda. En determinado momento todos escucharon a dos extras, viejos vecinos judos
de la ciudad que, en su momento, haban sido miembros de la citada delegacin. Haban contratado a esos viejos para dar mayor carcter y autenticidad a la pelcula.
Y, curiosamente, ambos opinaban que la primera interpretacin del parecido no haba estado del todo mal. No podan decir qu efecto tendra en otros, en gente que
no hubiera participado, pero ellos recordaban que fue precisamente lo rutinario y burocrtico del personaje lo que en aquel entonces les caus una impresin
aterradora. Y esa actitud la haba recreado el parecido con bastante fidelidad, as como la forma de comerse la manzana en la primera prueba, mecnicamente,
aunque, por lo dems, Muratov no hubiera comido manzana alguna en aquella entrevista. El ayudante de direccin rechaz esta afirmacin:
Muratov siempre coma manzanas dijo en tono cortante. Seguro que estuvieron ustedes all?
Los judos, que no queran despertar la sospecha de no haber figurado aquella vez entre los candidatos a la muerte, se refugiaron, asustados, en la hiptesis de que
tal vez Muratov se hubiera comido la manzana poco antes o poco despus de la audiencia.
En ese instante se produjo un pequeo revuelo entre los integrantes del grupo que rodeaba al director principal y a Kochalov. Empujando a un lado a los que tena
delante, el parecido se haba abierto paso hasta el director y, con una expresin ansiosa e impaciente en su enjuta fisonoma, empez a hablarles en tono insistente.
Por lo visto haba comprendido lo que esa gente quera de l, y el temor a perder su pan lo haba iluminado: les hizo una propuesta:
Creo intuir lo que tienen en mente. Ha de ser una bestia parda. Pues podemos hacerlo con las manzanas. Supongan ustedes que yo cojo una manzana y se la
planto en las narices al judo. Trgatela!, le digo. Y mientras l, mucho ojo! y aqu se volvi hacia el que representaba al jefe de la delegacin, mientras t
ests comiendo la manzana, recuerda que el terror pnico har que se te atragante, y as y todo has de comrtela si soy yo, el gobernador, quien te la ofrece, muy
amablemente, por lo dems es un gesto muy amable de mi parte, verdad que s?, y aqu se volvi otra vez hacia el director principal: y en aquel momento podra
firmar la sentencia de muerte, como quien no quiere la cosa. Y l, que est comiendo su manzana, lo vera.
El director lo mir fijamente un instante. El viejo estaba inclinado ante l, macilento, nervioso y, sin embargo, apagado; le llevaba una cabeza entera, de suerte que
poda mirarlo por sobre el hombro, y por un momento el director pens que el otro se estaba burlando de l, pues crey advertir un fugaz y casi imperceptible
sarcasmo en su trmula mirada, un gesto perfectamente despectivo e intolerable. Pero en ese momento Kochalov reanud el dilogo.
El actor haba escuchado con atencin, y la escena de la manzana propuesta por el parecido haba encendido su imaginacin artstica. Por ello, empujando a un
lado al viejo con un brutal movimiento del brazo, dijo al equipo:
Brillante. Quiere decir lo siguiente:
Y empez a representar la escena con tal expresividad que la sangre se les hel a todos en las venas. El estudio entero prorrumpi en aplausos cuando Kochalov,
baado en sudor, firm la sentencia de muerte.
Se trajeron las lmparas. Se les dio instrucciones a los judos. Se prepararon las cmaras. Comenz la filmacin. Kochalov represent a Muratov. Se haba
demostrado, una vez ms, que el simple parecido fsico con una bestia sanguinaria no significa realmente nada, y que tambin hace falta arte para transmitir la impresin
de autntica bestialidad.
El ex gobernador imperial Muratov recogi su gorra en la portera, salud servilmente al portero y sali al fro de aquel da de octubre para encaminarse
cansinamente a la ciudad, donde desapareci en los barrios pobres. Aquel da haba comido dos manzanas y conseguido una pequea suma de dinero que le bastara
para pagar su alojamiento de esa noche.
El cantante callejero
En Le Lavandou, una pequea localidad no muy distante de la frontera italiana, trabajan muchos pescadores napolitanos. Una noche, en un caf, omos all a un
cantante callejero italiano entonar una cancin. Era un hombre viejo y desastrado; se haba quitado el sombrero y cantaba sin acompaamiento alguno, si no
consideramos como tal los movimientos de sus manos. Era una cancin poltica. El poeta, si es que algn poeta era responsable de aquel texto, reprochaba a un
estadista italiano, a quien no nombraba por lo conocido que era, el haber traicionado a su patria por slo 80.000 francos. Esta cifra, que se repeta al final de cada
estrofa, constitua el punto culminante de la acusacin, y el cantante, un hombre indescriptiblemente corts en principio, imprima a su voz y a sus gestos el mayor de los
desprecios cada vez que la mencionaba: era demasiado insignificante. El cantante cosech aplausos, mas no mucho dinero, pues quienes lo escuchaban eran gente
pobre. Agradeci cortsmente y se alej, sin que ya nadie reparara en l. Pero nosotros vimos que, a unas cuantas casas de distancia, se tom otro caf en un
restaurante donde no cant. Ms tarde, cuando volvamos a casa en el coche, nos lo encontramos otra vez en la carretera comarcal; caminaba hacia el pueblo ms
cercano, que quedaba a unos diez kilmetros, con un atado del tamao de una bota en la espalda. Eran las diez de la noche. Seguro que no tena dinero para pernoctar
en Le Lavandou. Y eso que all haba posibilidades de alojamiento muy baratas
Un rostro nuevo
Erase una vez un comerciante que viva en un gran pas. Compraba todo tipo de cosas, grandes y pequeas, y volva a venderlas obteniendo pinges beneficios.
Compraba fbricas y ros, bosques y barrios enteros, minas y barcos. Cuando la gente no tena nada que venderle, l les compraba su tiempo, es decir, los haca
trabajar para l a cambio de un sueldo y les compraba as sus msculos o su cerebro. Compraba la fuerza de sus brazos para su cinta sin fin, la presin de sus pies para
sus fraguas, sus dibujos, su escritura para sus libros de contabilidad.
Era un gran comerciante y se fue haciendo cada vez ms y ms grande. Era muy respetado por doquier y ese respeto no haca sino aumentar continuamente. Pero
de un momento a otro lo atac una terrible enfermedad.
Un da quiso comprar nuevamente algo, esta vez unas minas de estao en Mxico. En realidad no quera comprarlas l mismo, sino hacer que otras personas las
compraran por l, para poder venderlas luego. Lo cierto es que quera estafar a aquella gente.
Se cit con ellos en un Banco.
All negociaron durante varias horas, fumando gruesos puros y anotando cifras.
El gran comerciante explic a sus socios lo que podran ganar en aquel negocio, y como era un comerciante tan respetado y su aspecto era amable y simptico
un caballero rosado, algo mayor, de cabello canoso y ojos relucientes, ellos le creyeron, por lo menos al principio. Pero entonces ocurri algo muy extrao.
El comerciante advirti de pronto que aquellos seores lo miraban de forma muy rara, y en cierto momento hasta retrocedieron un poco mientras l segua
hablando. Se mir, por si algo no estuviera en orden en su indumentario, pero sta era impecable. No tena idea de qu estaba ocurriendo. De repente los seores se
levantaron, y el aspecto de sus caras fue esta vez de franco terror; era evidente que lo miraban a l, y lo miraban como algo aterrador, que inspirase miedo. Y, sin
embargo, l segua hablando en el mismo tono de siempre, amable y simptico, como un gran comerciante respetado.
Por qu, pues, dejaron de escucharlo todos? Por qu se marcharon sin siquiera disculparse y lo dejaron solo? Porque es lo que hicieron.
Y l tambin se puso en pie, cogi su sombrero y baj para abordar su coche. Y tuvo que presenciar cmo su chfer se horrorizaba al verlo.
Al llegar a su casa se acerc de inmediato a un espejo. Y entonces vio algo espeluznante:
Desde el espejo lo miraba la cara de un tigre!
Tena un rostro nuevo! Un rostro de tigre!
Rectificaciones de antiguos mitos.
Odiseo y las sirenas
[1]
Como es sabido, cuando el astuto Odiseo avist la isla de las sirenas, aquellas cantantes devoradoras de hombres, se hizo atar al mstil de su navo y a sus remeros
les tap los odos con cera a fin de que, gracias a esta cera y a las cuerdas que lo ataban, su goce artstico quedara son consecuencias nefastas. Mientras remaban
bordeando la isla al alcance del odo, los sordos esclavos pudieron ver a nuestro hroe retorcindose en el mstil como si anhelara liberarse, y a las seductoras mujeres
hinchando sus temibles gargantas. Todo transcurri, pues, aparentemente segn lo previsto y acordado. La Antigedad entera crey en el xito de la artimaa del astuto
hroe. Ser yo el primero en tener ciertos reparos? Pues lo cierto es que me digo: s, todo perfecto; pero quin puede decir, aparte de Odiseo, que las sirenas
cantaron realmente al ver a ese hombre atado al mstil? Querran aquellas poderosas y hbiles mujeres prodigar su arte con gente que no tena ninguna libertad de
movimiento? Ser esto la esencia del arte? Antes me inclinara a pensar que las gargantas hinchadas vistas por los remeros se deban a los insultos que, con todas sus
fuerzas, lanzaban ellas contra aquel cauto y condenado provinciano, y que nuestro hroe se retorca en el mstil (cosa de la que tambin existen testimonios) porque, en
definitiva, se senta avergonzado.
Candaules
Del rey Candaules cuenta la leyenda que, tras una acalorada discusin sobre la belleza, mostr a su amigo Giges a su esposa totalmente desnuda. La historia no
tiene, a mi entender, mucho sentido. Da por supuesto que, sin ms ni ms, el tal Giges expres sus dudas sobre la belleza de la reina. Pero por qu lo hara? Es
posible un dilogo en el que un rey diga mi mujer es bella y su interlocutor responda no me lo creo? Y tiene entonces algo de particular que el primero diga: pues
mratela bien antes de juzgar? De forma muy distinta me habra interesado una discusin sobre la belleza en relacin con el arte de amar. Qu se puede hacer
realmente con la belleza de una esposa aparte de mostrrsela a los amigos? Pero la mayora an sucumbe a la ilusin, corrientemente aceptada, de que belleza significa
arte amatoria. Pues hemos cultivado un tipo de belleza que despierta expectativas y deseos que despus no satisface. Puedo imaginar que Giges reconozca la belleza de
la reina, pero exprese serias dudas sobre su arte amatoria. En ese caso sera un conocedor. Bella?, exclamara. Qu significa eso? Bella con referencia a qu?
Qu la hace bella? Eso es lo que cuenta. Precisamente la belleza debe someterse a prueba, responder de su valor. En un caso as, donde estaban en juego tantas
cosas, si lo importante era defender la belleza en trminos generales, al rey no le habra quedado otra salida que ir muy lejos en las atribuciones permitidas a su
amigo. Y entonces la reina habra tenido un verdadero motivo para suicidarse como lo hace en la leyenda, en un acto de orgullo, al ver que se haba puesto en duda el
valor de la belleza punto en el cual tal vez no se equivocaba.
Edipo
S, naturalmente, que es impropio de un autor trgico hacerle guios al espectador. Pero cada vez que he visto o ledo Edipo he deseado la pertinencia de
semejantes guios. Pues me resisto a creer que Edipo no tuviera al menos una vaga idea de la trascendencia de sus actos, de su carcter profundamente abyecto. La
tragedia slo sera as tanto ms trgica. Porque los autnticos reveses de fortuna no se producen cuando, de pronto, ocurre algo que nunca hubiramos esperado, sino
cuando ocurre algo que habamos previsto. Uno se dice siempre: no tengo por qu temer tal o cual cosa, no puede ocurrir, sera demasiado inhumano. Y resulta que
luego ocurre, y todo aquello que es humano se revela en su magnitud total, en la gigantesca magnitud de su horror. Si la terrible nueva llega a odos de un Edipo que de
verdad la ignoraba, su desesperacin no se halla entonces, al menos segn las concepciones actuales, totalmente justificada. Todos conocemos el dudoso valor de la
desesperacin que manifiestan los deudores o socios morosos cuando nos hablan de la vis major!
Safety first
En una tertulia de hombres, la conversacin recay en la cobarda. Como habamos bebido ms de la cuenta, rezumbamos sabidura. Nos contamos casi todas las
situaciones de nuestra vida en las que habamos actuado cobardemente, como quien dice. Reconocimos lo malo que es que otros descubran semejante debilidad en
nosotros, pero convinimos en que es mucho peor cuando nosotros mismos nos percatamos de ella. Al llegar a este punto, alguien cont la siguiente historia.
Mitchell era capitn de uno de aquellos barcos gigantescos que cubren el trayecto entre Brasil e Inglaterra, uno de esos denominados hoteles flotantes. No
debemos imaginarnos ya, por cierto, a estos capitanes como a los recios lobos de mar de la poca de nuestros abuelos, que, de pie en el puente de mando, bramaban
rdenes entre la espuma de las enfurecidas olas. Mitchell era un individuo alto y fornido, aunque en ningn saln lo hubieran tomado por un hombre de mar, sino por un
ingeniero, profesin que, de hecho, era la suya. O si acaso por un gerente de hotel.
Algo muy extrao le ocurri estando a punto de concluir un viaje, no muy lejos de las costas de Escocia: su barco choc con un pesquero oculto por la niebla. La
culpa no fue de Mitchell ni de su gente, pero la enorme nave se llamaba Astoria empez a hacer agua por una va. Los seores de la cmara de derrota emitieron
un dictamen sobre la avera y decidieron enviar seales de SOS. Calcularon que el barco no podra mantenerse a flote ms de una hora, y las cabinas estaban todas
repletas.
Se enviaron las seales de SOS y pronto llegaron dos barcos, a los que se traslad a los pasajeros.
Mientras los parientes de sus pasajeros se abrazaban felices, en Londres, ante las oficinas de la Compaa Transatlntica, Mitchell viva horas difciles. El, junto con
sus oficiales y la tripulacin, haba permanecido a bordo del Astoria, que, sorprendentemente y contra todos los pronsticos, no se lleg a hundir. Tampoco se hundi
en las horas que siguieron y arrib a puerto sin ulteriores contratiempos.
Mitchell haba observado el comportamiento de su barco con sentimientos ms que encontrados. Presa de autntica desesperacin, estudiaba el estado de la
carraca y la penetracin del agua en el casco. Le resultaba muy desagradable que el maldito buque no se hundiera.
Cuando lleg, lo saludaron sus parientes en el muelle: su padre y sus dos hermanas, una de ellas con su novio. Haban pasado momentos de gran angustia cuando
los peridicos informaron sobre las seales de SOS del Astoria. Todos vivan de l. Ahora estaban muy contentos, y, adems, orgullosos. Lo aburrieron a morir con
sus preguntas: Cmo has conseguido remolcar el barco hasta aqu?, etc. Legos en la materia, crean que haba realizado una proeza heroica.
Al da siguiente le toc afrontar la difcil situacin.
Sus expectativas no eran precisamente optimistas cuando lleg a las oficinas de su empresa, la Compaa Transatlntica. Haba pedido ayuda demasiado pronto, es
decir, sin necesidad, y la ayuda era muy cara. Pero el recibimiento que lo esperaba super todas sus previsiones.
El armador de la Transatlntica era el gran I. B. Watch, y l recibi a Mitchell personalmente. Era, segn propia opinin, un amigo de la verdad, y eso le dio
derecho a vociferar tan estruendosamente que todas las oficinas pudieron or lo que pensaba de gente como Mitchell. Y la palabra cobarde atraves as las paredes y
lleg hasta los empleados, deslizndose luego fcilmente a todas las otras oficinas de todas las otras compaas navieras, a todos los bares y agencias de contratacin
de personal y, en general, adonde hubiera gente que tuviese algo que ver con barcos. Pero I. B. Watch no se limit a vociferar; mucho peor fue lo que dijo por
telfono, con voz asordinada, sobre su capitn Mitchell.
Este fue despedido. La razn de su despido fue, lisa y llanamente, cobarda, lo cual equivala a despedirlo de toda la industria naviera norteamericana, y no slo de
la Transatlntica. Por ms intentos que hiciera durante los das y semanas que siguieron, en ningn sitio le ofrecieron un barco. A ningn armador le interesaba contratar
a un capitn que, para salvar buques an no del todo muertos, recurra a mdicos caros, es decir, a otros barcos, en vez de tener el valor de seguir viaje e intentar llegar
siquiera sano y salvo y por sus propios medios a algn puerto del pas. De cara al pblico, el delito de Mitchell consisti en haber perdido la cabeza y alarmado
innecesariamente a nuestros queridos pasajeros.
Esta era la versin que se pudo leer en los peridicos, y la familia Mitchell la ley.
Como ya dije antes, la familia tuvo al principio una visin algo optimista del asunto. Mitchell, claro est, no habl en su casa del lo con la Transatlntica. La familia
no se enter del despido y continu viviendo con bastante holgura. La hermana mayor estaba preparando su boda, acontecimiento, sin duda, muy costoso. Luego
apareci el caso en los peridicos y las amigas de la hermana menor comenzaron a tomarle el pelo por lo del hermano. Tambin el novio de la hermana mayor se
enter del asunto y puso cara de gran preocupacin. Segn dijo a su prometida, no haba sido agraciado con bienes de fortuna.
Por supuesto que la actitud de la familia hacia su antiguo proveedor no cambi bruscamente: l siempre haba sido el dolo. Pero tampoco lograban superar del
todo el incidente. No lo comprendan, por as decirlo. Y tambin tuvieron que reducir un poco sus gastos. Su discrecin exasperaba enormemente a Mitchell.
Pero an lo aguardaban otros contratiempos.
Estaba medio comprometido con una joven viuda que tena una pensin para gente de mar, de timoneles hacia arriba, una tal Beth Heewater. Esta quera mucho a
Mitchell, pero su trabajo la obligaba, por desgracia, a tratar con marinos, nada predispuestos en favor del capitn. Todos tenan que padecer bajo sus armadores,
razn por la que hubieran debido comprender a Mitchell. Despus de todo, ste haba antepuesto la seguridad de sus pasajeros a los beneficios de la empresa. Pero
aquella gente no pensaba as, lamentablemente, sino que adopt ms bien la actitud del competidor. Y un da en que Mitchell esperaba a Beth Heewater en el saln,
decidieron jugarle una mala pasada.
El principal instigador de la broma fue el capitn del Surface, Tommy White, que acababa de pedir unas semanas de permiso porque su barco tena que ir al dique
seco. Le haba echado el ojo a Beth Heewater, por lo que se entreg en cuerpo y alma al asunto.
White consigui que Beth no recibiera a Mitchell cuando ste lleg a buscarla, sino que lo hiciera esperar en el saln con la excusa de que haba ido a casa de su
madre. Mientras el capitn esperaba se le acercaron unos cuantos huspedes que, aparentemente, lo compadecieron por su mala suerte y por la prolongada visita de
Beth a su madre.
Entretanto, Tommy fue preparando la escena arriba, en la habitacin de Beth. Tumb un par de sillas en un rincn, corri a un lado la alfombra, derram un poco
de tinta roja sobre ella y orden a Harry Biggers, su cabo de mar, que se tendiera encima, de bruces y en diagonal. Luego puso sobre el tocador la pequea Browning
de plata que Mitchell le haba regalado a Beth por su cumpleaos. De paso (y esto no figuraba entre lo acordado con la viuda) cogi del tocador la fotografa de
Mitchell, la rompi y la tir a la papelera. Despus dispar la Browning contra la chimenea y volvi a dejarla en el tocador.
Cuando baj y entr en el saln tambaleante, con todos los signos exteriores del terror, Mitchell estaba sentado en una esquina con aire sombro. Pero en
seguida se incorpor al or que algo le haba ocurrido a Mrs. Heewater. Los presentes subieron, echaron una ojeada a la habitacin de Mrs. Heewater y pasaron
luego a la de Tommy para deliberar.
Mientras serva whisky a todo el mundo, ste cont entonces que, cuando an viva Heewater, Harry Biggers lo haba sacado de apuros prestndole una suma de
dinero nada despreciable. Ahora que el negocio andaba bien, Harry haba querido recuperar el dinero, pero Beth no se haba mostrado muy proclive a devolvrselo y,
por lo visto, haba preferido pegarle un tiro. De cualquier forma, tenan que ponerse de acuerdo sobre los prximos pasos a dar. Y al decir esto mir a Mitchell. Este
dijo lentamente que, segn l, haba que buscar a Beth y discutir con ella lo que deban decirle a la polica. Podran declarar, por ejemplo, que el cabo de mar haba
intentado propasarse con ella.
Cuando hubo dicho esto vio que todos sonrean. Y era una sonrisa sumamente desagradable.
De modo que usted sugiere que llamemos a la polica? pregunt Tommy mirando a los otros.
No replic Mitchell, yo he sugerido que llamemos a Beth.
Pens que quiz nosotros podramos solucionarle el problema a Beth, sabe? dijo Tommy en un tono marcadamente despectivo. Que nosotros, los
hombres, podramos hacer algo por ella.
Pues eso ms bien sera asunto mo volvi a decir Mitchell lentamente. Proponga usted algo!
El capitn no estaba ya muy sobrio. Haba bebido copiosamente mientras esperaba a Beth abajo, en el saln. No fue demasiado difcil aclararle algunos puntos.
Tommy le dijo que lo peor era que, como su cabo de mar le haba comentado, exista una carta enviada por Beth a Harry Biggers, en la que la viuda le peda que fuera
a verla. Tenan que recuperar en seguida esa carta.
Volvieron luego todos juntos al dormitorio de Beth y se pusieron a buscar la carta. Harry Biggers no la tena en el bolsillo, y tampoco estaba en la papelera. All
pesc Mitchell, en cambio, una fotografa rota y, cosa comprensible, trat de que su hallazgo pasara inadvertido, deslizndoselo en uno de sus bolsillos. Luego se
arrepentira de su accin.
En la habitacin de Tommy bebieron an varios whiskies ms. Y de pronto se le ocurri a Tommy que la pequea Jane, el bichito con gafas con quien sola parar
Harry Biggers, podra, eventualmente, tener la carta. Record haber visto a los dos juntos en el pasillo. Y enviaron a Mitchell a buscarla.
En la pensin Heewater haba una muchacha, Jane Russell, que arreglaba las habitaciones y sola ayudar en la cocina, una persona poco agraciada, que usaba
medias gruesas, delantal largo y, encima, un par de gafas, un ser ms bien carente de aquello que se denomina sex appeal. Mitchell era prcticamente el nico husped
que, de vez en cuando, era amable con ella.
Cuando la gente de la pensin se puso en marcha para demostrar a Beth Heewater que su prometido era un vulgar cobarde, la pequea Jane desempe, debido a
su debilidad por Mitchell, un papel protagnico en el plan de batalla.
Mitchell se llev a la pequea a una habitacin vaca y le tir de la lengua. Ella dijo en seguida que no conoca de nada a Biggers ni haba recibido carta alguna de
l. Mitchell ya tena dentro una respetable dosis de alcohol, pero an pudo darse cuenta de que la chica deca la verdad. En el caso de Jane Russell esto no era tarea
difcil.
Cuando comunic a los caballeros que Jane no tena carta alguna, volvi a ver la fatal sonrisa. Y Tommy le pregunt de pronto:
Y qu carta es esa que tiene usted en el bolsillo?
Mitchell se qued un tanto perplejo. Meti la mano en el bolsillo de su pantaln y ah estaba, en efecto, la fotografa rota. No tuvo valor para mostrarla. Y ellos
sonrieron otra vez.
Luego consiguieron un coche, metieron dentro a Harry Biggers y sentaron a Mitchell al volante, mientras el chfer se tomaba un whisky en el saln. Mitchell debera
llevar el cadver a bordo del Surface, el barco de Tommy White. Como saba dnde estaba anclado, parti.
Pero al llegar vio un coche de la polica junto a la pasarela, y el barco iluminado. No era de extraar, pues mientras Mitchell interrogaba a Jane, Tommy haba
telefoneado a la polica para avisar que en el depsito de carbn del Surface haban encontrado petrleo y se tema un incendio intencionado.
Sin embargo, Mitchell baj discretamente de su automvil y se acerc al borde del agua. Vio policas a bordo del Surface y regres con paso vacilante. Cuando
lleg al coche, el cadver ya no estaba. Aterrado, volvi a la pensin de Beth dando varios rodeos.
All, entretanto, haba novedades con Jane Russell. Desde que Mitchell la interrogara, la joven vigilaba atentamente todo cuanto ocurra en la pensin. Saba que
Mrs. Heewater estaba escondida en el cuarto de la ropa blanca. Vio a Mr. White y a Mr. Mitchell arrastrar escaleras abajo a Harry Biggers, aparentemente borracho,
y luego vio cmo Mr. Mitchell se lo llevaba en un coche. A continuacin oy hablar a Mr. White con el chfer, en presencia de Mrs. Heewater. Mr. White le dijo que
uno de sus huspedes haba huido con el coche. Jane vio al hombre dirigirse al telfono y lo oy llamar a la polica.
Y en ese momento intervino. Se acerc al chfer y le dijo que el hombre que se haba fugado con su auto era un caballero y todo aquello era una broma que nada
tena que ver con la polica. Beth Heewater la interrumpi bruscamente y hasta intent sacarla a rastras. Pero la pequea y humilde Jane se puso hecha una furia y pele
con Beth Heewater en el pasillo, siendo despedida al instante. De todas formas, Mitchell se salv de que la polica lo interrogara en una situacin en que no hubiera
podido decir nada.
Pero no se salv de otra cosa.
Al abrir la puerta del saln, crey estar viendo visiones. En un rincn, cmodamente instalados detrs de sus vasos de whisky, vio a Beth, Tommy y los otros, y
junto a la viuda, sonriendo maliciosamente, estaba Harry Biggers. Y Beth, Tommy y los otros tambin sonrean maliciosamente.
Apuesto a que ibas a contarnos que te habas liberado de Harry le dijo Tommy White a guisa de saludo. Pero Mitchell ya no tena nada que decirle. Sali
trastabillando y se qued un rato de pie ante la casa.
Al cabo de un rato advirti que a su lado haba alguien, y que era Jane Russell con una maleta en la mano y lgrimas en sus ojos con gafas. Se enter de que Beth la
haba echado porque ella, instigada por Mitchell, le haba dado una bofetada a Mrs. Heewater. La joven no tena parientes en Londres y no saba adnde ir. Ya era
tarde y Mitchell le dijo que poda irse con l. Estaba amaneciendo cuando llegaron a su casa. La instal en su dormitorio y l se tumb en un sof de la sala, muy
borracho todava.
Por la maana se produjo una situacin muy incmoda. La hermana de Mitchell encontr a la pequea Jane en el dormitorio de su hermano y se qued de una
pieza. Mitchell le dio una explicacin incoherente, que se hizo an ms confusa cuando percibi la general reserva con que era escuchado. De todas formas, qued
claro que Jane era una criada, por lo que el desayuno le fue servido en la cocina. A Mitchell no le hizo ninguna gracia, y menos gracia le hizo an tener que conversar
con Jane en presencia de su familia. Con una amabilidad bastante afectada le pregunt por sus intenciones y estuvo de acuerdo en que para ella lo mejor sera ir a una
residencia donde por poco dinero daban hospedaje y pensin a las criadas. Por desgracia, ya haba hablado con Jane justamente de esa residencia la noche anterior,
mientras se dirigan a su casa. Ella le dijo que era muy mala y superaba sus posibilidades, que a lo sumo podra costersela dos o tres das.
Cuando Jane se march con su maleta, Mitchell, por primera vez, tuvo la sensacin de ser un cobarde.
En los das que siguieron prosigui con renovado ahnco su bsqueda de un puesto de trabajo. Su familia haca como el avestruz: simplemente no se daba por
enterada del cambio de situacin. La hermana hasta se compr un piano a plazos por aquellos das.
No encontraba un nuevo puesto. En todas partes parecan estar informados sobre l. Adems, tampoco haba muchos puestos para capitanes de transatlnticos de
lujo, ni siquiera para los valientes.
Tan ocupado estaba que se le olvid preguntar por Jane en la residencia al tercer da. Al cuarto, su hermana le pregunt por ella y l fue a buscarla. Ya se haba
mudado, al segundo da. Pero esa misma tarde le ofrecieron a Mitchell un puesto de trabajo.
En la zona de los East India Docks haba una empresa dirigida por dos hermanos que gozaban de una psima reputacin. Ellos le mandaron decir que quizs
tuvieran algo para l. Mitchell fue y escuch el ofrecimiento: que les llevara un barco carbonero a Holanda.
ltimamente ha tenido usted mala suerte, Mitchell dijo uno de los hermanos con una sonrisa burlona, pero esta es una tarea que puede ayudarlo a salir del
bache. Supongo que no volver a lanzar un SOS precipitadamente, verdad?
Mitchell se trag la observacin y fue con los hermanos a ver el barco. Era la carraca ms vieja, inmunda y destartalada que jams haba visto. Aquel invlido no
podra llegar nunca a Rotterdam. Y tampoco lo queran los hermanos. Estaba clarsimo que se trataba de una simple estafa de seguros, nada ms.
La buena fama de Mitchell en cuanto a sentido de responsabilidad (que as se llama la otra cara de la cobarda) lo converta en el capitn idneo.
Sinti toda suerte de emociones encontradas en su corazn, pero las refren y no dijo que no. Pidi tiempo para pensrselo y se march. De rato en rato se
detena ante un escaparate y dialogaba con su imagen especular.
Es usted un cobarde? se preguntaba, y el Mitchell del espejo se encoga de hombros.
Lo ha sido siempre? preguntaba, y el Mitchell del espejo negaba con la cabeza.
Y luego se encontr con Jane. Estaba de pie en un portal, esperando algo. El pens lo peor y no se atrevi a pasar a su lado. Y as, desde la acera opuesta vio que
un hombre que sin duda haba pensado lo mismo que l la abordaba, pero que ella, al parecer, rechazaba enrgicamente sus propuestas. Entonces Mitchell cruz
la calzada y la invit a tomar un caf. Ella dijo que aceptaba si poda sentarse junto a la ventana para ver la calle. Estaba esperando a una amiga que saba algo de un
trabajo.
En los veinte minutos que pas en aquel pequeo caf, Mitchell sinti que haba tocado fondo en su vida.
Por decirle algo amable, inici la conversacin afirmando que la vea muy bien.
Que eso la sorprenda, replic ella mirndolo abiertamente a la cara. No era cobarde. Y devor sin el menor reparo todos los pasteles que l le fue acercando. La
tena sin cuidado que l se diera cuenta de que no estaba particularmente satisfecha.
Un tanto confundido, l pas a explicarle que tendra que cambiar de aspecto si quera conseguir un trabajo. Le critic el peinado y hasta le quit las gafas. Tena
bonitos ojos.
Ella replic que no le hacan gracia esos puestos en los que exigan ser guapa. Pero tema mucho, aadi, que el trabajo del que le haba hablado su amiga fuera uno
de esos.
Y entonces, para gran asombro suyo, Mitchell empez a insistirle en que no aceptara un trabajo as, y hasta le ofreci dinero para que viviera mientras consegua
algn puesto mejor.
Pero hubo de observar, indignado, que ella no pareci tomar nada en serio su ofrecimiento, pues en aquel instante vio a la amiga (la del puesto peligroso) a travs
de la ventana, se levant y sali a toda prisa. A duras penas logr Mitchell pedirle su direccin.
Tras este pequeo incidente hubiera debido quedar destrozado, pero no, ms bien estaba con la moral muy alta. Ahora saba que deba ocurrir algo que pusiera fin
a todo el maleficio. Entr en una taberna y se tom varios whiskies, algunos ms de los que era capaz de soportar. Slo cuando comprob que ya no vea un vaso all
donde haba un vaso, se levant y se fue.
Fue directamente a su casa.
En la sala, su padre y su hermana menor estaban escuchando La Traviata por la radio. El apag la msica y, sin mayores prembulos, les comunic que tendran
que dejar ese piso de ocho habitaciones por otro de dos, y que sus hermanas deberan buscarse algn trabajo de oficina, pues a l lo haban expulsado de su empresa
por razones que no venan al caso.
Luego durmi como un lirn y a la maana siguiente acompa a sus hermanas, incluida la mayor, a una oficina de empleo. Estaban muy intimidadas. Mitchell pudo
notar claramente que haba recuperado parte del respeto perdido. La hermana mayor ni siquiera protest cuando l le sugiri que mandara a paseo a su prometido si
ste estaba descontento con su cuado.
La segunda cosa que hizo fue telefonear a los dos hermanos del barco carbonero. Les dijo que firmara el contrato con ellos y que preparasen los papeles. Fijaron
el da de partida y convinieron en que la tarde anterior vendran ellos al barco y le entregaran los papeles. Entretanto, l se encargara de conseguir la tripulacin. La
tarde fijada cay un martes.
La tercera cosa que hizo fue telefonear a una serie de personas e invitarlas, aquel martes por la noche, a una pequea cena a bordo del Almaida. Entre ellas
figuraban los caballeros de la pensin, Beth Heewater y hasta su antiguo armador. Todos aceptaron, incluido I. B. Watch. La relacin de Mitchell con sus colegas y
tambin con sus armadores segua siendo, en el plano exterior, la misma que antes del incidente. An le daban palmaditas en el hombro cuando se lo encontraban en
algn sitio. Slo que ninguno de ellos esbozaba ahora esa maldita sonrisa, que Mitchell tanto odiaba.
Luego invit a un periodista conocido suyo, encarg una suculenta cena en el Savoy, con los correspondientes camareros, para que fuera servida en el Almaida,
y la maana del martes la destin al punto cuatro.
El punto cuatro era Jane.
Consigui localizarla en una pensin miserable. An segua sin trabajo. Un solo objeto le alegr la vista a Mitchell en aquel antro: su fotografa (rota). De algn
modo se las haba ingeniado Jane para quedarse con el retrato aquella noche decisiva, y lo tena encima de su cmoda. No hizo, por lo dems, ningn gesto para
intentar quitarlo.
No quiere ocultarla al menos de m? pregunt l. Pero ella neg con la cabeza. Tal situacin facilit relativamente todo el resto. An surgi un pequeo
conflicto cuando l le quit las gafas (Yo te guiar y ver por los dos) y le hizo un nuevo peinado (Beth piensa que el pelo sobre la frente no es bonito).
A bordo del Almaida todo iba a pedir de boca. Los camareros se sorprendieron un poco al ver la sala donde tenan que disponer sus finos y costosos manjares.
Keynes, el periodista, ya estaba all, y juntos se rieron mucho pensando en lo que se avecinaba.
Hacia las nueve aparecieron los primeros invitados, y a las diez menos cuarto ya estaban todos a bordo. Jane haba hecho los honores, y la cara de Beth mostr
que valoraba todo aquello como un acto de valenta por parte de Mitchell. Este se puso en pie e improvis un breve discurso.
Explic que, accediendo a los ruegos de los seores Knife (y se inclin ligeramente en direccin a los hermanos), se haba animado a llevar aquel barco a
Rotterdam. Lo haca porque semejante empresa era una prueba de valor, y su valor haba sido puesto en duda ltimamente. Y para que todos los que hubieran
demostrado inters por su coraje en los ltimos tiempos pudieran convencerse del mismo, se haba permitido invitarlos a realizar con l esa breve travesa.
Y en aquel momento la vieja carraca empez a vibrar como vibran los barcos al hacerse a la mar, y las mquinas entraron en funcionamiento, cosa que todos
pudieron or perfectamente.
La sorpresa general fue bastante notable.
En el improvisado comedor cundi un formidable pnico. Los hombres se precipitaron a la puerta, que estaba cerrada con llave. Las damas chillaban; y entonces
Mitchell sigui hablando:
Ladies and gentlemen dijo, si supieran ustedes en qu estado se halla el piso de mi Almaida, no correran ni patalearan como lo estn haciendo. La puerta
contra la cual hacen presin es prcticamente el nico trozo de madera en buen estado y no ceder. El estado general del barco es tambin la razn por la que fue
asegurado a un precio tan alto, verdad, seores Knife? Dada la escasa seguridad de que llegue a su destino, fue preciso asegurarlo. No es poco el valor que se
necesita para andar en una cosa as por alta mar, pero yo tengo ese valor. Pienso que ustedes se alegrarn y me pedirn disculpas por una serie de cosas. Tambin t,
Beth, dudaste de mi valor para hacer desaparecer cosas que ya nadie quiere ver. Pues bien, este barco, el Almaida, es una de esas cosas. Ten la seguridad de que lo
har desaparecer muy pronto. Y usted, Watch, no me ver pedir auxilio a otro barco antes de que ste se haya hundido! Lo hice una vez y no volver a hacerlo. Hay
que combatir la cobarda, no es verdad?
Para abreviar, les dir que hubo escenas bastante indignas. A la mayora de los presentes les falt valor en proporciones ms que lamentables. I. B. Watch lleg a
ofrecer a su ex capitn su antiguo puesto de trabajo, en presencia de testigos. Tommy White se comport como un loco, y Harry Biggers estuvo a punto de morirse de
veras.
Asqueado y a la vez satisfecho con su experimento, Mitchell tard muy poco en llevar a sus huspedes de nuevo a tierra firme. Cuando la puerta se abri, stos
pudieron ver que su anfitrin se haba limitado a colgar la barcaza sobre el ro con cables de acero, para que se balanceara. Los coches de los invitados se vean desde
la cubierta.
Keynes prometi a Mitchell guardar silencio, al menos provisionalmente.
Pues no soy tan cobarde como para rechazar la oferta de I. B. Watch dijo Mitchell alegremente.
Si es que la mantiene aadi Jane, apoyndose en l.
Lo har replic Keynes cnicamente.
El puesto de trabajo
o
No ganars el pan
con el sudor de tu frente
En los decenios que siguieron a la Guerra Mundial, el desempleo general y la opresin de las clases bajas fueron de mal en peor. Un incidente ocurrido en la ciudad
de Maguncia ilustra mejor que todos los tratados de paz, libros de historia y datos estadsticos, el estado de barbarie al que se vieron reducidos los grandes pases
europeos por la incapacidad de mantener su economa a flote sin recurrir a la violencia y a la explotacin. Un da de 1927, en Breslau, la familia Hausmann una
pareja y dos nios pequeos, que viva en condiciones muy precarias, recibi una carta de un ex compaero de trabajo de Hausmann en la que le ofreca su puesto
de trabajo, un puesto de confianza al cual quera renunciar por una pequea herencia que iba a recibir en Brooklyn. La carta provoc una agitacin febril en la familia,
que despus de tres aos de paro se hallaba al borde de la desesperacin. El hombre se levant en seguida de su lecho de enfermo, donde estaba convaleciendo de
una pleuresa, orden a su mujer que empacara lo indispensable en una maleta vieja y varias cajas, cogi a los nios de la mano, decidi en qu forma la mujer habra
de desmontar su miserable casa, y, pese a su estado de debilidad, se dirigi a la estacin. (Esperaba que, llevando consigo a los nios, su colega se vera ya ante un
hecho consumado.) Instalado en su compartimiento con fiebre alta y una apata total, se alegr de que una joven empleada domstica recin despedida del trabajo, que
viajaba a Berln en el mismo tren y lo tom por un viudo, se hiciera cargo de los nios y hasta les comprase unas cuantas frusleras con dinero de su bolsillo. El estado
del hombre se agrav tanto en Berln que hubo que ingresarlo en un hospital casi inconsciente. All muri cinco horas ms tarde. No habiendo previsto este incidente, la
empleada domstica, una tal Leidner, no abandon a los nios, sino que se los llev consigo a una pensin de mala muerte. Ya haba tenido muchos gastos con ellos y
el fallecido, pero aquel par de indefensos gusanillos le dieron lstima, de modo que, un tanto a la ligera pues sin duda hubiera hecho mejor ponindose en contacto
con Frau Hausmann para pedirle que viniera viaj esa misma noche de vuelta a Breslau con los nios. Frau Hausmann recibi la noticia con esa atroz insensibilidad
propia, a veces, de quienes se han acostumbrado a que su vida no siga ya ningn cauce normal. Un da entero, el siguiente, dedicronlo ambas mujeres a comprar a
plazos unas modestas prendas de luto. Al mismo tiempo siguieron desmontando la casa, aunque esto hubiera perdido ya todo sentido. De pie en las habitaciones
vacas, cargada con cajas y maletas, la mujer tuvo una terrible idea poco antes de su partida. El puesto de trabajo que perdiera al perder a su marido no haba
abandonado un solo instante su pobre cabeza. Era imprescindible salvarlo a cualquier precio: no caba esperar semejante oferta del destino una segunda vez. El plan
que, a ltimo minuto, concibi para salvar aquel puesto era tan temerario como desesperada era su situacin: consista en sustituir a su esposo y ocupar, en la fbrica, el
puesto de guardin, pues tal era la oferta, disfrazada de hombre. Sin darle ms vueltas al asunto, se arranc las ropas negras del cuerpo y, sacando de una de las
maletas atadas con cordel el traje dominguero de su esposo, se lo puso torpemente ante la mirada de los nios y con la ayuda de su nueva amiga, que capt casi en
seguida su idea. Y as, una nueva familia, integrada por no menos cabezas que antes, cogi el tren para Maguncia reanudando la ofensiva contra el prometido puesto de
trabajo. De esa forma cubren los nuevos reclutas las bajas en los batallones diezmados por el fuego enemigo.
La fecha en que el titular del puesto deba embarcarse en Hamburgo no permiti a las mujeres bajarse en Berln y asistir al entierro de Hausmann. Y mientras ste
era sacado del hospital sin cortejo fnebre para ser descendido a la fosa, su mujer, vestida con sus ropas y llevando su documentacin en el bolsillo, se diriga a la
fbrica en compaa de su ex colega, con quien haba llegado rpidamente a un acuerdo. En casa del colega se pas otro da como siempre, en presencia de los
nios ensayando infatigablemente la forma de andar, sentarse, comer y hablar de un hombre, bajo la mirada del colega y de su nueva amiga. Poco tiempo medi
entre el instante en que la tumba acogi a Hausmann y aquel en que qued ocupado el puesto que le fuera prometido.
Reintegradas a la vida es decir, a la produccin por una combinacin de fatalidad y de suerte, las dos mujeres llevaron su nueva vida con sus hijos de forma
sumamente ordenada y circunspecta, como Herr y Frau Hausmann. El trabajo de guardin en una gran fbrica planteaba exigencias nada irrelevantes. Las rondas
nocturnas a travs de los patios, salas de mquinas y depsitos exigan fiabilidad y valor, atributos que desde siempre se han denominado viriles. El hecho de que la
Hausmann reuniera esos requisitos una vez obtuvo incluso un reconocimiento pblico de la direccin por haber capturado y neutralizado a un ladrn, un pobre diablo
que intent robar lea, demuestra que el valor, la fuerza corporal y la presencia de nimo pueden darse en cualquiera, hombre o mujer, que est supeditado a
adquirirlos. En pocos das la mujer se transform en hombre, del mismo modo que el hombre se ha ido transformando en hombre a lo largo de milenios: mediante el
proceso de produccin.
Transcurrieron cuatro aos de relativa seguridad para la pequea familia, durante los cuales crecieron los nios y la desocupacin sigui aumentando alrededor.
Hasta entonces, la vida domstica de los Hausmann no haba despertado sospecha alguna entre el vecindario. Pero un da hubo que resolver un incidente. El portero
del inmueble sola ir por las tardes a casa de los Hausmann, donde los tres jugaban a las cartas. El guardin lo esperaba all sentado, en mangas de camisa, con las
piernas muy abiertas y un jarro de cerveza delante (escena que publicaran ms tarde con grandes titulares los peridicos ilustrados). Luego se iba a su trabajo, dejando
al portero sentado junto a su joven esposa. Imposible evitar ciertas intimidades. Pero ya sea porque en una de esas a la Leidner se le fue la lengua, ya sea porque el
portero vio cambiarse de ropa al guardin por una rendija de la puerta, lo cierto es que, a partir de un momento dado, los Hausmann empezaron a tener dificultades
con l y tuvieron que ayudar financieramente al bebedor, a quien su trabajo le daba muy poco aparte de la vivienda. Particularmente difcil se torn la situacin cuando
las visitas de Haase que as se llamaba el portero a casa de los Hausmann empezaron a llamar la atencin de los vecinos, quienes tambin comentaban el hecho de
que Frau Hausmann llevara a menudo restos de comida y botellas de cerveza al piso del portero. Los rumores sobre la indiferencia del guardin frente a los
infamantes sucesos que ocurran en su casa llegaron hasta la fbrica y, por un tiempo, quebrantaron la confianza que all le tenan.
Tal situacin oblig a los tres a simular, de cara al exterior, una ruptura en su amistad. Pero claro est que la explotacin a la que el portero someta a ambas
mujeres no slo prosigui, sino que asumi proporciones cada vez mayores. Un accidente ocurrido en la fbrica puso punto final a toda la historia y sac a luz el
indignante caso.
Al explotar una noche una de las calderas, el guardin result herido, no de gravedad, pero s lo bastante como para ser evacuado tras perder la conciencia.
Cuando la Hausmann volvi en s, se encontr en un hospital de mujeres. Imposible describir su horror. Con heridas y vendajes en piernas y espalda, torturada por las
nuseas, pero agobiada por un terror mucho ms moral que el que poda provocarle una herida en los huesos, de pronstico nada claro, se arrastr por un pabelln
lleno de enfermas que an dorman y lleg hasta el cuarto de la jefa de enfermeras. Antes de que sta pudiera abrir la boca an se estaba vistiendo, y por grotesco
que parezca, el falso guardin tuvo que superar un pudor adquirido antes de entrar en la habitacin de una mujer a medio vestir, cosa slo permitida a personas del
mismo sexo, la Hausmann la abrum con toda suerte de splicas para que no comunicara a la direccin de la fbrica el fatal descubrimiento. No sin compasin
respondi la jefa a la desesperada paciente, que se desmay dos veces pero insisti en continuar la conversacin, que los papeles ya haban sido enviados a la fbrica.
Le ocult, en cambio, que la increble historia se haba esparcido por la ciudad como un reguero de plvora.
La Hausmann abandon el hospital vistiendo ropas masculinas. Lleg a su casa por la maana, y a partir del medioda empez a agolparse el barrio entero en el
zagun de entrada de la casa y en la calle, esperando al falso hombre. Al atardecer, la polica se hizo cargo de la desdichada para poner fin a aquel escndalo. An iba
vestida de hombre cuando subi al coche. No tena otra ropa.
Aunque bajo custodia policial, sigui luchando por su puesto de trabajo, claro que sin xito. Se lo dieron a uno de esos innumerables personajes que aguardan una
vacante y tienen entre las piernas aquel rgano registrado en su partida de nacimiento. La Hausmann, que no poda reprocharse el haber dejado ningn resorte sin
mover, trabaj luego un tiempo, segn dicen, como camarera en un bar suburbano, entre fotos donde apareca en mangas de camisa, jugando a las cartas y bebiendo
cerveza en su papel de guardin (fotos hechas, en parte, despus del desenmascaramiento), y era considerada como un monstruo por los jugadores de bolos. Luego
desapareci definitivamente entre ese ejrcito de millones y millones de seres que, para ganarse un modesto pan cotidiano, se ven forzados a venderse total, parcial y, a
veces, mutuamente; o a renunciar en pocos das a costumbres centenarias y que casi parecan eternas; o, como hemos visto, a cambiar incluso de sexo, y todo esto sin
xito alguno en la mayora de los casos; se perdi entre toda esa gente, en suma, ya perdida, y, si se ha de prestar crdito a la opinin imperante, definitivamente
perdida.
Relatos de Karin
La muerte de una piadosa
La hermana de mi abuela era muy piadosa. Tena una renta anual de cuatrocientas coronas y una habitacin en casa de su hermana, mi abuela. Le entregaba a sta
su dinero, del cual le compraban lo que necesitaba. Y as no tena que manejar ni una corona. Ganaba adems un dinerillo extra tejiendo medias, a 25 ore el par. Con lo
que sacaba, obsequiaba a los pobres. Jams se pona joyas, ni siquiera un broche; se sujetaba el vestido con un imperdible a la altura del cuello. Durante treinta aos
us el mismo vestido. En la segunda mitad de su vida aprendi griego y latn sin profesor, pero as y todo sigui viviendo con slo dos libros, una Biblia y un Pequeo
Catecismo. Lleg a los ochenta y cinco aos. Pero su agona dur tres das enteros. En su delirio febril hablaba mucho de Napolen, a quien haba venerado en su
juventud. Adems, todo el tiempo intentaba rezar, pero se le haban olvidado las palabras del Padrenuestro, lo cual la hara sufrir mucho. Aquella muerte me hizo perder
el resto de mi fe en Dios.
Ciertas omisiones hacen que una historia resulte extraa
Muchas historias extraas lo son debido nicamente a ciertas omisiones. Se cuentan, por ejemplo, estas dos historias:
En Jutlandia, una madre regal un pauelo a su hijo menor que se haca a la mar. Como le quedaba demasiado grande, ella le cort un trozo. El barco en el que
viajaba el muchacho se perdi en Kattegatt. Mucho tiempo despus se encontr, semienterrado en la arena de la playa, un pauelo al que le faltaba un trozo. La madre
del joven marinero reconoci aquel pauelo: el trozo que guardaba en su casa era el que le faltaba. As se supo que el barco haba naufragado.
En otro lugar, aunque siempre en Dinamarca, se perdi asimismo un barco y en la playa se encontr un pequeo cadver. Llevaba puesto un traje dominguero y en
el bolsillo tena una navaja con un sobrenombre grabado, uno ms bien raro. Esa navaja permiti que el joven fuera identificado por sus parientes, pudindose
comprobar as que el barco se haba hundido.
Quien contaba estas historias lo haca en un tono que induca a pensar: entre cielo y tierra hay ms cosas de las que uno suea. Pero si a estas historias aadimos
que, naturalmente, hay peridicos que, cuando aparece un cadver varado en la playa, difunden por todas partes hasta los ms mnimos detalles que permitan
identificarlo, dichas historias ya no tendran nada de particular.
La misericordiosa Cruz Roja
Cuando empez la guerra haca falta mucho personal sanitario femenino. Las voluntarias eran sometidas a una prueba nica. Se les preguntaba si preferan ser
oficiales o enfermeras comunes. A las que preferan ser oficiales, las llevaban a una habitacin donde les comunicaban que no las necesitaran, porque no necesitaban
oficiales. A todas las dems las aceptaban. Entre ellas haba muchas prostitutas, porque el oficio no era muy rentable en esos das. Las enfermeras resultaron malas
desde el principio; durante largo tiempo, las inspectoras tuvieron que levantarse continuamente por la noche para inspeccionar que el personal de servicio no estuviera
durmiendo. Cuando termin la guerra ya no fueron necesarias y las echaron a la calle. Para eso no hizo falta prueba alguna.
Msalliance
El rey Christian VII se cas con un ama de llaves. Cuando viajaban juntos por las provincias, hasta la baja nobleza mostraba cierto rechazo hacia la reina, quien por
eso tuvo una vida difcil. Pero lo peor para ella fue que Christian se comportaba como un campesino en la mesa y en muchas otras circunstancias.
Recursos sutiles
Una vez coment, en presencia de mi amiga Hjerdis: un buen puro, uno de aquellos que cualquiera poda fumarse, costaba en mis tiempos 10 ore. Ella entonces me
interrumpi y dijo: Pues en los mos ya costaba 15. Con lo cual quera dar a entender que es dos meses menor que yo!
La gran comida
En la isla Thur vivan un hombre y una mujer en medio de una austeridad absoluta. Durante toda su vida el hombre slo llev camisas hechas de costales. En
invierno, y por no calentar la casa, los dos se sentaban ante la puerta del establo abierta, y aprovechaban el calor del ganado. Cuando murieron, uno poco despus del
otro, fueron enterrados juntos, y, con los bienes que dejaron o mediante una colecta, se organiz una cena fnebre en la que particip todo el pueblo, como manda la
costumbre. Fue la nica comida abundante que ofreci la pareja.
Si uno quiere algo,
tendr que quitrselo a otro
Gracias a mis buenos oficios, el hijo de un hombre sin ningn recurso pudo seguir un curso de capacitacin y obtuvo luego un puesto de telegrafista en provincias.
Cuando, feliz, tom posesin de su cargo, me escribi que deseaba ser trasladado a Copenhague. Escrib cartas a diestra y siniestra, y fue trasladado a Copenhague.
All se qued un tiempo, pero luego vino a verme y dijo que prefera irse a Svendborg. Volv a abusar de mis relaciones, y el joven pas a Svendborg. Cuando estuvo
all quiso regresar a Copenhague. Por supuesto que no puedo escribir ms cartas por este asunto y quiz tampoco por otros. Aquel hombre es hoy en da grande,
gordo y presuntuoso. Un don nadie. De no ser por m, probablemente lo hubieran explotado de mala manera a lo largo de toda su vida; as me explot l a m. Por lo
visto, uno no puede conseguir nada como no sea quitndoselo a otro. Y eso no est bien.
El problema
En su testamento, un campesino de Fnen reparti su ganado entre sus tres hijos de manera tal que al mayor le tocara la mitad del total; al segundo, un tercio, y al
menor, una novena parte. Entreg el testamento a un viejo amigo suyo, administrador de una minscula finca en los alrededores, con el encargo de drselo a los hijos el
da de su entierro.
Cuando el campesino hubo exhalado su penltimo suspiro, los hijos abandonaron de prisa la cmara mortuoria para buscar el testamento, pero, claro est, no lo
encontraron. Y dos das despus, cuando llegaron los asistentes al sepelio, la casa estaba revuelta de arriba abajo y no haba nada preparado para recibir y atender a
las visitas. La maana del entierro apareci en el patio el viejo campesino, sentado en una carreta tirada por un buey y llevando el testamento en el bolsillo. Cuando lo
dio a leer, los hijos, que haban recibido su psame con aire hosco, estuvieron a punto de matarlo. El problema matemtico que planteaba el testamento no hizo ms
que aumentar su rabia. Una vez anotadas las partes con tiza en la pared del establo, se comprob que las cabezas de ganado haban aumentado o disminuido desde la
poca en que el viejo redactara su testamento. En pocas palabras, el reparto se les presentaba extremadamente difcil. Haba diecisiete bestias.
La comitiva fnebre ya haba llegado, y los tres hijos, an con pantalones negros y en mangas de camisa, seguan incluyendo a los animales ora en uno, ora en otro
de los grupos. La mayora de la gente presenciaba el indigno espectculo en silencio, pero con creciente indignacin; slo unos cuantos intervinieron en la solucin del
problema, dando consejos casi siempre intiles.
Por ltimo, y tras completar su atuendo fnebre mientras se anudaban la corbata no paraban de asomarse por la ventana para observar el patio, donde prosegua
el reparto, los hijos se sentaron con las visitas en la cmara mortuoria, rpidamente improvisada. Pero as y todo, los habituales y entrecortados comentarios de las
visitas (sentadas, muy tiesas, en las sillas a lo largo de la pared) sobre los mritos y la dura vida del finado, se vieron interrumpidos por un renovado tintineo de
cencerros que llegaba del patio e indicaba que uno de los hijos que se haba deslizado fuera sin ser visto estaba distribuyendo los animales en nuevos grupos.
Viendo que la situacin se pona cada vez ms embarazosa, el viejo amigo del difunto se levant, avanz hasta el centro de la habitacin y ofreci a los hijos su
propio buey, el nico que tena. Esperaba, aadi, que si en el reparto les sobraba un buey, ellos le devolveran el suyo. Los presentes limitronse a menear la cabeza
con aire compasivo ante tal aadidura.
La concurrencia se traslad entonces al patio y, con ayuda del buey regalado y recin desuncido de la carreta, el reparto se pudo llevar a cabo sin dificultades. El
hijo mayor recibi nueve, el segundo seis y el tercero dos cabezas de ganado; los tres recibieron ms de lo que hubieran podido reivindicar segn los clculos. Pues la
mitad de 17 vacas no era, en ningn caso, ms de ocho y media; un tercio, no ms de cinco y dos tercios de vaca, etc. As quedaron, en cambio, muy contentos, y su
sorpresa fue mayscula al ver que sobraba un buey: el del viejo labriego. Nueve bueyes, ms seis bueyes, ms dos bueyes sumaban slo 17 bueyes.
Con general alivio se puso finalmente en marcha el cortejo fnebre, precedido por el decimoctavo buey y teniendo en el centro a los tres hijos que, radiantes,
comentaban la feliz solucin del problema.
El decimoctavo buey slo haba servido como onza de clculo.
El medic Hunain y el califa
El mdico Hunain fue llamado a comparecer ante el califa, que deseaba veneno para sus enemigos. Ofreci al mdico riquezas, si obedeca, y la crcel, si pona
dificultades. Al cabo de un ao de prisin, Hunain fue nuevamente arrastrado hasta el trono del califa. A un lado del trono haban amontonado tesoros; al otro,
instrumentos de tortura. El califa seal primero uno de los montones, luego el otro.
Cul eliges? pregunt.
Hunain le respondi:
Yo slo he aprendido el arte de curar y ningn otro.
El califa le hizo una sea al verdugo, y Hunain, sintiendo llegar su ltima hora, dijo:
El da del juicio Dios me recompensar. Si el califa quiere pecar, es asunto suyo.
La sonrisa del califa rompi la tensin. Nunca haba pretendido herir al mdico. Slo quiso poner a prueba su honorabilidad.
El soldado de La Ciotat
Tras la primera guerra mundial, durante una feria organizada para celebrar la botadura de un barco en el pequeo puerto de La Ciotat, al sur de Francia, vimos en
una plaza pblica la estatua de bronce de un soldado francs en torno a la cual se apiaba una multitud. Nos acercamos y descubrimos que se trataba de un hombre de
carne y hueso, con capote color caqui, casco de acero en la cabeza y bayoneta bajo el brazo, inmvil en un pedestal de piedra bajo el candente sol de junio. Su cara y
sus manos estaban revestidas de una capa de pintura color bronce. No se le mova un solo msculo, ni siquiera pestaeaba.
A sus pies, apoyado contra el pedestal, haba un trozo de cartn en el cual se lea:
El hombre estatua
(L'homme statue)
Yo, Charles Louis Franchard, soldado del regimiento, adquir, a raz de quedar sepultado vivo cerca de Verdun, la inslita capacidad de permanecer totalmente
inmvil y comportarme como una estatua el tiempo que me plazca. Este talento mo ha sido examinado por muchos profesores y calificado de enfermedad
inexplicable. Ayude usted, por favor, a un padre de familia sin trabajo depositando aqu su pequea ddiva!
Arrojamos una moneda al plato colocado junto al cartn y, meneando la cabeza, seguimos nuestro camino.
De modo que aqu est l, pensamos, armado hasta los dientes, el indestructible soldado de tantos milenios, aquel con el que se ha hecho la historia, el que hizo
posible todas las hazaas de Alejandro, Csar y Napolen de las que hablan los libros de lectura escolares. Es ste. Ni siquiera pestaea. Este es el arquero de Ciro, el
auriga del carro falcado de Cambises al que la arena del desierto no logr enterrar definitivamente, el legionario de Csar, el lancero de Gengis-Khan, el guardia suizo
de Luis XIV y el granadero de Napolen I. El posee la capacidad no tan inslita, despus de todo de no dejar traslucir nada cuando se prueban en su persona los
instrumentos de destruccin ms inconcebibles. Se queda como una piedra, insensible (dice l), cuando lo envan a la muerte. Agujereado por lanzas de las ms
diversas pocas de piedra, bronce o hierro; arrollado por carros de combate, los de Artajerjes y los del general Ludendorff; pisoteado por los elefantes de Anbal
y los escuadrones de caballera de Atila; destrozado por proyectiles voladores de los caones cada vez ms perfeccionados de diversos siglos, pero tambin por las
piedras voladoras de las catapultas; desgarrado por balas de fusil grandes como huevos de paloma y pequeas como abejas, l se yergue siempre de nuevo,
indestructible, recibiendo rdenes en cientos de idiomas, pero sin saber nunca por qu ni para qu. No es l quien toma posesin de las tierras que conquista, como el
albail tampoco vive en la casa que ha construido. Tampoco el territorio que defiende es propiedad suya. Ni siquiera su arma o su equipo le pertenecen. Pero all
permanece erguido, teniendo sobre su cabeza la lluvia mortfera de los aviones y la brea ardiente de las murallas de la ciudad enemiga, bajo sus pies las minas y las
trampas, y a su alrededor la peste y el gas mostaza; all se mantiene erguido, aljaba de carne para dardos y flechas, punto de mira permanente, picadillo de tanque,
infiernillo de gas, con el enemigo por delante y el general por detrs!
Incontables son las manos que le habrn tejido el jubn, forjado la armadura, cortado las botas! Incontables los bolsillos que se habrn llenado a expensas de l!
Inconmensurable el clamor que lo ha acicateado siempre en todas las lenguas del mundo! No ha habido Dios que no lo bendijera! A l, ser atacado por la horrible
lepra de la paciencia, minado por el incurable mal de la insensibilidad!
A qu extrao enterramiento, pensamos, deber este hombre su enfermedad, una enfermedad tan horrenda, atroz y contagiosa?
No ser, pese a todo, curable?, nos preguntamos.
Para la sopa
En Mija, una aldea, los fascistas haban incendiado una de cada cinco casas e impedido, con ametralladoras, que los campesinos apagasen el fuego. Cuando el
primer regimiento proletario pas por el pueblo, de un establo sali una campesina con tres nios pequeos. No le haba quedado sino una ternera, y se la regal a los
partisanos. Al proseguir stos su camino, la mujer los sigui un trecho y, procurando que los nios no la vieran, de un pauelito que llevaba bajo la blusa sac un
puado de harina y se lo dio a los combatientes.
Gurdatela! dijeron los hombres. Tus hijos tambin tienen hambre.
Cogedla insisti ella. Os servir para espesar la sopa. Tenis que derrotar al enemigo.
Un error
Karl Krucke, un tornero de Halle an der Saale, pequeo y rechoncho, pas a Francia en 1936 porque la Gestapo haba mostrado excesivo inters por su persona.
Sus amigos le consiguieron alojamiento en casa de un obrero metalrgico francs, en un lugar muy cercano a Pars, dentro de la banlieue. No hablaba una palabra de
francs, pero entenda lo que significaba front populaire y saba que le decan cosas simpticas cuando compartan con l su delicioso pan blanco. Conviva
tranquilamente con aquella gente, iba regularmente a la mairie y a las reuniones organizadas por sus amigos alemanes, en las que poda discutir y leer los peridicos.
Pero al cabo de unas semanas empez a quejarse de un dolor agudo en el lado derecho del vientre y adquiri un color algo amarillento, por lo que sus amigos le dieron
un papel con la direccin de un buen especialista que, segn le dijeron, estaba dispuesto a examinarlo gratuitamente el viernes siguiente a las siete. Le recomendaron
que fuera puntual, porque el mdico era un hombre muy ocupado.
Recomendacin innecesaria, pues Krucke era siempre puntual y sus dolores lo tenan muy preocupado.
Aquel viernes se levant a las dos de la madrugada, se ci una pernera de calzoncillo a modo de faja y se puso en marcha, rumbo a Pars.
No careca totalmente de medios, pero decidi ahorrarse los gastos de transporte, pues tena un tiempo ilimitado, demasiado tiempo, en realidad.
Corra el mes de abril y la carretera an estaba a oscuras. Camin largo rato sin encontrar un alma. Era una carretera rodeada de campo raso, mala, llena de
baches, pero no soplaba viento ni haca mucho fro. De vez en cuando pasaba frente a una granja y oa ladridos. En la oscuridad no poda distinguir las granjas ni los
campos, que no por eso le resultaban menos extraos. Sin lugar a dudas, aquello no era Alemania.
Felizmente iba por una carretera principal y no tena que tomar decisiones en los cruces, pues hubiera tenido dificultades con los indicadores de direccin. De todas
formas, poda preguntar a la gente; bastara con decir Barr en tono interrogativo, que as se llamaba Pars en aquellas latitudes.
Tras una hora de marcha oy a su espalda el traqueteo de un carro de caballos. Se detuvo y lo dej pasar. Iba cargado hasta los topes de verdura. Un viejo
amojamado asinti con la cabeza cuando Krucke le dijo Barr en tono interrogativo. Sin embargo, no lo invit a subir, aunque diez metros ms adelante volvi la
cabeza hacia l, como si an considerase la posibilidad de hacerlo.
Cuando lo adelant el siguiente vehculo, un carretn repleto de lecheras conducido por una mujer rolliza, l hizo unos cuantos gestos intentando preguntar si poda
subir. Pero la mujer no se detuvo. Krucke pens que habra desconfiado de su grueso bastn, que l se haba fabricado con un retoo de sauce. Pues le costaba
caminar con aquellas punzadas en el vientre.
Estas dos experiencias disuadieron al hombrecito de seguir intentando subirse a algn coche, pese a que ahora stos pasaban con mayor frecuencia. Las
interminables caravanas de vehculos cargados de verduras, leche y carne empezaban ya, en aquellas primeras horas del da, a dirigirse hacia la capital desde todos los
puntos de la frtil campia.
Durante un buen rato se oy un traqueteo y un chacoloteo continuos. Krucke tena que hacerse constantemente a un lado, pues al no haber casi ningn vehculo que
viniera en sentido contrario, los campesinos no siempre avanzaban por su derecha. Pars dorma y nada tena que comunicar al campo a horas tan tempranas.
En cierto momento el tornero avanz bordeando una lnea de ferrocarril y se detuvo cuando un tren pas tronando a su lado. No alcanz a leer los letreros de los
vagones, pues el convoy pas demasiado rpido, pero no poda venir de Alemania, aquello era el sur de la ciudad.
Hacia las cuatro y media el cielo empez a clarear. El paisaje haba cambiado de aspecto; atrs quedaban los campos, esos eran los suburbios.
Pequeas casas con jardincillos y hermosos rboles. Largusimas calles con uno que otro caf ya abierto. Camareros soolientos con delantales sucios y el pelo
engominado, que distribuan sillas de paja en las aceras. Chferes que, en las barras, se echaban al coleto un caf y una copa.
Luego otra vez largos trechos con jardines, invernculos, paredes cubiertas de carteles, bandos de la mairie. Una estructura de cemento.
Las carretadas de productos alimenticios ya deban de haber llegado a los mercados. Unos cuantos rezagados hostigaban an a sus jamelgos. Pero ahora veanse
ms automviles. Podan darse el lujo de salir ms tarde. Era ese tipo de coches con el cap en forma de atad, en su mayora azules.
Y luego vino la zona de los buses y tranvas, todos repletos de obreros.
El pequeo y rechoncho tornero de Halle an der Saale caminaba a paso regular, un poco cansado, con ms punzadas en el vientre. Al pasar frente a los cafs
miraba ahora ms a menudo los blancos relojes detrs de cada mostrador. Tena que estar en el boulevard Saint Michel a las siete en punto.
A eso de las cinco ya haba amanecido totalmente, y media hora despus se senta incluso el calor del sol. Haba atravesado el lmite de la ciudad.
La marcha se hizo ms dificultosa por el adoquinado y el asfalto. Adems, all haba mucho trfico. En su mayora obreros con bidones. Y grandes camiones de
riego, ante cuyos chorros de agua haba que saltar a un lado. Estaban limpiando y arreglando la ciudad. Las terribles luchas por la comida del medioda, el alquiler de la
vivienda, el colegio de los nios y los cigarrillos deban tener como escenario una ciudad limpia.
Pues toda aquella gente, esos franceses, trabajaban, luchaban y vivan. El tornero de Halle an der Saale entenda aquello, ya que l tambin haba trabajado,
luchado y vivido en Alemania.
A decir verdad, an segua, claro est, luchando, en cierto sentido todava trabajaba, y acaso no estaba vivo? Un muerto no siente punzadas en el vientre.
Su caminata hacia el boulevard Saint Michel era una accin blica. Adems, tena aliados, los amigos que le dieron el papel con la direccin del mdico, y el front
populaire un poderoso respaldo!
Su pregunta era ahora: Bulvar Seng Mishel?
Result ser una calle lateral y el nmero era el 123. Una casa alta, estrecha, distinguida. Eran las seis y media. Las seis y media no son las siete. La casa mostraba
pocas seales de vida. Haba que esperar.
El tornero se instal en la acera de enfrente. Un criado sali de la casa, luego lo hizo una criada con cofia y, al poco rato, un hombre gordo de rostro sanguneo que
lleg hasta la escalera de piedra y mir a su alrededor. Por la calle baj luego un flic, un polica, y el tornero tuvo que avanzar hasta la esquina siguiente para que no
pareciera que tena en mente algo prohibido. As lo exigan todos los policas del mundo, sin distincin alguna.
Y entonces dieron las siete.
El rechoncho hombrecito cruz la calle y subi las escaleras. La cara de globo rojo que viera momentos antes apareci en la ventanita del vestbulo. El
consiersh! Krucke le mostr el papel con el nombre del mdico. El consiersh dijo algo y acompa sus palabras con una serie de gestos que no aclararon mucho
la cuestin. Concluy bruscamente, encogindose de hombros, y el estrecho paso qued libre.
Sobre una alfombra roja de fibra de coco pudo subir las anchas escaleras. La casa era elegantsima. Deba de ser un buen mdico.
Ah estaba la placa. Bastaba con tocar el timbre.
Le abri una criada. El tornero pronunci el nombre del doctor; el colega francs en cuya casa se alojaba le haba enseado a pronunciarlo la noche anterior.
Pero la criada se limit a mover la cabeza, asombrada. Y tambin le dijo un montn de cosas en ese idioma endemoniado y, una vez ms, sus gestos tampoco
aclararon nada. De qu le sirvi sealar con su bastn la sala de espera e indicar con un dedo la zona del vientre donde senta las punzadas? La muchacha cerr la
puerta simple y llanamente.
Uno solo de sus gestos lleg a tener sentido a medias. Le haba sealado la placa, en la que se lea: 5-8. Ese era, claro est, el horario de consulta. Pero a l iba a
examinarlo fuera de ese horario! El no poda pagar nada! Por eso lo haba citado a las siete de la maana, una hora nada habitual, antes de que empezara el trajn
cotidiano. Krucke haba entendido que el mdico hara una hora extra para atenderlo, pues luego estara ocupadsimo: era un especialista para el que cada minuto
significaba dinero y que viva en una casa con alfombras de fibra de coco y criados, todo ello muy dispendioso.
En aquel momento le hubiera hecho falta saber francs.
Se haba quedado de pie ante la puerta cerrada. Pero abajo, en el rellano de la escalera, apareci la cabeza de globo ms roja que nunca. Probablemente
sospechaba algo. Ya el bastn debi de resultarle sospechoso. Y los pantalones tampoco eran muy nuevos que digamos.
El tornero volvi a bajar las escaleras, pas junto al consiersh y sali a la calle. No haba nada que hacer.
Probablemente al doctor se le olvid dejar dicho que lo esperaba a esa hora y que lo hicieran pasar un poco antes. Un hombre as tiene tantas cosas en la cabeza!
Y la revisin era gratis.
Tambin era posible que lo hubieran llamado para alguna operacin de urgencia. En ese caso habra que fijar una nueva cita, antes o despus del horario habitual de
consulta. Nada caba esperar de una gestin precipitada. El domingo por la noche se reunira con sus amigos y podran discutir la nueva maniobra.
El hombrecito se sent en el poyo de piedra de un portal, desenvolvi lo que su anfitrin le haba dado para el viaje y mordisque el pan blanco.
Luego se puso lentamente en camino hacia el suburbio. Lleg a su casa por la tarde.
Cuando el mdico francs, un hombre afable y servicial, pregunt al cabo de unos das por qu el anunciado paciente no haba hecho acto de presencia, se qued
de una pieza al or que el alemn haba dado por supuesto que, como slo podan atenderlo gratuitamente fuera del horario de consulta, no poda tratarse, en su caso,
sino de las siete de la maana.
Gaumer e Irk
Fue fcil abatir a Irk. Estaba muy atareado y cuidaba de mucha gente, mas no de s mismo. Ya estaba muerto cuando Gaumer se dio cuenta de lo atrozmente difcil
que sera enterrarlo.
Yaca en el suelo de la oficina, y Gaumer intent primero cargarlo a hombros. Lo cual, por supuesto, era imposible. Los Gaumers no pueden cargar a los Irks.
De modo que lo cogi por el pie izquierdo y lo arrastr con todas sus fuerzas hacia la puerta. Pero la otra pierna de Irk se atasc tan firmemente en la jamba de la
puerta que Gaumer tuvo que arrastrar de nuevo el cuerpo al interior del despacho, esta vez por la cabeza, que no ofreca ningn buen asidero. Gaumer se alegr de
tener nuevamente a Irk en la habitacin donde haba yacido poco antes. Baado en sudor, se sent en una silla y tom aliento.
Luego se puso a reflexionar. Y reflexion ms profundamente que nunca. Haba que sacar a Irk con la cabeza por delante. Esa era la solucin. Siempre haba
alguna solucin, bastaba con reflexionar profunda e impvidamente. Irk lo deca todo el tiempo.
Cayse Gaumer dos veces al suelo mientras arrastraba hacia la puerta a Irk, cuya cabeza se le escapaba de las manos. Nada extrao, pues la cabeza no haba sido
pensada como asidero. De todas formas, el cuerpo yaca ahora en la caja de la escalera, y su propio peso (excesivo) debera impulsarlo escaleras abajo. Por parte de
Gaumer bast con un puntapi. Pero la baranda de abajo, al pie de la escalera, se rompi por la violencia del impacto. Estaba podrida, e Irk deca siempre que haba
que cambiarla. Lstima que Gaumer no hubiera cedido en este punto. Ahora la gente vera esa baranda rota cuando entrara a trabajar a la maana siguiente.
Al menos Irk ya estaba abajo, lo cual supona un progreso. Claro que slo sera un progreso si Gaumer lograba sacarlo fuera, pues era mucho ms probable que lo
descubrieran all que arriba, en la oficina.
Pero entonces ocurri algo terrible. Tras dos horas de esfuerzos desesperados con el cuerpo, Gaumer se dio cuenta de que jams podra sacarlo fuera por sus
propios medios. El espacio que mediaba entre la escalera y la puerta era demasiado estrecho, y la puerta se abra hacia dentro. Gaumer no poda abrir la puerta y
levantar el cuerpo al mismo tiempo. Ni siquiera lograba girarlo de costado, y tena que hacerlo. Era indispensable girarlo.
Gaumer comprendi que tendra que buscar a su sobrino y explicarle lo ocurrido. Lo cual era horrible. Aquel petimetre haragn y pervertido le vendera muy cara
su ayuda. Claro que si no hubiera sido haragn y pervertido, Gaumer jams habra podido recurrir a l en una situacin semejante. A partir de esa noche quedara
totalmente en manos del muchacho, es decir, tambin tendra que eliminarlo. Menudas perspectivas lo aguardaban!
El sobrino lo mir con algo ms que curiosidad cuando l le cont la historia. De todos modos, lo acompa en seguida. Gaumer tuvo la impresin de que lo
acompa incluso con excesiva rapidez. Ocultar su alegra pareca costarle un gran esfuerzo. Entre los dos consiguieron abrir la puerta y arrastrar el cuerpo ms all del
umbral. Y, de pronto, no pudiendo moverlo un paso ms.
Qu haba pasado? Ah no haba ya ningn obstculo y ahora eran dos. El trabajo principal pareca hecho. Slo al cabo de un rato advirtieron lo que haba
ocurrido. Al principio, Gaumer crey que estaba viendo mal: su sobrino, que tiraba de la cabeza de Irk, le pareci hallarse extraamente lejos de l, que sostena las
piernas del cadver. Y de pronto el sobrino le dijo: est creciendo!
Y en efecto, as era. Irk no haba sido, en vida, mucho ms alto que Gaumer, al menos a los ojos de ste. Incluso tras el asesinato en la oficina, y pese a lo difcil
que pudiera ser cargarlo, haba conservado un tamao ms o menos natural. Pero ahora, al aire libre, se haba vuelto de pronto inconcebiblemente grande! Sus piernas
parecan dos columnas, y su cabeza, un laurel podado en forma esfrica. Y segua creciendo. Mientras los dos hombres lo miraban fijamente, horrorizados el to
desde los pies, el sobrino desde la cabeza, el maldito cuerpo segua estirndose y engrosando a una velocidad monstruosa. Aquello ya no era un hombre: era un
gigante.
Cmo enterrar esa descomunal masa de carne y huesos? Cmo poner bajo tierra esa montaa?
Gaumer hizo cuanto pudo por dominar su pnico. Haba que conseguir cuerdas en seguida, o mejor an, cables de acero. Con un camin quizs podran arrastrar a
Irk hasta el canal que pasaba junto a la fbrica. Por suerte, Gaumer tena todas las llaves y poda disponer de cosas tales como camiones y cables.
Pesadamente se encamin a las cocheras.
Al sacar el camin de la cochera, en retroceso, pas sobre la pierna de Irk. Fue como si hubiera pasado sobre un bloque de granito, las hojas de los muelles
crujieron y una de ellas se rompi.
El cuerpo de Irk tendra ahora sus buenos cinco metros de largo y ms de metro y medio de dimetro. Para levantar un pie y enrollarle el cable de acero, tuvieron
que recurrir al gato del camin. Pero tambin ste se dobl. Y as fueron echando a perder todas las herramientas.
Al subir al camin, Gaumer pesc una mirada de su sobrino que lo inquiet muchsimo. Era evidente que el muchacho le tena miedo y eso lo volva muy peligroso.
A ojos vistas intua ahora que Gaumer tendra que eliminarlo en cuanto concluyeran la tarea, y sin duda estaba maquinando cmo echarle el guante previamente a su to.
Gaumer tendra que liquidarlo cuanto antes, aunque slo despus de acabar la tarea, se entiende.
El cable se desliz dos veces del pie de Irk. Y luego result que el motor era demasiado dbil, simplemente calaba. Daban ganas de hacer pedazos al chfer. Por
qu no mantena su mquina en buen estado? O acaso lo haca a propsito?
Sudando, Gaumer corri a la segunda cochera.
Ahora tenan dos camiones enganchados al cuerpo; el to conduca el delantero, y el sobrino, el de atrs. Pero as no podan ver qu ocurra con Irk. Al principio el
convoy se atasc, luego hubo un tirn violento y el camin de atrs choc contra el de adelante. Gaumer se ape echando maldiciones. Haban arrastrado un trecho el
cuerpo, pero el radiador del segundo camin se haba abollado al chocar con el otro.
Volvieron a intentarlo. A partir de cierto punto, la plataforma de maniobras descenda hacia el canal, y all empezaron a deslizarse tambin ellos; el cuerpo mismo
actuaba como un camin cargado, aumentando enormemente la velocidad. Y, para colmo, la luz era tan mala que no se poda conducir como es debido. Lstima que
tampoco pudieran hacer aquel trabajo de da!
Con un estrpito que debi de orse a varias millas de distancia, el camin de Gaumer se precipit al canal pese a tener los frenos puestos, y lo mismo le ocurri,
detrs, al del sobrino.
Cuando Gaumer emergi de las aguas fangosas y lleg a la orilla, oy un chapoteo y vio a su sobrino nadar hacia el talud. Los dos camiones haban desaparecido
en el agua. Pero el cuerpo de Irk, pese a estar ya dentro del canal, no quedaba cubierto por el agua. Gigantesco, monstruoso, una masa imposible de ocultar, asomaba
la cabeza y las rodillas por encima de la negra corriente.
Con un destello de locura en los ojos, Gaumer pis los dedos con que su sobrino se aferr al talud cuando intentaba salir del agua.
El constructor de ciudades
(De las Visiones)
Cuando hubieron construido la ciudad, se reunieron y empezaron a mostrarse sus casas y las obras de sus manos. Y el Amable fue con ellos de casa en casa, todo
el da, y los elogi a todos.
Pero l no habl de la obra de sus manos ni mostr a nadie su casa. Y cuando ya estaba oscureciendo., volvieron a reunirse todos en la plaza del mercado y
empezaron a desfilar uno a uno por un podio desde el cual comunicaban el tipo y las dimensiones de su vivienda, as como el tiempo empleado en la construccin, con
el fin de saber quin haba construido la casa ms grande, o la ms bonita, y en cunto tiempo lo haba hecho. Y, siguiendo el orden alfabtico, tambin fue llamado el
Amable. Se present abajo, al pie del podio, arrastrando la jamba de una gran puerta. Y les dio su informe. El madero que all vean, la jamba de la puerta, era todo lo
que haba construido de su casa. Se hizo un largo silencio. Luego se levant el presidente de la asamblea:
Estoy asombrado dijo, y empezaron a orse risas. Pero el presidente pregunt: Estoy asombrado de que slo ahora se hable de este asunto. Mientras dur
la construccin, este hombre estuvo en todas partes, yendo de un lado a otro y ayudando a todo el mundo. Para aquella casa construy el frontn, en esa otra hizo una
ventana, ya no recuerdo cul, luego traz los planos de la casa de enfrente. No es de extraar que ahora se presente aqu con una jamba, que encima es preciosa, pero
que l mismo no tenga casa.
Teniendo en cuenta todo el tiempo que invirti en la construccin de nuestras casas, es un autntico milagro que haya podido hacer esta hermosa jamba, por lo
cual propongo otorgarle el premio al mejor constructor.
[La historia de Giacomo Ui]
1
Pocos saben hoy, cincuenta aos despus de su muerte, detalles ms precisos sobre la persona y el destino de Giacomo Ui, un hombre que durante cierto tiempo
mantuvo en vilo al mundo. Padua, ciudad que Italia entera contemplaba con horror, pero tambin con temor, mientras l la domin, fue la primera en olvidarlo.
Giacomo haba intentado convertir en hroes a unos mseros comepatatas, y no se lo perdonaron. Todo aquel que estudie historia universal habr sentido asco y
vergenza al ver cmo trata el pueblo, en general, a sus grandes hombres. Incapaz de elevarse y seguir el vuelo de sus ideas, nada dispuesta a sacrificar por un ideal
algo ms que los breves aos de embriaguez que en ella suscitan la presencia y los discursos de sus caudillos, aquella gentuza de todas las naciones lleva ya desde un
comienzo, cuando an estira el brazo a guisa de saludo, el bolsillo lleno de piedras con las que lapidar al hombre que les exija ser algo ms que unos mseros
comepatatas. Lo nico que quieren es mejorar su situacin material, y pretenden que los hroes se encarguen de tan mezquina tarea. Para eso ha de servir la grandeza:
a los hroes no les exigen otra cosa que conseguir patatas. De por s miserable, la gentuza aquella prefiere ser gobernada por hombres insignificantes, que slo se
dediquen a algo tan ftil como mejorar su, claro est, siempre apurada situacin. Y, pese a todo, aquellos pobres diablos siempre esperan escapar al exterminio al que,
de una u otra forma, estn predestinados. Una gran poca slo es para ellos una poca de mprobos esfuerzos; por eso se arredran ante cualquier autntica grandeza y
slo intervienen de mal grado en empresas de dimensin histrica. Las guerras los asustan, y las privaciones los ponen de mal humor. Hasta los grandes proyectos los
llenan de desconfianza. Su preciosa vida es lo que ms valoran, por miserable que sea y por mucho que despotriquen de ella. Como si, en cierto modo, intuyeran que
para el caudillo hay cosas ms relevantes que hacerlos engordar, se oponen a sus trascendentales designios. No quieren ofrecer una imagen de grandeza histrica, sino
comer patatas. El gran hombre que se comprometa con ellos estar, desde un principio, vendido y traicionado. Tarde o temprano se ver abandonado y denostado por
todos los que pretendan una vida mejor y slo recibieron una existencia histrica. Cambiar alguna vez esto? No existir jams un pueblo dispuesto a secundar a un
gran hombre sin ese mezquino egosmo? Un pueblo decidido a sacrificarlo todo encontrara, sin duda, al gran hombre dispuesto a exigir de l cualquier sacrificio. Slo
el estudio continuo de la historia de sus grandes hombres puede hacer que un pueblo llegue a ese estado en el que es capaz de olvidar sus mezquinos intereses y
ponerse, realmente, a la altura de un gran hombre.
Cierto es que tambin la historia de los grandes hombres se escribe con excesiva ligereza y, lo que es an peor, los libros escritos sobre ellos se han conservado sin
el debido cuidado. Sobre Ui tan slo disponemos de una crnica que, en su mayor parte, fue destruida. Han quedado pocos captulos, y ni siquiera seguidos:
raquticos testimonios de su grandeza!
La gran guerra, que l tan admirablemente prepar, asol a tal punto la pennsula en su desdichado curso que hasta se perdi la mayor parte de los documentos
que atestiguaban su grandeza. Pues qu fue la quema de unos cuantos libros por parte de los uistas frente al exterminio de toda la literatura provocado por la guerra?
Aquellos hombres, entregados en cuerpo y alma a construirse cuevas para el invierno y agenciarse los alimentos ms indispensables, pasaron varios decenios en un
estado de excesiva postracin como para recopilar los documentos que dieran fe de la grandeza de sus grandes hombres pues aparte de esos documentos (textos
legales, discursos, libros, etc.), qu cosa podra dar testimonio de aquella grandeza?
El contacto con el mundo circundante suele interrumpirse tras la aparicin de esas figuras. El comercio y el trfico languidecen. Las relaciones entre los pueblos se
envenenan. Y las destrucciones, testimonios fcticos de su gran actuacin, tampoco duran mucho. La diligencia y el celo de la gente humilde lo reconstruye todo. El
campesino desconoce la piedad. Con burlona sonrisa pasa el arado por el campo de batalla. En las murallas semiderruidas de la ciudad se instala una cordelera. El
profundo agujero abierto por la metralla sirve para guardar camo. Y la posteridad est supeditada a los libros, que al final son devorados por las ratas!
Slo con ira ofrecemos aqu al pblico los ignominiosos restos de la crnica que narra la vida de Giacomo Ui, de Padua.
2
No es mucho lo que se sabe sobre los orgenes de Giacomo Ui. Un historigrafo hostil a su figura juzg divertido afirmar que siete ciudades se han disputado el
honor de no haber sido su cuna. Otro asegura que, mientras dur su podero, encontr suficientes investigadores dispuestos a propagar confusin sobre su origen. En
realidad, y pese a ser oscuro y a que l mismo no pudiera considerarlo como una ventaja ni una referencia, su origen slo contribuy a acrecentar su fama. Pues en
nada lo ayud, antes bien, le acarre una serie de inconvenientes. A diferencia de otros, ms afortunados, su nacionalidad no le fue dada desde la cuna, l mismo tuvo
que agencirsela. Por lnea materna pareca descender de un afilador de tijeras croata, de origen, a su vez, bohemio, y por parte de padre, de un sefardita que, al
parecer, tambin llevaba sangre mora en las venas
[2]
. El mismo se present muy pronto como paduano de pura sangre. Y lo hizo principalmente porque, segn su
doctrina, Padua slo deba ser gobernada por paduanos.
Todos los que aspiran a tener xito con alguna doctrina han aprendido de Ui que nunca hay que conformarse con lo ms inmediato, con lo que la naturaleza nos
pone entre las manos sin que medie ningn mrito propio. Acu su lema Padua para los paduanos que en realidad significaba El mundo para los paduanos,
sin tener para nada en cuenta el hecho innegable de que l mismo no era paduano. Esto hubiera amedrentado a ms de uno que no se habra considerado apto para
formular semejante consigna; Ui en cambio, fue lo suficientemente hombre como para aceptar aquel reto que le planteaba la naturaleza. En realidad, Ui pudo haberse
dicho: soy un paduano como no hay dos. Pues as como el mendigo llamado a tener el mayor xito no es el que ms sufre, sino aqul en el cual percibimos, o creemos
percibir, los mayores sufrimientos razn por la que nuestros mendigos profesionales, que suelen carecer de los sufrimientos necesarios para el ejercicio de su
profesin, se llevan la palma con el pblico y eclipsan las miserias naturales con sus llagas y achaques artificiales, as tambin un poltico que invierta toda su energa e
imaginacin en ser un paduano modlico, tendr que derrotar a cualquier paduano comn y, de algn modo, aleatorio.
3
Ui era techador de profesin, aunque desde un principio, e impulsado por su afn de superacin, se present siempre como constructor. Los edificios que ms
tarde hizo levantar en Padua daban testimonio, segn dicen, de las estrictas directrices que supo imponer a los constructores paduanos. La amistad de sus compaeros
parece no haber sido nunca de su agrado, ya que esa gente careca totalmente de aspiraciones y procuraba denigrarlo con toda suerte de bromas, a l, que por su
vestimenta y su conducta trataba de sobresalir siempre en su medio. En aquella poca aprendi Ui a despreciar a la masa, ese montn de gente que no aspiraba a
destacar ni senta en su interior el impulso de elevarse por sobre los dems. March a la guerra muy contento. En el frente se comport como un soldado
particularmente activo, razn por la que no era muy bien visto por la tropa. Disfrut, no obstante, del respeto de su brigada, un hombre sencillo e inculto que ms tarde
fund una editorial y public el primer libro de Ui. El servicio militar lo haba alejado por completo de su montono y mal remunerado oficio. Y fue as como entr al
servicio de algunos jefes del ejrcito en calidad de agente secreto. Se mezclaba entre el pueblo y redactaba informes sobre discursos sediciosos y ciertas
conspiraciones organizadas contra el poder estatal. En esta tarea manifest tempranamente su astucia pronunciando l mismo discursos sediciosos en los bares y
denunciando luego ante sus superiores a todo el que aprobaba sus palabras. Pronto adquiri un amplio conocimiento de las clases populares, que ms tarde le sera
muy beneficioso. Su solidaridad con el pueblo data de aquella poca. Mientras tanto fue ejercitando sus dotes de orador y se acostumbr a reunir argumentos en
apoyo incluso de opiniones que no fueran suyas. Tambin desarroll su valiosa capacidad de montar en clera sin causa aparente y enfadarse hasta con quienes le
resultaban indiferentes. Una hbil simulacin y una observacin incesante eran necesarias para inducir a la gente de la calle a hacer declaraciones que pudieran
considerarse de alta traicin; a menudo lo hacan slo estando ebrios, por lo que Ui, que no toleraba el alcohol, acab contrayendo una dolencia gstrica que ms tarde
le impedira tomar bebidas alcohlicas. En aquella etapa temprana, la bebida le fue tan til como luego lo sera la abstinencia. La vista se le agudiz extraordinariamente
con el ejercicio de esa actividad. Aprendi a detectar a la gente cuya penosa situacin la induca a sublevarse contra la superioridad; su facilidad de palabra se
encargaba, luego, de soltarles la lengua. Pronto se convirti en una personalidad dominante, y cuando en una de sus correras descubri un pequeo grupo de
conjurados que se haban propuesto luchar contra los griegos, no tard mucho en erigirse en su caudillo.
4
La manera como Ui consigui sus primeros adeptos, eligiendo como piedra fundacional del gran movimiento que lo llevara al poder un guijarro comn y corriente,
hallado por casualidad, demuestra su profundo conocimiento del alma humana. As reclut tambin, segn dicen, el gran Ignacio de Loyola a sus primeros seguidores
jugando al billar; les gan un dinero que ellos no tenan, y para saldar su deuda tuvieron que incorporarse a la orden. El crculo con el que empez Ui l mismo poco
menos que un fracasado lo integraba gente sencilla, que se reuna tras el trabajo cotidiano para intercambiar opiniones en torno a una copa de vino barato. Odiaban,
sobre todo, a los comerciantes griegos de Padua, que eran muy hbiles en los negocios y, siempre que podan, les pegaban un parche.
En seguida advirti Ui que no bastaban las opiniones para otorgar cierta influencia pblica a una asociacin. Lo primero que hizo fue, pues, organizar una caja y
cobrar cuotas a los asociados. La condicin de stos le tena sin cuidado, siempre que aparecieran regularmente y respetaran los estatutos. Estos constituyeron el
segundo paso. Estaban dirigidos bsicamente contra los griegos y su formulacin era lo ms genrica posible. Desde un principio aborreci Ui las formulaciones
excesivamente precisas, que slo ahuyentaban a los posibles socios. Mientras menos cosas dijeran los estatutos, ms creeran ver en ellos los asociados. Ui no tena
nada en contra de prometer a la gente lo que deseaba, pero cmo poda l conocer todos sus deseos? El partido de Ui, estructurado a partir de una serie de
exigencias que podan complementarse segn los partidarios, creci rpidamente en una ciudad donde a todos les iba mal.
5
La guerra acababa de terminar. En ella, Padua se haba batido sola contra toda Italia. Pero la perdi y se vio obligada a firmar un tratado de paz muy duro. Como
la guerra se hizo en defensa de los intereses de los hbiles y acaudalados, y la derrota les cost muy cara a los desheredados e incompetentes, en ambos bandos haba
muchos que deseaban otra guerra; unos queran obtener, pese a todo, los beneficios no obtenidos, y los otros, evitar las amenazadoras prdidas. La victoria de un
Estado sobre todos los dems hubiera sido, en Italia, un acto glorioso, de ah que muchos considerasen la derrota como un oprobio. Y los motivos que haban
conducido a la guerra siguieron subsistiendo aun despus de la derrota. Padua era una regin dotada de muchsimas riquezas naturales, pero su especificidad consista
en que las riquezas del subsuelo no se complementaban, de suerte que si bien posea algunas de las materias primas necesarias para una buena industria, careca de
otras. De ah que dependiera ms que sus vecinos del intercambio con las regiones circundantes. Resulta obvio que, en una situacin como esa, hacer la guerra es algo
tan difcil como necesario. La guerra es necesaria para conseguir las materias primas que faltan, y stas, a su vez, son necesarias para hacer la guerra. Un segundo
conflicto resultaba adems extremadamente difcil porque ya el primero haba demostrado que el pueblo de Padua no estaba lo suficientemente unido para soportar
pocas de estrechez. El sector de la poblacin que ms haba sufrido era, sobre todo, el que menos resistencia haba demostrado. Una gran parte de los gobernados no
haba asumido como propia la derrota de su gobierno, sino que la haba utilizado para liberarse de l. Adems, en fecha muy temprana ech Ui la culpa de todo a los
comerciantes griegos. Eran esos griegos quienes, segn Ui, haban socavado el herosmo de los paduanos. Lo ms importante era ahora devolver a stos su conciencia
nacional.
6
Sin perder de vista su gran objetivo, Ui no desde ninguno de los pequeos recursos con los que se organiza a la gente de la calle. Saba que era preciso hacer
gastar a los socios y procurar beneficios a determinadas tiendas. Por eso design a un sastre para que los miembros del nuevo partido le comprasen sus camisas. Esas
camisas eran de un verde tan chilln que los uistas se distinguan ya de lejos en todas las peleas y podan ver, por el color de la camisa, de qu lado estaba la razn en
cualquier ria. El sastre, a su vez, entregaba una parte de sus ganancias al partido de Ui. Los hombres de la calle que reclutaba Ui eran en su mayora mendigos, y
justamente por eso les exiga que pagaran algo. Eso estimulaba sus esperanzas y les impeda abandonar las filas de los luchadores y romper con un partido que ya les
haba costado sacrificios econmicos. A las camisas se sumaron pronto botas, a las botas, chaquetas, y luego se exigieron uniformes completos, de suerte que los uistas
desfilaban por Padua como un ejrcito, distinguindose del resto de la poblacin y convertidos en amos de todo el pueblo.
7
Ui se haba dado cuenta de que a la gente se le puede exigir cualquier cosa cuando se le ofrece la oportunidad de distinguirse de los dems. La nica doctrina de Ui
era, como ya sealamos, la de la enorme diferencia existente entre los paduanos nativos y los griegos. Si, segn la doctrina de Ui, los paduanos eran seres heroicos,
nobles y sacrificados, los griegos, en cambio, eran unos advenedizos con mentalidad de mercachifle, cobardes y quisquillosos, que slo buscaban su propia ventaja y,
encima, la vean exclusivamente en los bienes ms bajos, puramente materiales. Impelidos por una lascivia ilimitada, asediaban a las paduanas y paduanos, los
despojaban del producto de su trabajo y los incitaban a cometer toda suerte de perversiones. De ellos slo podan salir cosas malas, y todo lo malo que haba en
Padua provena de ellos. De esa forma, el hombre de la calle se acostumbr a atribuir a los griegos el origen de todos sus padecimientos; intuyendo que por encima de
l se tomaban continuamente decisiones que lo perjudicaban, se alegr de conocer por fin a los autnticos causantes de su infortunio. Mucho lo amargaba el verse
despojado y explotado por gente extranjera. Ui saba, por cierto, que el mundo estaba dominado por los ms fuertes y que el orden natural consista en que los grandes
estuvieran por encima de los pequeos. Desde esta perspectiva, los padecimientos de los de abajo eran padecimientos naturales, e intentar suprimirlos no hubiera sido
ms que un intento criminal por trastocar el ordenamiento universal.
8
Y as, favorecido por la mala situacin econmica general y la depreciacin del dinero, Ui organiz un gran partido. Para ello no necesit gente particularmente
valiosa ni una gran idea. Dej la invencin de ideas nuevas a cargo de esos individuos interesados exclusivamente en subvertir el orden existente y que, en vez de
comportarse como hombres en las situaciones difciles, intentan solucionar de cualquier forma los problemas. Es cierto que as desaparece la dificultad, pero con ella
tambin el herosmo. Ui se conform con cultivar lo que ya haba encontrado: el odio contra el helenismo, el deseo de ciertos crculos de contar con un gobierno fuerte,
y el convencimiento de muchos de que Padua no podra subsistir sin conquistas territoriales. Lleg a ser lo que fue no por sus ideas, sino nicamente por su
personalidad. A su aspecto exterior deba poco, y todo a su forma de aparecer en pblico. Era de estatura mediana, con tendencia a echar barriga. Segn decan, su
frente huidiza y, por lo tanto, el aspecto insignificante de su perfil, a punto estuvieron de ser la perdicin del pintor Giacone; ste pas unas semanas en prisin
preventiva por un retrato que mostraba a Ui de perfil. Aunque llevara la cabeza cubierta, tena un aspecto muy poco inteligente. Por eso andaba, invierno y verano, con
la cabeza descubierta, y por eso estaba constantemente resfriado. Adems, Ui era incapaz de rer y, menos an, de sonrer; cuando lo intentaba, su cara adquira en
seguida una expresin lancinante.
Tambin tuvo que combatir otras tendencias naturales suyas. Era histrico e irascible en grado sumo, y sucumba fcilmente a accesos de llanto. Una extraa
inhibicin, que le impeda tomar decisiones, sola traerlo de cabeza a l y a quienes lo rodeaban.
En lo que a l mismo respecta, pudo decir, con derecho, que haba sabido hacer algo de la nada.
Aprendi a hablar y a moverse en escena con un viejo actor que, como en sus tiempos de esplendor debi de haber representado al gran Colleone, le ense
tambin su clebre postura con los brazos cruzados sobre el pecho. Pero en lo que ms poda confiar era en sus ojos, que, slo tras muchas apariciones en pblico,
adquirieron un brillo extraordinario.
Conceda, y con razn, una importancia enorme a todos esos detalles exteriores. No dispona de nobleza de nacimiento ni de mucho dinero heredado, por lo que
dependa enteramente de s mismo.
Fragmento
A la espera de grandes temporales
En un viejo libro sobre los pescadores de las islas Lofoten leo lo siguiente: cuando se est a la espera de los grandes temporales, ocurre siempre que algunos
pescadores amarran sus chalupas en la playa y se dirigen al interior, mientras que otros se hacen rpidamente a la mar. Si las chalupas se hallan en perfectas
condiciones, estarn ms seguras en alta mar que en la playa. Adems, por grandes que sean los temporales, en alta mar es posible salvarlas gracias al arte de la
navegacin; en la playa, en cambio, son destrozadas hasta por las olas de tempestades pequeas. Y para sus propietarios empieza, entonces, una vida muy dura.
El experimento
La trayectoria pblica del gran Francis Bacon acab como una burda parbola del engaoso refrn que dice: Quien mal anda mal acaba. Siendo juez supremo
del reino fue declarado culpable de un delito de corrupcin y encerrado en la crcel. Los aos en que fue Lord canciller se cuentan, con todas las ejecuciones,
concesiones de perjudiciales monopolios, rdenes de arresto ilegales y aprobaciones de sentencias prescritas, entre los ms negros y oprobiosos de la historia de
Inglaterra. Tras su desenmascaramiento y confesin, su fama mundial como humanista y filsofo dio a conocer sus delitos mucho ms all de las fronteras del reino.
Era ya un anciano cuando le permitieron abandonar la prisin y volver a su finca. Su cuerpo se hallaba debilitado por los esfuerzos que le haba costado arruinar a
otros y los sufrimientos que otros le infligieran al causar su ruina. Pero nada ms llegar a casa, se sumergi en el estudio intensivo de las ciencias naturales. No habiendo
logrado dominar a los hombres, consagr las fuerzas que le quedaban a investigar cmo podra la humanidad dominar mejor las fuerzas de la naturaleza.
Sus investigaciones, centradas en asuntos prcticos, lo sacaban continuamente del gabinete de trabajo para llevarlo a los campos, jardines y establos de su finca. Se
pasaba horas enteras discutiendo con los jardineros sobre las posibilidades de mejorar mediante injertos los rboles frutales, o daba instrucciones a las criadas sobre
cmo medir la produccin lechera de las distintas vacas. Y un buen da repar en un mozo de cuadra. Un valioso caballo haba cado enfermo y el joven informaba al
filsofo dos veces diarias sobre el estado del animal. Su celo y sus dotes de observacin fascinaron al anciano.
Pero una noche, al entrar en el establo vio a una mujer mayor que, de pie junto al muchacho, le deca: Es un hombre malo, cudate de l. Pese a ser un gran seor
y a tener dinero a porrillo, es malo. Te da de comer, de modo que haz tu trabajo a conciencia, pero no olvides que es una mala persona.
El filsofo ya no oy la respuesta del chico, porque dio media vuelta rpidamente y volvi a casa, pero a la maana siguiente no advirti ningn cambio en la actitud
del joven hacia su persona.
Cuando el caballo estuvo otra vez sano, Bacon empez a hacerse acompaar por el mozo en muchos de sus paseos y hasta le encomend pequeas tareas.
Gradualmente se fue acostumbrando a hablar con l de algunos de sus experimentos, y al hacerlo no utilizaba esas palabras que los adultos suelen considerar
apropiadas al nivel de comprensin de los nios, sino que le hablaba como a una persona instruida. A lo largo de su vida haba frecuentado a los ms ilustres espritus y
raras veces lo haban comprendido, no porque fuera poco claro, sino porque lo era en demasa. No se preocupaba, pues, por las dificultades del joven, aunque lo
correga pacientemente cuando ste haca sus pinitos con palabras extraas para l.
El ejercicio principal del chico consista en describir las cosas que vea y los procesos en los cuales participaba. El filsofo le haca ver cuntas palabras haba y
cuntas eran necesarias para poder describir el comportamiento de una cosa de forma que fuera medianamente reconocible por la descripcin y, sobre todo, que
pudiera ser tratada en funcin de ella. Tambin haba unas cuantas palabras que ms vala no emplear porque, en el fondo, no decan nada: palabras tales como
bueno, malo, bonito, etc.
Pronto se dio cuenta el mozo de que tena muy poco sentido llamar feo a un escarabajo. Ni siquiera rpido era un calificativo suficiente; haba que indicar cun
rpidamente se mova en comparacin con otras criaturas de su talla, y lo que eso le permita hacer. Haba que ponerlo sobre una superficie inclinada y luego en otra
plana, y hacer ruidos que lo ahuyentaran, o bien colocarle presas mnimas hacia las cuales pudiera desplazarse. Cuando uno llevaba un buen tiempo ocupndose de l,
perda rpidamente su fealdad. En cierta ocasin, el joven tuvo que describir un trozo de pan que llevaba en la mano cuando el filsofo se encontr con l.
En este caso puedes emplear tranquilamente la palabra bueno dijo el anciano, porque el pan se hace para que los hombres lo coman y puede resultarles
bueno o malo. Slo cuando se trata de objetos ms grandes, creados por la naturaleza no con fines determinados ni, mucho menos, para uso exclusivo de los hombres,
resulta necio contentarse con palabras semejantes.
El joven pens entonces en lo que le dijera su abuela sobre milord.
Fue haciendo rpidos progresos en la comprensin de muchas cosas, pues lo que haba que entender era siempre muy tangible: que si el caballo haba sanado por
los remedios administrados, o si un rbol se secaba por culpa del tratamiento aplicado. Tambin comprendi que siempre deba quedar una razonable duda respecto a
si los mtodos empleados eran realmente causantes de los cambios que se observaban. Aunque el chico apenas si captaba la importancia cientfica de las teoras del
gran Bacon, la manifiesta utilidad de todas aquellas empresas lo entusiasmaba.
Entenda al filsofo de la siguiente manera: una nueva era haba alboreado para el mundo. La humanidad acrecentaba sus conocimientos casi a diario, y todo este
saber contribua a incrementar el bienestar y la dicha terrenales. A la cabeza marchaba la ciencia, que exploraba el universo y todo cuanto exista en la Tierra plantas,
animales, suelo, agua, aire, a fin de poder sacarle ms provecho. Lo importante no era lo que se crea, sino lo que se saba. Se crean demasiadas cosas, y se saban
demasiado pocas. Por eso tena que examinarlo todo uno mismo, con las manos, y hablar tan slo de lo que viera con sus propios ojos y pudiera ser de algn
provecho.
Tal era la nueva doctrina, y cada vez ms gente se adhera a ella, entusiasmada y dispuesta a llevar a cabo las nuevas tareas.
Los libros desempeaban un papel muy importante en todo aquello, aunque tambin los haba malos. El muchacho tena claro que debera aproximarse a los libros
si deseaba contarse entre quienes iban a emprender esas nuevas tareas.
Por supuesto que nunca logr acceder a la biblioteca de la casa. Tena que esperar a milord frente a los establos. Lo mximo que lleg a hacer una vez que el
anciano llevaba varios das sin aparecer, fue fingir un encuentro con l en el parque. No obstante, cada vez era mayor su curiosidad por conocer el gabinete de trabajo,
en el que noche tras noche arda hasta muy tarde una lmpara. Desde un seto que haba frente a la habitacin pudo una vez echar una mirada a las estanteras.
Hasta que decidi aprender a leer.
Lo cual no era nada fcil. El prroco al que comunic su deseo lo mir como a un bicho raro.
Es que quieres leer el Evangelio del Seor a las vacas? le pregunt malhumorado. Y el joven pudo darse con un canto en los pechos de marcharse sin recibir
un bofetn.
Tuvo, pues, que elegir otro camino.
En la sacrista de la iglesia del pueblo haba un misal. A ella podra acceder ofrecindose para tirar de la cuerda de la campana. Y si lograba averiguar qu pasajes
cantaba el cura durante la misa, quizs descubriera alguna relacin entre las palabras y las letras. En cualquier caso, el muchacho empez a memorizar las palabras
latinas que oa cantar al cura, o al menos algunas de ellas. Hay que decir, eso s, que ste pronunciaba las palabras muy confusamente, y muchas veces ni lea la misa.
De todas formas, al poco tiempo el joven ya era capaz de repetir algunos de los pasajes cantados por el prroco. El caballerizo lo sorprendi un da ensayando
detrs del granero y le dio una paliza, pues crey que estaba parodiando al cura. La bofetada lleg as finalmente a su destino.
An no haba descubierto el chico en qu pasaje del misal figuraban las palabras cantadas por el cura, cuando sobrevino una gran catstrofe que, en principio, puso
fin a sus esfuerzos por aprender a leer. Milord cay vctima de una enfermedad mortal.
Haba pasado todo el otoo muy delicado de salud, y an no se haba recuperado cuando, ya en invierno, emprendi un viaje en trineo abierto hasta una finca
situada a varias millas de distancia. El joven, al que se le permiti acompaarlo, iba de pie en el patn trasero, junto al asiento del conductor.
Concluida la visita, el anciano volva con paso torpe al trineo en compaa de su anfitrin, cuando vio un gorrin helado a la orilla del camino. Se detuvo y le dio la
vuelta con su bastn.
Cunto tiempo cree usted que lleva aqu? le oy preguntar al anfitrin el joven, que vena detrs con un botelln de agua caliente.
La respuesta fue:
Desde una hora hasta una semana o ms.
El pequeo anciano sigui caminando, pensativo, y se despidi de su anfitrin muy distradamente.
La carne an est fresqusima, Dick dijo volvindose al joven cuando el trineo ya estaba en marcha.
Recorrieron un tramo de camino a gran velocidad, pues la noche empezaba a caer sobre los campos nevados y el fro aumentaba velozmente. Y fue as como, al
doblar hacia el portn que daba acceso a la finca, atropellaron a un pollo aparentemente escapado del gallinero. El anciano observ los esfuerzos del cochero por
esquivar al ave, que aleteaba torpemente, y le orden detenerse al ver que la maniobra haba fallado.
Liberndose de las mantas y pieles que lo cubran, se ape del trineo y, apoyando un brazo en el muchacho, se dirigi, pese a las advertencias del cochero de que
el fro era muy intenso, hacia el lugar donde yaca el pollo.
Estaba muerto.
El anciano dijo a Dick que lo levantara.
Qutale las entraas! orden.
No podra hacerlo en la cocina? pregunt el cochero viendo a su amo all de pie, tan frgil en aquel viento helado.
No, es mejor aqu dijo ste. Seguro que Dick lleva consigo una navaja, y adems necesitamos nieve.
El joven hizo lo que le ordenaron, y el anciano, que por lo visto haba olvidado su enfermedad y el fro, se agach y, haciendo un esfuerzo, cogi un puado de
nieve con la que rellen cuidadosamente el interior del ave.
El joven comprendi. Tambin l recogi nieve y se la dio a su maestro para que pudiera rellenar totalmente el pollo.
As se mantendr fresco varias semanas dijo el anciano muy animado. Ponlo en el stano, sobre las baldosas de piedra fras.
Recorri a pie el trecho que quedaba hasta la puerta, un tanto agotado y apoyndose pesadamente en el joven, que llevaba el pollo relleno de nieve bajo el brazo.
Cuando entr en el saln, sinti escalofros.
A la maana siguiente estaba con fiebre altsima.
El muchacho iba de un lado a otro, preocupado, tratando de pescar cualquier noticia sobre el estado de salud de su maestro. Se enter de poco; en la gran finca la
vida segua imperturbablemente su curso. Slo al tercer da se produjo un cambio: fue llamado al gabinete de trabajo.
El anciano yaca en un estrecho catre de madera, bajo muchas mantas, pero las ventanas del cuarto estaban abiertas y haca fro. No obstante, el enfermo pareca
estar ardiendo. Con voz temblorosa pregunt en qu estado se hallaba el pollo relleno de nieve.
El muchacho le dijo que se vea tan fresco como al principio.
Estupendo replic el anciano en tono satisfecho. Vuelve a informarme dentro de dos das.
Cuando sala, el joven lament no haber llevado consigo al ave. El maestro pareca estar menos enfermo de lo que afirmaban en el ala de la servidumbre.
Dos veces al da renovaba la nieve del relleno, y el pollo no haba sufrido merma alguna en su integridad cuando, una vez ms, Dick se encamin a la habitacin del
enfermo.
Tropez con una serie de obstculos totalmente inslitos.
De la capital haban llegado varios mdicos. En el pasillo vibraban voces susurrantes, imperiosas y sumisas, y por todas partes veanse caras extraas. Un criado
que llevaba al cuarto del enfermo una bandeja cubierta por un gran pao lo hizo salir bruscamente.
Varias veces, a lo largo de toda la maana y de la tarde, realiz vanos intentos por entrar en la habitacin del enfermo. Los mdicos desconocidos parecan querer
instalarse en el castillo. Se le antojaban gigantescos pajarracos negros que se posaban sobre un hombre enfermo y ya indefenso. Al anochecer se escondi en un
cuartito que daba al pasillo y en el que haca mucho fro. No dej de tiritar un instante, pero lo consider un buen presagio, pues, en inters del experimento, era
preciso que el pollo se conservara fro a cualquier precio.
Durante la cena baj un poco la marea negra y el joven pudo colarse en la habitacin del enfermo.
Este se hallaba solo; todos estaban comiendo. Junto al pequeo catre haba una lmpara de cabecera con pantalla verde. La cara del anciano tena un aire
extraamente apergaminado y una palidez crea. Los ojos estaban cerrados, pero las manos se movan inquietas sobre la tiesa manta. El calor era muy fuerte en el
cuarto, haban cerrado las ventanas.
El joven dio unos cuantos pasos hacia la cama, sosteniendo nerviosamente el pollo, y dijo varias veces en voz baja milord. No obtuvo respuesta. Pero el enfermo
no pareca dormir, pues sus labios se agitaban de rato en rato, como si estuviera hablando.
El muchacho decidi llamar su atencin, convencido de la importancia de recibir nuevas instrucciones en relacin con el experimento. Pero antes de que pudiera
tirar de la manta tuvo que dejar en un silln la caja donde guardaba el pollo, sinti que lo aferraban por detrs y tiraban de l violentamente. Un hombre gordo de
cara gris lo mir como a un asesino. El se liber con gran presencia de nimo y, cogiendo velozmente la caja, se escurri fuera por la puerta.
En el pasillo tuvo la sensacin de que el mayordomo que en aquel momento suba las escaleras lo haba visto. Mal asunto. Cmo podra l probar que estaba all
por orden de milord, para llevar a cabo un importante experimento? El anciano se hallaba totalmente a merced de los mdicos; las ventanas cerradas de su habitacin
as lo demostraban.
Y, en efecto, vio a un criado atravesar el patio en direccin al establo, de modo que renunci a su cena y, despus de bajar nuevamente el pollo al stano, se
escondi en el henil.
La indagacin que penda sobre l no lo dej dormir tranquilo. No sin temor sali a la maana siguiente de su escondite.
Nadie le prest atencin. En el patio reinaba un terrible alboroto. Milord haba fallecido al amanecer.
El joven deambul sin rumbo el da entero, como aturdido por un mazazo. Tena la sensacin de que jams podra consolarse de la prdida de su maestro. Cuando,
al caer la noche, baj al stano con una escudilla llena de nieve, su pesar por la prdida se transform en pesar por el experimento inacabado, y derram lgrimas
sobre la caja. Qu ocurrira con el gran descubrimiento?
Al volver al patio senta los pies tan pesados que se volvi a mirar si sus huellas en la nieve eran ms profundas que de costumbre, comprob que los mdicos
londinenses an no se haban marchado. Sus coches seguan all.
Pese a su repulsa, decidi confiarles el descubrimiento. Eran hombres sabios y tendran que darse cuenta de la trascendencia del experimento. Cogi la caja con el
pollo congelado y se instal detrs del pozo, ocultndose hasta que pas uno de aquellos seores, un hombre regordete y de aspecto no demasiado temible. El chico
sali de su escondite y le mostr la caja. Al principio la voz se le atasc en la garganta, pero luego consigui articular su deseo en frases inconexas.
Milord lo encontr muerto hace seis das, Excelencia. Lo rellenamos con nieve. Milord pensaba que se conservara fresco. Y mrelo usted mismo! Se ha
conservado fresqusimo!
El hombre regordete mir la caja, asombrado.
Y qu ms? pregunt.
No se ha descompuesto dijo el muchacho.
Aj! replic el hombre regordete.
Mrelo usted mismo! insisti el otro.
Ya lo veo dijo el hombre regordete moviendo la cabeza. Y sigui su camino sin dejar de moverla.
El joven lo sigui con la mirada, boquiabierto. No lograba entender al hombre regordete. Acaso no haba muerto el anciano por apearse del trineo para realizar su
experimento en el fro? Con sus propias manos haba recogido la nieve del suelo. Aquello era un hecho.
Volvi lentamente hacia la puerta del stano, pero se detuvo poco antes de llegar a ella; luego se volvi rpidamente y ech a correr en direccin a la cocina.
Encontr al cocinero muy atareado, pues esperaban a cenar a algunos vecinos de la comarca que deseaban expresar su psame.
Qu quieres hacer con ese pjaro? rezong el cocinero, molesto. Est todo congelado!
No importa dijo el joven. Milord dijo que no importaba.
El cocinero lo mir un momento con aire ausente, luego se dirigi pesadamente hacia la puerta con una gran sartn en la mano, sin duda para tirar algo.
El joven lo sigui, impaciente, con su caja en la mano.
No se podra probar? pregunt suplicante.
Al cocinero se le agot la paciencia. Con sus poderosas manos cogi el pollo y lo tir violentamente al patio.
No se te ocurre nada mejor? rugi fuera de s. Milord acaba de morir!
Indignado, el muchacho recogi el pollo y desapareci con l.
Los dos das siguientes se destinaron a las ceremonias fnebres. El chico estuvo muy atareado enganchando y desenganchando caballos, y dorma casi con los ojos
abiertos, aunque cada noche renovaba la nieve de la caja. Todo le pareca sumido en la desesperanza, y la nueva era, concluida.
Pero al tercer da, el da del entierro, recin baado y con sus mejores galas, sinti renacer su optimismo. Era un hermoso y sereno da invernal, y desde el pueblo
llegaba el taido de las campanas.
Lleno de nuevas esperanzas, baj al stano y contempl larga y atentamente al pollo muerto. No pudo descubrir en l la menor huella de putrefaccin. Con
cuidado meti al animal en la caja, la llen de nieve blanca y limpia, se la puso bajo el brazo y se encamin al pueblo.
Silbando de alegra entr en la diminuta cocina de su abuela. Ella lo haba criado, pues sus padres murieron muy jvenes, y gozaba de su confianza. Sin mostrarle
de entrada el contenido de la caja, Dick explic a la anciana, que se estaba vistiendo para ir al entierro, el experimento de milord.
Ella lo escuch pacientemente.
Pero eso lo sabe cualquiera dijo por ltimo. Con el fro se ponen tiesos y se conservan un tiempo. Qu hay de particular en todo eso?
Creo que an se puede comer respondi el joven, esforzndose por parecer indiferente.
Comerse un pollo muerto hace una semana? Pero si es venenoso!
Por qu? Si no ha sufrido ningn cambio desde que muri. Y lo mat el trineo de milord, de modo que estaba sano.
Pero por dentro, por dentro ha de estar podrido! dijo la anciana impacientndose un poco.
No lo creo dijo el joven con firmeza, clavando sus ojos claros en el ave. Por dentro ha estado lleno de nieve todo el tiempo. Creo que lo cocinar.
La anciana se indign.
Vendrs conmigo al entierro dijo en tono concluyente. Pienso que milord hizo por ti lo suficiente como para que ahora acompaes su atad como
corresponde.
El joven no contest. Mientras ella se ataba un pauelo de lana negro a la cabeza, l sac el pollo de la nieve, sopl los ltimos restos que le quedaban y lo puso
sobre dos leos que haba frente a la estufa. Tena que descongelarse.
La anciana ya ni lo mir. Cuando estuvo lista, lo cogi de la mano y se dirigi con l hacia la puerta.
El chico la sigui sumisamente un largo trecho. An haba gente que iba al entierro, hombres y mujeres. De pronto, Dick lanz un grito de dolor. Haba metido un
pie en un bache cubierto por la nieve. Lo sac haciendo una mueca de dolor, avanz a saltitos hasta una gran piedra y se sent encima de ella, friccionndose el pie.
Me lo he dislocado dijo.
La anciana lo mir con desconfianza.
Puedes caminar perfectamente dijo.
No repuso l malhumorado. Pero si no me crees, sintate a mi lado hasta que mejore.
La anciana se sent junto a l sin decir palabra.
Transcurri un cuarto de hora. An seguan pasando vecinos del pueblo, aunque cada vez menos. Abuela y nieto continuaban, obstinados, a la orilla del camino.
Hasta que la anciana pregunt en tono serio:
No te ense que no hay que mentir?
El joven no respondi. La anciana se puso en pie suspirando. Senta demasiado fro.
Si no ests conmigo en diez minutos dijo le dir a tu hermano que te zurre la badana.
Y se puso otra vez en marcha, ms de prisa, para no perderse la oracin fnebre.
El muchacho aguard a que se hubiera alejado lo suficiente, y se levant con toda calma. Luego dio media vuelta y ech a andar, aunque volviendo la mirada a
menudo y cojeando todava un rato. Slo cuando un seto lo ocult a las miradas de la anciana recuper su paso habitual.
En la choza se sent junto al pollo y se puso a mirarlo, esperanzado. Lo hervira en una olla de agua y se comera un ala. Y entonces vera si era o no venenoso.
An estaba sentado cuando a lo lejos se oyeron tres salvas de artillera. Las haban disparado en honor de Francis Bacon, barn de Verulam, vizconde de St.
Albans, ex Lord canciller de Inglaterra, un hombre que despert aversin en no pocos de sus contemporneos, pero que tambin supo entusiasmar a muchos por las
ciencias prcticas.
El manto del hereje
Giordano Bruno, el hombre de Nola al que las autoridades de la Inquisicin romana condenaron, el ao 1600, a morir en la hoguera por hereja, es universalmente
considerado un gran hombre no slo por sus audaces y luego comprobadas hiptesis sobre los movimientos de los astros, sino tambin por su valerosa actitud
frente a la Inquisicin, a la que dijo: Pronunciis vuestra sentencia contra m quiz con ms temor del que yo siento al escucharla. Cuando leemos sus escritos y
encima echamos una ojeada a los informes sobre su actuacin pblica, sentimos que en verdad no nos falta nada para calificarlo de gran hombre. Y, sin embargo, hay
una historia que acaso pueda aumentar todava ms nuestro respeto por l.
Es la historia de su manto.
Antes hay que saber cmo cay en las manos de la Inquisicin.
Un patricio veneciano, un tal Mocenigo, invit al sabio a pasar una temporada en su casa para que lo instruyera en los secretos de la fsica y la mnemotecnia. Le
brind hospitalidad durante varios meses y obtuvo, a cambio, la instruccin acordada. Pero en vez de las clases de magia negra que l haba esperado recibi tan slo
las de fsica. Qued muy descontento porque stas no le servan para nada. Los gastos que le ocasionara su husped empezaron a pesarle, y repetidas veces lo exhort
seriamente a que le revelara los conocimientos secretos y lucrativos que un hombre tan famoso deba de poseer, sin duda alguna; al no conseguir nada de esta forma, lo
denunci por carta a la Inquisicin. Escribi que aquel hombre perverso y malagradecido haba hablado mal de Cristo en su presencia, diciendo que los monjes eran
asnos que estupidizaban al pueblo y afirmando asimismo, en contra de lo que deca la Biblia, que haba no slo uno, sino innumerables soles, etc. etc. Por consiguiente,
l, Mocenigo, lo haba encerrado en su desvn y rogaba que enviasen pronto funcionarios a buscarlo.
Los funcionarios se presentaron un lunes, muy de madrugada, y se llevaron al sabio a las mazmorras de la Inquisicin.
Aquello sucedi el lunes 25 de mayo de 1592, a las tres de la maana, y desde entonces hasta el da en que subi a la hoguera, el 17 de febrero de 1600, el nolano
no volvi a abandonar las mazmorras.
Durante los ocho aos que dur el terrible proceso, Bruno luch sin descanso por su vida, pero el combate que libr en Venecia, el primer ao, contra su traslado
a Roma fue, quiz, el ms desesperado.
En aquel perodo se sita la historia del manto.
En el invierno de 1592, cuando an viva en un albergue, se haba mandado hacer un grueso manto a medida por un sastre llamado Gabriele Zunto. En el momento
de su detencin an no haba pagado la prenda.
Al enterarse del arresto, el sastre se precipit a casa del seor Mocenigo en las proximidades de San Samuele para presentar su factura. Era demasiado tarde. Un
criado del seor Mocenigo le seal la puerta. Ya hemos gastado ms que suficiente en ese impostor, grit tan alto en el umbral que algunos transentes volvieron la
cabeza. Mejor dirjase al Tribunal del Santo Oficio y dgales que tiene tratos con ese hereje.
El sastre se qued paralizado de temor en plena calle. Un grupo de golfillos lo haba odo todo, y uno de ellos, un chiquiln harapiento y cubierto de granos, le lanz
una piedra. Cierto es que una mujer pobremente vestida se asom por un portal y asest una bofetada al pillastre, pero Zunto, un hombre viejo, sinti claramente que
era peligroso ser alguien que tuviera tratos con ese hereje. Ech a correr mirando alrededor medrosamente y volvi a su casa dando un largo rodeo. A su mujer nada
le cont de su infortunio, y durante una semana ella no supo explicarse las razones de su abatimiento.
Pero el 1 de junio, mientras haca cuentas, descubri que un manto no haba sido pagado por un cliente cuyo nombre estaba en boca de todo el mundo, pues el
nolano era la comidilla de la ciudad. Corran los rumores ms terribles sobre su perversidad. No slo haba echado pestes contra el matrimonio, tanto en libros como en
conversaciones, sino que haba tratado de charlatn al mismo Cristo y afirmado las cosas ms desquiciadas sobre el Sol. No era, pues, nada extrao que no hubiera
pagado su manto. Y la buena mujer no tena la menor intencin de resignarse a esa prdida. Tras una violenta discusin con su marido, la septuagenaria, vestida con sus
mejores galas, se dirigi a la sede del Santo Oficio y reclam, con cara de malas pulgas, los treinta y dos escudos que le deba el hereje all encarcelado.
El funcionario con el que habl tom nota de su peticin y le prometi ocuparse del asunto.
Zunto no tard en recibir una citacin, y, temblando como un azogado, se present en el temido edificio. Para su gran sorpresa, no fue interrogado, sino solamente
informado de que su peticin sera tenida en cuenta cuando se examinaran los asuntos financieros del detenido. De todas formas, el funcionario le insinu que no se
hiciera muchas ilusiones.
El anciano qued tan contento de salir bien librado por tan poco, que le agradeci humildemente. Pero su mujer no estaba nada satisfecha. Para compensar esa
prdida no le bastaba con que su marido renunciara a su copa vespertina y siguiera cosiendo hasta muy entrada la noche. Con el paero haban contrado deudas que
no podan eludir. Se puso a chillar en la cocina y en el patio que era una vergenza encerrar a un delincuente antes de que hubiera pagado sus deudas. Si fuera
necesario, aadi, ira a ver al Santo Padre en Roma para recuperar sus treinta y dos escudos. En la hoguera no necesitar ningn manto, grit.
Cont a su confesor lo que les haba pasado. Este le aconsej pedir que al menos les devolvieran el manto. Viendo en ello el reconocimiento, por parte de una
instancia eclesistica, de que su reivindicacin era legtima, la mujer declar que no se contentara con el manto, que sin duda ya habra sido usado y, adems, estaba
hecho a medida. Le haca falta el dinero. Y como alzara un poco la voz llevada por su fervor, el sacerdote la ech fuera.
Esto la hizo entrar un poco en razn y la mantuvo tranquila unas semanas. Del edificio de la Inquisicin no trascendi nada nuevo sobre el caso del hereje
encarcelado. Pero en todas partes se rumoreaba que los interrogatorios iban sacando a luz monstruosas infamias. La vieja oa vidamente todo aquel chismorreo. La
atormentaba or que el asunto del hereje tuviera todas las de perder. Aquel hombre jams sera liberado ni podra pagar sus deudas. La mujer dej de dormir por las
noches, y en agosto, cuando el calor acab de arruinar sus nervios, empez a ventilar su queja a chorretadas en las tiendas donde compraba y ante los clientes que iban
a probarse ropa. Insinuaba que los monjes cometan un pecado al despachar con tanta indiferencia las justas reclamaciones de un pequeo artesano. Los impuestos
eran opresivos, y el pan acababa de subir nuevamente.
Una maana, un funcionario se la llev a la sede del Santo Oficio, donde la conminaron enrgicamente a poner fin a su malvolo cotilleo. Le preguntaron si no le
daba vergenza comadrear sobre un proceso religioso tan serio por unos cuantos escudos. Le dieron a entender que disponan de toda suerte de medios contra la
gente de su calaa. Esto surti efecto un tiempo, aunque cada vez que pensaba en la frase por unos cuantos escudos, pronunciada por aquel fraile rechoncho,
enrojeca de ira.
Hasta que en septiembre se rumore que el Gran Inquisidor de Roma haba pedido el traslado del nolano. El asunto se estaba debatiendo en la Signoria.
La ciudadana discuti acaloradamente esta peticin de traslado, y la opinin era, en general, contraria. Los gremios no queran aceptar ningn tribunal romano por
encima de ellos.
La vieja estaba fuera de s. Dejaran ahora que el hereje fuera trasladado a Roma sin haber saldado antes sus deudas? Aquello era el colmo. No bien hubo odo la
increble noticia cuando, sin molestarse siquiera en ponerse un vestido mejor, se precipit a la sede del Santo Oficio.
Esta vez la recibi un funcionario de mayor rango que, curiosamente, fue mucho ms complaciente con ella que los anteriores. Era casi de su misma edad y escuch
sus quejas tranquila y atentamente. Cuando termin, l le pregunt, tras una breve pausa, si deseaba hablar con Bruno.
En seguida dijo que s. Y fijaron una entrevista para el da siguiente.
Aquella maana, un hombrecillo enjuto, con una oscura barba rala, la abord en un cuartucho minsculo con ventanas enrejadas y le pregunt cortsmente qu
deseaba.
Ella lo haba visto cuando l fue a probarse el manto y recordaba bien su cara, pero esta vez no lo reconoci de inmediato. La tensin de los interrogatorios deba
de haberle provocado un cambio.
La mujer dijo precipitadamente:
El manto. No lleg a pagarlo.
El la mir asombrado unos segundos. Cuando por fin se acord, le pregunt en voz baja:
Cunto le debo?
Treinta y dos escudos dijo ella. Le enviamos la cuenta.
El se volvi hacia el funcionario alto y grueso que vigilaba la entrevista y le pregunt si saba cunto dinero se haba depositado en la sede del Santo Oficio junto
con sus dems pertenencias. El hombre lo ignoraba, pero prometi averiguarlo.
Cmo est su esposo? pregunt el prisionero volvindose otra vez hacia la vieja, como si el asunto estuviera prcticamente zanjado, se hubieran establecido
relaciones normales y aquello fuera una visita habitual.
Y la mujer, desconcertada por la amabilidad del hombrecillo, murmur que estaba bien y hasta aadi algo sobre su reuma.
Slo al cabo de dos das regres a la sede del Santo Oficio, pues juzg de buen tono darle tiempo al caballero para que efectuase sus pesquisas.
Y volvi a obtener permiso para hablar con l. Tuvo que esperar ms de una hora en el cuartucho de las ventanas enrejadas, pues estaban interrogando al
prisionero.
Por fin apareci ste con aire muy agotado. Como no haba sillas, se apoy ligeramente contra la pared. Pero fue en seguida al grano.
Con voz muy dbil le dijo que, por desgracia, no estaba en condiciones de pagarle el manto. Entre sus pertenencias no haba encontrado dinero en efectivo. Pero
tampoco se trataba de perder las esperanzas, aadi. Le haba dado vueltas al asunto y crea recordar que un hombre que haba editado libros suyos en la ciudad de
Frankfurt an le deba dinero. Le escribira, si all se lo permitan. Al da siguiente solicitara el permiso. Durante el interrogatorio de aquel da haba tenido la impresin
de que el ambiente no era particularmente favorable, por lo que haba preferido no preguntar para no echarlo todo a perder.
La vieja lo escrutaba con sus penetrantes ojos mientras l iba hablando. Conoca los subterfugios y vanas promesas de los deudores morosos. Sus obligaciones les
importaban un rbano, y cuando se vean acorralado, fingan estar moviendo cielo y tierra.
Para qu necesitaba entonces un manto si no tena dinero con qu pagarlo? pregunt con dureza.
El prisionero hizo un gesto con la cabeza para demostrarle que segua su razonamiento. Y respondi:
Siempre he ganado dinero con mis libros y mis clases. Por eso pens que tambin ahora ganara algo. Y cre necesitar el manto porque pensaba que an seguira
rodando por el mundo.
Dijo esto sin la menor amargura, como si slo hubiera querido no dejar a la anciana sin respuesta.
La vieja volvi a examinarlo de pies a cabeza, furibunda, pero a la vez con la sensacin de que no llegara a comprenderlo, y, sin aadir una sola palabra, dio media
vuelta y sali precipitadamente del cuartucho.
Quin se atrevera a enviar dinero a un hombre procesado por la Inquisicin? le espet indignada a su marido aquella misma noche, en la cama. A l ya no le
inquietaba la postura de las autoridades eclesisticas sobre su persona, pero segua desaprobando los infatigables intentos de su mujer por conseguir el dinero.
Ahora tiene cosas ms importantes en qu pensar rezong.
Ella no dijo nada.
Los meses siguientes transcurrieron sin que aconteciera nada nuevo en relacin con el penoso asunto. A principios de enero se rumore que la Signoria estaba
estudiando la posibilidad de acceder al deseo del Papa y entregar al hereje. Y los Zunto recibieron una nueva citacin en la sede del Santo Oficio.
No se especificaba ninguna hora concreta, y la seora Zunto se aperson una tarde. Lleg en un mal momento. El prisionero esperaba la visita del procurador de la
Repblica, de quien la Signoria haba solicitado un dictamen sobre el asunto del traslado. La seora fue recibida por el funcionario de alto rango que tiempo atrs le
consiguiera la primera entrevista con el nolano; el viejo le dijo que el prisionero haba manifestado su deseo de hablar con ella, pero la invit a que considerara si aqul
era el momento adecuado, ya que el prisionero estaba pendiente de una entrevista sumamente importante para l.
Ella dijo que lo mejor sera preguntrselo.
Un funcionario sali y volvi al poco rato con el nolano. La entrevista tuvo lugar en presencia del funcionario de alto rango. Antes de que el prisionero, que sonri a
la seora desde el umbral, pudiera decir algo, la anciana le espet:
Por qu se comporta usted as si quiere seguir rodando por el mundo?
El hombrecillo pareci desconcertarse unos instantes. Haba respondido a muchsimas preguntas aquellos tres meses y casi no recordaba el final de la ltima
entrevista que tuviera con la mujer del sastre.
No me ha llegado el dinero dijo por ltimo; he escrito dos veces pidindolo, pero no me ha llegado. He estado pensando que tal vez os interesara
recuperar el manto.
Ya saba yo que llegaramos a esto replic ella en tono despectivo. Est hecho a medida y es demasiado pequeo para la gran mayora.
El nolano mir a la anciana con aire atormentado.
No haba pensado en esto dijo volvindose hacia el monje. No se podran vender todas mis pertenencias y darle el dinero a esta gente?
Me temo que no ser posible terci el funcionario que lo haba acompaado, el alto y grueso. El seor Mocenigo las reclama. Usted ha vivido largo tiempo
a costa suya.
Fue l quien me invit replic el nolano con voz cansina.
El anciano levant la mano.
Eso aqu no viene a cuento. Pienso que hay que devolver el manto.
Y qu haremos nosotros con l? dijo la vieja obstinadamente.
El anciano se ruboriz ligeramente. Luego dijo con voz pausada:
Querida seora, no le vendra mal un poco de caridad cristiana. El acusado est pendiente de una entrevista que puede ser de vida o muerte para l. No puede
usted pedir que se interese nicamente por su manto.
La vieja lo mir insegura. De pronto record dnde estaba y se pregunt si no hara mejor en irse, cuando oy que, a sus espaldas, el prisionero deca en voz baja:
En mi opinin tiene derecho a protestar.
Y cuando la vieja se volvi hacia l, aadi.
Le ruego que disculpe todo esto. No vaya a pensar que su prdida me resulta indiferente. Elevar una instancia al respecto.
El funcionario alto y grueso haba abandonado el cuarto a una seal del anciano. En aquel momento regres y, abriendo los brazos, dijo:
El manto no nos ha sido entregado. Mocenigo se habr quedado con l.
El nolano se asust visiblemente. Luego dijo con firmeza:
No es justo. Me querellar contra l.
El anciano movi la cabeza.
Mejor preocpese de la conversacin que habr de mantener dentro de unos minutos. No puedo permitir que aqu se siga discutiendo por unos cuantos
escudos.
A la vieja se le subi la sangre a la cabeza. Haba guardado silencio mientras hablaba el nolano, mirando, enfurruada, uno de los rincones de la habitacin. Pero en
ese momento se le agot la paciencia:
Unos cuantos escudos! exclam. Es la ganancia de todo un mes! Para usted es muy fcil practicar la caridad. No pierde nada!
En aquel instante se acerc a la puerta un monje muy alto.
Ha llegado el procurador dijo a media voz, mirando con sorpresa a la vieja chillona.
El funcionario alto y grueso cogi al nolano por la manga y lo condujo fuera. El prisionero se volvi a mirar a la mujer hasta que cruz el umbral. Su enjuto rostro
estaba muy plido.
La vieja baj las escaleras de piedra del edificio un tanto conturbada. No saba qu pensar. Despus de todo, el hombre haba hecho cuanto estaba a su alcance.
No quiso entrar en el taller cuando, una semana ms tarde, el funcionario alto y grueso les trajo el manto. Pero peg la oreja a la puerta y le oy decir:
Lo cierto es que pas estos ltimos das muy preocupado por el manto. Present una instancia dos veces, entre interrogatorios y entrevistas con las autoridades
de la ciudad, y varias veces solicit audiencia con el nuncio para tratar del asunto. Al final logr imponerse. Mocenigo tuvo que devolver el manto que, dicho sea de
paso, ahora le hubiera venido de maravilla, pues ha sido entregado y esta misma semana lo trasladarn a Roma. Era cierto. Estaban a finales de enero.
La herida de Scrates
Scrates, el hijo de la comadrona, que en sus dilogos supo ayudar a sus amigos con tanta facilidad y entre jugosas bromas a dar a luz ideas bien proporcionadas,
proveyndolos as de hijos propios, en vez de endilgarles bastardos como hacan otros maestros, pasaba por ser no slo el ms inteligente de todos los griegos, sino
tambin uno de los ms valientes. Su fama de hombre valeroso nos parece totalmente justificada cuando leemos en Platn con qu tranquilidad e impavidez apur la
copa de cicuta que las autoridades acabaron ofrecindole como reconocimiento por los servicios prestados a sus conciudadanos. No obstante, algunos de sus
admiradores han credo necesario hablar tambin de su valor en el campo de batalla. Es un hecho que combati en la batalla de Delium entre las tropas de infantera
ligera, ya que ni por su condicin era zapatero, ni por sus ingresos era filsofo fue admitido a servir en las armas de mayor prestigio y relevancia. Sin
embargo, su valenta era de ndole muy peculiar, como podr suponerse.
La maana de la batalla Scrates se haba preparado lo mejor posible para el sangriento suceso mascando cebollas, cosa que, en opinin de los soldados, infunda
valor. Su escepticismo en muchos campos lo predispona a la credulidad en muchos otros; estaba en contra de la especulacin mental y a favor de la experiencia
prctica; por eso no crea en los dioses, pero s en las cebollas.
Por desgracia no sinti ningn efecto real, al menos no inmediato, de modo que ech a caminar, con aire sombro, entre un destacamento de hoplitas que avanzaba
en fila india a tomar posicin en alguna rastrojera. Delante y detrs de l marchaban a trompicones jvenes atenienses de los suburbios, que le hicieron ver que los
escudos de las armeras atenienses eran demasiado pequeos para proteger a la gente gorda como l. Scrates ya haba pensado lo mismo, slo que en trminos de
gente ancha, que no quedaba cubierta ni a medias por aquellos escudos estrechos y ridculos.
El intercambio de opiniones entre el hombre que lo preceda y el que vena detrs sobre los beneficios obtenidos por los grandes forjadores de armas con esos
escudos tan pequeos se vio interrumpido por la voz de Alto, ocupar las posiciones!
Se dejaron caer sobre la rastrojera, y el capitn le ech una reprimenda a Scrates por intentar sentarse encima de su escudo. Ms que el rapapolvo mismo lo
inquiet la voz asordinada del oficial. Por lo visto, el enemigo deba de andar cerca.
La lechosa niebla matinal impeda la visibilidad. Pero los ruidos de pasos y el entrechocar de las armas indicaban que la llanura estaba ocupada.
Con sumo desagrado record Scrates una conversacin que mantuviera la noche anterior con un joven noble, a quien haba conocido un da entre los bastidores
de un teatro y que era oficial de caballera.
Un plan fantstico!, haba exclamado el joven lechuguino. La infantera se queda simplemente en su puesto, en perfecto orden de combate, y para la acometida
del enemigo. Entretanto, la caballera avanza por la hondonada y lo ataca por la retaguardia.
La hondonada deba de estar bastante lejos, hacia la derecha, perdida entre la niebla. Por all estara avanzando la caballera en aquel momento.
A Scrates el plan le haba parecido bueno o, en cualquier caso, no tan malo. Continuamente se hacan planes, sobre todo cuando se era menos fuerte que el
enemigo. Pero en realidad la gente se limitaba a pelear, es decir, a machacarse unos a otros. Y no avanzaba por donde el plan lo prescriba, sino por donde el enemigo
lo permita.
Y en aquel momento, a la griscea luz del alba, Scrates encontr ese plan francamente psimo. Qu significaba eso de que la infantera deba parar la acometida
del enemigo? En general uno se alegra cuando puede esquivar una acometida, y resulta que ahora el arte consista en pararla. Mal asunto que el general fuera de
caballera.
El soldado de a pie necesitaba ms cebollas de las que haba en el mercado.
Y qu antinatural era, en vez de estar descansando en la cama, quedarse sentado all en el suelo, en medio del campo y a esa hora tan temprana, con al menos diez
libras de hierro pegadas al cuerpo y en la mano un cuchillo de carnicero! Era justo defender la ciudad si la atacaban, pues de lo contrario uno quedaba expuesto a
grandes contratiempos; pero, por qu atacaban la ciudad? Porque los armadores, vieros y traficantes de esclavos establecidos en Asia Menor haban puesto miles de
obstculos a los armadores, vieros y traficantes de esclavos oriundos de Persia. Vaya motivo!
De pronto se quedaron todos de piedra.
A travs de la niebla lleg un vocero sordo por el lado izquierdo, acompaado de un estruendo metlico que se propag con extraordinaria rapidez. El ataque del
enemigo haba comenzado.
El destacamento se levant. Con ojos desorbitados se dedicaron a escrutar la niebla que los rodeaba. A diez pasos de distancia cay un hombre de rodillas y
farfull una invocacin a los dioses. Demasiado tarde, en opinin de Scrates.
Y al instante, como una respuesta, reson un bramido horrendo algo ms a la derecha. El grito de auxilio pareca haberse convertido en un alarido de muerte. De
entre la niebla vio surgir Scrates una barrita de hierro. Un dardo!
Y luego aparecieron, difuminadas por la bruma, unas siluetas compactas: los enemigos.
Abrumado por la sensacin de haber esperado quiz demasiado tiempo, Scrates se volvi torpemente y ech a correr. Su peto y las pesadas espinilleras
suponanle un considerable estorbo. Eran mucho ms peligrosas que los escudos, pues no era fcil desprenderse de ellas.
Acezando corra el filsofo por la rastrojera. Todo dependa de que pudiera sacarles suficiente ventaja. Confiaba en que los valientes muchachos que venan detrs
parasen la acometida durante un rato.
De pronto lo atraves un dolor infernal. La planta del pie izquierdo le ardi tanto que crey que no lo soportara. Se dej caer al suelo, gimiendo, pero volvi a
incorporarse con un nuevo grito de dolor. Con ojos extraviados mir a su alrededor y lo comprendi todo. Se haba metido en un zarzal!
Era una maraa de setos bajos erizados de espinas muy punzantes. Una de ellas deba de habrsele clavado en el pie. Cautelosamente, con los ojos empaados
por las lgrimas, busc en el suelo un lugar donde poder sentarse. Dio unas cuantas vueltas a la pata coja antes de caer sentado por segunda vez. Tena que arrancarse
la espina en seguida.
Prest odo atento al fragor de la batalla: se hallaba an bastante lejos a ambos lados, aunque frente a l deba de estar a unos cien pasos. De todas formas, pareca
acercarse lenta, pero inconfundiblemente.
Scrates no poda quitarse la sandalia. La espina haba atravesado la fina suela de cuero para incrustarse profundamente en la carne. Cmo podan darles un
calzado tan ligero a unos soldados que iban a defender a su patria contra el enemigo! Cada tirn que daba a la sandalia era seguido de un dolor punzante. Exhausto, el
pobre hombre hundi sus macizos hombros. Qu hacer?
Su turbia mirada descubri la espada que haba a su lado. Y una idea ilumin su mente, una idea que obtuvo mejor acogida que cualquiera de las que solan
ocurrrsele en sus discusiones. Podra utilizarse la espada como cuchillo? Y ech mano de ella.
En aquel momento oy un ruido de pasos sordos. Un pequeo destacamento irrumpi de entre los matorrales. Gracias a los dioses, eran de los suyos! Se
detuvieron unos segundos al verlo. Es el zapatero, les oy decir. Luego siguieron su camino.
Pero por la izquierda lleg tambin un ruido. Y voces de mando en una lengua extraa: los persas!
Scrates intent ponerse otra vez en pie, pisando con el pie derecho. Se apoy en la espada, que le result un poco corta, aunque muy poco. Y en seguida vio
aparecer por la izquierda, en un pequeo claro, un ovillo de soldados combatiendo. Oy gemidos y el sordo impacto del hierro contra el hierro o el cuero.
Desesperado, retrocedi saltando sobre el pie sano, y al tratar de apoyar nuevamente el herido se derrumb gimiendo. Cuando el ovillo de combatientes, que no
era muy grande (quiz unos veinte o treinta hombres), hubo llegado a pocos pasos de distancia, el filsofo ya se haba sentado sobre sus posaderas, entre dos arbustos
espinosos y observaba, desamparado, al enemigo.
Le resultaba imposible moverse. Cualquier cosa era preferible a sentir una vez ms aquel dolor en la planta del pie. No saba qu hacer, y de pronto empez a
vociferar.
Para ser ms exacto: se oy bramar a s mismo. De su poderosa caja torcica oy salir un bramido como de trompa:
Por aqu, tercer batalln! Duro con ellos, muchachos!
Y al mismo tiempo se vio a s mismo coger la espada y blandira en derredor trazando crculos, pues frente a l haba un soldado persa que, armado con una lanza,
acababa de surgir de los arbustos. La lanza, proyectada lateralmente, arrastr al hombre tras de s.
Y Scrates se oy bramar por segunda vez y decir:
Ni un paso atrs, muchachos! Ya los tenemos donde queramos a esos hijos de perra! Crapolos, adelante con el sexto! Nullos, a la derecha! Har trizas al
primero que retroceda!
Con gran sorpresa vio que, junto a l, dos de los suyos lo miraban aterrados.
Rugid! dijo en voz baja. Por lo que ms queris, rugid!
A uno de ellos se le desencaj la mandbula de puro miedo, pero el otro empez realmente a rugir. Y el persa que tenan delante se incorpor torpemente y
desapareci entre las malezas.
Desde el claro llegaron trastabillando una docena de hombres exhaustos. Los persas haban huido al or el gritero. Teman una emboscada.
Qu pasa aqu? pregunt a Scrates, que segua sentado en el suelo, uno de sus compatriotas.
Nada dijo ste. No os quedis all mirndome boquiabiertos. Corred de un lado a otro dando rdenes, no sea que se den cuenta de cun pocos somos.
Mejor retrocedamos dijo el hombre con voz titubeante.
Ni un solo paso protest Scrates. Os habis vuelto gallinas?
Y como a un soldado no le basta con tener miedo, sino que tambin necesita suerte, se oy de pronto a bastante distancia, aunque muy claramente, un galope de
caballos y un salvaje vocero: gritos proferidos esta vez en griego! Todo el mundo sabe lo desastrosa que fue la derrota de los persas aquel da. Puso fin a la guerra.
Cuando Alcibades lleg al zarzal a la cabeza de la caballera, vio un grupo de soldados de infantera que llevaba a hombros a un hombre gordo.
Al detener su caballo reconoci a Scrates, y los soldados le contaron cmo aquel hombre, con su inquebrantable resistencia, haba logrado que la vacilante fila de
combate se mantuviera firme.
Lo llevaron triunfalmente hasta la columna de avituallamiento, donde, a pesar de sus protestas, fue instalado sobre uno de los carros de forraje. As, rodeado de
soldados sudorosos y vociferantes, volvi el filsofo a la ciudad.
Fue llevado a hombros hasta su modestsima casa.
Xantipa, su mujer, le estaba preparando una sopa de judas. Arrodillada ante el hogar, soplaba el fuego con ambos carrillos y de rato en rato le lanzaba miradas
furtivas. El segua en la silla en que lo haban sentado sus camaradas.
Qu te ha ocurrido? pregunt ella en tono suspicaz.
A m? murmur l. Nada.
Y qu hay de cierto en lo que cuentan sobre tus hazaas? quiso saber ella.
Exageraciones dijo Scrates. Qu bien huele esa sopa!
Cmo va a oler, si todava no he encendido el fuego? Seguro que habrs hecho otra de tus payasadas, eh? replic ella furiosa. Maana volver a ser el
hazmerrer de todo el mundo cuando salga a buscar un panecillo.
No he hecho ninguna payasada. He combatido.
Estabas borracho?
No, logr que se mantuvieran firmes cuando empezaban a retroceder.
Pero si ni siquiera eres capaz de mantenerte firme t mismo dijo ella levantndose porque la lea ya arda. Alcnzame el salero de la mesa.
No s dijo l lentamente y con aire pensativo, no s si me convendra ms no comer nada. Tengo el estmago un poco estropeado.
Ya lo deca yo, ests borracho. Intenta ponerte en pie y camina un poco por la habitacin, que luego ya veremos.
La injusticia de su mujer lo exasperaba. Pero bajo ningn concepto quera levantarse y hacerle ver que no poda apoyar el pie. Ella era habilsima cuando se trataba
de descubrir algn aspecto desfavorable de su persona. Y desfavorable sera para l revelarle la razn fundamental de su firmeza durante la batalla.
Mientras segua ocupada con la marmita que haba puesto al fuego, Xantipa le comunic lo que pensaba.
Estoy convencida de que tus nobles amigos te consiguieron algn puesto seguro en la retaguardia, junto a la cocina de campaa. Un buen arreglo bajo cuerda.
A travs del ventanuco, Scrates, atormentado, mir la calle por la que pasaba mucha gente llevando linternas blancas, pues estaban celebrando la victoria.
Sus nobles amigos no haban intentado nada similar, y l tampoco lo habra aceptado, en todo caso no as como as.
O acaso encontraron lgico y natural que el zapatero remendn marchara con ellos? No moveran un dedo por ti. Es zapatero, dicen, y zapatero ha de morir.
Cmo, si no, podramos ir a verlo a su cubculo y charlar horas con l para luego or que todos dicen: fijaos, por muy remendn que sea, siempre hay gente distinguida
que se sienta a su lado y conversa con l sobre filersofa. Vaya gentuza!
Se dice filerfobia replic l impasible.
Xantipa le lanz una mirada torva.
Siempre me andas corrigiendo. Ya s que soy una ignorante. Si no lo fuera, no tendras a nadie que de vez en cuando te acercara un cubo de agua para lavarte
los pies.
Scrates se estremeci al orla y confi en que no hubiera notado nada. Ese da haba que evitar a toda costa el pediluvio. Gracias a los dioses, Xantipa reanud su
discurso:
De modo que no estabas borracho ni tus amigos te consiguieron un puesto seguro en la retaguardia. Pues entonces te habrs comportado como un carnicero. A
que tienes las manos ensangrentadas, verdad que s? Pero cuando yo aplasto una araa, pones el grito en el cielo. No me creo eso de que estuvieras a la altura de las
circunstancias, pero supongo que alguna picarda habrs hecho para que ahora te den palmaditas en la espalda. Ya averiguar la verdad, no te preocupes.
La sopa estaba lista. Ola tentadoramente. La mujer retir la marmita y, cogiendo las asas con su vestido, la coloc sobre la mesa y empez a servir.
Scrates se pregunt si no le convendra recuperar el apetito. Pero la idea de tener que acercarse a la mesa lo contuvo a tiempo.
No las tena todas consigo. Senta claramente que el asunto an no haba concluido. Seguro que en los das siguientes lo esperaban momentos muy desagradables.
No dejaran en paz a alguien que hubiera decidido una batalla contra los persas. Ahora, en los primeros instantes de jbilo por la victoria, era lgico que no pensaran en
aquel a quien se la deban. Todos estaban ocupadsimos pregonando sus propias hazaas. Pero al da siguiente o dentro de dos das, cada cual vera a su colega
reivindicar para s todo el mrito, y entonces preferiran encumbrarlo a l. Muchos podran enmendarle la plana a otros muchos proclamando al zapatero como el
autntico hroe de la jornada. A Alcibades, por ejemplo, le guardaban cierta inquina. Con mucho gusto le gritaran: t ganaste la batalla, pero un remendn la pele
hasta el final.
Y la espina le dola ms que nunca.
Si no se quitaba pronto la sandalia, podra venirle una septicemia.
No hagas ruido al comer dijo distrado.
La mujer se qued con la cuchara en la boca.
Que no haga qu?
Nada se apresur a asegurar l, asustado. Estaba pensando en algo.
Ella se levant fuera de s, puso la marmita sobre el fuego y sali precipitadamente.
Scrates lanz un suspiro de alivio. Al instante se levant de la silla como pudo y avanz cojeando hasta su lecho, al tiempo que miraba alrededor nerviosamente.
Cuando ella volvi por su mantn para salir, observ con recelo al marido que yaca inmvil en su hamaca revestida de cuero. Por un instante pens que algo deba de
ocurrirle. Hasta consider la posibilidad de preguntrselo, pues le tena un gran afecto. Pero se lo pens dos veces y abandon, malhumorada, la habitacin para asistir
con su vecina a los festejos.
Scrates durmi mal y se despert preocupado. Haba logrado quitarse la sandalia, mas no la espina. Tena el pie muy hinchado.
Aquella maana su mujer estaba menos irascible.
La noche anterior haba odo a toda la ciudad hablar de su marido. Algo tena que haber sucedido realmente para que la gente estuviera tan impresionada. Pero que
l solo hubiera detenido a una columna de combatientes persas, era algo que no le caba en la cabeza. El no, se deca a s misma. Tener en vilo a toda una audiencia con
sus preguntas, eso s que poda. Pero no a una fila de combatientes. Qu habra podido ocurrir?
Estaba tan insegura que le acerc la leche de cabra a la cama.
El no hizo ningn ademn de levantarse.
No te apetece salir? pregunt ella.
Para nada rezong l.
No eran maneras de responder a una amable pregunta de su esposa, pero Xantipa pens que tal vez slo quera evitar exponerse a las miradas de la gente, y dej
pasar la respuesta.
A primera hora de la maana empezaron a llegar visitas.
Unos cuantos jvenes, hijos de familias adineradas, el crculo habitual del filsofo. Lo trataban siempre como a su maestro, y algunos hasta anotaban lo que l iba
diciendo, como si fuera algo muy especial.
Aquel da le contaron en seguida que toda Atenas se haca eco de su hazaa. Era una fecha histrica para la filosofa (de modo que ella haba tenido razn, se deca
filersofa y no otra cosa). Scrates haba demostrado, aadieron, que un gran espritu contemplativo tambin puede ser un gran hombre de accin.
Scrates los escuch sin su habitual espritu burln. Mientras hablaban, l crey or muy a lo lejos, como se oye una tormenta remota, una carcajada monstruosa, la
carcajada de toda una ciudad, incluso de todo un pas, muy lejana, pero que se acercaba irresistiblemente, contagiando a todo el mundo: a los transentes en las calles,
a los mercaderes y polticos en el mercado, a los artesanos en sus pequeos talleres.
Lo que decs es totalmente absurdo dijo con sbita resolucin. Yo no he hecho nada.
Los jvenes se miraron sonrientes. Luego uno de ellos dijo:
Exactamente lo que dijimos nosotros. Sabamos que te lo tomaras as. A qu viene de pronto tanto gritero? preguntamos a Euspulo frente a los gimnasios.
Scrates leva ya diez aos realizando las mayores proezas intelectuales y nadie se ha vuelto nunca a mirarlo. Ahora acaba de ganar una batalla y toda Atenas habla de
l. No os dais cuenta de lo vergonzoso que es todo esto?, preguntamos.
Scrates lanz un gemido.
Pero si yo no la he ganado. Me defend porque me atacaron. Esa batalla no me interesaba. No soy armero ni tengo viedos en los alrededores. No sabra para
qu librar batallas. Me hallaba entre gente sensata proveniente de los suburbios, gente sin ningn inters en combatir, e hice exactamente lo que ellos hacan; a lo sumo
me les adelant unos segundos.
Los jvenes estaban atnitos.
As es exclamaron; es lo mismo que dijimos nosotros. No hizo otra cosa que defenderse. Es su manera de ganar batallas. Permtenos volver a toda prisa a
los gimnasios. Interrumpimos un dilogo sobre este tema slo para darte los buenos das.
Y se marcharon, voluptuosamente enfrascados en una discusin.
Scrates yaca en silencio, apoyado en ambos codos y mirando el techo ennegrecido por el humo. Sus sombros presentimientos no lo haban engaado.
Su mujer lo observaba desde uno de los rincones de la habitacin. Estaba zurciendo mecnicamente una vieja prenda de vestir.
De pronto pregunt en voz baja:
Bueno, qu hay detrs de todo esto?
El se estremeci y le lanz una mirada insegura.
Era una mujer consumida por el trabajo, con los pechos lisos como una tabla y un par de ojos muy tristes. El saba que poda confiar en ella. Xantipa le seguira
brindando apoyo cuando sus propios discpulos dijeran de l. Scrates? No es aquel zapatero perverso que reniega de los dioses? Le haba tocado en suerte un mal
marido, pero ella no se quejaba, excepto a l mismo. Y no haba habido una sola noche en la que l, al volver hambriento de donde sus discpulos ricos, no hubiera
encontrado un panecillo y un trozo de tocino en la repisa.
Se pregunt si no debera contrselo todo. Pero luego pens que en los das siguientes se vera obligado a decir delante de ella todo tipo de mentiras y falsedades
cuando viniera a verlo gente que, como aquellos jvenes, le hablara de sus proezas. Y eso le sera imposible si ella saba la verdad, porque l la respetaba.
Dej, pues, las cosas como estaban y slo coment:
La habitacin entera huele otra vez a la sopa de judas de ayer.
Ella se limit a lanzarle otra mirada recelosa.
Claro que no estaban en condiciones de tirar la comida. El solamente intentaba distraer la atencin de Xantipa, cada vez ms convencida de que algo le ocurra a su
marido. Por qu no se levantaba? Siempre se levantaba tarde, pero slo porque se acostaba siempre tarde. El da anterior se haba ido a la cama muy temprano. Y
ahora la ciudad entera estaba en pie debido a los festejos. Las tiendas de la calle haban cerrado todas. Una parte de la caballera haba regresado a las cinco de la
madrugada tras perseguir al enemigo, todos haban odo el ruido de los cascos. Las multitudes eran una de sus pasiones. En das as l se quedaba de la maana a la
noche en la calle, hablando con todo el mundo. Por qu esta vez no se levantaba?
El vano de la puerta se oscureci y entraron cuatro magistrados. Se quedaron de pie en el centro de la habitacin, y uno de ellos dijo en tono rutinaria, aunque
extremadamente corts, que tena la misin de conducir a Scrates al Arepago. El general Alcibades haba solicitado personalmente que se le rindieran honores por
sus hazaas blicas.
Un murmullo procedente de la calle vino a indicar que los vecinos se estaban agolpando ante la casa.
Scrates sinti que empezaba a sudar fro. Saba que esta vez tendra que levantarse y, aunque se negara a ir con ellos, decir por lo menos algo amable y
acompaar luego a esa gente hasta la puerta. Y saba que no podra dar ms de dos pasos, como mucho. Y que entonces ellos se fijaran en su pie y se enteraran de
todo. Y ah mismo estallara la descomunal carcajada.
De modo que, en vez de levantarse, se dej caer otra vez sobre su dura almohada y dijo en tono malhumorado:
No necesito honores de ningn tipo. Decid en el Arepago que estoy citado con unos amigos a las once para discutir sobre una cuestin filosfica que nos
interesa y que, por consiguiente, lamento mucho no poder acudir. Soy la persona menos indicada para participar en actos pblicos y, adems, estoy cansadsimo.
Aadi esto ltimo porque le molestaba haber mezclado a la filosofa en aquel lo, y dijo lo primero porque esperaba que la forma ms fcil de liberarse de ellos
sera mostrndose grosero.
Los magistrados entendieron tambin este lenguaje. Giraron sobre sus talones y se marcharon, pisando a la gente del pueblo congregada fuera.
Ya te ensear a ser corts con las autoridades coment su mujer malhumorada y se dirigi a la cocina.
Scrates esper a que saliera y, girando rpidamente su pesado corpachn, se sent al borde de la cama e intent, sin dejar de mirar hacia la puerta, apoyar con
infinita precaucin el pie enfermo en el suelo. Pareca algo imposible.
Baado en sudor, volvi a recostarse.
Pas media hora. Cogi un libro y se puso a leer. Manteniendo el pie inmvil, no senta casi nada.
Luego apareci su amigo Antstenes.
Sin quitarse el pesado manto, se qued al pie de la cama, tosi algo convulsivamente y se rasc la hirsuta barba del cuello al tiempo que miraba a Scrates.
Sigues en la cama? Pens que slo encontrara a Xantipa. Me he levantado expresamente para preguntar por ti. Ayer estuve muy resfriado y por eso no pude
unirme a vosotros.
Sintate dijo Scrates lacnico.
Antstenes cogi una silla del rincn y se sent junto a su amigo.
Esta misma noche reanudar las lecciones. No hay motivo alguno para interrumpirlas por ms tiempo.
No.
Claro que me pregunto si vendrn. Hoy son los grandes festines. Pero viniendo a tu casa me encontr con el joven Festn, y cuando le dije que esta noche dara
lgebra, se mostr entusiasmadsimo. Le dije que poda venir con casco. Protgoras y los otros se pondrn furiosos cuando oigan comentar que Antstenes dio su
leccin de lgebra la noche despus de la batalla.
Scrates se columpiaba suavemente en su hamaca, apoyando la palma de la mano contra la pared un tanto oblicua para darse impulso. Con sus ojos saltones
miraba inquisitivamente a su amigo.
Te encontraste con alguien ms?
Con mucha gente.
Scrates mir hacia el techo, malhumorado. Deba confesarle a Antstenes la cruda verdad? Se senta bastante seguro de su amigo. El mismo nunca aceptaba
dinero por sus lecciones y no le haca, por lo tanto, ninguna competencia a Antstenes. Tal vez debera exponerle el difcil caso.
Antstenes clav en el amigo sus chispeantes ojos de grillo, llenos de curiosidad, y le dijo:
Gorgias anda contndole a todo el mundo que seguramente intentaste huir y, en la confusin, seguiste un camino equivocado, avanzando en vez de retroceder.
Unos cuantos jvenes de pro quieren darle una paliza por haber dicho eso.
Scrates lo mir desagradablemente sorprendido.
Absurdo coment enojado. Y de repente vio qu armas pondra en manos de sus enemigos si se quitaba la careta.
Aquella noche, ya hacia la madrugada, pens que quizs podra presentar todo el caso como un experimento y decir que haba querido ver hasta dnde llegaba la
credulidad de la gente. Llevo veinte aos predicando el pacifismo por calles y plazas, y basta un rumor para que mis propios discpulos me consideren un guerrero
furibundo, etc., etc. Pero en ese caso hubieran debido perder la batalla. Aquel era, a todas luces, un mal momento para el pacifismo. Despus de una derrota, hasta
los de arriba eran durante un tiempo pacifistas; despus de una victoria, hasta los de abajo eran partidarios de la guerra, al menos mientras se daban cuenta de que,
para ellos, no haba mucha diferencia entre victoria y derrota. No, en ese momento no poda esgrimir como arma el pacifismo.
Desde la calleja lleg un ruido de cascos. Un grupo de jinetes se detuvo ante la casa y, con paso alado, hizo su entrada en ella Alcibades.
Buenos das, Antstenes. Qu tal va el negocio de la filosofa? Estn fuera de s exclam radiante. En el Arepago estn furiosos por tu respuesta,
Scrates. Por gastarles una broma, cambi mi peticin de que te cieran la corona de laurel por la de que te dieran cincuenta bastonazos. Y claro que esto los irrit,
porque era exactamente lo que estaban deseando. Pero tendrs que ir. Iremos los dos juntos, a pie.
Scrates suspir. Se llevaba muy bien con el joven Alcibades. Muchas veces haban bebido juntos. Era muy amable de su parte haberlo buscado esta vez. Seguro
que no lo haba hecho slo por incordiar al Arepago, deseo ste por dems honroso y digno de ser apoyado. Por ltimo dijo en tono circunspecto, sin dejar de
mecerse en su hamaca:
Prisa se llama el viento que derriba el andamio. Sintate.
Alcibades se ri y acerc una silla. Antes de sentarse, le hizo una corts reverencia a Xantipa que, de pie en la puerta de la cocina, se estaba secando las manos
mojadas en la tnica.
Vosotros los filsofos sois gente muy extraa dijo un tanto impaciente. Quiz ya ests arrepentido de habernos ayudado a ganar la batalla. Apostara a que
Antstenes te ha hecho ver que no existan razones suficientes para ello.
Estbamos hablando de lgebra se apresur a decir Antstenes y volvi a toser.
Alcibades sonri burlonamente.
No me esperaba otra cosa. Sobre todo no dar importancia a algo semejante! Verdad? Pues, en mi opinin, fue simple y llanamente valenta. Nada
extraordinario, si queris, pero qu de extraordinario tiene un puado de hojas de laurel, despus de todo? Aprieta los dientes y aguanta, viejo. Aquello pasa pronto y
no duele. Y luego iremos a empinar el codo.
Mir con curiosidad al ancho y robusto personaje que ahora se columpiaba con bastante fuerza.
Scrates reflexion a toda prisa. Acababa de ocurrrsele algo que s poda decir. Poda decirles que la noche anterior o esa misma maana se haba torcido un pie.
Cuando los soldados que lo llevaban cargado lo bajaron al suelo, por ejemplo. En ello haba incluso una agudeza. Su caso demostraba con qu facilidad puede uno
verse perjudicado por los homenajes de sus conciudadanos.
Sin dejar de columpiarse, el filsofo se inclin hacia adelante hasta quedar sentado, se frot con la mano derecha el brazo izquierdo, que llevaba descubierto, y dijo
pausadamente:
Pues ocurre que mi pie
Al pronunciar esta palabra, su mirada, no del todo firme porque haba llegado el momento de pronunciar la primera autntica mentira en todo ese asunto hasta
entonces se haba limitado a guardar silencio, recay sobre Xantipa, que segua en la puerta de la cocina.
Scrates se qued sin habla. De pronto se le fueron las ganas de contar su historia. No se haba torcido el pie.
La hamaca se inmoviliz.
Escucha, Alcibades dijo por ltimo en un tono de voz enrgico y muy fresco, no se puede hablar de valenta en este caso. Tan pronto como empez la
batalla, es decir en cuanto vi aparecer a los primeros persas, puse pies en polvorosa y, adems, en la direccin adecuada: hacia la retaguardia. Pero era un campo lleno
de arbustos espinosos. Se me clav una espina en el pie y no pude continuar. Al punto empec a repartir golpes a mi alrededor como un salvaje y poco falt para que
alcanzara tambin a varios de los nuestros. En mi desesperacin, me puse a chillar algo acerca de otros destacamentos para que los persas creyeran que haba varios,
idea absurda, pues claro est que no entendan griego. Parece ser, sin embargo, que ellos tambin estaban bastante nerviosos. Supongo que no pudieron aguantar aquel
gritero despus de todo lo que haban tenido que soportar durante el avance. Se quedaron paralizados un instante, y entonces lleg nuestra caballera. Eso es todo.
Durante unos segundos no se oy el menor ruido en la habitacin. Alcibades mir fijamente al filsofo. Antstenes tosi haciendo pantalla con la mano, esta vez con
toda naturalidad. Desde la puerta de la cocina, donde estaba Xantipa de pie, lleg una sonora carcajada.
Y Antstenes dijo en tono seco:
Es evidente que no podas ir as al Arepago y trepar cojeando la escalinata para recibir tu corona de laurel. Ahora lo entiendo.
Alcibades se retrep en su silla y, entornando los ojos, contempl al filsofo tumbado en su lecho. Ni Scrates ni Antstenes lo miraban.
Luego volvi a inclinarse hacia delante y ci con ambas manos una de sus rodillas. Su fino rostro adolescente se contrajo ligeramente, pero no dej traslucir nada
de sus pensamientos o sentimientos.
Por qu no dijiste que tenas cualquier otra herida? pregunt.
Porque tengo una espina en el pie repuso Scrates en tono brusco.
Ah! Por eso? dijo Alcibades. Ya entiendo.
Y levantndose de prisa, se acerc al lecho.
Lstima que no haya trado mi propia corona. Se la di a mi asistente para que la guardase. De lo contrario, te la hubiera dejado. Creme si te digo que, en mi
opinin, eres un hombre muy valiente. No conozco a nadie que, en circunstancias similares, hubiese contado lo que t acabas de contar.
Y sali rpidamente.
Ms tarde, cuando Xantipa hubo lavado el pie y extrado la espina, coment malhumorada:
Te hubiera podido venir una septicemia.
Como mnimo dijo el filsofo.
Los trofeos de Lculo
A principios del ao 63 a. de C. viva Roma momentos de gran inquietud. Pompeyo haba conquistado Asia para los romanos tras largos aos de expediciones
militares, y ahora stos aguardaban atemorizados el retorno del triunfador. Despus de su victoria, claro est que no slo Asia, sino tambin Roma se haba sometido
incondicionalmente a sus designios.
Uno de aquellos das de tensin, un hombre pequeo y delgado sali de uno de los palacios situados en los enormes jardines a orillas del Tber y avanz hasta la
escalinata de mrmol para recibir a un visitante. Era el ex general Lculo, y su visitante, que adems vena a pie, era el poeta Lucrecio.
El viejo general haba iniciado en su da la campaa de Asia, pero Pompeyo lo haba desplazado del mando mediante toda suerte de intrigas. Como Pompeyo saba
que, a los ojos de mucha gente, Lculo era el verdadero conquistador de Asia, ste tena sobrados motivos para aguardar con preocupacin la llegada del vencedor.
No reciba demasiadas visitas por aquellos das.
El general salud cordialmente al poeta y lo condujo a una salita para que tomara un refrigerio. Pero el poeta slo comi unos cuantos higos. No andaba muy bien
de salud. El pecho le ocasionaba molestias; no soportaba las nieblas primaverales.
En la conversacin no se dedic, al principio, una sola palabra a los acontecimientos polticos. Se discutieron algunos problemas filosficos.
Lculo expres ciertas reservas sobre el tratamiento que Lucrecio brindaba a los dioses en su poema didctico Sobre la naturaleza de las cosas. Seal que, en
su opinin, era peligroso rechazar la religiosidad como si fuera simple supersticin. Religiosidad era lo mismo que moral. Renunciar a una supona renunciar a la otra.
Las ideas supersticiosas que podan refutarse estaban, segn l, vinculadas a otras ideas cuyo valor no se poda demostrar, pero que, pese a todo, eran necesarias, etc.,
etc.
Por supuesto que Lucrecio le llev la contraria, y el viejo general narr entonces, en apoyo de sus opiniones, un sueo que haba tenido durante sus campaas
asiticas; en la ltima, para ser preciso.
Fue despus de la batalla de Gasiura. Nuestra situacin era casi desesperada. Necesitbamos conseguir victorias rpidas. Triario, a la sazn mi sustituto, haba
cado en una emboscada con sus tropas de reserva. Si no lo socorra de inmediato, todo estara perdido. Y justo en aquel momento la insubordinacin adquiri
proporciones amenazadoras en el seno del ejrcito, debido a la prolongada suspensin de pagos.
Estaba agotado por el exceso de trabajo, y una tarde me qued dormido sobre el mapa y tuve el sueo que ahora quiero contarle.
Habamos acampado a orillas de un gran ro, el Halys, que estaba muy crecido, y so que me encontraba en mi tienda, de noche, elaborando un plan que
destruyera definitivamente a mi enemigo Mitrdates. En ese momento era imposible cruzar el ro que, en mi sueo, divida al ejrcito de Mitrdates en dos partes. Si yo
atacaba a la mitad que se encontraba en nuestra margen, sta no podra recibir ninguna ayuda del otro lado del ro.
Y lleg la maana. Mand formar al ejrcito y realizar los sacrificios en presencia de las legiones. Haba hablado con los sacerdotes, y todos los augurios
resultaron excepcionalmente favorables. Pronunci una gran arenga, habl sobre la incomparable oportunidad de destruir definitivamente al enemigo, del respaldo que
nos brindaban los dioses, que haban hecho crecer el ro, de los presagios extraordinariamente propicios que demostraban que los dioses deseaban la batalla, etc., etc.
Y mientras hablaba, ocurri algo extraordinario.
Me encontraba a bastante altura y poda dominar perfectamente la llanura que se extenda tras las lneas de combate. A una distancia no muy grande se vea el
humo de las fogatas del campamento de Mitrdates. Entre los dos ejrcitos haba campos cultivados; los cereales estaban ya bastante crecidos. A un lado, junto al ro,
haba una granja a punto de ser inundada por las aguas. Una familia campesina estaba rescatando sus pertenencias de la casa de abajo.
De pronto vi que los labriegos hacan seas en direccin a nosotros. Algunos de mis legionarios parecan or voces y se volvieron hacia los campesinos. Cuatro o
cinco se pusieron en marcha hacia ellos, primero a paso lento e inseguro, luego a toda carrera.
Pero los labriegos sealaban en la direccin opuesta. Y entonces comprend lo que queran decir. A nuestra derecha se alzaba un terrapln que el agua haba
socavado y estaba a punto de desmoronarse.
Todo esto es lo que vi mientras hablaba sin parar. Y se me ocurri una idea.
Seal con la mano extendida el terrapln, de suerte que todas las miradas convergieron en l, y dije, alzando la voz: La mano de los dioses, soldados! Ellos han
ordenado al ro que destruya el dique del enemigo. Adelante, en nombre de los dioses!
Por cierto que mi sueo no era del todo claro, pero recuerdo perfectamente el momento en que todo el ejrcito, en cuyo centro me encontraba, observ el
vacilante dique mientras yo haca una breve pausa.
Dur muy poco. Y de pronto, sin transicin de ningn tipo, cientos de soldados echaron a correr en direccin al dique.
Los pocos que ya haban acudido antes en auxilio de los campesinos empezaron a vociferar tambin, al tiempo que ayudaban a la familia a sacar el ganado de los
establos. Yo oa solamente: El dique! El dique!
Ya eran miles los que corran hacia all, todos.
Los que estaban detrs pasaron corriendo a mi lado, hasta que sent que me arrastraban. Era un torrente humano que se precipitaba hacia el torrente de agua.
Grit a los que estaban ms cerca o, mejor dicho, corran ms cerca: Al enemigo! S, al ro!, chillaron ellos como si no me hubieran entendido. Pero y
la batalla!, exclam yo. Ms tarde!, me consolaron.
Entonces me interpuse en el camino de una cohorte desbandada:
Os ordena deteneros!, les grit con voz de mando.
Dos o tres se detuvieron. Entre ellos haba un larguirucho de cara torcida al que no he podido olvidar hasta ahora, pese a haberlo visto slo en sueos. En algn
momento se volvi hacia sus compaeros y les pregunt: Quin es se? Y no era ninguna insolencia. Su pregunta era sincera. Y con toda sinceridad, segn pude ver,
los otros le respondieron: No tenemos ni idea. Y siguieron corriendo en direccin al dique.
Poco despus me qued solo. A mi lado an ardan los sacrificios en los altares de campaa. Pero hasta los sacerdotes corran tras los soldados en direccin al
ro. Algo ms lentamente, claro est, porque eran ms gordos.
Obedeciendo a un impulso de excepcional violencia, decid inspeccionar yo mismo el dique. Intua vagamente que tambin ah haca falta cierta organizacin. Y me
puse en marcha, presa de sentimientos encontrados. Mas pronto ech a correr, preocupado por la idea de que los trabajos no se hubieran organizado debidamente y el
dique acabara cediendo. En tal caso, pens por un momento, no slo se perdera la granja de esos campesinos, sino tambin los campos con los cereales a medio
crecer. Como ve, ya estaba totalmente contagiado por los sentimientos generales.
Sin embargo, cuando llegu reinaba el orden ms perfecto. Fue una gran ayuda que nuestros legionarios llevaran consigo palas para construir muros defensivos en
torno al campamento. Nadie dudaba en clavar la espada en las fajinas para aumentar la resistencia. Los escudos se empleaban para acarrear tierra.
Vindome deambular por ah inactivo, un soldado me cogi de la manga y me puso una pala en las manos. Empec a cavar, siguiendo las indicaciones de un
centurin. A mi lado alguien coment: En mi tierra, el Piceno, tambin se rompi un dique el ao ochenta y dos. Se perdi la cosecha. Lgico, pens, la mayora eran
hijos de campesinos.
Slo una vez, recuerdo, volvi a mi mente el enemigo. Espero que el enemigo no aproveche esta oportunidad, dije al hombre que tena a mi lado. Qu va!,
replic l chorreando sudor, no es el momento. Y al levantar la vista, pude ver que, en efecto, tambin haba soldados de Mitrdates trabajando en la reparacin del
dique, ro abajo. Colaboraban con los nuestros y se entendan por seas y gestos, pues hablaban otro idioma (observe la precisin de mi sueo hasta en esos detalles).
El viejo general interrumpi aqu su relato. Su pequeo rostro amarillento y surcado de arrugas tena una expresin entre preocupada y divertida.
Hermoso sueo dijo el poeta plcidamente.
S. Cmo? No.
El general lanz una mirada insegura. Luego se ri.
No me hizo nada feliz aadi a toda prisa. Al despertar me sent desagradablemente afectado. Me pareci la prueba de una gran debilidad.
De veras? pregunt el poeta, asombrado.
Se produjo un silencio. Luego Lucrecio reanud el dilogo:
Qu conclusin sac en aquel momento de su sueo?
Que la autoridad es algo muy inseguro, por supuesto.
En sueos!
As es, aunque
Lculo dio unas palmadas y los criados se apresuraron a retirar las bandejas. An estaban llenas. El general tampoco haba comido nada. No tena apetito aquellos
das.
Propuso a su husped que visitaran la sala azul, donde podan verse algunas obras de arte recin adquiridas. Atravesaron columnatas abiertas hasta llegar a un ala
lateral del gigantesco palacio.
El pequeo general continu hablando mientras golpeaba con su bastn las losas de mrmol.
No fue la indisciplina del hombre de la calle lo que me cost la victoria, sino la indisciplina de los grandes. Su amor a la patria es amor a sus palacios y estanques
llenos de peces. En Asia, los recaudadores romanos se aliaron con los terratenientes locales contra mi persona. Prometieron neutralizarnos a m y al ejrcito. A cambio
de lo cual, los terratenientes les entregaron a los campesinos de Asia Menor. Con mi sucesor se entendieron mejor esos seores. Al menos ste es un general,
decan, sabe conquistar. Y no se referan a fortificaciones. A un rey de Asia Menor le impuso un tributo de cincuenta millones. Pero como el dinero deba ser
ingresado en las arcas oficiales, le prest la suma y ahora cobra un inters anual del cuarenta por ciento. Esas son conquistas!
Lucrecio apenas escuchaba la chchara del viejo, que tambin se haba trado su buena tajada de Asia; aquel palacio, por ejemplo. Segua pensando en el sueo,
que le pareca la extraa contrapartida de un incidente real ocurrido durante la conquista de Amiso por las tropas de Lculo.
Amiso, ciudad hija de la gloriosa Atenas y llena de insustituibles obras de arte, haba sido saqueada e incendiada por los soldados de Lculo, aunque el general
llorando, segn decan hubiera suplicado a los saqueadores que respetaran las obras de arte. Su autoridad tampoco haba sido acatada aquella vez.
Uno de los acontecimientos haba sido un sueo, el otro, realidad. Podra acaso decirse que la autoridad que prohibiera a los soldados hacer lo uno, no pudo
negarles o otro? Era algo que Lculo pareca haber intuido, aunque no reconocido.
La mejor de las nuevas obras de arte era una estatuilla de barro que representaba a Nik. Lucrecio la cogi con ternura entre sus descarnadas manos y la
contempl sonriente.
Un buen maestro! dijo en voz baja. Qu cndida se la ve! Y con qu gracia sonre! Su idea fue representar a la diosa de la victoria como una diosa de la
paz. La estatuilla debe provenir de una poca en la que esos pueblos an no haban sido sometidos.
Lculo lanz una mirada recelosa al poeta y cogi la estatuilla.
La humanidad dijo repentinamente suele recordar ms tiempo los abusos y malos tratos que las caricias recibidas. Qu queda de los besos? Las heridas,
en cambio, dejan cicatrices.
El poeta guard silencio, pero le lanz, a su vez, una mirada llena de curiosidad.
Qu? pregunt el general. Lo he sorprendido?
La verdad es que s, un poco. Teme usted realmente ser difamado en los libros de historia?
Quizs slo tema que no se hable de m. No s lo que temo. Por lo dems, ste es un mes de temores, verdad? El miedo est causando estragos en estos
das. Como siempre despus de una victoria.
As es. Si no estoy mal informado, en estos das debera usted temer ms la fama que el olvido.
Muy cierto. La fama es peligrosa para m. Lo ms peligroso, dicho sea entre nosotros, hay algo muy extrao en todo esto. Soy soldado, y la verdad es que la
muerte jams me ha asustado. Pero ahora se ha operado en m un cambio. Una hermosa vista sobre los jardines, las comidas bien preparadas, las obras de arte
exquisitas figuran entre mis grandes debilidades, y aunque sigo sin temer a la muerte, empiezo a temer el temor a la muerte. Puede usted explicarme esto?
El poeta guard silencio.
Ya s prosigui el general con cierta prisa. Tengo muy presente aquel pasaje de su poema, creo que hasta me lo s de memoria, lo cual tambin es mal
sntoma.
Y, en un tono de voz seco, empez a recitar los ya clebres versos de Lucrecio sobre el miedo a la muerte:
Nada es, pues, la muerte y en nada nos afecta!
As, cuando veas a un hombre lamentarse de su destino,
por haber de pudrirse en el sepulcro despus de la muerte,
o desaparecer en las llamas o entre las mandbulas de las fieras,
puedes pensar que algo falso suena en su voz,
y que un oculto aguijn se esconde en su pecho,
por ms que afirme no creer que subsista el sentir despus de la muerte.
Pues, creo yo, no da lo que promete ni dice sus razones:
incapaz de arrancarse de la vida y de cortar sus races,
hace, sin saberlo, que una parte de s le sobreviva.
En efecto, cuando en vida se imagina que su cadver
ha de ser desgarrado por las aves y las fieras, se compadece de s mismo.
Porque no se ve distinto de aqul, ni se retira bastante
de su cuerpo cado, y se figura que l es todava ese cuerpo y,
sin moverse de su lado, le presta su propio sentimiento.
Por esto se indigna de haber sido creado mortal,
y no ve que en la muerte real no existir otro l mismo
que pueda vivir para llorar su propia muerte
y quedarse de pie junto a su propio cuerpo yacente,
sufriendo de verlo desgarrado y quemado.
El poeta haba escuchado atentamente la recitacin de sus versos, luchando un poco con su tos irritativa. El aire nocturno! Sin embargo, sucumbi a la tentacin de
recitarle a su anfitrin unas cuantas estrofas que haba suprimido de la obra para no contrariar demasiado a sus lectores. En ellas haba expuesto los motivos que
sustentan ese aferrarse a la vida por parte de quien se va extinguiendo. Dijo los versos con voz ronca, muy clara y lentamente, pues tena que ir recordndolos:
Cuando se lamentan de que se les roba la vida,
piensan en el robo del que son objeto y que ellos mismos perpetraron;
pues tambin era robada la vida que se les roba,
Ah! vidamente arrebata el comerciante al pescador
el pescado que ste ha arrebatado al mar.
Pero la mujer que fre ese pescado,
vierte a disgusto el aceite en la sartn,
y con mirada afligida ve menguar sus reservas.
Oh miedo a quedarse sin aceite!
Terror a no tener ya nada ni recibir nada! Pnico a ser despojado!
Ningn atropello amedrent a nuestros padres.
Slo con gran esfuerzo y delinquiendo conservan su herencia
los herederos.
Angustiado, el tintorero oculta a los ojos del cliente su valiosa receta.
Qu ocurrira si la divulgara? Y en el crculo de artistas
que entrechocan sus copas, un poeta se muerde la lengua:
Ha revelado una idea!
Con halagos consigue llevarse el seductor a la doncella detrs del matorral,
el sacerdote exige sacrificios a la hambrienta familia de un arrendatario,
y el mdico se apodera de la dolencia corporal como de una fuente de riqueza.
Quin podra, en semejante mundo, tolerar la idea de la muerte?
Entre el Sultalo! y el No, que es mo!, se mueve la vida, y a ambos,
al que retiene y al que arrebata, en curva garra se les muda la mano.
Vosotros, los que escribs versos, lo veis todo muy claro dijo pensativo el pequeo general. Pero, puede usted decirme por qu precisamente ahora, en
estos das, he vuelto a desear que no se olvide todo cuanto he hecho, aunque la fama me resulte peligrosa y yo mismo no permanezca indiferente ante la muerte?
No ser su apetencia de gloria a la vez miedo a la muerte?
El general pareci no haber odo. Mir nerviosamente alrededor y, por seas, le indic al portador de antorchas que se marchara. Cuanto ste se hubo alejado
algunos pasos, Lculo pregunt casi en un susurro y no sin cierto pudor:
En qu, segn usted, podra consistir mi gloria?
Emprendieron el regreso. Una suave rfaga de viento turb la quietud vespertina sobre los jardines. El poeta dijo tosiendo:
La conquista de Asia, quizs?
Advirti que el general lo tena cogido por la manga y miraba asustado en derredor, y prosigui:
O quizs tambin la exquisita preparacin del festn de la victoria. No s.
Haba hablado sin mayor inters, pero de pronto se detuvo. Y extendiendo el dedo seal un cerezo que, sobre una pequea colina, meca al viento sus blancas
ramas floridas.
No es una de las cosas que trajo usted de Asia?
El general asinti con la cabeza.
Quizs sea esa su gloria dijo el poeta entusiasmado. El cerezo! No creo que llegue a evocar su nombre en quien lo mire. Pero no importa. Asia se volver
a perder. Y la pobreza general har que, muy pronto, sus platos ya no puedan ser preparados. Pero el cerezo nunca faltar quien sepa que usted lo trajo. Y de no
ser as, cuando todos los trofeos de todos los conquistadores se hayan convertido en polvo, ste, el ms hermoso de sus trofeos, seguir mecindose cada primavera
bajo el viento de las colinas, Lculo, como el trofeo de un conquistador desconocido.
La anciana indigna
Mi abuela tena setenta y dos aos cuando falleci mi abuelo. Este posea un pequeo taller de litografa en un pueblo de Baden, y en l trabaj con dos o tres
ayudantes hasta su muerte. Mi abuela atenda el hogar sin criada, cuidaba del viejo y destartalado casern y cocinaba para los hombres y sus hijos.
Era una mujer pequea y delgada, con un par de ojos vivarachos, de lagartija, pero de hablar muy lento. Con escassimos medios haba criado a cinco de los siete
hijos que tuvo en total. Debido a ello se haba ido consumiendo con los aos.
Sus dos hijas mujeres emigraron a Amrica, y dos de los hijos varones tambin se marcharon fuera. Slo el menor, que era muy delicado de salud, se qued en el
pueblo. Lleg a ser impresor y tuvo una familia demasiado numerosa para l.
De modo que al morir mi abuelo, ella se qued sola en casa.
Los hijos empezaron a escribirse cartas para decidir qu hacan con ella. Uno se ofreci a llevrsela consigo, mientras que el impresor quera instalarse con los
suyos en casa de la anciana. Pero la abuela rechaz ambas propuestas y slo quiso aceptar una pequea ayuda monetaria de los hijos que estuvieran en condiciones de
brindrsela. La venta del taller de litografa, cado en desuso haca tiempo, no aport prcticamente nada, y encima haba deudas.
Los hijos le escribieron dicindole que tampoco poda vivir del todo sola, pero al ver que persista en su actitud, cedieron y empezaron a enviarle mensualmente
algo de dinero. Despus de todo, pensaron, el impresor se haba quedado en el pueblo.
Y fue ste quien se encarg de enviar de vez en cuando a sus hermanos noticias de su madre. Sus cartas a mi padre, as como lo que ste logr averiguar durante
una visita y tras el entierro de mi abuela, que muri dos aos ms tarde, me permiten hacerme una idea de lo que ocurri en esos dos aos.
Parece ser que, desde un principio, el impresor qued muy decepcionado de que mi abuela se negara a acogerlo en el casern, bastante grande y a la sazn vaco.
El, con cuatro hijos a cuestas, viva en una casa de tres habitaciones. Pero la anciana slo mantena con l una relacin muy libre. Invitaba a los nios a merendar los
domingos por la tarde; eso era todo.
Visitaba a su hijo una o dos veces por trimestre y ayudaba entonces a su nuera a preparar mermelada de arndanos. Por ciertas cosas que deca la joven dedujo
que la vivienda del impresor le resultaba demasiado estrecha a su suegra. Y mi to no pudo evitar poner un signo de admiracin en su informe sobre el particular.
A una pregunta escrita de mi padre sobre lo que la anciana haca en esos das, l respondi bastante escuetamente que iba al cine.
Hay que entender que eso no era nada normal, o, en cualquier caso, no lo era para sus hijos. Hace treinta aos, el cine no era lo que es hoy. Iba asociado a locales
miserables y mal ventilados, a menudo instalados en viejas boleras a cuya entrada haba carteles chillones que anunciaban crmenes y tragedias pasionales. A decir
verdad, al cine slo iban adolescentes o, debido a la oscuridad, parejas de enamorados. Una anciana sola seguro que llamaba la atencin.
Pero an haba algo ms que considerar en el hecho de ir al cine. Las entradas eran, sin duda, baratas, pero como tal placer se situaba aproximadamente por
debajo de las golosinas, equivala a dinero tirado. Y tirar el dinero no era algo respetable.
A ello se sumaba el que mi abuela no slo no mantena un contacto regular con el hijo que viva en su pueblo, sino que tampoco visitaba ni invitaba a ninguno de sus
conocidos. Jams acuda a las tertulias locales. En cambio iba muy asiduamente al taller de un zapatero remendn en una callejuela pobre y hasta un tanto
desacreditada, en la cual, sobre todo por la tarde, circulaban personajes no muy respetables que digamos: camareras sin trabajo y menestrales ambulantes. El
remendn era un hombre de mediana edad que haba rodado medio mundo sin abrirse jams camino. Tambin decan que era dado a la bebida. En cualquier caso, no
era una compaa idnea para mi abuela.
El impresor insinu en una de sus cartas que se lo haba comentado a la anciana pero haba recibido una respuesta francamente fra. Es un hombre que ha visto
mundo, fue la contestacin que puso fin al dilogo. No era fcil discutir con mi abuela sobre temas que no le apeteca abordar.
Casi medio ao despus de la muerte del abuelo, el impresor escribi a mi padre que la abuela coma ahora un da s y otro no en la fonda.
Vaya noticia! La abuela, que durante toda su vida haba cocinado para una docena de personas y haba comido siempre las sobras, coma ahora en la fonda!
Qu mosca la haba picado?
Poco despus, mi padre hizo un viaje de negocios muy cerca del pueblo de mi abuela y fue a visitarla.
La encontr cuando se dispona a salir. Ella volvi a quitarse el sombrero y sirvi a su hijo un vaso de vino tinto y unas galletas. Pareca estar perfectamente
ecunime, ni demasiado alegre ni demasiado taciturna. Pregunt por nosotros, aunque sin insistir mucho; quiso saber sobre todo si tambin haba cerezas para los nios.
En eso segua siendo la misma. Su habitacin se vea impecable, por supuesto, y ella misma tena aspecto saludable.
El nico detalle que aluda a su nueva vida fue que se negara a ir con mi padre al cementerio a visitar la tumba de su esposo. Puedes ir solo, le dijo lacnicamente,
es la tercera de la izquierda en la fila doce. Yo tengo que hacer.
El impresor coment ms tarde que quiz tena que ir a casa de su remendn. Se quej amargamente.
Yo vivo aqu, en este cuchitril, con mi familia, trabajo slo cinco horas al da, y encima mal pagadas, y, para colmo, el asma vuelve a darme guerra y el casern de
la Hauptstrasse est vaco.
Mi padre haba alquilado una habitacin en la hostera, esperando que, siquiera por simple cumplido, su madre lo invitara a quedarse en la casa, pero ella ni
mencion el tema. Y pensar que antes, aunque la casa estuviera llena de gente, la abuela siempre le haba criticado que no viviera con ellos y encima gastara dinero en
hoteles!
Pero ahora pareca haber roto definitivamente con su vida familiar para emprender nuevos rumbos, ahora que su existencia empezaba a declinar. Mi padre, que
tena una buena provisin de humor, la encontr muy animada y dijo a mi to que dejara a la anciana hacer lo que le apeteciera.
Pero, qu le apeteca?
La siguiente noticia que se tuvo de ella fue que haba alquilado un break y se haba ido de excursin un jueves cualquiera. Un break era un coche de caballos de
grandes ruedas, con cabida para toda una familia. Muy ocasionalmente, cuando los nietos bamos de visita, mi abuelo alquilaba un break. La abuela se quedaba
siempre en casa. Rechazaba las invitaciones a pasear con un desdeoso gesto de la mano.
Y tras lo del break vino el viaje a K., una ciudad ms grande que, en ferrocarril, quedaba a unas dos horas del pueblo. Iban a celebrarse all unas carreras de
caballos, y a las carreras fue mi abuela.
El impresor estaba ya muy alarmado por entonces. Quera que la viese un mdico. Mi padre mene la cabeza al leer la carta, pero se opuso a la idea de llevarla a
un mdico.
La abuela no haba viajado sola a K. Se haba llevado consigo a una muchacha que, segn escribi el impresor, era medio dbil mental y trabajaba en la cocina de
la fonda donde la anciana coma un da s y otro no.
Aquella subnormal desempe a partir de entonces un papel en su vida.
La anciana pareca haberse encaprichado con ella. La llevaba al cine y a casa del remendn que, por lo dems, result ser socialdemcrata, y se rumoreaba
que las dos mujeres se ponan a jugar a las cartas en la cocina, con un vaso de tinto por delante.
Ahora le ha comprado a la subnormal un sombrero rematado por rosas, escribi un da el impresor, desesperado. Y nuestra Anna no tiene vestidito de primera
comunin!
Las cartas de mi to eran cada vez ms histricas; ya slo hablaban del indigno comportamiento de nuestra querida madre y no decan nada ms. El resto de la
historia lo s por mi padre.
El posadero le haba susurrado con un guio:
A Frau B. le ha dado por divertirse, segn dicen.
En realidad, mi abuela no vivi nada opulentamente esos ltimos aos. Cuando no iba a la fonda, su comida sola limitarse a un plato de huevos, un poco de caf y,
sobre todo, sus adoradas galletitas. Se agenciaba, en cambio, un vino tinto barato del que beba un vasito con cada comida. Mantena muy limpia toda la casa, y no
slo el dormitorio y la cocina, espacios que utilizaba normalmente. No obstante, sin que sus hijos se enterasen hipotec el casern. Nunca se supo qu hizo con el
dinero. Parece que se lo dio al remendn, quien a la muerte de mi abuela se traslad a otra ciudad y, segn dicen, abri un negocio ms grande de calzado a medida.
Bien mirado, la anciana vivi dos vidas sucesivas. Una de ellas, la primera, como hija, esposa y madre, y la segunda simplemente como Frau B., una persona sola,
sin obligaciones y de recursos modestos, pero suficientes. La primera vida dur aproximadamente seis decenios; la segunda, no ms de dos aos.
Mi padre se enter de que, en sus ltimos seis meses de vida, la abuela se permiti ciertas libertades que la gente normal desconoce totalmente. As, por ejemplo,
en verano sola levantarse a las tres de la madrugada y dar un paseo por las desiertas calles del pueblo, que de esa forma tena para ella sola. Y, segn afirmaban todos,
al prroco que fue a visitarla con el propsito de acompaar a la anciana en su soledad ella lo invit al cine!
No estaba en absoluto sola. Por casa del remendn circulaba al parecer gente muy alegre, que contaba toda suerte de historias. Ella siempre tena all una botella de
su propio vino tinto y se beba un vasito mientras los dems contaban cosas y arremetan contra las dignas autoridades locales. Aquel tinto le estaba reservado, aunque
a veces traa bebidas ms fuertes para los contertulios.
Muri repentinamente, una tarde de otoo, en su dormitorio, pero no en la cama, sino en su silla de madera, junto a la ventana. Haba invitado a la subnormal al
cine aquella noche, de suerte que la muchacha estaba a su lado cuando muri. Tena setenta y cuatro aos.
He visto una fotografa que le hicieron para sus hijos y la muestra en su lecho mortuorio.
En ella se ve una carita menuda con muchas arrugas y una boca de labios finos, pero grande. Mucha pequeez, mas ninguna mezquindad. Haba saboreado
plenamente los largos aos de servidumbre y los breves aos de libertad, consumiendo el pan de la vida hasta las ltimas migajas.
El crculo de tiza de Augsburgo
En tiempos de la guerra de los Treinta Aos viva en la ciudad imperial libre de Augsburgo sobre el Lech un protestante suizo llamado Zingli, propietario de una
gran curtidura y de un negocio de cueros. Estaba casado con una joven de Augsburgo que le haba dado un hijo. Cuando los catlicos marcharon sobre la ciudad, sus
amigos le aconsejaron vivamente que huyera, pero, ya fuera porque su reducida familia lo retuviese, ya porque no quera abandonar su curtidura, lo cierto es que no
pudo decidir su partida a tiempo.
An segua, pues, en la ciudad cuando las tropas imperiales la invadieron, y mientras la saqueaban por la noche, l se escondi en un foso del patio donde se
guardaban los tintes. Su mujer hubiera debido refugiarse con el nio en casa de unos parientes, fuera de la ciudad, pero se entretuvo demasiado recogiendo sus cosas
vestidos, joyas, ropa de cama y, cuando acord, desde una de las ventanas del primer piso vio irrumpir sbitamente en el patio un pelotn de soldados imperiales.
Presa del pnico, lo dej todo como estaba y huy de la casa por una puerta trasera.
El nio se qued, pues, solo en su cuna en medio del gran saln, jugando con una bolita de madera suspendida del techo por un cordn.
Aparte del nio slo quedaba en la casa una joven criada que, mientras fregaba en la cocina cacharros de cobre, oy ruidos provenientes de la calle. Se precipit a
la ventana y vio cmo, desde el primer piso de la casa de enfrente, la soldadesca tiraba a la calle el variadsimo producto de su pillaje. Corri hacia el vestbulo, y
cuando ya se dispona a sacar al nio de la cuna, oy que daban fuertes golpes contra la puerta de roble de la casa. Aterrada, ech a correr escaleras arriba.
El saln se llen de soldados borrachos que se dedicaron a destrozarlo todo. Saban que estaban en casa de un protestante. De puro milagro, Anna, la criada, no
fue descubierta durante el registro y el saqueo. Cuando se retir el pelotn, la joven sali del armario en el que se haba escondido y encontr al nio sano y salvo en el
saln. Lo cogi rpidamente en sus brazos y se desliz con l al patio. Entretanto haba anochecido, pero el rojizo resplandor de una casa que arda en las
proximidades iluminaba el patio y, horrorizada, la joven descubri el cadver deshecho de su amo. Los soldados lo haban sacado del foso y asesinado.
Slo entonces se dio cuenta Anna del peligro que corra si la pillaban en la calle con el hijo del protestante. Muy apesadumbrada lo devolvi a su cuna, le dio de
beber un poco de leche y, tras acunarlo hasta que se durmiese, se encamin hacia la zona de la ciudad donde viva su hermana casada.
Hacia las diez de la noche, y en compaa del marido de su hermana, se abri paso por entre la soldadesca que celebraba su victoria para intentar localizar en los
suburbios a Frau Zingli, la madre del nio. Llamaron a la puerta de una enorme casa que, al cabo de mucho rato, se entreabri ligeramente. Un anciano menudo, el to
de Frau Zingli, asom por ella la cabeza. Anna le comunic, casi sin aliento, que Herr Zingli haba muerto, pero que el nio se hallaba sano y salvo en la casa. El viejo la
mir framente con sus ojos de pescado y le dijo que su sobrina ya no estaba all y que l no quera saber nada de aquel bastardo protestante. Tras lo cual cerr la
puerta. Mientras se alejaban, el cuado de Anna vio moverse la cortina de una de las ventanas y qued convencido de que Frau Zingli segua all. Por lo visto no se
avergonzaba de negar a su propio hijo.
Anna y su cuado caminaron un buen rato en silencio. De pronto, la joven le explic que quera volver a la curtidura en busca del nio. El cuado, un hombre
tranquilo y ordenado, la escuch asustado e intent disuadirla de tan peligrosa idea. Qu tena ella que ver con esa gente? Ni siquiera le haban dado un trato decente.
Anna lo escuch en silencio y le prometi no hacer ningn disparate. Pero se mantuvo firme en su propsito de ir en seguida a la curtidura y ver si el nio
necesitaba algo. E insisti en ir sola.
Al final se sali con la suya. En medio del devastado saln, la criatura dorma plcidamente en su cuna. Cansada, Anna se sent a su lado y se puso a contemplarlo.
No se haba atrevido a encender ninguna luz, pero la casa vecina segua ardiendo y el resplandor le permita ver perfectamente al nio. Tena un diminuto lunar en el
cuellecito.
Tras permanecer largo rato, una hora quiz, viendo cmo la criatura respiraba y se chupaba el puito, Anna se dio cuenta de que haba estado all sentada
demasiado tiempo y visto demasiado como para poder irse sin el nio. Se incorpor torpemente y, con movimientos lentos, lo envolvi en la colcha de lino, lo cogi en
sus brazos y abandon el patio con l, mirando furtivamente alrededor como alguien con mala conciencia, como una ladrona.
Al cabo de dos semanas, y tras largas deliberaciones con su hermana y su cuado, Anna se llev al nio al campo, al pueblo de Grossaitingen, donde su hermano
mayor trabajaba como granjero. La granja perteneca a su mujer, y l no tena ms derechos que los derivados del matrimonio. Haban convenido en que Anna slo
dira a su hermano quin era realmente el nio, pues nunca haban visto a la joven campesina e ignoraban con qu talante acogera a un husped tan pequeo como
peligroso.
La joven lleg al pueblo hacia el medioda. Su hermano, la mujer y los criados estaban comiendo. No es que fuera mal recibida, pero una sola mirada a su nueva
cuada bast para decidirla a presentar al nio como propio. Slo cuando hubo contado que su marido estaba trabajando en el molino de una aldea algo lejana y la
esperaba all con su hijo dentro de pocas semanas, la cuada rompi el hielo y el nio fue debidamente admirado.
Por la tarde, Anna acompa a su hermano al bosquecillo a buscar lea. Una vez all se sentaron en sendos tocones y la joven le confes todo. Pudo observar que
l no las tena todas consigo. Su posicin en la granja no era an muy firme, y elogi mucho a Anna por no haber abierto la boca en presencia de su mujer.
Evidentemente no confiaba en que su joven esposa adoptara una actitud abierta y generosa para con el pequeo protestante. Deseaba que se mantuviese el engao.
Cosa nada fcil a la larga.
Anna trabajaba en la cosecha y cuidaba de su hijo a ratos, yendo continuamente del campo a la casa mientras los otros descansaban. El pequeo fue creciendo y
hasta engord; rea en cuanto vea aparecer a Anna y haca grandes esfuerzos por alzar la cabeza. Pero lleg el invierno, y la cuada empez a preguntar por el marido
de Anna.
No haba ningn inconveniente en que la joven se quedara en la granja, pues siempre poda ayudar en algo. Lo malo era que los vecinos se extraaban ms y ms
de que el padre de la criatura no viniese nunca a verlo. De no presentar Anna a nadie como el padre de su hijo, las murmuraciones no tardaran en asediar la granja.
Un domingo por la maana enganch el granjero su caballo y llam a gritos a Anna para que lo acompaara a traer una ternera de un pueblo vecino. Entre el
traqueteo del coche le explic que le haba buscado y encontrado un marido. Era un aldeano gravemente enfermo que apenas pudo levantar su descarnada cabeza de
la mugrienta almohada cuando los dos hermanos entraron en la casucha en que viva.
Se declar dispuesto a casarse con Anna. Junto a la cabecera del camastro vieron a una vieja de piel amarillenta: la madre. Tendran que recompensarla
econmicamente por el servicio prestado a la joven.
El trato qued cerrado en diez minutos, y Anna y su hermano pudieron seguir viaje y adquirir la ternera. La boda tuvo lugar a finales de esa misma semana.
Mientras el prroco murmuraba la frmula de bendicin nupcial, el enfermo no volvi ni una sola vez sus vidriosos ojos hacia Anna. El hermano de la joven no dudaba
de que en pocos das les llegara el certificado de defuncin. Entonces diran que el marido de Anna y padre del nio haba muerto en algn pueblo prximo a
Augsburgo cuando se diriga a buscarla, y nadie se extraara ya de que la viuda se quedara en casa de su hermano.
Anna volvi contenta de su extraa boda, en la que no haba habido campanas ni instrumentos de metal, ni damas de honor, ni invitados. Su banquete de bodas
consisti en un trozo de pan y una rebanada de tocino que devor en la misma despensa; luego se acerc con su hermano hasta la caja en que dorma el nio, que
ahora tena un apellido. Lo arrop bien y le sonri a su hermano.
Pero el certificado de defuncin se haca esperar.
Pas una semana y luego otra sin que llegaran noticias de la vieja. Anna haba contado en la granja que su marido se hallaba en camino hacia el pueblo. Cuando le
preguntaban dnde estaba, deca que la fuerte nevada deba de haberle dificultado el viaje. Pero al cabo de otras tres semanas, el hermano, seriamente preocupado, se
dirigi a la aldea cercana a Augsburgo.
Volvi ya muy entrada la noche. Anna an estaba despierta y corri a la puerta en cuanto oy chirriar el carro en el patio. Al ver con qu lentitud desenganchaba su
hermano sinti que el corazn se le encoga.
Traa malas noticias. Al entrar en la casucha haba encontrado al que crean casi muerto sentado a la mesa en mangas de camisa y devorando a dos carrillos. Estaba
totalmente restablecido.
El hermano no se atrevi a mirarla a la cara cuando prosigui su relato. El aldeano que, dicho sea de paso, se llamaba Otterer y su madre parecan igualmente
sorprendidos por el nuevo giro de los acontecimientos y an no haban decidido qu haran. Otterer no le haba causado mala impresin. Habl poco, pero cuando la
madre quiso quejarse de que ahora le haban endilgado a su hijo una esposa indeseada y una criatura ajena, l la hizo callar. Durante la conversacin sigui comiendo
con aire pensativo su plato de queso, y an coma cuando el granjero se despidi.
Anna estuvo, como es natural, muy preocupada los das siguientes. Entre una y otra de sus faenas domsticas le enseaba a caminar al nio. Cuando ste consigui
soltarse de la rueca y avanz hacia ella tambalendose y con los bracitos extendidos, la joven tuvo que reprimir un sollozo y lo abraz con fuerza al atraparlo.
En cierta ocasin pregunt a su hermano: Qu tipo de hombre es el tal Otterer? Solamente lo haba visto en su lecho de moribundo y, adems, de noche, a la luz
de una dbil vela. Y se enter entonces de que su marido era un cincuentn desgastado por el trabajo, algo normal en un aldeano.
Poco despus lo vio. Adoptando aires muy misteriosos, un buhonero le haba dicho que cierto conocido suyo quera reunirse con ella tal da, a tal hora y en la
aldea tal, all donde arranca el sendero que lleva a Landsberg. Y as se encontraron los esposos a mitad de camino entre sus aldeas como los generales de la
antigedad entre sus respectivas lneas de batalla, en medio del campo, que ya estaba cubierto de nieve.
El hombre no le gust a Anna.
Tena dientes pequeos y grises y la mir de arriba abajo, aunque la gruesa piel de oveja en que ella iba envuelta no permita ver mucho. Luego utiliz las palabras
sacramento del matrimonio. Anna le dijo brevemente que tendra que replanterselo todo, pero le rog que a travs de cualquier comerciante o carnicero que pasara
por Grossaitingen le hiciera llegar, en presencia de su cuada, el recado de que ya no tardara mucho y que de momento haba cado enfermo en el camino.
Otterer asinti con su habitual aire pensativo. Le llevaba ms de una cabeza a Anna y, al hablar, no paraba de mirar el lado izquierdo del cuello de la joven, cosa
que la acab exasperando.
Pero el recado no llegaba, y Anna empez a considerar la posibilidad de abandonar la granja con el nio y buscar trabajo un poco ms al sur, en Kempten o
Sonthofen. Slo la retena la inseguridad de los caminos, de la que tanto se hablaba, y el hecho de que estuvieran en pleno invierno.
La estancia en la granja se iba haciendo cada da ms difcil. A la hora de la comida, y en presencia de toda la servidumbre, la cuada le haca preguntas suspicaces
sobre su marido. Cuando un da lleg al extremo de llamar al nio pobre gusanillo, mirndolo con falsa compasin, Anna decidi irse en seguida, pero el nio cay
enfermo.
Estaba inquieto en su caja, con la carita muy roja y los ojos turbios, y Anna velaba junto a l noches enteras, oscilando entre la angustia y la esperanza. Una
maana, cuando el pequeo se encontraba ya en franca mejora y haba recuperado su sonrisa, llamaron a la puerta y entr Otterer.
En la habitacin no haba nadie fuera de Anna y el nio, de modo que sta no se vio obligada a fingir, cosa que, adems, le hubiera sido imposible dado el susto que
llevaba encima. Permanecieron largo rato en silencio, hasta que Otterer anunci que l, por su parte, le haba dado vueltas al asunto y haba venido a llevrsela. Volvi
a mencionar el sacramento del matrimonio.
Anna se enfad muchsimo. Con voz firme, aunque contenida, le dijo que no pensaba irse a vivir con l, que se haba casado slo por el cro y lo nico que quera
era que les diese su apellido a ella y al nio.
Cuando la oy mencionar al nio, Otterer lanz una fugaz mirada hacia la caja donde estaba la criatura; rezong algo, pero no se acerc, lo cual predispuso todava
ms a Anna en contra suya.
El solt entonces unos cuantos tpicos: que ella debera pensrselo todo una vez ms, que su madre y l no tenan mucho que llevarse a la boca, pero que la
anciana poda dormir en la cocina. Luego entr la cuada, lo salud con gran curiosidad y lo invit a comer. Ya en la mesa, Otterer salud al granjero esbozando una
indolente inclinacin de cabeza con la cual ni simulaba desconocerlo ni dejaba traslucir que lo conoca. A las preguntas de la cuada respondi, con monoslabos y sin
alzar la mirada del plato, que haba encontrado un trabajo en Mering y Anna poda irse con l. No dijo, sin embargo, que tuviera que hacerlo de inmediato.
Por la tarde rehuy la compaa del granjero y estuvo cortando lea detrs de la casa, tarea que nadie le haba encomendado. Despus de la cena, en la que
tampoco abri la boca, la propia granjera llev un edredn al dormitorio de Anna para que l pudiera pernoctar all, pero, cosa curiosa, el hombre se levant
torpemente y murmur que deba volver aquella misma noche. Antes de irse clav una mirada ausente en la caja donde dorma el nio, pero no dijo nada ni lo toc.
Esa misma noche cay Anna enferma con unas fiebres que le duraron varias semanas. Se pas la mayor parte del tiempo en su lecho, inactiva, y slo unas pocas
veces por la maana, cuando la fiebre bajaba un poco lograba arrastrarse hasta la caja y arropar bien al cro.
A la cuarta semana de su enfermedad se present Otterer en el patio con un carro de adrales y se los llev a ella y al nio. Anna lo acept todo sin rechistar.
Slo muy lentamente fue recuperando sus fuerzas, cosa nada extraa con las sopas aguadas que tomaba en la casucha del aldeano. Pero una maana, viendo lo
sucio que tenan al nio, decidi levantarse.
El pequeo la recibi con su amigable sonrisa que, segn deca siempre el granjero, le vena de ella. Haba crecido y gateaba con increble rapidez por todo el
dormitorio, palmeando con sus manitas y lanzando grititos cada vez que se caa de bruces. Anna lo ba en una tina de madera y recuper la confianza en s misma.
A los pocos das, sin embargo, no pudiendo resistir ms tiempo la vida con Otterer, envolvi al nio en un par de mantas, cogi una hogaza y un poco de queso y
se march.
Se haba propuesto llegar hasta Sonthofen, pero no fue muy lejos. Tena an muy dbiles las piernas, el camino estaba cubierto de nieve que empezaba a fundirse, y
la gente de los pueblos se haba vuelto desconfiada y avara debido a la guerra. Al tercer da de camino se disloc un pie en la cuneta y tuvo que esperar muchas horas
angustiada por el nio, hasta que los recogieron y llevaron a una granja, donde fue instalada en el establo. El pequeo gateaba por entre las patas de las vacas y se
limitaba a rer cuando ella lanzaba gritos de angustia. Al final no tuvo ms remedio que revelar a los granjeros el nombre de su marido y ste vino a llevrselos de vuelta
a Mering.
A partir de entonces no volvi Anna a intentar ninguna fuga y acept resignada su destino. Trabajaba duramente. Era difcil sacar algn provecho de esa parcela tan
pequea y mantener a flote la reducida economa domstica. Pero el hombre no era descorts con ella y el pequeo coma hasta saciarse. Su hermano tambin apareca
por ah de vez en cuando llevando algn regalo, y un da ella pudo incluso mandar teir de rojo una chaquetita para el cro. Eso deba sentarle bien al hijo de un
tintorero, pens.
Con el tiempo acab considerndose feliz y vivi muchas alegras educando al pequeo. As transcurri aquel ao.
Pero un da fue al pueblo a comprar jarabe y, al volver, no encontr al nio en la casucha. Su marido le cont que una seora bien vestida haba pasado en un
lujoso carruaje y se haba llevado al pequeo. Aterrada, Anna avanz tambaleando hasta la pared, y esa misma noche se puso en camino hacia Augsburgo con un
atado de vveres por todo equipaje.
Lo primero que visit en la ciudad imperial fue la curtidura. No la dejaron entrar y no pudo ver al pequeo.
La hermana y el cuado intentaron en vano consolarla. Anna se present ante las autoridades gritando, fuera de s, que le haban robado a su hijo. Lleg al extremo
de insinuar que los ladrones haban sido protestantes. Mas no tard en enterarse de que corran otros tiempos y se haba sellado la paz entre catlicos y protestantes.
Apenas hubiera conseguido algo de no haber venido en su ayuda una circunstancia particularmente feliz. Su caso cay en manos de un juez que era una persona
muy peculiar.
Se trataba del juez Ignaz Dollinger, clebre en toda Suavia por su erudicin y ordinariez, bautizado por el prncipe elector de Baviera, cuyo litigio con la ciudad
imperial l haba zanjado, con el mote de palurdo latinajero, pero elogiado por el pueblo en una largusima copla.
Ante l se present Anna acompaada por su hermana y su cuado. El anciano, de baja estatura y desmedida corpulencia, los recibi sentado en un minsculo
cuartucho sin ningn adorno, entre pilas de pergaminos. Tras escuchar muy brevemente a la joven anot algo en una hoja y gru: Prate ah, pero rpido!,
sealando con su pequea y tosca mano un punto del cuarto en el que caa la luz por un estrecho ventanuco. Observ detenidamente el rostro de la joven durante unos
minutos y, lanzando un profundo suspiro, le indic por seas que se marchara.
Al da siguiente la mand llamar con un alguacil, y, cuando ella an estaba en el umbral, le grit:
Por qu no dijiste de entrada que haba una curtidura y una jugosa propiedad de por medio?
Anna dijo tenazmente que a ella slo le importaba el nio.
No te hagas ninguna ilusin con la curtidura! exclam el juez. Si el bastardo es realmente tuyo, la propiedad pasar a los parientes de Zingli.
Anna asinti con la cabeza, sin mirarlo. Luego dijo:
El no necesita la curtidura.
Es tuyo? ladr el juez.
S dijo ella en voz baja. Ojal pudiera estar conmigo hasta que sepa todas las palabras! De momento slo sabe siete.
El juez tosi y orden los pergaminos que haba encima de su mesa. Luego dijo en tono ms calmado, aunque an con cierta irritacin:
T quieres al renacuajo, y la cabra aquella de las cinco enaguas de seda tambin lo quiere. Pero l necesita a su verdadera madre.
As es dijo Anna mirando al juez.
Ahora lrgate gru Dollinger. El sbado celebrar el juicio.
Aquel sbado, la calle mayor y la plaza del ayuntamiento, junto a la torre de Perlach, eran un hervidero de gente ansiosa por asistir al juicio sobre el nio
protestante. El extrao caso haba causado gran revuelo desde el primer momento, y en las casas y tabernas se discuta sobre cul sera la verdadera madre y cul la
impostora. Adems, el viejo Dollinger era ampliamente conocido por el tono popular de sus juicios, en los que sacaba a relucir dichos mordaces y sabias sentencias.
Sus procesos atraan ms gente que las ferias o la consagracin de una iglesia.
Por eso se agolparon frente al ayuntamiento no slo muchos augsburgueses. Tambin un respetable nmero de campesinos de los alrededores haban hecho acto
de presencia. El viernes era da de mercado, y muchos haban pernoctado en la ciudad esperando asistir al proceso.
La sala en la que Dollinger administraba justicia era el denominado Saln Dorado, famoso por ser el nico de sus proporciones en toda Alemania que no tena
columnas. El artesonado estaba suspendido del caballete del tejado mediante cadenas.
El juez Dollinger, una montaa de carne pequea y redonda, se haba sentado frente al portn de bronce que permaneca cerrado en una de las paredes laterales.
Una sencilla cuerda delimitaba el espacio reservado al pblico. Pero el juez no se instalaba en un estrado ni tena mesa alguna. El mismo lo haba dispuesto as aos
atrs; daba mucha importancia al decorado.
Dentro del espacio acordonado se hallaban Frau Zingli con su to, los parientes suizos del difunto Herr Zingli dos caballeros dignos y bien vestidos, con aspecto
de comerciantes acaudalados, que acababan de llegar a la ciudad y Anna Otterer con su hermana. Junto a Frau Zingli se vea a una nodriza con el nio.
Todos, partes y testigos, estaban de pie. El juez Dollinger sola decir que las vistas eran ms breves cuando los litigantes tenan que estar en esa posicin. Aunque
tal vez los hiciera quedarse de pie slo para que lo ocultaran ante el pblico, que si quera ver al juez tena que ponerse de puntillas o estirar mucho el cuello.
Nada ms iniciarse la vista se produjo un incidente. En cuanto vio al nio, Anna lanz un grito y avanz hacia l; la criatura tambin quiso ir a su encuentro y
empez a patalear con fuerza y a berrear en los brazos de la nodriza. El juez orden que lo sacaran de la sala.
Luego llam a Frau Zingli.
Esta avanz precedida por el fru-fru de sus enaguas y, llevndose de rato en rato un pauelito a los ojos, cont cmo los soldados imperiales haban raptado al nio
durante el saqueo. Aquella misma noche se haba presentado la criada en casa de su to para decirles, esperando recibir probablemente una propina, que el nio segua
en la casa saqueada. Sin embargo, una cocinera de su to a la que enviaron a la curtidura no encontr all al nio, por lo que ella supuso que esa persona (y seal a
Anna) se haba apoderado de la criatura para conseguir dinero mediante algn tipo de chantaje. Y tarde o temprano habra presentado sus reclamaciones si antes no le
hubieran quitado al nio.
El juez Dollinger llam entonces a los dos parientes de Herr Zingli y les pregunt si en aquel momento se haban interesado por el difunto y qu les haba dicho Frau
Zingli.
Ellos respondieron que sta les hizo saber que su marido haba sido asesinado y ella haba confiado al nio a una criada suya con la que estaba en buenas manos.
Hablaron de la viuda en trminos muy pocos cordiales, lo cual no era de extraar, pues si Frau Zingli perda el proceso, la propiedad pasara a manos de ellos.
Despus de su declaracin, el juez volvi a dirigirse a Frau Zingli para preguntarle si durante el asalto no habra perdido simplemente la cabeza y abandonado al
nio.
Frau Zingli lo mir con sus ojos celestes fingiendo asombro y replic, ofendida, que ella no haba abandonado a su hijo.
El juez Dollinger carraspe y le pregunt, interesado, si crea que haba madres capaces de abandonar a su hijo.
Que no lo crea, dijo ella con voz firme.
El juez le pregunt entonces si crea que una madre que, pese a todo, lo hiciera, merecera una paliza en el trasero independientemente de las enaguas que llevara
puestas.
Frau Zingli no respondi, y el juez llam a declarar a Anna, la ex criada. Esta compareci en seguida y repiti en voz baja lo que ya haba dicho en la instruccin
previa. Pero hablaba como si al mismo tiempo estuviera escuchando, y de rato en rato diriga la mirada hacia la puerta por la que se haban llevado al nio, como
temiendo or an su llanto.
Declar que, efectivamente, aquella noche haba ido a casa del to de Frau Zingli, pero que luego no volvi a la curtidura por miedo a las tropas imperiales y
porque estaba preocupada por su propio hijo ilegtimo, que se hallaba al cuidado de gente muy buena en la vecina localidad de Lechhausen.
El viejo Dollinger la interrumpi bruscamente para comentar que al menos una persona en la ciudad haba sentido algo parecido al miedo, y que le complaca poder
constatarlo, pues ello demostraba que al menos una persona haba conservado un mnimo de sentido comn aquella noche. De todas formas, no haba estado bien que
la testigo slo se hubiera preocupado por su propio hijo, aunque, como rezaba el dicho popular, la sangre llama, y una madre de verdad hasta llegara a robar por su
hijo, algo, sin embargo, estrictamente prohibido por la ley, pues la propiedad es la propiedad y quien roba, miente, y mentir tambin estaba prohibido por la ley. Y acto
seguido pronunci una de sus sabias y burdas lecciones sobre la artera de quienes engaan a los tribunales hasta que la cara se les pone azul, y tras una breve digresin
sobre los campesinos que mezclan con agua la leche de inocentes vacas, y el magistrado de la ciudad que exige impuestos abusivos a los campesinos digresin que
nada tena que ver con el proceso, anunci que la declaracin testimonial haba concluido sin dar ningn resultado.
Luego hizo una larga pausa en la que evidenci todos los signos de la perplejidad, mirando a su alrededor como si esperase alguna sugerencia para llegar a una
solucin.
Los asistentes se miraban atnitos, y algunos estiraban el cuello para intentar echarle una ojeada al desvalido juez. En la sala reinaba, sin embargo, un silencio
absoluto, y slo llegaba el bullicio de la multitud desde la calle.
Por ltimo, el juez tom nuevamente la palabra, suspirando.
No se ha podido establecer quin es la verdadera madre dijo. Es lamentable por el nio. Todos sabemos que hay padres que escurren el bulto y no quieren
ser padres, los muy granujas, pero resulta que aqu se han presentado dos madres a la vez. Este tribunal las ha escuchado todo el tiempo que merecan ser escuchadas,
es decir, cinco minutos cada una, y ha llegado al convencimiento de que ambas mienten como condenadas. Sin embargo, y como ya dijimos, hay que pensar tambin en
el nio, que necesita una madre. Por lo tanto, y sin dar crdito a simples habladuras, tenemos que determinar cul es la verdadera madre de la criatura.
Y con voz enojada llam al alguacil y le orden que trajera una tiza.
El alguacil fue y volvi con un trozo de tiza.
Con ella traza en el suelo un crculo en cuyo interior quepan tres personas le indic el juez.
El alguacil se arrodill y traz con la tiza el crculo deseado.
Ahora trae al nio orden el juez.
Trajeron al cro, que al punto rompi a llorar y quiso irse con Anna. El viejo Dollinger no se preocup del lloriqueo y pronunci su alocucin en un tono de voz ms
alto.
La prueba que ahora vamos a realizar anunci, la encontr en un libro antiguo y es considerada excelente. La idea en que se basa la prueba del crculo de
tiza es que la verdadera madre ser reconocida por su amor al nio. Hay que poner a prueba, pues, la intensidad de ese amor. Alguacil, coloca al nio dentro del
crculo!
El alguacil cogi al nio, que no paraba de berrear en brazos de su nodriza, y lo instal dentro del crculo. Dirigindose a Frau Zingli y a Anna prosigui entonces el
juez:
Colocaos tambin vosotras dentro del crculo, coged al nio de una mano cada una y, cuando yo diga Ya!, intentad sacar al pequeo del crculo. Aquella de
vosotras cuyo amor sea el ms fuerte tambin tirar de l con mayor fuerza y lo atraer a su lado.
En el saln reinaba ahora cierta agitacin. Los asistentes se ponan de puntillas y discutan con los que tenan delante para ver mejor.
Pero volvi a hacerse un silencio de muerte cuando ambas mujeres entraron en el crculo y cada una cogi al nio por una mano. Tambin ste haba enmudecido,
como si intuyera de qu iba la cosa. Miraba a Anna alzando su carita baada en lgrimas. Y entonces el juez exclam: Ya!
De un solo tirn violento, Frau Zingli arranc al nio fuera del crculo de tiza ante la mirada aturdida e incrdula de Anna. Esta lo haba soltado en seguida por temor
a hacerle dao si ambas tiraban de sus bracitos simultneamente y en direcciones opuestas.
El viejo Dollinger se puso en pie.
Y ahora ya sabemos dijo en voz alta quin es la verdadera madre. Quitadle el nio a esa marrana. Sera capaz de hacerlo aicos con la mayor sangre fra.
Y, tras saludar a Anna con una leve inclinacin de cabeza, abandon rpidamente la sala y se fue a desayunar.
Y en las semanas siguientes, los campesinos de la comarca, que no tenan un pelo de tontos, comentaban entre ellos que, cuando le adjudic la criatura, el juez le
haba guiado un ojo a la mujer de Mering.
Cultura gastronmica
Estbamos sentados en sillas de paja trenzada, en el comedor de una de esas deliciosas casas de campo antiguas que hay en los alrededores de Pars. A travs de
una alta y estrecha ventana, que bajaba hasta el piso de piedra, penetraba a ratos el traqueteo de un tren o los bocinazos de algn coche, y sobre el papel floreado de
tono verdoso que recubra la pared, temblaba el resplandor de los leos de la chimenea, donde nuestro anfitrin, el pintor, apodado la montaa por su corpulencia,
haca girar un enorme trozo de carne en un asador de hierro apoyado sobre un trpode. De pie ante una mesita laqueada, una mujer estaba aliando la ensalada en una
bandeja gigantesca y con los mismos gestos armoniosos con los que, cada noche, extasiaba a sus oyentes del Boul Miche cuando les aliaba alguna de sus picantes
chansons. El pequeo y enjuto marchante de cuadros la vigilaba desde su silla, y cada vez que ella coga los frasquitos de aceite o de vinagre, lo miraba primero en
espera de su aprobacin. La responsabilidad era demasiado grande para una persona tan pequea.
Presidida por el enorme trozo de asado que chorreaba pringue, la conversacin giraba en torno al materialismo en la filosofa alemana. La montaa estaba
profundamente descontento con l.
Hay que ver lo que han hecho con el materialismo estos alemanes afirm indignado. Lo han espiritualizado a tal punto que, de hecho, en sus sistemas ya
slo trasguea un fantasma de materia. Era lgico esperar que, en cuanto cayera en sus manos, el materialismo dejara de ser una forma de vida. Sencillamente no saben
vivir, y su filosofa est ah para ensearles cmo hacer para no vivir. Desde un principio excluyeron del mbito de sus reflexiones al materialismo bajo y se volvieron
hacia el ms elevado, que nada tiene que ver con los placeres de la mesa porque no tiene nada que ver con nada.
Yo protest dbilmente, pero la montaa se haba animado.
Un materialismo con seis das sin carne por semana! Tome usted el amor, por ejemplo. Para los alemanes es una excitacin anmica! Pero apenas si hay otra
excitacin concomitante. Las parejas quieren sentirse ante todo gemtlich, a gusto. El amor no debe ser inocente.
Esto ltimo me asombr un poco, pero luego comprend que haba querido decir indecente. Hablbamos en alemn. En francs no existen palabras como
gemtlich, que da la idea de estar a gusto, en un ambiente de placentera intimidad.
El marchante de cuadros estaba alarmado.
Por Dios, Jean, no te excites! exclam; haces girar el asador demasiado deprisa. Acabars con el materialismo alemn, pero tambin con nuestra materia,
aquel trozo de carne. Claro que hay algo de cierto en lo que dices. Me gustan los alemanes. Quin podra decir que no tienen cultura? Qu msica! Hasta pueden
darse el lujo de tener gente como aquel monstruo de Wagner. Pero eso no importa. Su cultura quiz sea un peln demasiado espiritual, verdad? Hay que tener espritu,
pero tambin cuerpo. De qu, si no, sirve el espritu? Y realmente no parece quedar mucho de lo que ellos refinan. Su literatura demuestra, en efecto, que su amor se
vuelve un tanto asexuado cuando lo refinan. Hasta de la naturaleza slo pueden disfrutar cuando presienten la muerte de forma muy diversa. Tienen sensaciones
hermosas, pero a gran profundidad, segn parece. El sexto sentido est presente en ellos, pero qu hay de los otros cinco? El pan, el vino, la silla, tus brazos, Yvette,
en una palabra, las materias bsicas se les volatilizan fcilmente. No cultivan lo elemental en forma paralela. Y es probable que exageren demasiado la diferencia entre
animal y hombre. Cultivan slo al hombre, y no a la bestia que hay en l. Y as dejan mucho de lado. Su espritu tiene demasiado poco que ver con el asado de ternera.
Su gusto esttico y el de su paladar son cosas demasiado diferentes, y su sensibilidad ante la belleza los abandona en las funciones ms corporales.
Cada frase es una ofensa coment riendo.
Ah! dijo l con aire satisfecho, nosotros somos una raza glotona. Cuando se habla de comida se nos tiene que tomar en serio.
La ensalada estaba lista. Con su cucharn de mango largo la montaa iba echando nervosamente pringue sobre el asado, que se empez a dorar muy pronto.
A m tambin me gustan los alemanes dijo Yvette con aire ensoador, se lo toman todo en serio.
Eso es lo peor que se ha dicho hasta el momento de nosotros protest. Alegraos de que mi reaccin sea tan slo espiritual y no le tire a nadie este taburete
en la cabeza. Vaya modales en la mesa! El asado est a punto, la ensalada est deliciosa, el invitado est advertido. Lo examinarn para ver si est a la altura de los
placeres que se le ofrecen. Y pobre de l si no se relame!
Yvette se levant, estupefacta.
Oh, ya lo habis intimidado! Ahora se le atragantar todo!
La montaa manipul hbilmente el trozo de asado hasta dejarlo sobre la mesa, y cogi el cuchillo.
Pues le dir lo que pienso de nosotros y eso igualar el tanteo. Sobre nuestra poltica, por ejemplo, eh, mon ami?
Ser yo el que hable sobre eso dije yo, y habl.
El asado estaba exquisito, un poema. Estuve a punto de decirlo en voz alta, pero me contuve por temor a que me preguntaran inmediatamente si conoca un solo
poema alemn que mereciera el calificativo de asado. Mejor seguir con la poltica!
El marchante se ensa particularmente con el tema de la poltica colonial.
Yvette se volvi hacia m.
Saba usted que Jean fue oficial del ejrcito colonial? Y ahora le tendr que contar la historia de los cabilas y el cocinero en las casamatas de Tnger, como
castigo!
Ya he sido castigado dije yo. Aunque ahora me den de comer. Mi ltima comida de condenado, slo que me la dan despus de la ejecucin.
Como castigo para l aclar Yvette. Por haber sido chauvinista.
La montaa sonri. Parti un pan blanco, dej caer los trozos en su plato y reba con ellos el jugo mientras empezaba a contar obedientemente su historia.
Fue en la guerra del Rif. Un asunto horroroso. Atacamos a un pueblo extranjero y luego lo tratamos como a un grupo de sediciosos. Ya se sabe, a los brbaros se
los puede tratar brbaramente. Este deseo de ser brbaros induce a los gobiernos a calificar de brbaro al enemigo. Yo no siempre he visto as las cosas. Yvette tiene
razn al pedirme que vuelva a contar la historia como castigo, pues antes la contaba de otra forma. Una vez la cont como ejemplo del chauvinismo de nuestros
enemigos. Pero entretanto la historia me ha abierto los ojos. Como usted sabe, yo era oficial. No hablar del curso de la guerra. Ms vale olvidarlo. Incendibamos y
ametrallbamos a diestro y siniestro, y los peridicos hablaban de estrategia. Nuestras armas eran, claro est, mejores, de modo que los generales podan alabar
nuestro herosmo. Como fui herido levemente, coma con el comandante en el casino de las casamatas. Por eso estuve presente cuando se investig el asesinato de uno
de los cocineros a manos de los cabilas del Rif all recluidos. Le dir de entrada que no dio ningn resultado.
Muy pronto qued claro que el cocinero haba muerto vctima de su bondad. Los cabilas, unos setenta en total, haban sido ingresados esa misma tarde en el
fuerte. Por cierto que su estado general no era particularmente bueno, ya llevaban dos das de camino y por qu caminos! Sobre todo estaban muertos de hambre.
Pero en el fuerte ya haban distribuido la racin del da, por lo que hasta la maana siguiente no podan servirles nada. Estaban de pie o tumbados en una de las
covachas de piedra, y pedan comida a gritos. Los ms fuertes se arrastraban hasta las rejas de hierro y maldecan o insultaban a los guardianes.
El cocinero, en la vida civil propietario de una pequea pescadera en Marsella, se tom aquello muy a pecho y empez a pensar cmo podra saltarse el
reglamento. Honor a su memoria! Era el nico representante de la Francia de la Convencin.
Por la noche colg un cesto lleno de hogazas que haba ido guardando en algn sitio, y un puado de cigarrillos para sobornar a los guardianes. Compr los
cigarrillos en la cantina con su dinero. Como ya he dicho, que la tierra le sea leve!
La cosa result. Los centinelas no eran monstruos, sino fumadores, y los prisioneros recibieron sus hogazas.
Al atardecer, el cocinero volvi a bajar hasta las covachas porque se le haba olvidado el cesto y no quera que lo encontraran durante la inspeccin matinal. Usted
ya me entiende, todo el asunto era ilegal.
A la maana siguiente encontraron su cadver en la casamata.
Cuando se realiz el cambio de guardia hubo todo un escndalo. Los prisioneros se quejaron a gritos de que les haban dado panes demasiado viejos. De hecho,
tan slo uno de ellos haba sido capaz de terminar su hogaza.
Pero en un rincn yaca el cocinero con el crneo destrozado.
En realidad aqu termina la historia. La investigacin no dio resultado alguno. El cocinero haba llevado pan a los prisioneros, y stos lo haban matado pese a todo.
Imposible saber cmo. Se inspeccion a fondo la celda y no se encontr arma alguna. Estbamos ante un enigma. Y como ese enigma nunca fue aclarado, la historia
tampoco tiene gracia. La verdad es que no puede servir como ejemplo de chauvinismo: esta idea es ridcula. Quizs esos cabilas fueran chauvinistas, pero nosotros
ramos peores. Desde muy jvenes nos han lavado el cerebro, tal es mi nica excusa por haber enjuiciado tan errneamente este incidente. A lo sumo demuestra que
no se puede ser bondadoso en la guerra. No podemos decir: queremos ametrallar a mujeres y nios, pero no iremos ms lejos. Queremos ser bestias, pero slo hasta
cierto punto. El cocinero tampoco poda decir: ahora ya no soy francs ni soldado, sino slo cocinero. El montn de hogazas no enga a los cabilas.
Haca rato que la montaa haba acabado de comer, y ahora jugueteaba con las migas de pan blanco.
Tras un breve silencio habl el marchante:
Pero s podemos brindar por el hombre de Marsella. Cometi un error, pero hay errores terribles.
Apuramos nuestras copas. Mas yo no pude evitar la siguiente observacin:
Otra raza que no sabe apreciar el pan!
Nos remos.
Yvette sirvi el queso. El pequeo marchante ya haba alzado el cuchillo cuando se le ocurri algo:
El enigma puede esclarecerse dijo lentamente. Y yo puedo decirles por qu mataron al cocinero.
Por qu? pregunt la montaa.
No fue pese a que, sino porque les llev las hogazas. Eran panes demasiado viejos, t mismo lo has dicho. Incomibles, duros.
Excepto uno murmur la montaa. S, quizs pueda interpretarse as, Pero eso no resuelve el enigma. Slo proporciona un motivo.
Queda la cuestin del arma dijo el marchante. Pero tambin tiene solucin. Yo sugiero que el arma fue una hogaza. Una hogaza vieja, demasiado dura para
los rganos masticatorios de los cabilas. Y demasiado dura tambin para el crneo del cocinero.
La montaa abri asombrado sus azules ojos de nio.
Realmente una buena idea dijo con admiracin. Quizs tambin sepas quin fue el asesino?
Por supuesto dijo el marchante de cuadros sin rodeos. El asesino fue el cabila que se comi su hogaza a pesar de que estuviera dura. Tuvo que comrsela
para que no descubrieran las manchas de sangre que tena.
Oh! exclam Yvette.
S dijo el pequeo marchante en tono serio. Ellos saban mucho de pan. La cultura estaba de su parte.
Csar y su legionario
1. Csar
Desde principios de marzo supo el dictador que los das de la dictadura estaban contados.
Un forastero que llegase de alguna de las provincias quizs hubiera encontrado la capital ms imponente que nunca. La urbe haba crecido desmesuradamente; una
abigarrada mezcla de pueblos llenaba hasta los topes los distintos barrios; inmensos edificios pblicos estaban en vas de conclusin; la city herva de proyectos; la vida
comercial se desarrollaba con normalidad; los esclavos eran baratos.
El rgimen pareca consolidado. El dictador acababa de ser nombrado dictador vitalicio y estaba ya preparando la ms grande de sus empresas, la conquista de
Oriente, la tan esperada campaa de Persia, una autntica segunda expedicin de Alejandro.
Csar saba que no sobrevivira aquel mes. Se hallaba en la cumbre de su podero. Ante l se abra, pues, el abismo.
La gran sesin del 13 de marzo en el senado, en la que el dictador habl en su discurso contra la amenazadora actitud del gobierno persa y comunic asimismo
que haba reunido un ejrcito en Alejandra, la capital de Egipto, puso de manifiesto la postura extraamente indiferente, por no decir fra, del senado. Mientras l
pronunciaba su discurso, circul entre los senadores una ominosa lista con las cantidades que Csar haba depositado en varios bancos de Espaa bajo nombre falso:
El dictador saca al extranjero su fortuna personal (110 millones)! Acaso no crea en su guerra? O tena en mente no una guerra contra Persia, sino contra
Roma?
El senado aprob los crditos de la campaa, por unanimidad, como de costumbre.
En el palacio de Cleopatra, centro de todas las intrigas relacionadas con Oriente, se ha reunido un grupo de prominentes militares. La reina de Egipto es la
verdadera instigadora de la guerra contra Persia. Bruto y Casio, as como otros oficiales jvenes, la felicitan por el triunfo de su poltica belicista en el senado. Su
ocurrencia de hacer circular la ominosa lista es debidamente admirada y festejada. Menuda sorpresa se llevar el dictador cuando intente cobrar los crditos
concedidos en la city
Efectivamente, Csar, al que pese a toda esa condescendencia no se le ha escapado la frialdad del senado, tiene oportunidad de observar una actitud sumamente
irritante tambin en la city. En la Cmara de Comercio rene a los financieros ante un enorme mapa colgado en la pared y les explica sus planes de campaa contra
Persia y la India. Los caballeros asienten con la cabeza, pero luego empiezan a hablar de las Galias, conquistadas hace aos, y en las que han vuelto a estallar
sangrientas revueltas. El Nuevo Orden no funciona. Surge una propuesta: No sera mejor iniciar la nueva guerra en otoo? Csar no responde, sino que abandona
bruscamente la sesin. Mano en alto, los financieros hacen el saludo romano. Alguien murmura: Ya no tiene bros este hombre!
Qu pasa? De pronto ya no quieren la guerra?
Las interpelaciones revelan un hecho desconcertante: las fbricas de armamentos preparan febrilmente la guerra; sus acciones se disparan en el mercado; tambin
registran un alza los precios de los esclavos
Qu significa todo esto? Quieren la guerra del dictador y le niegan el dinero para llevarla a cabo?
Al anochecer sabe Csar lo que aquello significa: quieren la guerra, mas no bajo su mando.
Ordena detener a cinco banqueros, pero esta vez se halla, para gran asombro de su asistente, que lo ha visto perfectamente tranquilo en medio de las batallas ms
sangrientas, profundamente afectado, al borde de una depresin nerviosa. Se calma un poco cuando llega Bruto, a quien quiere mucho. De todas formas, no se siente
an lo suficientemente fuerte como para examinar un expediente que le ha enviado su hombre de confianza en la city. Contiene los nombres de varios conjurados, entre
ellos Bruto, que preparan un atentado contra su vida. El miedo a encontrar tambin nombres conocidos en el grueso expediente (es tan grueso, tan atrozmente
grueso!), impide al dictador abrirlo. Bruto necesita un vaso de agua cuando Csar devuelve finalmente, sin abrirlo, el legajo a su secretario, para leerlo ms tarde.
Gran revuelo se arma en el palacio de Cleopatra cuando Bruto, plido y consternado, informa que existe un expediente sobre el complot y que Csar puede leerlo
en cualquier momento. Cleopatra intenta tranquilizar a los presentes apelando a su honor de soldados, y da ella misma la orden de liar los brtulos.
En casa de Csar se presenta entretanto el edil de la polica. Es el tercero que ocupa este cargo en lo que va del ao (tan slo dos meses); sus dos predecesores
haban sido destituidos por su implicacin en diversos complots. El edil garantiza la seguridad personal del dictador pese a la zozobra que en la city ha producido la
detencin de los banqueros, en cuyo favor intervienen crculos muy influyentes La guerra con Persia, de cuya inminencia parece estar convencido el edil, har
enmudecer, segn l, a la oposicin. Mientras ste le expone detalladamente las amplias medidas de proteccin que considera necesarias, Csar ve a travs de l,
como en una visin, la forma en que habr de morir; pues va a morir muy pronto.
Se har llevar al prtico de Pompeyo, donde bajar; all despachar a los peticionarios, entrar en el templo, buscar con la mirada a tal o cual senador y lo
saludar, luego se sentar en su silla. Se celebrarn algunas ceremonias, las ve perfectamente. Y despus se acercarn los conjurados con algn pretexto en la visin
de Csar no tienen rostros, slo manchas blancas all donde debieran estar los rostros. Uno de ellos le dar a leer algo, l lo coger, y todos se precipitarn sobre l: y
morir.
No, ya no habr guerra de Oriente para Csar. La mayor de todas sus empresas no llegar a realizarse: habra consistido en llegar vivo a un barco que pudiera
llevarlo a Alejandra, ciudad donde se hallaban sus tropas y nico lugar donde quiz hubiera podido estar seguro.
Cuando, ya muy avanzada la noche, los centinelas ven entrar a unos seores en los aposentos del dictador, se imaginan que son generales e inspectores militares
que quieren discutir con l sobre la guerra contra Persia. Pero no son sino mdicos: el dictador necesita un somnfero.
El da siguiente, 14 de marzo, transcurre confusa y penosamente. Durante su ejercicio matinal a caballo, en la escuela de equitacin, Csar tiene una gran idea. El
senado y la city estn contra l, qu ms da? l se dirigir al pueblo!
Acaso no fue ya una vez el gran tribuno de la plebe, la sabia esperanza de la democracia? Haba presentado un gigantesco programa con el que sembr el pnico
en el senado: reparticin de los latifundios, asentamientos para los pobres.
La dictadura? No habr ms dictadura! El gran Csar abdicara, se retirara de la vida pblica, se ira, por ejemplo, a Espaa
Es un hombre cansado el que sube al caballo y se deja llevar, ablico, por la pista circular de la escuela de equitacin; luego (al pensar en ciertas cosas, el
pueblo, por ejemplo), se yergue en su silla de montar, tira de las riendas, espolea al caballo y lo hace correr hasta dejarlo baado en sudor. Un hombre nuevo,
rejuvenecido, abandona la escuela de equitacin.
No muchos de los que juegan al gran juego se sienten esa maana tan seguros como Csar de que
Los conjurados aguardan la detencin. Bruto aposta centinelas en sus jardines; en distintos puntos hay caballos listos. En ms de una casa se queman papiros. En
su palacio junto al Tber, Cleopatra empieza a prepararse para el da de su muerte. Csar debe de haber ledo el expediente hace ya rato. La reina se acicala
cuidadosamente, manumite a sus esclavos, distribuye regalos. Pronto llegarn los esbirros.
La oposicin dio ayer su golpe. Hoy debe producirse el contragolpe del rgimen.
En la audiencia matinal del dictador puede apreciarse qu aspecto tendr el contragolpe.
En presencia de varios senadores habla Csar de su nuevo plan. Convocar elecciones y abdicar. Su consigna ser: Contra la guerra! El ciudadano romano
conquistar suelo itlico, no persa. Pues cmo vive el ciudadano romano, el dominador del mundo? Csar lo describe.
Rostros de piedra escuchan la pavorosa descripcin de la miseria del ciudadano romano comn y corriente. El dictador se ha quitado la mscara; quiere soliviantar
a la plebe. Media hora ms tarde lo sabr toda la city. Y entonces desaparecern las hostilidades entre la city y el senado, entre los banqueros y los oficiales, y todos
estarn de acuerdo en una cosa: hay que acabar con Csar!
Antes de concluir su discurso, Csar sabe que ha cometido un fallo. No debi ser tan sincero. Cambia, pues, bruscamente de tema y saca a relucir su acrisolado
encanto personal. Sus amigos no tendrn nada que temer. Sus latifundios estn seguros. Cierto es que se ayudar a los arrendatarios a convertirse en dueos de la
tierra, pero esto lo har el Estado, con fondos pblicos. Todos los presentes tendrn un buen verano, sern huspedes suyos en Baia.
Cuando se marchan tras haberle agradecido la invitacin, Csar ordena la destitucin y el arresto del edil de la polica que la noche anterior haba puesto en libertad
a los banqueros detenidos. Acto seguido enva a su secretario a sondear el ambiente de los crculos democrticos. Todo depende ahora de la postura del pueblo.
Los crculos democrticos son los polticos de los clubes obreros disueltos tiempo atrs, que en los buenos tiempos de la repblica desempearon un papel
fundamental en las elecciones. La dictadura de Csar ech por tierra ese aparato poltico, otrora muy poderoso, y con parte de sus miembros organiz una guardia
civil, los llamados clubes callejeros. Tambin stos fueron disueltos. Ahora, sin embargo, el secretario Tito Raro anda buscando a los polticos plebeyos para sondear
su opinin.
Habla primero con un ex portavoz del gremio de enjabelgadores, luego con un ex agente electoral que ahora es tabernero. Los dos hombres se muestran
extremadamente cautos y reacios a hablar de poltica, y lo remiten al viejo Carpo, el ex lder de los trabajadores de la construccin, sin duda el hombre ms influyente
en su campo, pues est en la crcel.
Entretanto, Csar recibe una visita importante: Cleopatra. La reina no ha podido resistir ms tiempo la tensin. Debe saber qu piensa de ella. Se ha ataviado para
la muerte, recurriendo a todas las artes de Egipto para dar relieve a su belleza, clebre en tres continentes. El dictador parece tener tiempo. Se comporta con ella como
lo ha venido haciendo siempre en los ltimos aos, con exquisita cortesa, dispuesto a darle un consejo en cualquier momento, insinundole una y otra vez que podra
convertirse nuevamente en su amante si ella lo deseara, pues nadie conoce como l la belleza femenina. Pero ni una palabra de poltica. Ambos se sientan en el atrio y
dan de comer a los peces dorados, o hablan del tiempo. El la invita ese verano a Baia
Ella sigue intranquila. Csar no parece haber concluido los preparativos para el contragolpe, probablemente eso sea todo. La reina se marcha con el rostro tenso.
Csar la acompaa hasta su litera, luego se dirige a las oficinas donde juristas y secretarios trabajan febrilmente en el proyecto de la nueva ley electoral. Su
contenido debe permanecer en secreto: a nadie se le permite abandonar el palacio. Ser la constitucin ms liberal que haya tenido nunca Roma.
Claro que ahora todo depende del pueblo
Como Raro tarda muchsimo en volver quedar algo an por negociar?, los plebeyos tendrn que aferrarse con ambas manos a esa oportunidad nica que
les brinda el dictador, Csar decide ir a las carreras de galgos. Siente la necesidad de buscar un contacto personal con el pueblo, y al pueblo se le encuentra en las
carreras de galgos. El candromo an no se ha llenado. Csar no se dirige al gran palco, sino que toma asiento ms arriba, entre la multitud. No tiene por qu temer
que lo reconozcan, la gente siempre lo ha visto slo de lejos.
Observa un rato las carreras y apuesta luego por uno de los perros. Junto a l se ha sentado un hombre al que explica por qu motivos ha elegido justamente aquel
galgo. El hombre asiente con la cabeza. En la fila delantera surge un pequeo conflicto. Varias personas parecen haber ocupado asientos que no les corresponden, y los
recin llegados los expulsan. Csar intenta entablar conversacin con sus vecinos, habla incluso de poltica. Pero le responden con monoslabos, y al final se da cuenta
de que saben quin es: se ha sentado entre agentes de su propia polica secreta.
Irritado, se levanta y se va. El galgo por el que ha apostado gana la carrera
Frente al candromo se encuentra con su secretario, que lo andaba buscando. No le trae buenas noticias. Nadie quiere negociar. Por todas partes reina el miedo o
el odio. Sobre todo este ltimo. El hombre en el que confan es Carpo, el obrero de la construccin. Csar escucha con aire sombro. Luego sube a su litera y se hace
conducir a la crcel mamertina. Hablar con Carpo.
Pero a Carpo primero hay que buscarlo. Hay tantos ex prisioneros plebeyos pudrindose por docenas en esas casamatas! Sin embargo, tras varias idas y venidas,
y utilizando unas largas sogas, sacan al obrero Carpo del agujero donde estaba encerrado, y el dictador puede por fin hablar con el hombre que se ha ganado la
confianza del pueblo de Roma.
Estn sentados frente a frente y se observan. Carpo es un hombre mayor, quizs no ms viejo que Csar, aunque parece un octogenario. Muy viejo, muy acabado,
pero no vencido. Csar le expone sin rodeos su inaudito proyecto de reimplantar la democracia, convocar elecciones, retirarse l mismo de la vida pblica, etc., etc.
El anciano guarda silencio. No dice ni s ni no, tan slo calla. Mira a Csar fijamente y no abre la boca. Cuando el dictador se marcha, lo vuelven a bajar con las
largas cuerdas al calabozo. El sueo de la democracia se ha disipado. Est claro: si se trata de una revolucin, no quieren contar con l. Lo conocen demasiado.
Cuando Csar vuelve a casa, al secretario le cuesta un poco explicar a los centinelas quin es su acompaante. El nuevo edil ha sustituido a la guardia romana del
palacio por una cohorte de negros. Los negros son ms seguros, no entienden latn y, por lo tanto, es ms difcil que se amotinen y se dejen contagiar por el ambiente
de la ciudad. Csar sabe ahora qu ambiente reina en la ciudad
En el palacio, la noche transcurre agitada. El dictador se levanta varias veces y recorre los espaciosos salones. Los negros beben y cantan. Nadie se preocupa de
l, nadie lo conoce. Se detiene a escuchar una de sus tristes canciones y luego se dirige a los establos, para visitar a su caballo favorito. Al menos el animal lo
reconoce Roma la eterna yace sumida en un sopor desasosegado. En las puertas de los asilos nocturnos hay artesanos arruinados que hacen cola para dormir unas
tres horas y leen carteles enormes, medio desgarrados, en los que se reclutan soldados para una guerra en Oriente que ya no tendr lugar. En los jardines de la
jeunesse dore han desaparecido los centinelas de la noche anterior. De los palacios llegan voces de borrachos. Por una de las puertas del sur de la ciudad sale una
reducida caravana: oculta en gruesos velos, la reina de Egipto abandona la capital A las dos de la madrugada, Csar recuerda algo, se levanta y se dirige en camisn
al ala del palacio donde los juristas siguen preparando la nueva constitucin. Los manda a dormir.
Al amanecer comunican a Csar que su secretario Raro ha sido asesinado durante la noche. Por lo visto haba trascendido que se hallaba en tratos con polticos
plebeyos, y unas manos poderosas, surgidas de la oscuridad, decidieron tomar cartas en el asunto. De quin eran esas manos? Las listas que tena Raro con los
nombres de los conjurados haban desaparecido.
A Raro lo haban asesinado en el palacio. Ya no es, pues, un lugar seguro para los partidarios del dictador. Lo sigue siendo acaso para l mismo?
Csar se detiene largo rato junto al catre de campaa en el que yace su secretario muerto, su ltimo hombre de confianza, al que dicha confianza le ha costado la
vida.
Al salir del aposento es atropellado por un soldado borracho que no se disculpa. El dictador lanza miradas nerviosas a su alrededor mientras baja por la galera.
En el atrio curiosamente desierto, pues nadie se ha presentado a la audiencia matinal, tropieza con un mensajero de Antonio; el cnsul y su henchman le
mandan decir que por nada del mundo vaya hoy al senado. Su seguridad personal est amenazada. Csar, a su vez, manda decir a Antonio que no ir al senado. Y se
hace conducir a la casa de Cleopatra, pasando junto a la larga fila de peticionarios que acuden cada maana a las puertas de su palacio. Quiz la reina acepte financiar
su campaa. En cuyo caso ya no tendra que recurrir ni a la city ni al pueblo.
Cleopatra no est en casa. La casa est cerrada. Al parecer, la reina se ha marchado por una temporada larga Y l vuelve al palacio. Curiosamente, la puerta
est abierta. Ocurre que los centinelas han abandonado sus puestos. El amo del mundo se incorpora en su litera y contempla su casa, en la que ya no se atreve a entrar.
Podra pedirle una escolta a Antonio. Pero desconfa de cualquier escolta. Es mejor ir sin escolta, en todo caso as no tendr que temerle. A dnde ir?
Da la orden. Se dirige al senado.
Recostado en su litera, sin mirar a la derecha ni a la izquierda, se hace conducir al prtico de Pompeyo. All se apea. Despacha a los peticionarios. Entra en el
templo. Busca con la mirada a tal o cual senador y lo saluda. Luego se sienta en su silla. Se celebran algunas ceremonias. Y al final se le acercan los conjurados con un
pretexto. Ya no tienen manchas blancas sobre sus cuellos como en el sueo de dos noches antes; esta vez todos tienen rostros, los rostros de sus mejores amigos. Uno
de ellos le da a leer algo, l lo coge. Y entonces se precipitan sobre l.
2. El legionario de Csar
En las primeras horas de una maana primaveral, una carreta de bueyes cruza la verde campia en direccin a Roma. En ella va el arrendatario y veterano de
Csar, Terencio Scaper, de cincuenta y dos aos, con su familia y enseres domsticos. La preocupacin ensombrece sus rostros. Han sido expulsados de su minifundio
por no pagar el arrendamiento. Tan slo Lucilia, una joven de dieciocho aos, ve con buenos ojos la perspectiva de establecerse en la gran ciudad: all vive su
prometido.
Al acercarse a la urbe, advierten que algo extrao est ocurriendo. El control se ha vuelto ms riguroso en las barreras, y de rato en rato son detenidos por patrullas
militares. Circulan rumores sobre una inminente gran guerra en Asia. El viejo soldado avista los puestos de reclutamiento, para l tan familiares y an vacos debido a lo
temprano de la hora, y se siente revivir. Csar prepara nuevas campaas. Terencio Scaper llega, pues, oportunamente. Es el 13 de marzo del ao 44 a. de C.
Hacia las nueve de la maana, la carreta de bueyes avanza por el prtico de Pompeyo. Una muchedumbre aguarda all la llegada de Csar y de los senadores, que
han de celebrar una sesin en el templo. En ella, el senado deber escuchar una importante declaracin del dictador. La guerra es el tema de discusin general; sin
embargo, y para gran sorpresa de Scaper, hay patrullas militares que obligan a la gente a circular: Las discusiones cesan en cuanto aparecen los soldados. El veterano
intenta abrirse paso con su carreta a toda costa. A medio camino ya, se incorpora en la carreta y grita volviendo la cabeza: Ave, Csar! Sorprendido, comprueba
que nadie responde a su saludo.
Un tanto irritado, instala a su reducida familia en una posada barata de las afueras y sale en busca de su futuro yerno, el secretario de Csar, Tito Raro. Rechaza la
compaa de Lucilia. Antes tiene que arreglar una cuenta pendiente con el jovenzuelo.
Comprueba que es bastante difcil acceder al palacio de Csar, en el foro. El control, sobre todo en lo que a armas se refiere, es seversimo. Aire viciado.
Una vez dentro, se entera de que el dictador tiene ms de doscientos secretarios. A Raro no lo conoce nadie.
La verdad es que Raro lleva ya tres aos sin saludar a su jefe en el ala de la biblioteca del palacio. Es el secretario literario de Csar y ha colaborado en su obra
sobre la gramtica. El trabajo permanece intacto, pues el dictador ya no tiene tiempo para esas cosas. Raro se pone contentsimo al ver entrar con paso firme al viejo
soldado. Cmo? Que Lucilia est en Roma? S, en efecto, pero no es ningn motivo para alegrarse. La familia est en medio de la calle. Principalmente por culpa de
Lucilia. Pudo haber sido ms condescendiente con el arrendatario principal, el fabricante de cueros Pompilio Tanto ms, cuanto que Raro no volvi a dar seales de
vida! El joven se defiende con apasionamiento. Si no fue es porque no le dieron permiso. Har todo lo posible por ayudar a la familia. Pedir un anticipo a la
administracin. Utilizar sus contactos para ascender a Terencio Scaper. Por qu el veterano no habra de ser capitn? Despus de todo, se avecinaba una gran
guerra.
Ruido de pasos y de armas en el pasillo, la puerta se abre bruscamente: en el umbral aparece Csar.
El pequeo secretario se queda como petrificado bajo la escrutadora mirada del gran hombre. La primera vez en tres aos que Csar pona los pies en su gabinete
de trabajo! Ni se imagina que su destino acaba de cruzar el umbral.
Csar no ha venido a trabajar en su gramtica. Ms bien anda buscando un hombre en el cual pueda confiar, es decir un hombre difcil de encontrar en aquel
palacio. Al pasar por la biblioteca se acuerda de su secretario literario, un joven totalmente ajeno a la poltica. Tal vez an no lo hayan sobornado
Dos guardaespaldas cachean a Scaper en busca de armas y lo echan fuera. El veterano se marcha muy orgulloso: al parecer, su futuro yerno no es la ltima rueda
del coche en aquel palacio. El gran Csar lo busca, y eso es buena seal.
Tambin Raro es cacheado en busca de armas. Pero el dictador le confa luego un encargo. Deber ir a ver a un banquero espaol, no sin dar ciertos rodeos, y
preguntarle de dnde proviene la misteriosa resistencia de la city contra la guerra de Csar en Oriente.
Mientras tanto, el veterano espera al joven frente al palacio. Al ver que no sale de hecho, Raro utiliza una puerta trasera, Scaper parte a informar a su familia
del giro favorable que han tomado los acontecimientos. En el camino pasa frente a una oficina de reclutamiento. Slo se presenta gente joven al servicio militar. Ser
bueno estar protegido y llegar a capitn. Para simple soldado ya es demasiado viejo.
Recorre an varias tabernas, y cuando llega a la pequea posada de las afueras est ya un poco achispado. Convencido de ser el capitn Terencio Scaper, dirige
sus iras contra el joven novio de Lucilia, que an sigue sin aparecer. De modo que el encumbrado seor secretario no tiene tiempo para saludar a su prometida?
Necesitaban con urgencia al menos trescientos sestercios. Lucilia tendr que resignarse a ir donde el fabricante de cueros y pedirle dinero prestado. La joven se echa a
llorar. No se explica por qu Raro no aparece. El seor Pompilio no vacilar en prestarle los trescientos sestercios, pero le exigir algo a cambio. Su padre se pone
furioso. No cabe ya ninguna duda de que el jovenzuelo se ha enfriado. Hay que ponerle fuego en el trasero. No deben hacerle ver que dependen de l. Tendr que
enterarse de que hay otros hombres que saben apreciar a Lucilia. La muchacha se retira llorando y vuelve varias veces la cabeza por ver si aparece Raro.
En ese momento regresa Raro al palacio. Ha recibido del banquero espaol un expediente que l, a su vez, ha entregado a Csar. Ahora est intentando cobrar un
anticipo de la administracin. Y se lleva un gran susto. En vez de darle dinero., lo someten a un interrogatorio, Dnde ha estado? Qu encargo le haba dado el
dictador? El se niega a responder y se entera de que est despedido.
Lucilia tiene ms suerte. En la oficina del fabricante de cueros le dicen, al principio, que el seor Pompilio ha sido detenido. Excitados, los esclavos an estaban
comentando el increble incidente slo explicable porque su amo haba manifestado poco antes en pblico su furibunda oposicin al dictador cuando el seor
Pompilio hace su entrada muy sonriente. Claro est que ni a l ni a los dems seores de la city podan retenerlos en la crcel. Por suerte todava conservan ciertas
influencias en la polica. El seor Csar ya no es tan poderoso en estos das
Lucilia an no ha vuelto cuando Raro llega, por fin, a la posada. El veterano est de mal humor, y la familia se niega a revelar dnde est Lucilia. Por otra parte,
Raro tampoco ha trado los trescientos sestercios. No se atreve a confesar que lo han despedido y declara, con voz apocada, que no ha llegado a ir a la administracin.
En ese momento aparece una Lucilia llorosa que se arroja a sus brazos. Pero Terencio Scaper no ve razn alguna para mostrarse mnimamente discreto, e interroga
descaradamente a la joven sobre el resultado de su gestin. Sin mirar a Raro a los ojos, Lucilia entrega los trescientos sestercios a su padre. A Raro no le cuesta mucho
adivinar de dnde proviene el dinero: Lucilia ha estado donde el fabricante de cueros!
Hecho una furia, el joven arrebata el dinero de las manos del viejo. Se lo devolver al seor Pompilio al da siguiente. Como mucho a las ocho de la maana estar
de vuelta en la posada y le entregar a Lucilia el dinero necesario. Y luego ir con Terencio Scaper a ver al comandante de la guardia de palacio para hablar sobre el
puesto de capitn.
El veterano acepta a regaadientes. Despus de todo, al confidente del amo del mundo no puede resultarle difcil ayudar a la familia de un viejo y benemrito
legionario
A la maana siguiente, la familia Scaper espera en vano a Raro.
Csar lo haba mandado llamar a primera hora. Con su ayuda, el dictador ha podido desempolvar en la biblioteca un viejo discurso, pronunciado aos atrs, en el
que expona su programa democrtico. Acto seguido, el secretario se dirige a los suburbios para sondear la opinin de varios polticos plebeyos sobre un eventual
restablecimiento de la democracia. El dictador ha ordenado adems cambiar la guardia de palacio y detener a su jefe, el mismo que el da anterior haba interrogado a
Raro.
Terencio Scaper empieza a verlo todo negro. Ya no cree en el prometido de su hija. Esta se ha pasado la noche entera llorando, y en un arrebato les grita a sus
padres lo que el fabricante de cueros le haba exigido. La madre toma partido por su hija. Y el veterano decide enrolarse como soldado en una oficina de reclutamiento.
Tras largos titubeos confiesa a su familia, sin embargo, que se siente demasiado viejo para la revisin mdica. La familia lo ayuda solcitamente a rejuvenecer. Lucilia le
presta su lpiz de labios, y el hijo menor vigila su forma de andar.
Pero cuando l, ya presentable, llega a la oficina de reclutamiento, la encuentra cerrada. Frente a ella, grupos de jvenes comentan indignados que la guerra de
Oriente ha quedado en nada. Totalmente abatido, el veterano de diez guerras cesreas vuelve al seno de su familia y encuentra una carta de Raro a Lucilia en la que
ste anuncia la inminencia de grandes acontecimientos. En esos momentos se est preparando una ley segn la cual los veteranos de Csar recibirn tierras en
arrendamiento y subvenciones estatales. La familia no cabe en s de alegra.
Pero la carta de Raro, escrita por la maana, ya ha perdido validez cuando Terencio Scaper la lee. Las indagaciones del secretario revelan que los antiguos
polticos plebeyos, perseguidos por Csar durante aos, han perdido toda confianza en las jugadas polticas del dictador.
Raro, que adems se ve perseguido, busca vanamente a su amo en el palacio y no lo encuentra hasta el atardecer, presenciando una carrera de galgos en el circo.
En el camino al palacio transmite a Csar el desconcertante resultado de sus pesquisas. Tras un largo silencio, y comprendiendo de pronto el enorme peligro en que se
encuentra el dictador, le hace una propuesta desesperada: que Csar abandone la ciudad en secreto esa misma noche e intente huir a Brundisium, para dirigirse de all
en barco a Alejandra y reunirse con su ejrcito. Promete tenerle lista una carreta de bueyes. El dictador, recostado en el asiento de su litera, no le responde.
Pero Raro ha decidido preparar esa huida. El crepsculo caa ya sobre la gigantesca e inquieta urbe, cargada de rumores, cuando el joven secretario llega al prtico
sur para negociar con la guardia. Despus de medianoche pasar por ah una carreta de bueyes sin ningn salvoconducto. Y entrega al centinela todo el dinero que lleva
consigo: exactamente trescientos sestercios.
Hacia las nueve se presenta en la posada de los Scaper. Abraza a Lucilia y pide a la familia que lo dejen a solas con Terencio Scaper. Y entonces se acerca al
veterano y le pregunta:
Qu haras t por Csar?
Cmo va lo de las tierras en arrendamiento? pregunta a su vez Scaper.
Ha quedado en nada dice Raro.
Y mi puesto de capitn tambin ha quedado en nada? pregunta Scaper.
Tu puesto de capitn tambin ha quedado en nada dice Raro.
Pero t sigues siendo secretario suyo?
S.
Y te renes con l?
S.
Y no puedes convencerlo de que haga algo por m?
Ya no puede hacer nada por nadie. Todo ha fracasado. Maana lo liquidarn como a una rata. A ver, qu haras t por l? pregunta el secretario.
El veterano fija en l una mirada incrdula. Que el gran Csar est liquidado? Tan liquidado que l, Terencio Scaper, debe acudir en su ayuda?
Cmo podra ayudarlo? pregunta con voz ronca.
Le he prometido tu carreta de bueyes dice tranquilamente el secretario. Tendrs que esperarlo en el prtico sur a partir de medianoche.
No me dejarn pasar con la carreta.
S te dejarn. Les he pagado trescientos sestercios por el servicio.
Trescientos sestercios? Los nuestros?
S.
El viejo lo mira fijamente un instante, casi con rabia. Pero al final su mirada revela esa amarga inseguridad del que se ha pasado media vida sometido a la disciplina
militar, y, volviendo la cara, farfulla:
Tal vez sea un negocio tan bueno como cualquier otro. Una vez fuera podr desquitarse de todo.
Ha recuperado su optimismo: otra vez tiene esperanza.
Ms difcil le resulta a Raro separarse de Lucilia. Desde que ella volvi a verlo en Roma, no han estado nunca a solas. Ni l ni Terencio le han explicado qu lo
mantiene alejado aquellos das. Hasta que por fin se entera. Su joven prometido colabora con Csar. Es el nico confidente del amo del mundo.
Pero no puede pasar con ella un cuarto de hora en alguna taberna de la calleja de los Caldereros? No puede Csar arreglrselas solo durante un cuarto de hora?
Raro la lleva consigo a la calle de los Caldereros. Pero no entran en las tabernas. Sbitamente el joven se percata de que lo estn persiguiendo. Dos oscuros
individuos le siguen los pasos desde la maana, vaya adonde vaya, por eso los enamorados se separan frente a la posada. Lucilia vuelve a casa de su madre y, radiante,
le cuenta cun prximo al gran Csar est su joven prometido.
Mientras, el secretario intenta vanamente deshacerse de sus perseguidores.
Antes de la medianoche sabr lo que significa arrimarse a la sombra de los poderosos.
Hacia las once, Raro vuelve al palacio del foro. Un regimiento de negros monta la guardia palaciega. Los soldados estn en su mayora borrachos.
En su pequea alcoba, detrs de la biblioteca, el joven busca desesperado el expediente que el banquero espaol le entregara un da antes para Csar. El dictador
no lo ha ledo. En ese expediente figuran los nombres de los conjurados. Los encuentra a todos. Bruto, Casio, toda la jeunesse dore de Roma, y entre ellos, muchos a
quienes Csar considera amigos suyos. Tiene que leer ese expediente en seguida, esa misma noche. Su lectura lo decidir a utilizar la carreta de bueyes de Terencio
Scaper.
Raro coge el expediente y se pone en camino. Los pasillos estn casi a oscuras; desde el ala opuesta llegan canciones de los centinelas borrachos. En la entrada al
atrio montan guardia dos negros gigantescos. No quieren dejarlo pasar. Y no entienden lo que les dice.
El joven intenta ir en otra direccin; el palacio es enorme. All tambin hay centinelas negros que le cierran el paso. Hace la prueba en corredores y jardines
interiores a los que se accede escalando ventanas, pero todo est acerrojado. Al volver a su habitacin, completamente exhausto, Raro cree reconocer la silueta de un
hombre en el extremo del pasillo. Es uno de sus perseguidores.
Presa del pnico se precipita a su habitacin y atranca la puerta. No enciende ninguna luz y se asoma a la ventana que da al patio. All, frente a su ventana, ve al
segundo hombre sentado. Siente un sudor fro.
Se queda un buen rato a oscuras en su habitacin, con el odo atento. En algn momento llaman a la puerta, pero Raro no abre. Y no llega a ver, por lo tanto, al
hombre que se aleja despus de esperar un rato ante la puerta: Csar.
Desde la medianoche, la carreta de bueyes de Terencio Scaper aguarda frente al prtico sur. El veterano solamente ha dicho a su mujer y a sus hijos que estar
unos das fuera de Roma porque tiene que entregar un recado. Que Lucilia y su madre fueran a casa de Raro, quien cuidara de ellas.
Pero aquella noche nadie se presenta en el prtico sur dispuesto a subir a la carreta.
En la madrugada del 15 de marzo comunican al dictador que su secretario ha sido asesinado la noche anterior en el palacio. La lista con los nombres de los
conjurados ha desaparecido. Csar se encontrar con los portadores de esos nombres esa misma maana en el senado y caer abatido por sus puales.
Una carreta de bueyes, conducida por un viejo soldado que es a la vez un arrendatario arruinado, emprender el regreso a una posada de las afueras de Roma,
donde lo aguarda una pequea familia a la que el gran Csar adeuda trescientos sestercios
Los dos hijos
En enero de 1945, cuando la guerra de Hitler se acercaba ya a su fin, una campesina de Turingia so que su hijo la llamaba desde el campo, y, al salir al patio
ebria de sueo, crey verlo junto a la bomba de agua bebiendo. Pero al dirigirle la palabra se dio cuenta de que era uno de los jvenes prisioneros de guerra rusos que
realizaban trabajos forzados en la granja. Unos das ms tarde tuvo una experiencia muy extraa. Acababa de llevarles la comida a los prisioneros hasta un bosquecillo
cercano, donde tenan que desenterrar tocones, cuando, ya de regreso, mir por sobre el hombro y vio al mismo joven prisionero un ser de aspecto enfermizo con
la cara vuelta hacia la escudilla de sopa que alguien le alcanzaba en aquel momento, y ese rostro desilusionado se transform de pronto en el de su propio hijo. Durante
los das siguientes se repitieron con ms frecuencia esas visiones, en las que el rostro de aquel joven se converta, repentina y fugazmente, en el de su hijo. Un da cay
enfermo el prisionero, que qued tendido en el granero sin que nadie cuidara de l. Un impulso cada vez mayor de llevarle algo nutritivo se fue apoderando de la
campesina, pero se lo impeda su hermano, un invlido de guerra que estaba a cargo de la granja y trataba rudamente a los prisioneros, especialmente en aquel
momento en que todo empezaba a desmoronarse y la aldea comenzaba a sentir miedo de los prisioneros. La misma campesina no poda desor los argumentos de su
hermano; no consideraba en absoluto justo ayudar a esos seres infrahumanos, sobre los que haba odo decir cosas escalofriantes. Viva angustiada por lo que el
enemigo pudiera hacerle a su hijo, que se hallaba en el frente oriental. De modo que an no haba realizado su medio propsito de ayudar a aquel desamparado,
cuando una noche sorprendi en el huertecillo nevado a un grupo de prisioneros discutiendo acaloradamente pese al intenso fro, pues sin duda haban elegido ese sitio
para evitar que los descubrieran. El muchacho tambin estaba presente, tiritando por la fiebre, y fue probablemente debido a su extrema debilidad que se asust tanto
al verla. Y en medio de su espanto volvi a producirse la extraa transformacin de aquel rostro, de suerte que la granjera reconoci una vez ms las facciones de su
hijo, esta vez desencajadas por el miedo. Esto le dio mucho que pensar, y, aunque fiel a su deber inform puntualmente a su hermano sobre la discusin que haba visto
en el huertecillo, decidi, pese a todo, darle a escondidas al joven la corteza de tocino que ya le haba preparado. Como tantas buenas acciones realizadas en el Tercer
Reich, tambin sta poda resultar sumamente difcil y peligrosa. En ella tena a su propio hermano como enemigo, y tampoco poda estar segura de los prisioneros de
guerra. Sin embargo, le sali bien. Y, de paso, descubri que los rusos planeaban realmente darse a la fuga, pues a medida que avanzaba el ejrcito rojo, creca
diariamente el peligro de que los trasladaran ms al Oeste o simplemente los liquidaran. La granjera no pudo desatender ciertos deseos del joven prisionero al que se
senta unida por su extraa experiencia, deseos que ste le expuso valindose de gestos y de un alemn rudimentario, y acab dejndose envolver poco a poco en
los planes de fuga. Le proporcion una chaqueta y una gran cizalla. Curiosamente, a partir de entonces no volvi a producirse ningn tipo de transformacin en el rostro
del muchacho, y ella se limit a ayudar al joven extranjero. Grande fue, pues, su sorpresa cuando una maana de finales de febrero llamaron a la ventana y, en el
crepsculo matutino, pudo ver el rostro de su hijo a travs del cristal. Esta vez s que era su hijo. Llevaba el uniforme de las SS hecho jirones, su unidad haba sido
aniquilada, y, muy excitado, dijo que los rusos estaban slo a unos cuantos kilmetros de la aldea. Sobre su regreso haba que guardar el ms absoluto secreto. En una
especie de consejo de guerra celebrado entre la granjera, su hermano y su hijo en uno de los rincones del desvn, decidieron deshacerse de los prisioneros de guerra,
pues posiblemente hubieran visto al hombre con el uniforme de las SS y era previsible que hicieran alguna declaracin sobre el trato recibido. Cerca de all haba una
cantera. El hombre de las SS insisti en que esa misma noche deberan sacarlos uno a uno del granero y liquidarlos. Luego podran arrojar los cadveres en la cantera.
Por la noche les ofreceran varias raciones de aguardiente cosa que, segn el hermano, no les llamara mucho la atencin, pues tanto l como los peones de la granja
se haban mostrado ltimamente muy amables con los rusos, para as predisponerlos en favor suyo al ltimo momento. Mientras elaboraba su plan, el joven de las SS
vio que, de pronto, su madre empezaba a temblar. Los hombres decidieron entonces no dejarla acercarse ms al granero. Y ella, muerta de miedo, se puso a esperar la
noche. Los rusos aceptaron el aguardiente con aparente gratitud, y la mujer los oy cantar, borrachos, sus melanclicas canciones. Pero cuando su hijo se dirigi al
granero a eso de las once, los prisioneros haban desaparecido. Haban fingido su borrachera. Precisamente la forzada amabilidad de los habitantes de la granja los
haba convencido de que el ejrcito rojo deba de estar muy cerca. Cuando llegaron los rusos en la segunda mitad de la noche, el hijo yaca borracho en el desvn,
mientras la campesina, presa del pnico, intentaba quemar el uniforme de las SS. Tambin su hermano se haba emborrachado, de modo que ella misma tuvo que
recibir y dar de comer a los soldados rusos. Lo hizo con cara de piedra. Los rusos partieron a la maana siguiente; el ejrcito rojo prosegua su avance. El hijo,
ojeroso, pidi entonces ms aguardiente y expres su firme intencin de abrirse paso hasta los restos del ejrcito alemn, que ya se bata en retirada, a fin de seguir
luchando. La campesina no intent explicarle que seguir luchando equivala a una muerte segura, sino que, desesperada, se tir al suelo ante l y trat de retenerlo
fsicamente. Pero l la arroj violentamente sobre la paja. Al incorporarse, la mujer sinti una vara en la mano y, tomando impulso, golpe con ella al furibundo mozo,
hacindolo caer por tierra.
Esa misma maana, una campesina detuvo su carreta de adrales frente a la comandancia rusa del villorrio ms cercano y entreg a su hijo, atado con cuerdas de
pies y manos, a fin de que, segn intent explicarle a un intrprete, salvara su vida como prisionero de guerra.
[Historias de Eulenspiegel]
Nuevo, viejo, nuevo, qu cosa es un huevo?
Eulenspiegel era hijo de un campesino, pero no tena absolutamente nada que ver con la guerra de los campesinos contra los grandes seores. Ejerca celosamente
su modesto oficio de volatinero en las ferias, y a menudo acallaba su hambre montando bufonadas en las que timaba a los lugareos como un autntico engaabobos.
Pero un da le ocurri un incidente tan enojoso que jur vengarse de los grandes seores y, sin pensrselo demasiado, se puso de parte de los campesinos. En una
encrucijada, no muy lejos de la ciudad de Weinsperg, no pudo apartar a tiempo su minsculo carrito tirado por un burro y oblig a detenerse a una carroza gigantesca
en la que viajaba un noble. El seor conde lo hizo conducir a su presencia y lo increp por la utilizacin desfachatada del camino carretero. Uno de los criados, que
estaba particularmente enfadado, seal una canastilla con huevos que el volatinero tena en la mano y coment que seguramente por salvar esos huevos haba detenido
al seor conde. En efecto, Eulenspiegel haba cogido la canastilla al ver que la carroza se acercaba a gran velocidad. La haba conseguido embaucando a los
campesinos del pueblo de Dingsmhl en una exhibicin. Era su nica ganancia del da.
Al suelo esa canastilla! orden el conde al cmico en tono imperioso. Ya te ensear a poner tus huevos por encima de m. Y ahora mtete en la
canastilla! Rpido!
Los criados obligaron a Eulenspiegel con sus lanzas a subirse a la canastilla y pisotear los huevos. Y mientras lo haca, Eulenspiegel iba murmurando lo siguiente:
Nuevo, viejo, nuevo,
qu cosa es un huevo
frente al conde de Pfingsheim?
Al principio esto lo oyeron slo los criados, pero todos vieron cmo el volatinero pisaba los huevos con una fruicin y rapidez siempre mayores, de suerte que al
final pareca estar bailando, y todos, incluido el seor conde, sintieron un extrao malestar. Este vena huyendo de Weinsperg, sitiada por los campesinos, para
integrarse en la Liga Suava, que se estaba organizando contra las victoriosas huestes campesinas. Con aire sombro dio orden de continuar. Pero Eulenspiegel sac a su
burro de la cuneta y le dijo:
Johannes, t hubieras aceptado que un gran seor nos reclamara unos huevos ganados con tanto esfuerzo, y, hablando con franqueza, yo tambin. Pero t
hubieras aceptado igualmente que los pisoteara hasta hacerlos papilla, y yo, en cambio, no.
Y, en efecto, despus de este incidente Eulenspiegel se dedic a cantarles la cartilla a los seores cada vez que poda.
Las mujeres de Weinsperg
Todo el mundo conoce por los libros de lectura la conmovedora historia de las fieles mujeres de Weinsperg, que sacaron a sus maridos de la ciudad sitiada
llevndolos a hombros. Pero Eulenspiegel estuvo all presente y vio a las mujeres que llegaban con su carga al campamento de los campesinos. Es totalmente cierto que
stos haban autorizado a las mujeres a sacar de la ciudad los bienes que ms apreciaran, siempre que pudieran cargarlos sobre sus espaldas. Pero cuando les revisaron
los sacos comprobaron que las ms listas to llevaban en ellos al marido, sino algo ms difcil de sustituir como es la ropa de cama, y que tampoco haban salvado al
obispo, sino los instrumentos de medicin hechos de oro puro y mucho ms valiosos. De pie junto a la puerta de la ciudad, Eulenspiegel le haca una reverencia a toda
mujer que no llevara a un ciudadano en su saco.
Eulenspiegel predice que las promesas
de los seores vencidos
no merecen gastar la plvora en salvas
La alegra de los campesinos por su victoria en Weinsperg fue muy grande. Creyendo haber ganado ya la guerra se aprestaron a volver a sus casas para iniciar las
siembras de primavera. En el curso de una extraa ceremonia obligaron al magistrado de Weinsperg a suscribir solemnemente los doce artculos propuestos por ellos
mismos y a comprometerse a vivir en paz con ellos durante ciento un aos. Cuando, antes de dispersarse, los campesinos celebraron este triunfo sobre los seores con
2.000 arcabuzazos, Eulenspiegel se sorprendi de que gastaran su plvora por semejante timo, y les predijo que muy pronto echaran de menos esa plvora. Y, en
efecto, tuvieron que pagar muy caro el haber deshecho su ejrcito para irse a sembrar, pues los seores pudieron as organizar un ejrcito seorial y cuidar de que ese
mismo otoo la cosecha volviera a los graneros seoriales.
Eulenspiegel mdico
Retenido por unos negocios, Eulenspiegel lleg a la aldea de Murthal cuando la comitiva del prncipe ya haba pasado. La aldea haba sido siempre muy pobre,
pero esta vez los visitantes haban arrasado con todo, de suerte que Eulenspiegel no encontraba nada que comer. Y de pronto descubri un pollo en una granja. Llam
a la puerta y le abri un viejo. En la casa slo se haban quedado el viejo y la campesina, que estaba enferma en su cama; los hombres se haban ido al campo.
Veo que estis enferma dijo el volatinero a la campesina. Tal vez pueda ayudaros; soy el mdico de cabecera del conde von Geerten y, a primera vista, veo
que padecis del morbus immensus spitaliter. Tenis algn pollo en casa?
Como los campesinos no respondan, Eulenspiegel sigui diciendo con aspecto preocupado:
La enfermedad del morbus divinus hospitalis es producida por el agotamiento. Estoy seguro de que os sents agotada.
S que lo estoy dijo la mujer, y no es de extraar; hay que arar el campo y yo tengo que tirar del arado. El buey se lo llevaron los prncipes.
En el caso de la condesa von Geerten dijo Eulenspiegel con aire pensativo, el agotamiento se debi al exceso de bailes. Se hubiera muerto en tres das de
no haberle yo recetado la nica medicina apropiada. Una vez ms: tenis algn pollo en casa? Pensad bien la respuesta, pues muchas cosas dependen de ella.
No dijo el anciano, pero la mujer intervino:
Trelo.
Y cocnalo aadi Eulenspiegel.
Llama a la vecina dijo la campesina; que lo cocine ella.
Un momento dijo Eulenspiegel. Los que lo cocinen tienen que ser dos, como mnimo. En general, me gustara que mucha gente viera lo que la medicina es
capaz de hacer en estos casos.
Cuando el pollo estuvo cocido y la habitacin llena de campesinas, Eulenspiegel se sent a la mesa y empez a comerse el ave al tiempo que reparta consejos.
Cundo bailaste por ltima vez? pregunt a la enferma.
El ao pasado, en la feria respondi la campesina.
Aj! mascull el cmico llevndose un ala de pollo a la boca. Lo primero que le prohib a la condesa von Geerten, que padeca de la misma enfermedad,
fue bailar en demasa. Lo mismo te digo a ti. Adems, me acabas de decir que tiras del arado, y esto es algo que tambin le prohib terminantemente a la condesa von
Geerten, como te lo prohbo ahora a ti. Para su curacin prescrib a la seora condesa un pollo diario. Lo mismo te receto ahora a ti, pues a los ojos de la medicina no
hay ninguna diferencia entre la ms refinada de las condesas y t, ya me entiendes: los estmagos son los mismos.
El nico pollo que tenamos es el que te ests comiendo ahora mismo dijo el viejo enfadado.
Ya entiendo replic Eulenspiegel y se apresur a devorar su comida. Pero seguro que tendris algo nutritivo. Tenis vino tinto?
No dijo el anciano, puedes tomar agua si tienes sed.
No lo he preguntado por m repuso Eulenspiegel, sino por la enferma; por mi parte estoy satisfecho.
Y se levant.
Si no tenis vino podis darle queso, aunque puede que tampoco tengis bastante queso tras la visita de los prncipes, que se llevan cuanto necesitan. En ese
caso os recomiendo t de salvia.
Cuando Eulenspiegel hubo dado este consejo y se dispona ya a abandonar la casa, una campesina particularmente tonta dijo:
T de salvia s que tienes, Trine, est junto a tu cama.
Pero las otras campesinas lanzaron miradas torvas y una de ellas dijo:
Es esto todo lo que puedes decirnos a cambio del pollo?
Mi estimada seora le respondi Eulenspiegel, si no podis daros el lujo de comer algo slido de vez en cuando, jams acabaris con las enfermedades. Y
si no podis costearos un mdico, moriris a causa de ellas.
Aquello fue demasiado para las campesinas, que en el acto vapulearon al presunto mdico en la habitacin de la enferma. Pero al proseguir su camino, el cmico
dijo: Ms vale vapuleado que hambriento. Y las campesinas de Murthal comentaron: Los mdicos de los grandes seores no son mejores que los grandes seores,
comentario con el que Eulenspiegel estuvo de acuerdo.
Eulenspiegel juez
Eulenspiegel se enter de que en una aldea iba a celebrarse un juicio, pero que el magistrado no podra asistir porque haba cado enfermo. Y decidi presentarse
como juez, sobre todo porque haba odo que esa aldea no quera saber nada con la guerra contra los grandes seores. Durante la audiencia condujeron ante l a un
campesino que, en una borrachera, le haba roto el espinazo a una mujer con un gran leo. Cuando se hubo probado el delito, Eulenspiegel llam con gestos solemnes a
su aprendiz, de nombre Steppke, y tras susurrarle algo al odo, lo envi a hacer un recado. Luego se volvi hacia el campesino y le dijo:
Para defenderte alegas que, en tu borrachera, creste que era tu propia mujer y, por consiguiente, te sentiste con derecho a vapulearla a discrecin. Tu caso
demuestra claramente lo grave que es emborracharse al punto de ya no reconocer ni a su mujer. Tendr que imponerte una sancin, y ya slo queda por saber el
monto de la misma.
Y al decir esto se puso en pie y mir muy ostentosamente alrededor, por si su aprendiz hubiera regresado. Y as fue, pues en aquel preciso instante llegaba Steppke
a la carrera y, detenindose a unos diez pasos de Eulenspiegel, y pese a los gestos con que su maestro finga darle a entender que los dems no deban orlo, grit en
voz alta:
Excelencia, la seora juez os manda decir que ha llegado el vinatero y que el precio del vino de Falerno es de cinco florines.
Eulenspiegel carraspe y pronunci un breve discurso:
Para determinar el monto de tu sancin desde el punto de vista jurdico hemos de comprobar objetivamente si recogiste simplemente el leo del suelo o lo fuiste
a buscar al cobertizo. En el primer caso podramos considerar que no hubo premeditacin propiamente dicha y rebajar la multa a tres florines. Pero si cogiste el leo
En este punto interrumpi un testigo al juez y declar que, de hecho, el leo haba estado en el suelo, junto al acusado. Eulenspiegel pareci un poco molesto por
esta declaracin, y pregunt en tono severo al acusado:
Era el leo de pino o de roble?
De pino respondi el acusado.
Mal asunto dijo Eulenspiegel. Si al menos hubiera sido de roble! Con qu fuerza habrs pegado para romperle el espinazo con un leo de madera blanda!
Cinco florines!
Cuando el falso juez hubo cobrado los cinco florines y se hallaba ya en camino, los campesinos an seguan comentando el fallo, como haba esperado
Eulenspiegel, y algunos se mostraron muy disconformes.
Notas
[1]
Esta historia tambin fue rectificada por Franz Kafka. Parece ser que en los ltimos tiempos resulta francamente increble! <<
[2]
Sangre griega parece no haber tenido Ui, ya que los propios griegos, sin escatimar gastos ni esfuerzos, han llevado a cabo investigaciones concienzudsimas y
demostrado que no perteneca a su raza. <<
NOMBRE DEL AUTOR, lorem ipsum dolor sit amet, consectetur adipiscing elit. Nunc vel libero sed est ultrices elementum at vel lacus. Sed laoreet, velit nec congue
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