La Cacería, Fernando Alegría

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LA CACERA Fernando Alegra Un da, una tarde ms bien dicho, cuando todo ha terminado y en los corredores ya no se oyen los

pasos y, en cambio, se aposa ese olor aejo de aire viciado, ropa y t abaco, que es el aliento de los ascensores y despachos, y los focos amarillos va n hacindose blancos y la torre suelta unas pocas campanadas en el aire inmvil del otoo helado que cubre las colinas y los pinos y los altos edificios de cemento ll eno de luces y, en una palabra, algo pasa que es el cambio del tiempo, una hora azul que durar tan slo un instante y despus un resplandor rosado, el profesor Lowen thal conversa con un estudiante. Lowenthal, hombre alto, lento enorme cabeza de un rubio oscuro, melenudo, de gra ndes ojos azules, dormidos, un poco inclinado sobre el joven, como echndole su al a sobre los hombros, cubrindolo sin tocarlo, pues el joven est hecho de algo sin r ealidad aparente, un gozo absolutamente virgen, un callado entusiasmo que mueve todo lo que a esa hora despierta en el mundo; y este joven moreno, en mangas de camisa, de rostro muy abierto, cejas espesas, la boca sonriente, las manos cruza das sobre el mentn, observando ese otro rostro curtido, rojizo, el antebrazo vell udo, los dedos que accionan indicando un tanto, pero resolviendo asimismo y dete niendo, oprimiendo la pipa, y el humo azul, aromtico, formando cortinas ante el m undo que, de cosas comunes (afuera: un escao bajo los magnolios; adentro: muchos libros, el cenicero, el cartapacio, el reloj, un retrato; afuera: un camin amaril lo que cruza y desaparece, una joven acostada en el paso, dos ancianos tomados d e la mano al borde del abismo, un oscuro y borroso jardinero hundiendo los brazo s en la tierra esponjosa de hojas secas), va formulando rtmicas verdades, no en v oz alta y con relieves fuertes, sino en blandsimos acordes, ondas que abrazan al profesor y al estudiante como a dos bellos, raudos nadadores en el dorado sol de medianoche, y la vida de pronto adquiere una dulzura profunda y un sentido impr evisto, claro, puro, que va por los dos rostros hasta la garganta y se extiende y los ilumina, y afuera no est pasando nada, las campanadas del reloj cesaron, no hay pasos ya y por las ventanas, de par en par abiertas, entra impetuoso el vie nto de los eucaliptus: va a haber una revelacin. Entonces se abre sigilosamente la puerta. Aparece un sujeto vestido de cazador. La gorra le tapa la frente. Lanzan destellos los anteojos. Lleva un fusil en las manos. Apunta mal, precipitadamente y dispara. El grueso golpe de municio nes le abre un hoyo al joven en la espalda y por ese hoyo de la camisa se derram a un violento y grueso chorro de sangre oscura. El cazador vuelve a disparar y, esta vez, las municiones dan en el rostro del profesor y le vuelan la mandbula, y en la oficina queda un solo ojo abierto, desolado, sin pestaas, observando. El cazador sale, cierra la puerta y corre a comprar los peridicos. Examina cuida dosamente los titulares, se impacienta, lee los pequeos anuncios y mensajes perso nales. Desesperado, arroja los diarios al suelo. Va en persona a contratar un aviso. Escribe: "Acto de guerra ocurrido esta tarde ofrcese al mundo en forma gratuita. Devolver los cuerpos condecorados". Rompe este aviso y pone otro: "Dios sali a comer: Volver a contar los muertos". **

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