La Vuelta - Doc Marco Antonio Rodriguez Ecuador
La Vuelta - Doc Marco Antonio Rodriguez Ecuador
La Vuelta - Doc Marco Antonio Rodriguez Ecuador
George Bataille
1941). En ensayo ha publicado Rostros de la actual poesa ecuatoriana (1962), Benjamn Carrin y Miguel ngel Zambrano (1967), Palabra e imagen (1999). En cuento: Cuentos del rincn (1972), Historia de un intruso (Premio al mejor libro en castellano en la Feria Internacional del Libro, Leipzig, 1977), Un delfn y la luna (1985), Jaula (Premio Nacional Joaqun Gallegos Lara, 1991) y Cuentos breves (1999).
Marco Antonio Rodrguez (Quito,
Entra a su dormitorio a pedirle una vez ms que sea indulgente con l y con su madre, que olvide el crimen de mam por repetir la sopa de ayer sbado. Pero ella est de espaldas a su ruego, la cabeza recluida en la escafandra de los rizadores, las manos encremadas. A la luz de la veladora, l adivina la mascarilla que apenas deja libre un segmento de su vana apariencia de pez en el agua. No atina a acostarse a su lado, juzgando que no tiene ms que decir lo que ya ha dicho tantas veces, o a salir para retornar despus de una o dos horas, luego de embaucarse fingiendo leer revistas atrasadas de boxeo. Al girar hacia el corredor, presiente el aroma casi astral de los cosmticos y la grieta obscena del espejo, idntica a la suya. Cierra la puerta con la misma inquietud con que la abri, pero en ese instante, ella manotea la luz como si fuera una nube de polillas, tose dos veces. l resulta monigote encorvado al vaco, soldada la mano derecha al manubrio, atento al maligno rumor que ella desata en el aire de la casa. Hace fro, y ms al franquear el pasadizo que conduce al cuarto de su madre. Perplejo, se asoma al milagro triste oliva de sus ojos cerrados. Ms all, expiran sus trofeos sometidos por el polvo. Ya en la calle, se inclina para amarrar sus zapatos. El buzo claro, de red, descubre el cuello tensado por anchas venas. Luego estira la cabeza y sacude las manos, aspira y devuelve el aire por la nariz. A trote lento, desciende San Juan, hostigado por las esculidas luces de las tiendas, las jorgas de mozos esquineros que an lo conocen y le abren paso, las picanteras que divulgan sus olores raspantes. Al llegar a La Merced, en el relumbre de la ltima cpula de la iglesia, cree ver la insulsa sonrisa de Ceferino Congo, el negro sordomudo que vivi cien aos
cuidando el colosal reloj de los frailes. Cuando Ceferino muri, aseguraba el lego Valenzuela en las clases de Catecismo, no hubo modo de echar a andar el reloj. Atraviesa San Francisco y la 24 a la altura de la venta de ilusiones. Trepa la cuesta de las contaduras y da a la Huscar. Desfalleciente, se esconde de una forma lamentable, oprimindose contra una puerta. Apenas repara en los bultos en que se apilan cucarachas sobre los merenderos, en el bronco navajeo de su chillera que desgarra el vientre calamar de la noche. Respira a doble y veloz ritmo, atirantando la cabeza hasta que los tendones del cuello le brincan como liebres mojadas. (Mortificar sus msculos y probar que an estn briosos o merodear por sus dispersas alegras como un jaguar enjaulado por su extraviada libertad, le bastaba para volver a su rutinero conformismo, pero ahora su voluntad se le escabulle como el cardaje de un juguete arruinado.) Le atormenta la idea de que alguien lo reconozca. O quiz si regresa a casa. O busca a sus amigos. O va a olvidarse frente a una de Lima y los pasillos. Un impulso rooso, igual que el tufo que est medrando a su lado, le cruza los nervios. Exasperado, registra los bolsillos y junta todo el dinero que encuentra. Dos fuerzas lidian en l, ambas confusas: una compulsiva pero excesivamente blanda, y otra semejante a una corpulencia spera y despiadada con la cual el tiempo se confabula. Por ms que revuelve el naipe oscuro de su cerebro, no halla otro remedio para su insufrible abatimiento que aquella venganza que en los ltimos meses allana su sangre en un anuncio de muerte pastosamente calculado. El vaho de concho de cerveza, humarada de tabaco y sudores clandestinos de La Esperanza penetran en sus pupilas. Hay poca
gente en el saln, l recuerda la palabra domingo, todos hombres, menos una mujer seca que bebe sola en una mesa del fondo. Las paredes estn cubiertas por una costra interrumpida a trechos por rasguos de sexos o corazones ensartados por frases remordidas. Detrs de la barra, la figura revoltosa del cantinero se escurre hacia su direccin. Es un hombre nervioso como una lagartija, la cara enmostada por los trasnochos, con un gorro felpudo gambetendole en la cabeza. Da saltitos pendejos, ondea su mantel, parpadea como un bendito. Le grita campen y su grito vadea las notas empasteladas de una cumbia que rompe desde la rocola. Nadie ms advierte su presencia, pero l siente un arrebato reconfortante y entra soplando sus msculos. Al llegar a la barra, el hombrecito del gorro le ataranta con el fuego cruzado de turnos de aguardiente y adulos pueriles. l bebe a destajo, callando los halagos del cantinero. Le sobresalta un manotazo en las espaldas. Maneja el taburete en redondo, enacerando las mandbulas y dilatando los prpados amortiguados por los primeros tragos. Es Cachorro Cspedes, su viejo dolo: una claudicante mole gris, casi borrados los ojos por la grasura y un enredo sucio de pelusas en la nuca. Campen, se dicen, entregndose en un abrazo inacabable, grvido de complicidades secretas. Todava campen?, le burbujean las palabras a l. Todava, muchacho, contesta el viejo, acaricindolo con un simulacro de jab al mentn. Se instalan en una mesa cercana a la de la mujer. Cachorro garantiza: es la Tuerta Moncayo, la hija del coronel Arcentales. En sus buenos tiempos, la llambamos la Langosta, porque tena la comida atrs. Rey conoce la
carambola como todos los del barrio, sin embargo, re y ve a la mujercilla con desparpajo. Le intimida la mirada de su ojo desamparado, el muequeo de su boca lacre y desdentada, pero se queda mirndola. Cachorro le disipa amagando golpearlo con sus puos migajosos. Es como entrar en la Arenas, slo que sin pblico, chistosea. Ya, re Rey sobrndose campeonamente contra el espaldar de la silla. Los borrachines lo regresan a ver, tmidos, involuntarios y se contagian de su risa. Cachorro pide una de Cristal y cigarrillos, Rey que le pongan en la rocola Tormentos y rebelda. El cantinero va de un lado a otro, complacindolos, batiendo las piltrafas de sus nalgas. Cachorro se amontona en el asiento, ensambla las rayas de los ojos, abarquilla los labios, prende la velita de la azotea, dice: los buenos tiempos, muchacho, son los que le calientan las piernas, los golpes en cambio le curten el alma. Ahora empuja su cara centeno cortado a la mitad de la mesa, tumba un vaso con la zurda, le vuelve a su sitio, leonea: sabe, Rey?, tome y le enseo: un boxeador es un petardo, chispea poco, cuatro o cinco aos, en los otros asimila el castigo, en los dems se faja con la vida si ha dejado entero al hombre. Tormentos y penas rasgan ayayayayayayayay, mi pecho, mi pecho despedazado... Todava no hay mosca que se le pare encima, Rey, por qu no vuelve, o si no, bsquese un negocio propio, sigue filosobarreando Cachorro, y su corazn corcho lamido reflota sobre las palabras, a m no me va mal con las papas fritas, deje de ser perro guardin de los polticos, yo s lo que le digo, no son de los nuestros, Rey, todo sern, pero no son de los nuestros. Otra tengo a quien querer, discreta y mejor que vos, no sabe engaar a dos... Rey no atiende al fraseo
admonitorio del nico hombre que ha admirado en su vida, aunque encubre una sonrisa al aire su indiferencia. Le falta tiempo para beber y pensar. Piensa en los das atascados de sol cuando ella y su madre le alistaban el maletn, sacudan la capa felpuda, ordenaban sus zapatillas, los zoquetes, las vendas curadas, y ya afuera, en medio del chirreo de pjaros de los nios que braveaban por llegar a l, rompa contento el muro protector erigido por sus ayudantes y adelantaba el sonrojo nico de la gloria, besando los labios frescos y ansiosos de ella, seguro de que tena el mundo en sus puos. Piensa en las peleas de su vida, mientras Los Potolos blasfeman cojonudamente: Seor, no estoy conforme con mi suerte, ni con la dura ley que has decretado.... ngel Rey Clonares vs. Dinamita Altamirano, Eugenio Pedroza, Duque Olivares, Bocn Lobato, Marvin Curry, Charlie Leo Hagler. ... pues no hay una razn bastante fuerte para que me hayas hecho desgraciado... l siempre de lado, cazurro, su guardia constante, la mano izquierda en alto, la derecha a medio cuerpo, usando sus ganchos terremotos o su un dos que los rivales saban eran anestesia de hospital. ... y no has querido orme y no has podido... Ahora atrapa su figura agradable de los carteles de feria, ms bien de profesor de baile que de boxeador: el pelo zambo, la frente adusta, la nariz y el mentn finos, las cejas engalladas, los ojos chiquitos y tunantes. ... revocar tu sentencia y mi condena... Piensa en la piel ligeramente mulata de ella, pero a la altura de su pecho. ... Ya saldar mis cuentas cuando pueda..., y como si una lmpara alumbrara desde adentro, brotndole una blancura tibia y carnosa. ... devolverte la vida que me diste. Y las manos del otro poseyndola.
Beben hasta la madrugada. Derrotados, jubilosos. Jurndose amistad eterna, simulando raudos combates, hablando de los tiempos idos y del mezquino negocio de la vida, confindose sus tugurios secretos, Cachorro jorobando a los pocos gatos que beban esa noche en La Esperanza, meneando su espesor de armario de tres cuerpos para remedar al cantinero, Rey, manteniendo su cach de bebedor imborrachable, sumiendo de rato en rato su mirada en un punto indefinido de la estantera y rechinando sus dientes, ambos dejando que la msica los penetre y hurgue con sus garitas de tristeza las enjutas matas de sus pechos. Rey acomoda a su amigo en la trastienda, sobre un improvisado catre de peridicos. Garabatea un vale. Escoge los puchos ms fumables. Se zarandea el pelo. Al salir, ve a la Tuerta Moncayo cabeceando en el umbral del saln. Puta suerte, masculla. En la semipenumbra de la calle, su imaginacin comienza a disfrutar los pormenores de su venganza. Entonces, emprende el regreso. Al principio observ el carro, inofensivo y lejano, presto a esfumarse en cualquier momento por los recovecos de la vecindad. Ms tarde lo percibi a pocas cuadras, perdiendo el miedo, espiando ladinamente los contornos de su casa. Despus palp su existencia como una peligrosa aunque ambigua realidad, agresiva, piafante, bocinando las demoras de Bertha, y Bertha corriendo afanada, ya me fregu, ngel, ya me fregu, ya lleg el jefe, bajando como un soplo la gradera, ya me fregu, ngel, ventendose las uas recin esmaltadas. Y l avanzando a la ventana, faltndole el aliento, apretando su viciosa angustia contra el corazn, como hara con el recuerdo de su mujer.
Por la Cruz Verde, una tropa de ebrios viene en su rumbo. l sospecha de su catadura y trata de eludirla. Es tarde. Los rateros lo atropellan, chicotean el aire con sus rdenes, lo desconciertan con sus pasos de farra trgica. Soy ngel Rey Clonares, hijueputas, grita y busca gallina ciega un sitio vulnerable, pero siempre se estrella con un tapial de rabiosos empellones. Le sujetan los brazos y cachean sus bolsillos. Est pelado!, informan los bolsiqueadores. Cabrn!, alla un hombre aarrado y giboso, asestndole un puntapi en la boca del estmago. ngel cae ovillado. Soy ngel Rey Clonares, rezan sus labios. Se despierta sufriendo un dolor implacable en los huesos, como si le hubieran molido en una rotativa. Con su ojo derecho, que es el nico que puede abrir el volumen de una moneda, divisa un insignificante horizonte de luces fugitivas. Ningn pensamiento es capaz de aclarar su mente. Detrs de l, todo ha prescrito sin exigencias, pero en su jirn de tiempo ya remoto y devengado, porfa el cuerpo de una mujer desbaratada por sus golpes. Slo eso. Sin embargo, an le anima su siniestra decisin. Poco a poco, en lugar del dolor se le aloja una sensacin de amenidad y termina por sonrer, a pesar de que el gesto vuelve a recordarle que nunca ms ser el mismo. Piensa en la Pantera Roda parcelada en decenas de cubitos. Se detiene en aquel que guarda uno de sus ojos tal vez el derecho, y mira cmo desde l la Pantera llora los fragmentos de su cuerpo, perdidos en las secuencias anteriores. Se incorpora a medias. Arrimado a la pared, intenta adelantar, consiguiendo un bamboleo de animal escombrado. Y t que te creas el Rey de todo el mundo..., canta en su cabeza la Pantera vestida de charro mexicano.
Ella est en la misma posicin en que la dej. l se desviste con dificultad. Entra luego en la cama, despacio. Sube la bata de dormir de su mujer y desliza el mnimo calzn de seda, arrollndolo hasta cerca de las rodillas. Del rostro se encarga ella con expertos aunque lerdos movimientos, en tanto dibuja un mohn de aburrimiento en su boca, sin abrir los ojos. l la cubre con su cuerpo y le dice al odo mi reina, penetrndola y detectando el inconfundible olor a miedo de su sangre.