Los espejos del cielo
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Los espejos del cielo - Juan Armando Sánchez
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
© Juan Armando Sánchez
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
ISBN: 978-84-1181-444-7
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A mis padres, Nohora y Darío, y a todos lo que corrieron la tierra.
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Imagen que contiene exterior, pasto, montaña, campo Descripción generada automáticamenteLagunas de Siecha
«Afrontados los dos campos, dieron luego muestras de venir al rompimiento de la batalla: la noche antes del día que pretendían darse la batalla se juntaron sus sacerdotes, jeques y mohanes, y trataron con los señores y cabezas principales de sus ejércitos, diciendo cómo era llegado el tiempo en que debían sacrificar a sus dioses, ofreciéndoles oro e inciensos, y particularmente correr la tierra y visitar las lagunas de los santuarios, y hacer otros ritos y ceremonias».
Juan Rodríguez Freyle, El Carnero (ca. 1636)
Prefacio
Entre los relatos escasos y olvidados sobre las costumbres de los muiscas antes de la llegada de los conquistadores españoles a Colombia, destaca uno en particular: ‘correr la tierra’. Juan Rodríguez Freyle, en su obra El carnero (ca. 1636), narra una historia transmitida de generación en generación por los descendientes del señor de Guatavita. En ella, los señores de Funza y Guatavita, bajo la intervención de los sacerdotes, resolvieron sus conflictos mediante un pacto que incluía ‘correr la tierra’ y visitar las lagunas sagradas, sacrificando oro e incienso a sus dioses. Según Rodríguez Freyle, esta carrera tenía cinco estaciones: Guatavita, Guasca, Siecha, Teusacá y Ubaque, relacionadas aquí como ‘los espejos del cielo’. El recorrido total abarcaba más de 14 leguas, aproximadamente 70 kilómetros, atravesando territorios montañosos y superando los 3000 metros sobre el nivel del mar en gran parte del trayecto. Miles de personas participaban en esta competencia, que se hacía por etapas, y los ganadores eran considerados héroes, celebrándose grandes festividades y ceremonias en su honor. Algunos corredores, exhaustos, perdían la vida en el intento, lo que indica el ritmo frenético al que se llevaba a cabo la carrera. Era una ceremonia de paz, un intento de equilibrar las fuerzas y rivalidades entre los poderes emergentes en aquella sociedad.
Esta historia, contada por Rodríguez Freyle, podría corresponder a la última versión registrada de la carrera en tiempos de los muiscas. Una carrera que amalgamaba el orden natural y social y que exhibía el espíritu deportivo que tanto admiramos, llevando al límite las capacidades humanas. En cierto sentido, se asemeja a las carreras de campo traviesa que realizan los corredores de ultradistancia en la actualidad, donde la brecha de género se desvanece en las competencias más largas. Los muiscas, capaces de transformar una amenaza de guerra en una justa deportiva, nos revelan una faceta distinta de su sociedad, en la que se aprecia su profundo respeto por los nacimientos de agua y el orden natural. Comprendían la interdependencia entre los ciclos solares y lunares, y la carrera era una forma de buscar un balance entre los liderazgos de sus sociedades.
Se presenta aquí la versión extendida y libre de un manuscrito entregado al autor por un conocido familiar cuya identidad quiere mantener anónima. Unas letras transcritas de generación en generación desde el siglo XVII tituladas «Sobre mi abuela» del puño y letra de una nieta de la protagonista, Íe, una indígena muisca de origen tegua, y ella una criolla identificada como M.D.J. Muñoz. El manuscrito justamente se ha conservado en la región de Zetaquira, Boyacá, pero sobre una historia de los muiscas de Cundinamarca y en donde parte de la historia incluye «correr la tierra». Muchos de los lugares tenían nombres ilegibles en lengua muisca, más por el deterioro de los años sobre la tinta y el papel que por la escritura, pero cuyos vacíos se pudieron interpretar con el contexto geográfico de Cundinamarca y las lagunas mencionadas en El Carnero y otras fuentes referenciadas al final. Se agregaron explicaciones e interpretaciones de los diálogos en lengua muisca incluidos en el manuscrito original, así como la voz en tercera de persona de la narradora. La traducción de las palabras en lengua muisca (muisca cubum) se obtuvo gracias a diversas fuentes que se listan en un glosario.
1. Guaia (Madre)
Imagen que contiene exterior, roca, rocoso, pasto Descripción generada automáticamenteDespierta y lo recuerda claramente. Es su primera memoria. Se presenta recurrentemente como el último sueño antes de abrir sus ojos. Y queda allí. Permanece en ella un buen rato. No solo es asombroso, sino que siente que la prepara para algo, alguna misión importante. Lo primero que recuerda fue llegar a Ubaque cargada por su guaia, su abuela Kashi, mi tatarabuela. Era de noche. Estaba sobre su espalda y tocaba la textura de sus dos trenzas de pelo que caían sobre sus costados. Su olor era intenso, había caminado todo el día. Ella paró y muy despacio la bajó de su espalda. Desde atrás, tomó sus dos manos llevándola hacia adelante. Luego puso la palma de sus manos en sus sienes dirigiendo su mirada hacia un lugar: la orilla de una laguna cuyas aguas estaban tan quietas que parecían un espejo donde el cielo se reflejaba y se veían, faguas —estrellas— brillar. Chíe empezaba a definirse con sus puntas hacia la puesta del sol. Justo cuando se detenían a ver esa hermosa luna, corría suavemente la niebla sobre el espejo de agua y la ocultaba. Sobre la superficie de la laguna se movían repentinamente algunas luces. Llegaron a pensar que los astros reflejados en esta laguna encantada de Ubaque se salían del agua.
—Íe —dijo Kashi— estas son chichigates, algo muy especial que tiene su luz propia.
Fue cuando por primera vez mi abuela conoció las luciérnagas. Allí termina este recuerdo que se le tornaba en un sueño. Me contaba que algunas veces la neblina era tan espesa que desaparecía el firmamento y el espejo, dejándola en un vacío eterno donde no sabía si el cielo esta arriba o abajo. Sentía algo de vértigo y se despertaba. Otras veces, las luciérnagas se dirigían sobre un grupo de estrellas y se mezclaban con estas en el agua, pero cuando trataba de definir cuál parte del cielo era, terminaba su sueño. Otras veces, veía como todas las luciérnagas se convertían en una gran fagua que destellaba muchos colores. Ese sueño la dejaba feliz por el resto del día. Luego, en las noches estrelladas trataba de buscar la configuración que le mostraban las luciérnagas, pero no lograba descifrarla. Quizás fue hace mucho tiempo y no lo recordaba bien, pero quiero empezar su narración con esa primera memoria.
Sus siguientes memorias eran sobre su nueva vida en este costado del altiplano. Ubaque queda en la falda del altiplano. Allí la gran sierra parece cortada por un trueno dejando ver las rocas de su interior y surcada por cascadas tan altas que mucha de su agua nunca cae y se vuelve niebla. Las flores allí siempre están salpicadas de agua. En la madrugada cae mucho rocío; el resto de la humedad viene con la niebla y, por supuesto, con las lluvias. Llueve mucho, pero también sale el sol. Una combinación que llena ese hermoso lugar del aroma de las flores. Esa reconciliación muestra casi todos los días el arcoíris. Ese mismo que se ve durante los atardeceres en la gran cascada y que alguna vez vio como la luna llena lo hacía también, como me lo contó ella. Desde su cercado, donde vivía, era fácil bajar hasta donde se unen los grandes ríos y trepar hasta lo más alto de los páramos. Lo mejor es el clima, ideal para todo tipo de cultivos y enormes árboles. Allí tenían sus bohíos debajo de la sombra de los grandes árboles, en especial el árbol de Ubaque, que con su savia roja lo cura casi todo. Allí, bajo esa buena sombra creció Íe aprendiendo la sabiduría de su abuela, que realmente fue su madre.
—Te pareces tanto a tu madre —dijo Kashi— que siento que ella vive aún. Tus ojos negros y rasgados, tu nariz recta y labios carnosos son iguales a los de tu madre. Esa fortaleza y agilidad tuya me la recuerda mucho.
—Nunca tendré otra madre más que tú —dijo Íe.
—Íe. —La llamó por su nombre mientras acariciaba su mejilla—. La guaia que te parió, mi chuta, fue tan hermosa y ávida de vivir como tú, siempre estará contigo. Murió tratando de regresar por ti, y su espíritu es el que nos da las fuerzas para seguir el camino, y de correr si es necesario.
En sus recuerdos, los caminos y las carreras eran una parte importante. Ambas tuvieron que correr muchas veces. Sus padres murieron corriendo y sus primeros recuerdos eran recorriendo los caminos y las montañas. Correr la liberaba, «así muriera perseguida, nadie me habrá quitado la libertad», decía. Pero no siempre se corre para huir. Se puede correr para tejer. Según Kashi, las arañas nos enseñaron a tejer. Ellas viven sobre el tejido y son las únicas que pueden tejer su propio camino. Por eso, cuando corrían, pensaban en tejer y en hilar. Piensan en un tortero que da vueltas y gira suavemente sobre una totuma mientras crece la madeja de hilo. Sentían su corazón impulsando al cuerpo, siguiendo el tejido que forman los caminos. Correr era lo único que las liberaba del afán y de los pensamientos que las atormentaban e inquietaban. Solo tienes un paisaje enfrente que se extiende infinitamente. Les cuento esto sobre correr porque será muy importante en toda la narración.
El nombre, Íe, significa ‘camino’; sobre uno de estos su madre la dio a luz y así la llamaron. Me encanta su nombre porque además es una palabra que significa muchas otras cosas importantes, como ‘harina’, ‘humo’ y hasta ‘la barriga de una mujer embarazada’. Íe bebió la leche de su madre por muchas lunas, pero poco la recordaba. Nació tegua, pero vivió casi toda su vida como muisca. Fue hija de teguas, hija de Kashi, la abuela que la crio, y esta es su historia, que es esa misma sobre el fin de los muiscas. Todo ha pasado muy rápido.
Mi tatarabuela Kashi llegó de donde se pone el sol junto con su familia arawak, siendo todavía chiquita; pero aún tiene las costumbres de sus ancestros. Según Íe, siempre llevaba su cara pintada como ellos los hacían; eso hacía ver su cara todavía más redonda. Su pelo era negro intenso y dos gruesas y largas trenzas se descuelgan en sus hombros. Su altura siempre sobresalía entre las mujeres muiscas de su edad y su figura se mantuvo esbelta con el paso de las cosechas. Su piel canela se veía también más firme y solo unas arrugas en su frente y sus manos delatan su edad. Sus ojos eran tan negros que nunca se le veían sus pupilas. Era una tejedora ejemplar, por lo que la aprecian mucho en Ubaque. Sus mantas eran más cómodas que las de los muiscas, eran como una funda con espacio para los brazos y la cabeza, con una abertura en el pecho. Íe prefería sus mantas para correr sobre las de los muiscas que se amarran en el hombro, aunque no se vean tan bonitas. Solo con sus husos, torteros y telares —y toda su sabiduría sobre las plantas curativas— llegó corriendo a estas tierras.
Kashi le contó que las planicies se habían convertido en lugares inseguros fruto de las guerras, el fuego y de poderosos chamanes. Prefirieron huir, buscar un nuevo comienzo. Nuestros ancestros maternos eran caminantes, curanderos, tejedores y fuertes a la hora de defenderse. No había nada más preciado para ellos que las bondades del bosque y de las plantas. Estas nos alimentan, cubren y curan, forman la unión entre la naturaleza y los animales. «Nuestros tejidos representan las raíces de los árboles del bosque que unidas forman el manto de la tierra» le decía Kashi con su acento lejano mientras hilaba el preciado algodón.
Los ancestros caminaron por muchas lunas por el piedemonte de la gran sierra huyendo hacia el oeste y buscando el lugar indicado. Finalmente, al subir un poco las montañas encontraron bosques con árboles enormes de los que colgaban bejucos y nidos de aves en forma de mochila, surcados por cascadas en donde se vieron encerrados por muchas serpientes, de todas las clases y tamaños, jamás habían visto tantas plantas diferentes, pero ante todo nunca habían visto tantos árboles de guama. Comieron del delicioso y suave fruto de sus vainas mientras llovía intensamente y el verde oscuro de la vegetación los envolvía. Alegres se abrazaron. Luego establecieron y construyeron los primeros bohíos y sembraron sus quycas con maní, algodón, maíz, hayo, ají, yuca, y recolectaron muchas frutas y hierbas de sus selvas. Allí nacieron los padres de Íe, Yta y Suy. Al poco tiempo aparecieron otros, con quienes se enfrentaron y se defendieron, fortaleciéndose. Luego llegó la gente, los muiscas, quienes vieron en los teguas a visitantes amigables y comenzaron trueque y amistad.
Al poco tiempo se estableció una gran población muisca en la región, Zetaquira, la ciudad de las serpientes, un encierro surcado con largas cascadas y ríos de agua color esmeralda, que fortificó el altiplano y enriqueció a la gente con los productos y la sabiduría de las tribus errantes de las selvas.
Las tierras del Zaque, en Hunza, donde ahora queda Tunja, concentraban mucha gente. Allí los chyquys, los señores que hablan con los espíritus y los dioses, eran muchos y muy poderosos. Los señores no se dejaban mirar a los ojos. Los teguas escucharon que los chyquys frente a la constante sequía de Hunza celebraban rituales y sacrificios de esclavos humanos, en su mayoría niños y los temían. En esos confines Íe perdió a sus padres sin conocerlos.
Fue hasta hace no mucho, cuando Íe regresó a saludar sus amigos teguas, que su paba, hermano de su padre, le contó lo que sabía sobre los últimos días de sus padres. Reconoció muchos rasgos de su tío como propios. Pira el mejor amigo de su padre. Ambos salían a cazar juntos hasta los últimos días de Yta. Pese a su edad, se notaba aún su fortaleza y mantenía un aire juvenil. Se