Prat. Agente secreto en Buenos Aires. 1878: La guerra que no fue
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Prat. Agente secreto en Buenos Aires. 1878 - Piero Castagneto
Piero Castagneto • Diego M. Lascano
33058.pngRil%20-%202006%20-%20Logo%20general.tifPrat: agente secreto en Buenos Aires
1878, la guerra que no fue
Primera edición: agosto de 2009
© Diego M. Lascano y Piero Castagneto, 2009
Registro de Propiedad Intelectual
Nº 168.292
© RIL® editores, 2009
Alférez Real 1464
750-0960 Providencia
Santiago de Chile
Tel. (56-2) 2238100 • Fax 2254269
[email protected] • www.rileditores.com
Diagramación y composición: RIL® editores
Diseño de portada y viñeta final: Vera R. Ridge y RIL editores
Producción fotográfica y restauración
digital de material de archivo: Diego M. Lascano
Epub hecho en Chile • Epub made in Chile
ISBN 978-956-284-683-7
Derechos reservados.
A la que vendrá…
Piero
A Sandra, mi alma gemela.
Diego
Prólogo argentino
¿Pero entonces, en Chile tienen el retrato de un agente secreto en el billete de diez mil pesos?
Esta pregunta, impensada en boca de algún chileno, fue bastante frecuente en Argentina y en Uruguay, a la hora de ensayar una explicación sobre la relevancia del personaje central de la investigación. Precisamente, este punto de vista me ayudó a obviar el contexto broncíneo del «héroe de Iquique» y encontrar así a un Arturo Prat real. Evidentemente, su prematuro final en la Guerra del Pacífico eclipsó su presencia como agente confidencial en las naciones del Plata, durante la crisis chileno-argentina de finales de 1878. No obstante, esta «sombra» de la Historia no evitó que apreciara su legado de sabiduría geopolítica cuya dimensión y proyección no terminan de sorprenderme.
Ahora, ¿qué me llevó a esta búsqueda?
Sin duda, la palabra «secreto» motiva la curiosidad de cualquier persona pero, haciendo un poco de introspección, encontré razones de mayor peso ligadas a lo autorreferencial. Mi condición de argentino, mi residencia por más de dos lustros en Uruguay y mi amor por una maravillosa chilena, que me hace cada vez más amable un terreno muchas veces hostil, sintetizarían la respuesta políticamente correcta para el perfil del autor. Sin embargo, la conexión no vino por allí. Fue una impronta de mi adolescencia que paradójicamente salió a luz: los ejercicios de oscurecimiento en el Buenos Aires prebélico de fines de 1978.
Imbuido entonces de la euforia embanderada de celeste y blanco de un mundial de fútbol y con las huellas frescas de interminables batallas sobre la alfombra de mi habitación, difícilmente podía imaginar los alcances y consecuencias de una guerra de verdad. Menos aún, cuando las imágenes reales o de ficción de un Londres de la Segunda Guerra Mundial se convertían en mi propia película, pero en Buenos Aires, con luces apagadas, persianas bajas y la fantasía de sirenas llamando a los refugios improvisados en las estaciones del Subte (Metro) para resguardarse de las bombas chilenas.
Efectivamente, exactos cien años después de la misión de Prat, la desmesura expresada en todos sus «ismos» nos llevaba una vez más a las bocas del Infierno, apelando a la idea de Patria
y reclamando sangre para regar su tierra. Más de un amigo de la familia partió hacia el Sur, embarcado en un camión del ejército o en un buque de guerra, o estuvo sentado en la carlinga de su Mirage, con los motores encendidos y esperando la orden.
Afortunadamente, hoy es una anécdota de lo cerca que estuvimos de destruirnos. Por ello, creo que sentí la enorme necesidad de exorcizar aquellos sucesos buceando en las profundidades de sus orígenes.
Entonces, fue el momento de consultar a Piero Castagneto, con quien comparto una nutritiva amistad y exóticos temas de investigación, acerca del potencial de estos eventos. Su visto bueno no se hizo esperar y decidimos tomar el desafío de lograr un producto objetivo y equilibrado.
Luego de ajustar metodologías y estilos de trabajo, iniciamos la exhaustiva recopilación del material de archivo, con la esperanza puesta en el hallazgo de testimonios fotográficos de una época en la que el registro mecánico de imágenes se hallaba en sus albores. En un principio, esa premisa fue fundamental, pues el libro que está en sus manos comenzó como guión de un documental televisivo, con motivo de un ofrecimiento para retornar a mi especialidad de muchos años.
En la confianza de que nuestro profesionalismo podría más que los colores de los respectivos pabellones, nos propusimos confrontar los hechos acaecidos en ambos lados de los Andes, totalmente conscientes de las desavenencias y contradicciones que pudieran generarse a partir de esa acción.
De todos modos, estábamos seguros de que, luego de desmalezar de argentinismos y chilenismos nuestras visiones, llegaríamos a comprender las razones de un conflicto, cuyas réplicas de mayor o menor intensidad mantuvieron a dos naciones hermanas velando armas a lo largo de un siglo.
Por ello, fue decisión unánime traer del pasado las voces y las imágenes de los protagonistas verdaderos de la guerra que no fue.
Diego M. Lascano
Colonia del Sacramento, Uruguay
Invierno de 2009
Prólogo chileno
Que la infancia marca el resto de la vida es un hecho en mi caso, y en más de algún sentido. Aquí se aplica al enlazar el libro que ahora comienza con un recuerdo de aquellos tiempos, segundo semestre de 1978, para ser más preciso.
Aún cursaba mis estudios básicos en Viña del Mar. La controlada prensa de la época apenas lo decía, pero era un secreto a voces que había una tensión cada vez más grave con Argentina por el asunto del Canal del Beagle, y recuerdo que la voz más franca que escuché fue, curiosamente, la de un sacerdote, nuestro profesor de religión. Un cura ya de edad, que en una clase nos pidió rezar, porque era inminente una guerra.
Después, una imagen que definía aquel momento podía contemplarse en la bahía de Valparaíso, donde las tripulaciones de los buques de la Escuadra anclados en el Molo reemplazaban su pintura gris habitual por sombríos esquemas de camuflaje, hasta que un día zarparon discretamente. Sigue la sucesión de recuerdos con la primera Teletón y la emotiva exhortación a la paz del comentarista deportivo Julito Martínez, la evasión de la Navidad y luego, tras el cambio de año, los buques de guerra de regreso como si nada. Aunque —detalle elocuente— tardaron bastante tiempo en reemplazar el camuflaje de sus cascos.
En aquel tiempo yo no sabía —como seguramente tampoco sabía la mayor parte de las decenas de miles de soldados que se movilizaban a ambos lados de la frontera—, que hacía exactamente cien años, chilenos y argentinos habían estado al borde de un análogo peligro de guerra. Y más ignorancia había, salvo en círculos de estudiosos muy restringidos, del hecho de que el capitán Arturo Prat, la figura máxima de la historia naval chilena, había estado involucrado en una auténtica intriga de espionaje, surgida al calor de los preparativos bélicos de 1878. En aquel entonces el punto en discordia era la Patagonia, tal como en 1978 era el Beagle.
Menos aún podía yo imaginar que, con el correr de los años, trabajaría en una obra sobre este tema, y que ello sería posible en un futuro que es nuestro presente, época feliz por haber superado las rivalidades candentes como de hace tres décadas. Porque de los recuerdos más fantasmagóricos de aquellos años, de fines de mi infancia y principios de mi adolescencia, los peores eran los temores de un ataque argentino, una agresión de un país que veía con distancia y recelo, si bien intuía que en su pueblo no había odio a los chilenos.
Y por todo ello, era simplemente inconcebible imaginar que, transcurridos treinta años, superado ya lo que un autor llamó el «delirio armado» de los sueños expansionistas de la junta militar que mandaba en Buenos Aires, yo terminaría investigando, precisamente con un historiador argentino, sobre uno de aquellos momentos aterradores a la vez que fascinantes, en que ambos países casi cruzamos espadas.
Mi amistad con Diego Lascano surgió en 2002, a propósito de una crónica periodística que hice al aparecer su libro sobre la escuadra alemana del conde von Spee en las costas de nuestros países, durante la Primera Guerra Mundial. Los temas en común y las conversaciones sobre proyectos para investigar afloraron fáciles, aunque no ha habido tanta facilidad para ver esos sueños concretados.
En este caso, afortunadamente podemos decir que sí se logró, y es de esperar que el destino favorezca este primer emprendimiento conjunto, realizado por dos investigadores de países que pudieron ser enemigos, conscientes ambos de sus orígenes, pero sin caer en fanatismos nacionalistas. Esto se ha puesto en práctica en un armónico trabajo, pese a haber sido elaborado en su mayor parte a la distancia, y donde cada punto dudoso se resolvió amistosamente, como por ejemplo, el orden de estos prólogos: simplemente, lanzando una moneda al aire.
En suma, superadas ya épocas que en retrospectiva parecen increíblemente oscuras, ofrecemos un opus uno realizado a dos voces y cuatro manos, por dos apasionados de la historia bélica, aunque con un indudable mensaje implícito de paz y fraternidad.
Piero Castagneto
Viña del Mar, Chile
Invierno de 2009
Capítulo 1
Tormenta sobre la Patagonia
Cuando el año de 1878 se encamina hacia sus meses finales, un grave conflicto de límites amenaza con hacer trizas décadas de hermandad entre dos jóvenes naciones sudamericanas. Este conflicto resulta insólito, puesto que tiene sus raíces en las épocas previas a la Independencia y su objeto son territorios que, si bien tienen importancia por su sola extensión, durante muchísimos años permanecen olvidados por quienes ahora están dispuestos, incluso, a ir a la guerra.
Nadie parece recordar la gesta fraternal que hace trabajar y luchar juntos a chilenos y argentinos para liberarse del dominio español, sesenta años antes. Los nombres de San Martín y O’Higgins, generales de antaño, ahora ceden paso a estrategas jurídicos como el chileno Adolfo Ibáñez o el argentino Félix Frías, quienes intercambian, como si se tratara de armas de duelo, los títulos que sus respectivos países dicen poseer sobre una vasta extensión del Cono Sur del continente: la Patagonia
Este extenso e inhóspito territorio es sinónimo de discordia y relega el recuerdo de nombres gloriosos como Chacabuco y Maipú, hechos de armas librados bajo un ideal americanista que es reemplazado por el nacionalismo más furibundo.
Una razón fundamental provoca este profundo cambio entre dos países que desde un principio parecen destinados a progresar juntos: la imprecisión en el trazado de sus fronteras. Estas difusas demarcaciones se remontan a los tiempos coloniales y sus equívocos no fueron prioridad a corregir para estas nuevas naciones, en sus primeros años de vida independiente.
De hecho, Argentina y Chile no se sustraen del principio del uti possidetis, que se aplica a nivel continental e implica para las nacientes repúblicas conservar las mismas fronteras del período español. La Cordillera de los Andes supone el límite natural entre estas naciones pero no resulta así necesariamente. Sin embargo, el tema solo comienza a preocupar a ambos países a partir de la década de 1840.
Los cuestionamientos iniciales son de tipo jurisdiccional, sobre quién tiene derecho a ejercer qué autoridad, en nombre de qué país, y en qué lado de la Cordillera. Casos de cuatrerismo y bandidaje provocan los primeros desacuerdos, a los que sigue una protesta argentina por la ocupación chilena del Estrecho de Magallanes, en 1843.
Los debates entre eruditos como el chileno Miguel Luis Amunátegui y el argentino Dámaso Vélez Sarsfield, sobre los títulos que ameritan uno u otro país, contrastan con el desconocimiento casi total de la Patagonia y sus recursos. Solo se sospecha vagamente que este vasto despoblado puede contener grandes riquezas. No obstante, especialmente en Chile, se piensa que no vale la pena luchar por el que parece no ser más que un inmenso peladero, habitado solo por puñados de indios.
Momentáneamente, se evita que cualquier conflicto pase a mayores, gracias a un tratado de paz, amistad y límites que se promulga en 1856. Mediante el mismo se reafirma que las fronteras entre ambos países son las de 1810 y se estipula que cualquier diferencia se resolverá mediante el arbitraje. Solución en apariencia ejemplar pero de difícil práctica sobre límites tan difusos.
Este ilusorio arreglo hace que la situación continúe prolongándose en el tiempo, sin definirse y con su conflictividad latente. La poca valoración de la Patagonia que tienen algunos miembros de la dirigencia chilena llega al extremo a partir de la actitud del representante de Santiago en Buenos Aires, José Victorino Lastarria. Este diplomático está dispuesto a ceder la Patagonia a Argentina sin consultar a sus superiores, con tal de lograr que este país entre a la alianza chileno-peruana durante la Guerra contra España (1865-66).
Por su parte, Argentina tiene sus propios problemas —las tensiones entre Buenos Aires y el interior y la Guerra del Paraguay
(1865-70)—, como para preocuparse del tema, prefiriendo diferir su solución.
Asimismo, sus intentos por marcar presencia en el territorio de soberanía aún no definida son también escasos, salvo iniciativas aisladas como la de Luis Piedra Buena. En 1859, este explorador, navegante y socorrista de náufragos remonta el río Santa Cruz y llega a una de sus más dilatadas islas a la que denomina Pavón. Allí construye un pequeño refugio y en 1862 enarbola el pabellón nacional, dejando a un indio fueguino y tres indios patagones para custodiar «la bandera de la patria que por primera vez flameaba en aquellas apartadas y salvajes regiones»¹. En 1864, recibe de la Armada Argentina el grado de «capitán honorario sin sueldo» y recorre las costas australes, intentando ganarse a caciques nativos para la causa de su país. Finalmente, en 1868, el gobierno le cede la isla Pavón y erige allí dos casas de material, con la intención de establecer una colonia. Incluso trata de organizar un asentamiento en la orilla norte del Estrecho de Magallanes, hasta que finalmente el gobernador de Punta Arenas, capitán de corbeta Oscar Viel, le impide instalar una baliza en el Cabo Vírgenes.
Por estos años, la actividad chilena es igualmente escasa fuera del entorno de Punta Arenas, al menos hasta la década de 1870, siendo precisamente el gobernador Viel quien juega un papel preponderante en ello. Dicha década está destinada a ser especialmente intensa y se inaugura en 1871 con el contrapunto entre dos estadistas diplomáticos de carácter especialmente fuerte y voluntarioso: el canciller argentino Carlos Tejedor y su homólogo chileno, Adolfo Ibáñez Gutiérrez, ambos en ejercicio de sus respectivos cargos. Estos dos altos funcionarios están, a su vez, subordinados a presidentes igualmente enérgicos: Domingo Faustino Sarmiento, decidido partidario de la ocupación efectiva y colonización de la Patagonia por parte de Argentina, y Federico Errázuriz Zañartu, a quien se le debe la medida fundamental de fortalecer la flota chilena con la compra de dos acorazados en Inglaterra.
Mientras los respectivos ministerios retoman el gran tema pendiente, el ciudadano francés Ernesto Rouquaud, fabricante de grasas y aceites, residente en Buenos Aires, gestiona una concesión en la Patagonia. En julio de 1871, obtiene del gobierno argentino la autorización para poblar con colonias agrícolas e industriales dos zonas de terreno en ambas márgenes del río Santa Cruz, que se denominarían «Colonia de Nueve de Julio» y «Colonia de Once de Septiembre», en el sector del Cañadón de los Misioneros. Precisamente ese año, el canciller Ibáñez declara que «mientras la cuestión de límites esté pendiente entre Chile y Argentina consideraría que el territorio sometido a su dominio se extiende hasta la margen austral del río Santa Cruz y que no consentiría que otra nación ejerza acto alguno de soberanía sobre los territorios que se extienden al Sur de Santa Cruz»². Durante 1872, viajan dos veleros con el material y los hombres necesarios para establecer la pesquería, con su fábrica de aceites y subproductos, y las habitaciones para los colonos, que quedan operativas en junio de ese año. Rouquaud envía su numerosa familia en sendos viajes, mientras permanece retenido en Buenos Aires por las escrituras. Allí recibe la noticia de que el gobernador de Punta Arenas «había prometido prenderle fuego a la colonia…»³, por considerar las tierras ocupadas dentro de los límites de su dominio. En enero de 1873, Rouquaud llega finalmente