El 19 de enero de 1944, el mariscal de campo Erwin Rommel regresó de una segunda visita de inspección a la costa atlántica francesa. El experto comandante llevaba viajando sin descanso —búnker tras búnker—desde noviembre del 43, cuando Hitler le encargó su proyecto de fortificación a gran escala, el Muro Atlántico. El objetivo de Rommel era tanto animar a los soldados e ingenieros en los trabajos de construcción como tener una visión de conjunto de las gigantescas defensas que debían proteger la Europa ocupada por los alemanes de una invasión aliada, desplegadas desde el norte de Noruega hasta la misma frontera española. Los viajes de Rommel dieron pronto sus frutos. El primero de ellos dejó al mariscal, de 52 años, preocupado porque las obras llevaban retrasos y las defensas estaban muy lejos de terminarse. Pero el Muro se había extendido con miles de nuevos búnkeres, cañones, minas y defensas antitanque.
Cuando Rommel volvió esa noche de la visita de inspección, se sentó en un hermoso escritorio labrado en el viejo castillo