Historias de mujeres con derechos: Inspiradas en hechos reales
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Los relatos recopilados por Gerardo Mosquera en este libro, entonces, son los de sus protagonistas, pero también podrían ser los de cualquiera de las mujeres que, aún hoy, ven vulnerados sus derechos día a día. Por eso mismo, por su entrecruzamiento de historias reales con la legislación, Historias de mujeres con derechos (inspiradas en hechos reales) se erige como un documento imprescindible en la lucha por la igualdad de oportunidades y derechos para todos los miembros de la sociedad
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Historias de mujeres con derechos - Gerardo Raúl Mosquera
Historias de mujeres con derechos
(inspiradas en hechos reales)
Gerardo Raúl Mosquera
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.
ISBN 978-987-8971-63-6
Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.
Mosquera, Gerardo Raúl
Historias de mujeres con derechos : inspiradas en hechos reales / Gerardo Raúl Mosquera. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-8971-63-6
1. Discriminación Basada en el Género. 2. Violencia de Género. 3. Derecho. I. Título.
CDD 305.409
A todas las mujeres que luchan con valentía por sus derechos y a las que han sido víctimas de algún tipo de violencia.
Índice
María Soledad: Una madre ejemplar
Comentarios legales
Ana: Violencia económica y doméstica
Comentarios legales
Carla: Abusos en el trabajo
Comentarios legales
Milagros: Identidad suprimida
Comentarios legales
Nora: Desprotección adulta y mayor
Comentarios legales
Lorena: Amparo por la vida
Comentarios legales
Débora: Libertad condicionada
Comentarios legales
Juana: La trabajadora invisible
Comentarios legales
Sara: Maltrato y discriminación
Comentarios legales
Amalia: Trabajo temporario
Comentarios legales
María Soledad
Una madre ejemplar
Los gritos de María Soledad Miranda retumbaban en la sala de parto de una modesta clínica de Tandil. Era una noche oscura y fría cuando dio a luz a su hija. Le puso de nombre Nuria, que en árabe significa ‘la que es luminosa’. La niña recién nacida era un ser lleno de vida y energía. Era, como su nombre lo indica, «la luz de Dios». Sus ojos eran grandes y curiosos; sus mejillas, rosadas y tersas.
A pesar de su pequeño tamaño, Nuria se movía con fuerza y determinación, sus piernas y brazos se agitaban con ganas de descubrir el mundo que la rodeaba. Su risa era contagiosa y su llanto, aunque podía resultar molesto, era un recordatorio de que estaba viva y necesitaba cuidados.
Nuria era un ser delicado y vulnerable. Al igual que su madre. Ambas estaban solas en la clínica, sin nadie a su lado, excepto el personal médico. Julián Trentino, el padre de Nuria, se había negado a reconocerla y había desaparecido sin dar señales de vida.
María Soledad y Julio se habían conocido cuando ya se consumía el año 1999. Comenzaron una relación amorosa intensa y pasional. Por entonces, María Soledad estaba cursando el primer año de la facultad de Ciencias Veterinarias de Tandil y, para pagarse sus estudios, realizaba las cobranzas de la cuota societaria de entidades de bien público. Julián, por su parte, trabajaba con sus máquinas agrícolas. Sus encuentros eran muy frecuentes y verdaderamente fogosos, al menos, al principio, como sucede con la etapa inicial del enamoramiento. Él la pasaba a buscar cada domingo para llevarla a tomar el micro a la terminal de Saladillo con destino a la ciudad de Tandil, y los viernes la iba a buscar con puntualidad inglesa.
La crisis económica del año 2001 terminó con los sueños universitarios de María Soledad. Su beca no le fue renovada y, para peor, sus padres perdieron el empleo. La desolación se apoderó de ella cuando recibió la noticia. Le temblaban las piernas y el corazón le latía con fuerza mientras intentaba procesar lo que acababa de escuchar. Los ojos se le llenaron de lágrimas y su mente se sumió en un caos de pensamientos y emociones. Se sentó en el suelo y empezó a llorar desconsolada, sintiendo que todo su mundo se venía abajo. La soledad y el vacío se apoderaron de ella, dejándola sin aliento. No podía creer que todo hubiera acabado de esa manera, que su vida hubiera tomado un giro tan inesperado. Se preguntó cómo podría seguir adelante, cómo podría volver a sonreír, cómo podría volver a sentir alegría. Amaba la carrera universitaria que había elegido.
Debió abandonar la facultad y volver de manera definitiva a su ciudad para poder ayudar económicamente en su casa. En algún momento pensó que podría ahorrar para intentar retomar los estudios al año siguiente, aunque ello ya no sería posible.
Unos meses más tarde, la tragedia irrumpió en la familia de Julián. Su padre, Pablo Trentino, un agricultor desgastado por el trabajo en el campo, de manos callosas y arrugadas por el sol, tenía cáncer de hígado y debía tratarse con urgencia para intentar prolongar, en un esfuerzo estéril, su vida, que se disipaba ahora de manera acelerada. La piel de Pablo se veía pálida y delgada. Sus ojeras profundas debajo de los ojos y la pérdida de masa muscular eran indicativos de una muerte inminente.
En ese momento, María Soledad había conseguido un trabajo como vendedora en la tienda de una reconocida estación de servicio. Sus esperanzas de continuar con sus estudios habían renacido... hasta un pedido de Julián para que renunciara a su puesto de trabajo y los acompañara, a él y a su familia, a la ciudad de Buenos Aires. Estaba en un dilema: aceptaba el pedido de Julián y se olvidaba de la profesión que anhelaba o hacía caso omiso y seguía con su proyecto de vida. El amor por Julián fue más fuerte y terminó por dejar su empleo, sin siquiera avisar. Acababa de cometer uno de los peores errores de su vida: olvidarse de sí misma por complacer a Julián.
Viajaron juntos hasta la Capital Federal, junto con los padres de Julián, prácticamente sin decir una palabra. Aún le costaba digerir la determinación de abandonar su puesto de trabajo. Sentía un gran vacío y una fuerte incertidumbre sobre su futuro. Acababa de perder una oportunidad de obtener los ingresos necesarios para retomar sus estudios. Se maldijo a sí misma. Se preguntó cómo podía ser tan tonta. Estaba arrepentida de su decisión. Prefirió callar. Julián pudo intuir que algo le pasaba, pero optó por no preguntar.
María Soledad y Julián se hospedaron en un departamento céntrico de Buenos Aires, en uno de los barrios más pujantes de la ciudad, que pertenecía a la abuela paterna de ella, doña Teresa, como acostumbraban a llamarla.
El padre de Julián quedó internado en un hospital público de escaso renombre, oscuro y deprimente. El edificio era antiguo y estaba deteriorado, los techos goteaban y las paredes tenían manchas. El olor a desinfectante era fuerte, pero no lograba ocultar la humedad y el moho. Los pasillos estaban llenos de ruido, gritos de dolor y llanto. El personal parecía sobrecargado y estresado y, a menudo, no estaba disponible para brindar ayuda o responder preguntas. Los equipos médicos eran antiguos y estaban en mal estado y las camas eran incómodas y sucias. Los pacientes eran, en su mayoría, personas de bajos recursos.
Su esposa se quedó a su lado. Para que pudiera asistirlo, le habían facilitado una cama, con un colchón gastado y una sábana arrugada. La pintura de las paredes estaba descascarada y sucia, con rasguños y arañazos en los bordes. Los muebles estaban viejos y polvorientos: los picaportes restaban rotos y los cajones no cerraban correctamente. El olor a medicamentos y desinfectante era fuerte y penetrante. El ambiente era triste y oprimente, daba la sensación de abandono y negligencia. Las frazadas eran de doña Teresa.
Dos semanas después de la internación de su padre, Julián regresó a Saladillo por cuestiones laborales. La decepción de María Soledad fue total. Había abandonado todo para estar junto a él, y ahora él la dejaba sin más, sin importarle tampoco la suerte de su padre. Su enojo con Julián iba creciendo, por eso no le importó seguir sus pasos, especialmente cuando advirtió que se había gastado todos sus ahorros para solventar los costos de su estadía en Buenos Aires, sin que nadie de la familia de Julián hubiera contribuido para continuar con su residencia, que únicamente tenía por fin ayudar con los cuidados del padre de Julián.
Pero, al llegar a la ciudad, el dolor de María Soledad sería aún mayor. Le habían llegado comentarios de que, mientras acompañaba a los padres de Julián, él había comenzado a salir con una chica un poco más joven, de cuerpo escultural, con músculos definidos y tonificados. No creyó que fuera verdad. Le parecía imposible, especialmente por la relación que tenía con Julián, y mucho menos, cuando le había dedicado todo para escoltar a sus padres.
En diciembre del fatídico año 2001, María Soledad advirtió que su menstruación había sido escasa. Decidió hacer una consulta con su médico de confianza, Ricardo Sambrano, un ginecólogo con una dilatada carrera profesional, experimentado y altamente capacitado en su campo. El galeno le pidió a María Soledad que se relajara y se colocara en la camilla. Sus largos años de práctica y dedicación en la atención médica de mujeres le permitieron reconocer de inmediato un embarazo de cinco meses.
María Soledad entró en pánico y estalló en llanto. Sabía la situación económica por la que estaba atravesando su familia y que ello le dificultaría seguir con sus estudios. Se sentía abrumada por la responsabilidad de tener un bebé y preocupada por su futuro financiero y emocional. Temía no ser capaz de proporcionar lo mejor para su hijo. Pero luego se tranquilizó. Pensó que, después de todo, iba a poder formar una familia con la persona que amaba.
Por la tarde, Julián pasó por su trabajo para saber qué le había dicho el médico. Cuando le comentó que estaba embarazada de cinco meses, Julián la sorprendió con su declaración: «Quedate tranquila, lo vamos a tener juntos. Te voy a ayudar para que puedas seguir estudiando».
María Soledad no podía creer lo que acababa de escuchar. Los ojos se le iluminaron, estaban brillantes y llenos de lágrimas, reflejando la intensidad de sus emociones. La alegría permeaba su ser, haciendo que su sonrisa fuera más amplia. «¡Gracias, amor!», respondió ella mientras sus brazos envolvían a Julián con fuerza, como si quisiera protegerlo de todo mal. Había amor puro y verdadero en ello. Pero ¿acaso Julián estaba mintiendo?
Ella le creyó todo lo que le había dicho. Siempre lo había visto muy afectivo con los niños de su familia y de los amigos de él. Nunca pensó que le fuera a fallar. Pronto descubriría que todo había sido una puesta en escena.
Habían acordado en ir juntos a decirles a los padres de María Soledad la buena nueva a las 20 h del último domingo del mes de enero del año 2002. Julián tenía que pasarla a buscar por su trabajo. Pero nunca se presentó. Ella se quedó esperando durante más de una hora. Sus compañeros de trabajo que habían terminado el turno se ofrecieron a llevarla a su casa. Aceptó con resignación cuando advirtió que hacía más de una hora que estaba esperando.
Llegó a su casa angustiada. No sabía cómo reaccionarían sus padres. Su mente estaba llena de pensamientos preocupantes y temores. Se sentía sola y vulnerable. Su rostro mostraba signos de tensión y preocupación. Trató de encontrar el valor para decirles la verdad a sus padres. Ellos sabían que había dejado de estudiar para ahorrar y continuar sus estudios al año siguiente, pero no para ser madre. Ignoraba cómo afrontar la situación. A medida que se aproximaba a ellos, su corazón empezó a latir más fuerte, como si le fuera a explotar. Trataba de encontrar las palabras correctas para darles la noticia. Lo simplificó diciéndoles: «¡Van a ser abuelos! Espero que estén contentos y me ayuden, porque los necesito más que nunca».
La mamá de María Soledad corrió a abrazarla. «¡Quedate tranquila, hija!, te vamos a acompañar en todo», le contestó, mientras le acariciaba el cabello. Su padre la sostenía con ternura. María Soledad comenzó a llorar desconsoladamente, soltando toda la angustia y el miedo que había sentido en los últimos tiempos. Y la tensión desapareció por un instante, pero no los disgustos que debería seguir soportando.
Pese a las actitudes de Julián, nunca había dejado de interesarse por la salud de su padre. Cuando se enteró de que había sido trasladado de nuevo a su domicilio, decidió ir a visitarlo: quería saber cómo había tomado el hecho de que iba a ser abuelo.
Pablo estaba muy enfermo y sus días estaban contados, y María Soledad lo sabía. Estuvieron conversando por dos horas, era la última vez que lo vería con vida. Pablo también lo sabía. Le pidió entonces a María Soledad una sola cosa: que el segundo nombre de la niña que iba a nacer fuera Lodina, como su madre. Luego le preguntó si con la plata que le enviaba a través de Julián le alcanzaba para comprar cosas a la bebé: él quería que