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La otra -irreverente pero verdadera- historia
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La otra -irreverente pero verdadera- historia
Libro electrónico688 páginas10 horas

La otra -irreverente pero verdadera- historia

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Dos niños nacen el mismo día en la misma maternidad: uno es el vástago de una familia noble, y el otro de una familia humilde; el primero ha nacido en coma, y el segundo, con una salud de hierro. La familia noble, sirviéndose de su influencia y el soborno, se apropia del niño sano, cambiando con el ello el destino que a cada uno le hubiera correspondido. El niño sano crecerá y se hará rico y famoso, llegándose a convertir en un referente social, entretanto el otro niño continuará en coma hasta más allá de los cincuenta años. Enterado el personaje famoso de este cruce de existencias cuando su alter ego recién acaba de salir del coma, decide referirle mediante una sucesión de cartas lo que ha hecho con la vida que debiera haberle correspondido.

El autor, valiéndose de esta simple trama, demuestra con la evidencia de los sucesos que han sido noticias nacionales o internacionales que vivimos de facto la más grande conspiración jamás ideada.
De hecho, prácticamente nada de cuanto damos por cierto lo es.
Como manifiesta Lucifer en "El paraíso perdido" de John Milton:
«El mejor partido que nos queda es el de emplear nuestras fuerzas en un secreto designio: el de obtener por medio de la astucia y del artificio lo que la fuerza no ha alcanzado, a fin de que en adelante sepa por lo menos que un enemigo vencido por la fuerza solo es vencido a medias.»
La realidad, vista desde esta perspectiva, es la de una ganadería apacentada por unos desconocidos pastores, quienes la abrevan en la ignorancia. Con una particularidad: no solo es el alimento de los dioses, sino que, además, se complacen en sacrificarla cruelmente en beneficio de su plan.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 nov 2022
ISBN9781005368227
La otra -irreverente pero verdadera- historia
Autor

Ángel Ruiz Cediel

Ángel Ruiz Cediel (Madrid, 1955) es uno de los más prolíficos autores de la literatura actual española, y tal vez el autor más completo en cuanto a la variedad estilística y a la profundidad de su obra. Finalista de los Premios La Rama Dorada 1986, Azorín de Novela 1996, Planeta 1999, Fernando Lara 2002, Ateneo de Sevilla 2002 y Planeta 2008 entre otros, es autor de numerosas novelas que abarcan casi todos los géneros literarios, aunque todas ellas con un denominador común: no son obras concebidas solo como entretenimiento, sino que se adentran en las profundiades de la condición humana y su sociedad, con el fin de reflexionar en cada una de ellas sobre un aspecto trascendente que enriquezca nuestra existencia.

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    La otra -irreverente pero verdadera- historia - Ángel Ruiz Cediel

    La otra

    -irreverente, pero verdadera-

    historia

    Ángel Ruiz Cediel

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio técnico y en cualquier circunstancia, sin el consentimiento expreso y por escrito del autor.

    Título: La otra -irreverente, pero verdadera- historia

    Autor: Ángel Ruiz Cediel

    ©2021 Ángel Ruiz Cediel

    ARC EDICIONES

    c/ Manuel Machado, 25

    28806 Alcalá de Henares, Madrid

    Tel.: 680766266

    www.angelruizcediel.es

    [email protected]

    Impreso en España

    «El mejor partido que nos queda es el de emplear nuestras fuerzas en un secreto designio: el de obtener por medio de la astucia y del artificio lo que la fuerza no ha alcanzado, a fin de que en adelante sepa por lo menos que un enemigo vencido por la fuerza solo es vencido a medias.»

    El paraíso perdido

    John Milton

    El lenguaje de la verdad debe ser, sin duda alguna, simple y sin artificios.

    Séneca

    Pues no hay nada oculto que no haya de ser revelado, ni secreto que haya de ser conocido y salga a la luz.

    Lucas 8:17

    Unas palabras del protagonista

    La verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio.

    Cicerón

    La Toldilla, Toledo, a 28 de julio de 2021

    Querido hermano:

    Aunque nunca consideré la posibilidad de que viera la luz pública cuanto te he venido refiriendo en las cartas que te he remití desde que supe de tu existencia y di contigo, me complace tanto tu propuesta de editarlas en forma de crónica epistolar como el título que propones para ello, La otra irreverente, pero verdaderahistoria, porque ninguno mejor que este define el objeto y fin de lo que referirás.

    Nos hemos visto apenas hace unos días, pero te remito esta última carta para que completes la historia que relatas con una firma de autenticidad, porque nunca faltará quien te acuse de adueñarte de una vida que no es tuya o de fantasear como si hubieras construido cierto tipo de narrativa de ficción.

    De sobra sabes ya que, si te he referido lo acaecido en mi vida y en el mundo durante los algo más de cincuenta años que has estado en coma —mejor sería decir puntos suspensivos— y aun he llegado hasta estos días oscuros que vivimos, ha sido para que tengas una visión personal de tu otro tú (yo), a la vez que por abonar el peaje que me permita continuar sin débitos con lo poco que me quede de existencia. Contamos ya con 82 años y no ha de demorarse ya el día, en buena lógica, en que tengamos que rendir cuentas, y quiero, el tiempo que me reste, vivir por y para mí mismo.

    Nacimos el mismo día en el mismo hospital:

    Tú lo hiciste como un vegetal, y yo con una salud de hierro.

    Tú naciste de una familia de noble abolengo, entretanto yo de una humilde.

    Influencias, unos presentes y algún dinero —poco—, propiciaron que tu familia se adueñara del niño sanote y sonrosado —yo— y se entretejiera con nuestras existencias esta suerte de punto de cruz por el cual nos forzaron a cambiar para siempre suertes y familias biológicas.

    Sin embargo, cuando he abonado esta deuda de honor que reintegra a cada una de nuestras existencias lo que en justicia le corresponde, confesándote qué hice con mi/tu vida, no solo te he referido la escueta realidad de los sucesos que me acaecieron, sino que te he desvelado a la vez el verdadero propósito de quienes rigen la sociedad, aportándote las pruebas y facilitándote las claves para que, cuándo y cómo quieras, abras los ojos o que consideres que lo narrado es el despropósito de un hombre a quien sus circunstancias le han trastornado.

    La verdad te ha sido revelada, no obstante, tanto si la haces tuya como si no. Pocos, muy pocos mortales están al tanto de ella, y, esos contadísimos seres humanos, antes de tener acceso a la verdad han pasado duras iniciaciones, largos y esforzados años de estudio y, aun así, ni siquiera sospechan la profundidad del siniestro océano en el que bogan. A ti, todo eso te ha salido gratis: es mi regalo. Un obsequio que no aceptarán de grado aquellos a los que descubro —los hermanos del Club del que formé parte y en el que alcancé el grado 30—, ya que seguramente la publicación de tu obra les forzará a reorganizarse, si es que no emprenden otras acciones más expeditas.

    Soy aún un hombre sobradamente conocido por todos, cuya vida y obras anegan infinidad de publicaciones que atiborran los anaqueles de casi todas las hemerotecas del mundo. Sin embargo, al informarte de lo que he hecho con mi/tu vida o al descubrirte que la realidad es y se mueve de forma muy distinta a como cree el común de los mortales, he tratado de hacerlo con un lenguaje simple para una persona que, aunque en su carné de identidad declare ochenta y dos años, no tiene sino los treinta que lleva consciente sobre el mundo.

    Has progresado enormemente en este tiempo, pero aún estás lejos de comprender el orden en el que me he desenvuelto, razón por la cual he huido de presentarte los hechos con excesivas referencias a lo esotérico, y me he alejado tanto como me ha sido posible de introducirte en rituales, magias o credos que podrían considerarse secretos —o discretos—, y los cuales, además, no te aportarían otra cosa que confusión.

    He tomado lo más relevante de la realidad a través de lo inocuo de los titulares de los diarios o informativos televisivos, además de los sucesos personales o las inquietudes que me han movido, para referirte ambas cosas al mismo tiempo, de modo que tú mismo puedas confrontar lo que puede parecer una postura desquiciada y que le des valor o se lo niegues. Si has comprendido algo, también quienes lean tu obra tendrán la oportunidad de hacerlo.

    En el caso de que entre tus lectores haya algunos iniciados, no tengo duda de que estos sabrán entender más que sus pares legos y, tal vez, suponer la profundidad del charco en el que se han metido; los demás comprenderán solamente lo grueso, pero acaso eso les sea suficiente para colegir que estamos viviendo un mundo dioses y demonios donde la realidad ordinaria no deja de ser una suerte de tablero. El Génesis o las viejas leyendas de las mitologías o las tradiciones orales que se pierden en la noche de los tiempos no son mentiras, sino mitificaciones de sucesos que fueron reales. Es más, aquello mismo, con otras maneras y en otro escenario, sigue siendo vigente, porque aún el propósito de esa conjura, el designio secreto, no se ha alcanzado en su plenitud, y personajes que no tienen nada de quiméricos, cuyos nombres a todos los harían temblar si únicamente los escucharan, son físicos, viven y están aquí.

    La realidad siempre termina por convertir a la ficción en un inocente juego.

    Sé que, en cualquier caso, será un descubrimiento perturbador suponer que buena parte de los sucesos que se verifican en la realidad cotidiana obedecen a un plan concebido en lo remoto, e incluso no faltará quien crea —puede ser que tú mismo aún dudes de su veracidad— que tal cosa no es posible. Sin embargo, ahí tienes los incontestables hechos.

    En Efesios 6:12 se dice «porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes», y nada es más cierto. La realidad, hermano, es un mosaico extremadamente complejo de mentiras urdido por mentes que están a años luz de la humana. No las desprecies. Casi nada de lo que das por cierto e incuestionable es verdad, en parte porque han alejado a los mortales de tal modo de ella que ni siquiera tienen ya la capacidad de buscarla ni de saber que es ella aunque la tengan ante sus propias narices.

    Vives —vivimos— tiempos capitulares.

    En este mundo de traidores nadie está a salvo de la infamia, que ni al mismo Dios le faltó su Luzbel, ni al Hijo su Iscariote ni al rey su Vellido Dolfos. Cada uno tenemos nuestro Judas sentado al lado, urdiendo un desquite nacido del resentimiento o de la envidia, o vigilando para que no nos salgamos del camino establecido. Así, y sin compararme ni por asomo a ninguno de ellos, he sido infausto testigo de cómo los mismos que me encumbraron tuvieron el dudoso privilegio de dar con mis aspiraciones en el polvo; de cómo quienes me lisonjearon, abominaron públicamente de mí; y de cómo, quienes me amaron con tan fervorosa pleitesía, por treinta monedas me señalaron con su dedo justiciero, mostrándome como el mismo paradigma que fuera, aunque entonces en el sentido contrario.

    Me destruyeron porque abandoné el camino.

    Me destruyeron porque abominé de la mentira.

    Me destruyeron porque no quise ser parte del designio secreto.

    Para ellos era necesario que no tuviera credibilidad y que cuanto pudiera divulgar pareciera el despropósito de un hombre trastornado.

    Hay muchas formas de matar.

    Piadosamente, a pistola.

    Pasionalmente, a cuchillo.

    Indiferentemente, con veneno.

    Impiadosamente, con el libelo.

    Ellos eligieron esta última fórmula porque las otras generan mártires, y esa condición me podría haber dado el crédito que el deshonor me ha negado. No obstante, cuando tus lectores lean esta obra, tal vez comiencen a entender que el juego de la vida es cualquier cosa menos un juego, y quién sabe si entonces comenzará a tener algún sentido mi sacrificio.

    Porque, hermano, no solamente tú has estado en coma; también la sociedad lo está. Su conducta, a lo largo de la historia, es muy parecida a la de un rebaño que va y viene de rediles a majadas conducida por pastores o por perros a los que ni siquiera comprende, o incluso algo parecido a una masa que baila la macabra danza de los condenados.

    Tú has despertado de tu letargo físico, y es posible que con mis epístolas hayas abierto no solo los ojos del cuerpo, sino también los del alma; ojalá que a tus lectores les suceda un poco lo mismo. Veremos.

    El paraíso existió, como existe Dios y se libró un conflicto entre los llamados ángeles y los Vigilantes, aunque mitificado de diversas formas según cada cultura. Muchos de aquellos personajes todavía son y viven entre nosotros; pero, aun suponiendo que no hubieran existido y que no fueran sino un desvarío de la inteligencia, uno de esos monstruos que genera la razón, ¿qué más da si quienes mueven los hilos de la realidad lo creen a pies juntillas? ¿No es acaso lo mismo? Una locura, que, sin embargo, a lo largo de la historia se ha traducido en un enorme esfuerzo por parte de una tan reducida como anónima élite —las dinastías de los Vigilantes— para apartar a los hombres de la verdad y convertirlos en estúpidos a su servicio.

    Y como estúpidos se conducen los hombres, tal y como te ido reflejando en mis misivas: ni siquiera saben cómo dar sentido a sus días ni desean vivir algo tan magnífico y prodigioso como su propias vidas, sino que permanente anhelan la de otros.

    No saben en qué creen.

    O creen en demasiadas cosas.

    No saben qué sienten, sino qué desean.

    Saben qué anhelan pero no qué necesitan.

    No saben de dónde vienen ni a dónde van.

    Sus vidas no tienen otro sentido que el consumo y el placer.

    Pero ignoran qué es el placer.

    Son el loco.

    El designio secreto no es otra cosa que una conspiración. La mayor conspiración de la historia De todas las historias.

    Compleja.

    Extensa.

    Ambiciosa.

    Soberbia.

    Pretende, ni más ni menos, que asaltar el cielo.

    Literalmente.

    Ni siquiera esa élite que menciono está en la cumbre de la intriga. Ella es la recadera. Ella es la punta de lanza. Pero debajo de ella hay, como has tenido ocasión de comprobar en mis misivas, numerosos grupos que controlan a otros muchos grupos, cada uno de ellos con misiones y funciones tan concretas como esquematizadas.

    Una organización realmente prodigiosa.

    Ninguna mente humana hubiera podido concebir algo semejante.

    Para lograr su fin era imprescindible reducir a los mortales a simples objetos de uso: estúpidos pero útiles.

    Y a eso han reducido la sociedad: a la nada.

    Era preciso desnudar antes a los hombres de valores, y, lo que es más, impedir por todos los medios que pudieran rearmarse con ellos, porque eso podría suponer un obstáculo a sus planes, así como a lo largo de la historia lo ha hecho.

    No son un movimiento legítimo.

    Son un movimiento de oposición.

    Un movimiento soberbio.

    Y, precisamente por esto, rastreable: son la oposición, lo opuesto, lo inverso.

    Su juego, pues, es invertir.

    Hacer creer esférico lo plano.

    Bueno lo malo.

    Malo lo bueno.

    Puro lo impuro.

    Santo lo perverso.

    Si encuentras un valor invertido, ya sabes de quién es el sello.

    Esto es lo que te he desvelado: su objeto y fin, descubriéndote su proceso. Y lo he hecho con pruebas, con datos, mostrándote las piezas de este ciclópeo rompecabezas y cómo encajan entre sí formando este tenebroso dibujo. Quien tenga ojos para ver que vea, y quien entendimiento para entender, que entienda.

    A ti y a tus lectores es a quienes corresponde, en todo caso, tomar partido.

    Mi parte, con esto, está cumplida.

    Mucho, pero mucho me ha costado decidirme a darte mi beneplácito para tu proyecto por el mucho dolor que sé que te traerá desvelar lo que en las páginas de tu obra se descubre, pero finalmente te lo doy gustoso porque ya me has dicho cuánto supone para ti. En realidad, todo quedará como una especie de crónica novelada. Es decir, contarás la verdad con apariencia de ficción, porque solamente esta es digestible, socialmente hablando.

    Advertido estabas de que tu empeño podría costarte algo más que un disgusto; pero tu afirmación de que la cuestión no es saber que vamos a morir, sino cómo vivimos, me convenció. Allá tú si quieres convertirte en el mártir que a mí no me consintieron ser.

    No espero que ganes el Nobel de Literatura con tu obra —de hacerlo, vamos a medias con el monto—, porque no tendrás padrinos que aboguen en tu nombre y sí muchos detractores que pondrán en un fil tu credibilidad e incluso tu estabilidad mental.

    Los hermanos del Club se ocuparán de ello, ya lo verás.

    Mi nombre lo ocultas, es obvio, a imagen como se vela el semblante del pecador tras el tul y las celosías del confesionario, ya que, al fin y al cabo, de una confesión se trata. Atrición tengo, voto de enmienda ya hice y he revelado mis pecados: ¿no crees que serán perdonadas mis faltas?

    Sé que no volveremos a vernos y con todo mi cariño te envío mi póstumo abrazo; pero, aunque no esté en el futuro a tu lado, recuerda: si tiene éxito, vamos a medias; si fracasa, yo no he sido; y si deseas insultarme por sus consecuencias, por favor, de cinco a siete los miércoles en el despacho. Pregunta por Paloma, y pídele hora.

    Sic transit gloria mundi.

    1

    Un poco de historia

    El árbol que se desentiende de su raíz, jamás alcanzará el cielo.

    Jacob Zhorn

    La Toldilla, Toledo, 1 de mayo de 1999

    Querido hermano:

    Sé que apenas llevas seis años consciente desde que has despertado del coma de una forma casi milagrosa —nadie creía ya en que lo hicieras—, y no pretendo que leas esta carta ahora. No podrías comprenderla.

    Sin embargo, confío en que la guardes para que, más adelante, cuando comience a relatarte los sucesos que han marcado mi/tu vida, la puedas tener a mano para cotejar lo que iré confesándote con lo que estas breves páginas te desvelo. No la pierdas.

    Se trata de un asunto tan capital como la clave lo es en el arco de medio punto. Sin lo que refiero en esta carta y lo que haré en la siguiente, todo lo demás que pienso contarte no tendría más sentido que el atribuible a la casualidad, y eso le privaría a ese cuerpo que forman los aparentemente dispersos sucesos que te iré relatando, de su columna vertebral.

    En estos renglones te la ofrezco.

    Cuando más adelante hayas leído aquellos y los confrontes con estas estudiadas pinceladas de historia que te ofrezco, vuelve a ellas y léelas tantas veces como precises. En ellas, sin lugar a duda, hay mucha más enjundia de lo que parece que puedas encontrar con una sola lectura, además del esquema del Plan que se está llevando a cabo.

    De hecho, estamos ya en las últimas etapas.

    Sin embargo, para que comprendas esto es preciso hacer un poquitín de historia, siquiera sea comprimida y a vuelapluma.

    Sintetizar, es sublimar; extenderse en exceso, dispersar.

    Hagamos, pues, zumo de historia.

    Cuenta la historia oficial que allá por el principio de la andadura humana, cuando el hombre tomó conciencia de sí mismo y del medio en el que vivía, que los seres humanos comprendieron que la supervivencia era extremadamente difícil y compleja en solitario y se agruparon para sobrevivir, dando origen a las primeras sociedades, que en un primer estadio fueron cazadoras y terminaron convirtiéndose en sedentarias.

    La entonces recién nacida sociedad precisaba un dirigente, porque, al aunar sus individualidades, era preciso un cerebro organizador, como bien lo demuestra la naturaleza en casi todas sus manifestaciones, evidenciándose que un organismo puede tener múltiples órganos sexuales, cardíacos o innumerables miembros, pero siempre tiene un único cerebro y dentro del rebaño hay solamente un macho alfa. Bueno, pues por esta necesidad organizativa y por la propensión natural a la dominancia del ser humano sobre sus congéneres, en primera instancia se impuso el más bruto: ya tenemos el caudillo.

    Si la sociedad crecía, su control era tanto más complejo, por lo que le fue necesario al caudillo recurrir a sus fieles más próximos, a fin de que le auxiliaran en el gobierno, aun cediendo parte de sus prebendas.

    Así nació la primera sangre azul, la aristocrática.

    La herramienta básica de su gobierno era la fuerza y el terror, ya fuera el castigo transitorio a plazos o la muerte al contado a quienes no se plegaran a sus deseos púdicos o impúdicos, porque todo era suyo: propiedades, vidas, voluntades y almas. Y, por conservar lo que consideraban exclusivamente suyo, aplicaban a los gobernados la ley del pánico sin restricciones de conciencia, generándose entre estos la borregada o ciudadanía, que era el objeto primero y último de sus desvelos. Un rebaño de condenados que bailaban a su son, el cual los nutría, satisfacía y los hacía creer lo que de ninguna manera eran, pero a lo que ese Juan Pueblo accedía por el tenaz instinto de toda especie de perpetuarse.

    Naturalmente, tanto el caudillo —ya rey— como la aristocracia ejercían el poder de forma muy gráfica y sin sutilezas, utilizando unos pastores para conducir a la borregada a las majadas en las que apacentarla sin mayores rebeldías. Esto es, el Ejército, primera y básica carta magna del poder terrenal, el cual se dividía en dos secciones: una que controlaba la paz interna —la Policía— y otra que defendía la paz externa, cuando no ampliaba los límites de los pastizales y el tamaño del rebaño —el Ejército, propiamente dicho—.

    La sangre azul aristocrática sabía que para conseguir la fidelidad del pueblo sin luchas internas, aparte del eficaz argumento que era su fuerza y crueldad, precisaba cierta emotividad inmaterial, e ideó, allá en los tiempos de Eneas, el patriotismo. Dicho de otra forma, se decantó por la sociedad-Estado. Necesitaba la sumisión del rebaño para satisfacer sus ambiciones, ya fueran imponer su voluntad o expandir su dominio, y, si Juan Pueblo había de morir dejando en la indigencia a los suyos, lo menos que le podía ofrecer era que lo hiciera por algo más importante que él: la patria.

    Y funcionó.

    Juan Pueblo, después de todo, era un animal social que había aprendido que su propia supervivencia dependía del grupo, y fue leal a la aristocracia aun a costa de su vida, ya fuera con su trabajo o guerreando. Sin embargo, ¡ay!, con el decurso del tiempo y la llegada de cierta paz o bienestar percibió el rey que podía fracasar en su empeño de perpetuarse, pues, cuando el grupo no dependía del aglutinante que era el conflicto con lo externo, a los individuos les daba por intentar discernir los porqués de su entorno, convirtiéndose esta capacidad de pensar en el mayor enemigo de su permanencia en el trono.

    Precisaba imperiosamente de un principio incontestable para perdurarse, evitando la rebeldía de la razón, y percibió que las gentes recurrían en su animismo a mitos atávicos para explicar su origen y enaltecer su destino. ¿Cómo conservar, pues, su ventaja y mantenerla? Obviamente, con la religión. Es decir, se autoproclamó elegido de un dios o unos dioses que le adoptaban por hijo putativo, acogiéndose a ciertas manipulaciones de esas fábulas populares, por lo que primero que nada inventó a ese dios o a esos dioses a partir de esas dispersas y genéricas creencias, personalizándolas en un ente ideado a la medida de sus intereses. E incluso creó un clero a su servicio.

    Había nacido la segunda sangre azul, la religiosa.

    Y ella fue la encargada de proclamar el origen divino de la primera sangre azul.

    Pero la cosa se complicaba al mismo ritmo que se hacía más compleja la sociedad, porque ese dios creado como artimaña estaba tan exquisitamente concebido que súbitamente comenzó a tener razón de ser para muchos, y hasta la sangre azul aristocrática dudó si en realidad existía o no. Ellos sabían que no, pero ¡caramba!, a ver si era que habían inventado algo que de verdad ya existía.

    El caso fue que el pueblo rindió pleitesía a estos intermediarios entre el cielo y la tierra y profesaron a la sangre azul religiosa al menos tanta sumisión como a ellos. No en vano la primera sangre azul castigaba las faltas, incluida la desobediencia, aun con la muerte; pero la segunda sangre azul lo hacía con el sufrimiento extremo por toda la eternidad, y eso era muchísimo más tiempo.

    El clero aceptó esta pleitesía del pueblo de muy buen grado y se separó prudentemente de la sangre aristocrática, independizándose y amenazando a su genitora tanto con desvelar la tostada, tirando de la manta, como con echarla encima la ira de ese dios imaginario, en el que ya creían incluso quienes lo habían inventado.

    El hombre es, en realidad, un territorio mixto, la confluencia de dimensiones físicas y no físicas, siendo a lo largo de su andadura tan importante para él lo material que sostiene su vida como lo inmaterial que la anima.

    El omnipotente clero, pues, dibujó su imperio a caballo entre este mundo y el más allá. Sabía del pavor que despertaba en Juan Pueblo la incertidumbre de ignorar qué era ni para qué vivía, y lo explotó creando ritos y liturgias para sofocar o apaciguar sus pánicos irracionales. Dicho de otra forma, crearon un Estado terreno-espiritual basado en el terror a un infierno eterno y tenebroso si les desobedecían, y la promisión de una recompensa post mórtem —no fuera que les reclamaran haberes en vida y se descubriera el truco— para los que habían sido buenos chicos y los habían permitido vivir como curas —con perdón—. Vamos, que crearon un Estado dentro del Estado con todos sus privilegios y prebendas, donde ambos poderes sabían que debían repartir el pan y la limosna, o a extinguirse tocaban.

    Bien pudo ser que fuera así, aunque existen otras historias, estas heréticas —si bien con visos de creíbles y respaldadas con infinidad de datos, hechos, objetos, tecnologías, leyendas y hasta algunos escritos—, que justifican aún mejor el origen de las sangres azules y el orden que nos concierne.

    La primera de ellas —y tal vez la más verosímil— es la que se relata en el Libro de Enoc. Según esta, una vez terminada la creación Dios puso a un grupo de sus hijos, los llamados Vigilantes, al cuidado de los hombres entretanto estos maduraban. Sin embargo, estos, viendo que las hijas de los hombres estaban de lo más mollar, se conjuraron y decidieron tomarlas para sí, haciéndolas hijos.

    Es decir, que estos ángeles no solo tenían sexo y se consideraban lo bastante poderosos como para desafiar al creador desobedeciéndole, sino que además eran compatibles genéticamente con la especie humana. Y debieron pasarlo tan ricamente, pues en compensación enseñaron a los hombres todas las cosas sabias, dice el Libro de Enoc que empujándolos así a equivocar sus caminos.

    De estas uniones aberrantes nacieron criaturas esperpénticas, los nefilim, a quienes se los nombra en ese Libro y en el Génesis bíblico como los gigantes y los héroes de la antigüedad.

    Y hago aquí unos puntos suspensivos para contarte ahora la segunda de estas opciones heréticas que tiene serios visos de ser más que posible. Ambas, la anterior y la que te referiré a continuación, podrán fusionarse en una sola versión más adelante.

    Según esta, desde un gigantesco planeta extra plutoniano, Nibiru, llegó a Ki, la Tierra, una raza de extraterrestres que a sí mismos se nombraban dioses, en forma parecida como a nosotros nos dieron el gentilicio de hombres o humanos. La tierra era un erial cuando llegaron, pero tanto su tecnología como su código moral eran avanzadísimos, y así como un hombre tiene un hijo para perpetuarse, en su código moral ellos estaban obligados a concebir especies o civilizaciones. El deber de toda criatura, tanto más de una civilización tan extraordinariamente evolucionada, era expandir la vida, y crearon una especie a su imagen y semejanza, modificando genéticamente las rudimentarias especies que había en Ki, la Tierra, con su propio ADN.

    Para lograrlo, primero hicieron la tierra habitable, construyeron a Nin, la Luna, y la colgaron donde está para que regulara los ciclos climáticos y, a la vez, los sirviera como observatorio durante eones. A los hombres, como hijos suyos que eran, los concibieron muy longevos y adaptaron el medio en que vivían hasta convertir el planeta en un paraíso, no solamente creando a los humanos adaptados por razas a los distintos medios de cada continente, sino ajustando también a sus necesidades ciertos animales domésticos para el sostenimiento de cada uno de los cuatro grupos principales de humanos. Sin embargo, una vez creada la especie —o las especies— humana, su función había concluido y debían dejarlos evolucionar libremente, razón por la cual siempre se mantuvieron a prudencial distancia, limitándose a vigilar y, de vez en cuando, a tutelar su evolución.

    El paralelismo en esto con la anterior versión, ya ves que es más de interpretación que real.

    En fin, el caso es que en esta segunda versión, para controlar el adecuado desarrollo de esta especie-hija, los dioses dejaron una legión de nibirúes en Nin, la Luna, que no es sino un satélite artificial de ingeniería planetaria, además de una base de operaciones que contaba con todos los recursos necesarios para mantener a salvo al paraíso creado, la Tierra, controlando las mareas y el clima. Esta legión, que en el Libro de Enoc se les llamó los «Vigilantes», era la encargada de tutelar la Tierra durante el tiempo que trascurría desde que Nibiru se alejaba del Sistema Solar hasta que regresaba, en un ciclo que puede significarse en 3600 años. No demasiado tiempo, si consideramos que los primeros diez reyes antediluvianos sumerios, según las tablillas encontradas en Nippur, gobernaron el mundo por un periodo de 450000 años, siendo que dos de ellos superaron con largueza los 75000 años de reinado.

    Su longevidad, pues, era asombrosa.

    Esta legión, según se cuenta en esas tablillas hizo bien su trabajo, pero su soledad era grande y su aburrimiento enorme, y algunas generaciones después de la partida de Nibiru, los hijos de aquellos dioses que quedaron en Nin, viendo que las hijas de los hombres eran hermosas, las tomaron para sí y procrearon con ellas, generándose las especies de titanes, héroes míticos y semidioses de los que hablan no pocas culturas de la remota antigüedad (los nefilim).

    Como puedes entender, más parecen dos versiones del mismo suceso que dos sucesos diferentes. A la primera versión se ubica su epicentro en el monte Hermón, en el Antilíbano, en la triple frontera de Siria, Líbano e Israel; y a la segunda en la cuenca del Éufrates, no excesivamente lejos de allí.

    Con pequeños matices de diferencia, dos historias iguales.

    O tan parecidas que se diría que son la misma contadas de distinta forma.

    Dioses y hombres.

    Y aquí se unen las dos ramas de esta historia no-oficial.

    Ya fueran los dioses de Nibiru cuando volvieron y comprobaron lo que los vigilantes habían hecho, o ya el Dios bíblico al saber que sus hijos habían pervertido la creación, el caso es que se desató una crudelísima batalla en los cielos, separándose las huestes celestes y los vigilantes en los archiconocidos ángeles y demonios.

    Los demonios quedaron aprisionados en la tierra.

    Condenados hasta el Fin de los Tiempos.

    Los ángeles quedaron en el cielo.

    Pero los que perdieron la guerra —los anunnaki sumerios o los diablos bíblicos—, los condenados en la Tierra, desprovistos de sus jefes y de su avanzada tecnología por causa del Diluvio, se juramentaron para rearmarse y asaltar los cielos.

    Y aquí comienza la historia oficial.

    Esta especie sobreviviente —con inteligencia y conocimientos sobrehumanos—, organizaron a los hombres según su conveniencia en distintas culturas, pues, salvo por su enorme inteligencia, sus superdesarrolladas cualidades y su extraordinaria longevidad, no eran demasiado distintos de los hombres y se sirvieron de ellos no únicamente como servidores o esclavos, sino también engendrando criaturas híbridas: los semidioses o nefilim.

    En estos, por estar más cerca de la condición humana, pero gozando de buena porción de su condición divina, vieron los vigilantes a los intermediarios idóneos para gobernar a los hombres.

    Así, en esta versión no-oficial, nació la sangre azul aristocrática.

    Y nació también el designio secreto.

    Con la astucia y el artificio lograrían lo que con la fuerza no pudieron.

    A partir de aquí se sucedieron los tiempos en los que los dioses y los hombres convivieron, de modo que los primeros en persona asumían los gobiernos y aun los credos humanos. Fueron los siglos de los dioses tutelares, quienes enseñaron a los hombres la agricultura, la escritura, la arquitectura, la matemática, el arte de trabajar la piedra y los primeros rudimentos sobre los metales y la astrología, legándolos los saberes no solamente de lo estrictamente necesario para su supervivencia, sino también la sabiduría incipiente que los permitiría una estrecha colaboración para, con el tiempo, lograr su propósito de asaltar los cielos.

    De esta época remota datan los primeros avatares y las grandes civilizaciones que ellos mismos principiaron y gobernaron personalmente, así como las soberbias urbes que aún sobreviven y admiran a los hombres actuales. Las pirámides de Guiza, Baalbek o las urbes mesoamericanas, entre muchas otras, son parte de esos vestigios.

    Pero los diablos eran muy brillantes.

    Especialmente inteligentes.

    Y no tardaron en entender que los hombres los temían demasiado, y eso no era bueno para sus intereses.

    Y por eso cedieron su puesto en la élite a sus hijos híbridos, por estar más cerca de la condición humana, y se retiraron de la escena pública no sin antes dividir a sus sucesores en reinos, culturas y sociedades tecnológicas con el fin de explorar distintos aspectos del conocimiento que fueran facultando con sus enfrentamientos el progreso necesario para regresar a los cielos.

    ¿Seres no-humanos entre nosotros?, te preguntarás.

    Y la respuesta es sí.

    De hecho, ahí tienes el factor Rh negativo. Ninguna especie animal de la Tierra lo tiene, salvo el 7% de la población humana. Probablemente, los descendientes de esos dioses rebeldes.

    En fin, el caso es que, definida la estrategia, fueron consolidando las sociedades que les convenían, estableciéndolas en Estados que procuraran un adecuado reparto de las actividades que diversificaran sus posibilidades. Pero debían limitar el carácter gregario de los humanos, porque la rivalidad entre los distintos grupos procuraría que, lo que no consiguieran los unos, lo pudieran lograr los otros.

    Desde su secreto Olimpo y a través de la élite de sus estirpes controlaban los distintos Estados y sus actividades; pero sabían que debían dominar también los hábitos de los hombres, no solamente sometiéndolos a su voluntad de forma incondicional, sino también procurando que no murieran por ignorancia, tutelándolos incluso donde su mano o la de su estirpe no llegara.

    Un poquito de verdad entre la mucha mentira que los convenía, en fin, era necesario insertarla en las sociedades para que por su propio pie siguieran con devoción sus deseos. Por eso crearon la religión —sangre azul religiosa—. ¿Cómo decirle a una criatura muy elemental, aunque con hechura divina, que no comiera cerdo porque podía contraer la triquinosis? Pues diciéndole que era un animal inmundo. ¿Y respecto de copular con las hembras cuando estas tenían la menstruación, por el peligro de que la falta de asepsia produjera contagios venéreos? Pues por estar impuras. ¿Y acerca de la conducta que ellos no consideraban apropiada? Pues haciéndoles creer que si eran obedientes la fortuna se pondría de su parte, y, si obran contra su deseo, amenazándolos con espantosos infiernos tras la muerte. Con la religión no solamente controlaban la pervivencia del conocimiento y las leyes originarias, sino que también aunaban las voluntades de los pueblos para conseguir sus fines, usando los errores inoculados entre sus mentiras para conducirlos como un rebaño. Con tan poca tela envolvieron a los hombres, facultando que la religión y la superstición fueran el paño que mantuvo a los humanos en el redil de sus intereses sin precisar demasiada vigilancia, al tiempo que uniformaban las mentes de cada ciudadano, creando un corpus único.

    Por otra parte, en su plan figuraba que no debían dejar a los hombres vivir en paz, porque la necesidad de supervivencia empujaba a estos al desarrollo tecnológico en todas sus vertientes, y esto era indispensable para lograr sus fines. Así, ya fuera por sobrevivir a los conflictos o por imponerse a sus enemigos o vecinos, los hombres se empeñaron con ahínco en el desarrollo tecnológico de la guerra, aplicando todos sus conocimientos a esta cuestión, ya fuera el diseño de mejores metales o más mortíferos ingenios, ya la inocente agricultura o la industria textil que sostuviera a sus soldados. La guerra, al fin, se convirtió en el motor de progreso más potente, el cual alimentaban las dos sangres azules que representan el poder de los dioses encarcelados en la Tierra.

    Sea cual fuere la verídica de estas dos protohistorias —o ambas—, en este punto histórico se unifican y desembocan en la historia oficial que nos concierne. El hombre ya está solo, y, si hay o no dioses y diablos entre bambalinas, lo ignora o poco a poco va olvidándolo.

    Pero, como esto es un poco difícil de asumir y es necesario que lo medites con calma para que lo comprendas, dejaré aquí esta parte y ya te la completaré en mi próxima carta.

    Extinctus ambitur idem.

    Hasta entonces, te envío un fuerte abrazo.

    2

    La historia oficial y algo más

    La historia es la novela de los hechos.

    Claude Adrien Helvétius

    La Toldilla, Toledo, 12 de enero de 2000

    Querido hermano:

    No sé si felicitarte el año nuevo. Como sin duda sabes, estoy recién salido de la cárcel y me encuentro metido de lleno en otro proceso en el que, pase lo que pase, sé que me condenarán con mayor sevicia que en el caso anterior, porque los miembros del Club al que pertenecí no han logrado que les devolviera los documentos que obran en mi poder, ni han obtenido mi palabra de que guardaré silencio por siempre.

    Temo por mi familia, porque sé cómo juegan sus bazas, y temo un poco por ti, aunque a este respecto he procurado tener discreción absoluta. En fin, te considero a salvo, al menos por ahora. No quisiera que, apenas salido de ese coma en el que has estado durante tantísimos años, te encontraras de golpe con la sociedad real. Necesitas tiempo, y, por mi parte, haré todo lo necesario para que lo tengas.

    No puedo decir que me encuentre en mi mejor momento, de modo que, una vez sabido que progresas y que ya eres capaz de moverte por ti mismo, voy a continuar con mi relato sobre la historia del devenir humano y el plan de la élite, fundidas ya las dos ramas que referí en mi anterior misiva con la historia oficial que nos enseñaron en la escuela.

    Eso sí, desde mi visión particular.

    Recuerda, en cualquier caso, que estas dos primeras cartas son para que las consideres más adelante, incluso para después de que complete y hayas leído e interiorizado mi relato, cosa que, me temo, va a llevarnos algunos años. Tómalo como la referencia final, a la vez que como la base y la síntesis de la historia; pero, sobre todo, como la clave. Ya sabes, espero, que para que algo sea realmente redondo, el final y el principio han de ser semejantes y complementarios como un broche o, de otro modo, sería una obra imperfecta.

    Dicho esto, me posiciono exactamente lo dejé en mi anterior carta, y prosigo con el relato.

    A partir de esa época protohistórica, a un ritmo cada vez más frenético las sociedades más pujantes se fueron imponiendo a sus vecinas, sumando territorios a sus Estados y nuevos dioses a sus panteones.

    Los dominios de unos sobre otros se sucedieron durante siglos entre degollinas, pasando del uso de la piedra al cobre, de este al bronce y de aquí al hierro, sin que hubiera ningún reino o imperio que perdurara demasiado, porque enseguida un nuevo avance tecnológico propiciaba el nacimiento de otro imperio que conquistaba a estos, y el cual, a su vez, era eclipsado en no demasiado tiempo por el siguiente, en una sucesión tal que el desarrollo tecnológico se convirtió en el principal motor del poder.

    No obstante, aunque el dominio de la fuerza hizo cuajar notables imperios, ninguno de ellos consiguió una identidad profunda que igualara a las poblaciones bajo su dominio, debido a la multitud de dioses de sus panteones. Y esto fue así hasta que un grupo de semitas, que fueron expulsados de Egipto y que vagaban por el desierto del Sinaí, lograron implantar el primer monoteísmo de la historia: Jehová o Yahvé. Naturalmente, lo hicieron sin muchos miramientos, a sangre y fuego, porque concentrarse en un solo dios daba mucho juego.

    Pasaron los años y los judíos fueron conquistados por Roma, el mayor imperio de su tiempo; pero ni esta pudo con ellos. Los dominaba; pero su fe sobrevivía.

    Bajo el poder de Tiberio nació, vivió, predicó y murió crucificado Jesús de Nazaret. Sus seguidores decían de Jesús que era el Hijo de Dios, Yahvé, y que fundó una nueva Iglesia. Esta Iglesia, a diferencia de otras y a semejanza de la hebrea, tenía fe en sus fines y abonó con sangre su primera andadura, sin la cual nada parecía ser posible.

    La sangre es el fertilizante indispensable para que cualquier acto revolucionario eche raíces.

    Los siglos trascurrieron y este monoteísmo, contra todo pronóstico, se consolidó definitivamente durante el gobierno de Constantino. Sobrevivir era lo primero, y estaba claro que no podía Roma luchar contra bárbaros, alamanes, godos, francos, persas... y los cristianos también. El emperador quería seguir siendo Sol Invicto a toda costa, y hasta tuvo un sueño en el que se le apareció Dios en persona y le dijo «¡In hoc signo vinces!» (¡Con este signo vencerás!), y, a renglón seguido, le entregó el lábaro de la victoria, hay quien asegura que con la forma de la mismísima cruz cristiana.

    El atolladero fue terrible. Cristianos y paganos creían desde hacía algún tiempo en un universo de ángeles y demonios. Nadie había que pudiera con los cristianos, por lo que se veía, que ni los horrorosos martirios que les prodigaban parecían ablandarlos. Tal vez por eso, hastiado de tan inútil pugna, el emperador los reconoció como poder religioso en el Edicto de Milán, primero, y en el Concilio de Nicea, después, aunque fue una comunión política, ya que Constantino compartía el cargo honorario de Pontifex Maximus con una buena porción de los demás credos religiosos de su tiempo.

    ¿Qué se tenían simpatías? Bueno, no faltó quién dijo que Constantino fue bautizado en su lecho de muerte; de modo que, en fin, los cristianos tuvieron que esperar a que casi estuviera en el otro lado para alzarse con el pan y la limosna. Porque los cristianos sabían que este golpe de efecto tendría su repercusión, y que, si eran pacientes, podrían quedarse finalmente con Roma, tal y como así sucedió.

    Se sentaron junto al emperador y le fueron empujando, empujando, mientras el papa ponía cara de estar contemplando a la Virgen, hasta que, ¡zas!, el emperador rodó por los santos suelos, el imperio quedó hecho pelota y el papado sigue donde está.

    En fin, ya tenemos constituidas las dos primeras sangres azules, a veces aliadas, a veces adversarias, y ambas con fuerza suficiente como para respetarse obligatoriamente, dándose coartada la una a la otra para su existencia, aunque las dos aspiraran a lo mismo: el control absoluto de la borregada o la ciudadanía.

    Esto favoreció los intereses de la, digamos, élite oscura; pero necesitan más. Habían conseguido un progreso enorme y era de agradecerse, pero había llegado la hora de un salto cualitativo, y con este fin promovieron la tercera sangre azul, una suerte de servidores directos que desde todos los ángulos de la sociedad impidieran que se equilibraran las dos sangres azules existentes, lo cual inevitablemente sucedería si no aparecía la tercera en discordia.

    El tres, supongo que ya lo sabes a estas alturas, es la base de todo credo y organización social, y aquí no podía ser de otro modo.

    De hecho, hay un aserto capital entre los iniciados en el Conocimiento que te recomiendo tengas siempre es cuenta: «Es precisa la confrontación de los contrarios para la obtención del ternario.»

    Dicho de otra forma: el ternario, el tercero, es lo que importa.

    El uno y el dos, son prescindibles. Parte del juego.

    Aplica esto y comprenderás mucho de cómo funcionan y se manejan las sociedades.

    Pero, te preguntarás, ¿de dónde sale entonces la tercera sangre azul? Pues bien, te he demostrado que la segunda sangre azul, de uno u otro modo, nació de una herida producida en el cuerpo de la primera sangre azul o de una necesidad que esta tenía, de modo que la tercera, necesariamente y siguiendo el mismo proceso, nacería de una llaga infligida en el cuerpo de la segunda o de una necesidad de esta.

    Efectivamente, tras la división del Imperio Romano en Oriental y Occidental, las sucesivas y cruentas invasiones bárbaras propiciaron su caída, apareciendo en su lugar nuevos reinos por doquier, cada uno con su visión de la religión más o menos ecléctica o herética, como el arrianismo que dominaba la parte oriental.

    La descomposición del imperio, en realidad, estuvo propiciada por las disímiles filosofías religiosas, porque era para todos indistinguible el mito de la existencia de Dios, que si no había un solo hecho que lo demostrara, tampoco lo había que lo negara.

    Contaba por entonces el oro y el poder económico, como en el caso de Alarico I cuando saqueó Roma para cobrarse lo comprometido y no pagado por Honorio al contratarle para que le ayudase a reunificar el Imperio Romano; pero él era tan cristiano —arriano— como el propio emperador —papista—, aunque con desparejo concepto.

    Si las rebeliones religiosas contra el poder político consolidaron la sangre azul religiosa, era más que previsible que más temprano que tarde iba a suceder algo semejante para alumbrar a la tercera sangre azul.

    Los heréticos arrianos fueron derrotados ideológicamente en el Concilio de Nicea, pero no pocos de ellos se mantuvieron en sus trece, llegando incluso a las armas para defender sus convicciones frente al poder militar de la Iglesia de Roma. Sin embargo, la herejía se sostuvo y hubo sus más y sus menos durante años, triunfando acá y fracasando allá.

    Era un tiempo en el que proliferaban mil ideologías, así esotéricas como exotéricas, y en el que abundaban los exegetas, los dogmas y los postulados más aberrantes, en una especie de tutifruti en el que pocos o nadie se entendía muy bien. Los cristianos de cualquier tendencia, mayoría absoluta en el llamado mundo civilizado, buscaban esforzadamente la sangre de los otros cristianos disidentes, en un afán por imponer sus creencias a sus rivales y dominarlos, llegándose a auténticos baños de sangre, que no eran sino ensayos de la élite oscura para encontrar la fórmula que los convenía para empujar a los hombres en la dirección adecuada.

    Así sucedió con quienes a sí mismos se nombraban reyes de reyes, los merovingios, quienes dieron los primeros pasos en la fundación de este reino con Meroveo —en realidad lo fundó el padre de este, Pipino el Viejo—, estableciendo entre los siglos V a VIII su dominio en buena parte de lo que es hoy la Francia occidental. Decían de sí mismos que eran los herederos del linaje real de David a través de la llegada a tierras francesas de Jesucristo en persona —otros heréticos afirmaban que fue María Magdalena quien llegó embarazada de Jesús, pues era su esposa—, y como tales se sentían encargados de establecer el embrión de una sangre azul real llamada a dominar el mundo, sobre todo entonces que había un lío en Europa de no te menees, porque la caída del Imperio Romano propició que todos quisieran un pedazo de pastel, y los godos, vándalos, alamanes, etcétera, estaban muy rebeldes y más guerreros.

    El nacimiento del islam vino a poner algo de orden en las filas cristianas, porque no hay nada mejor para solucionar los problemas internos que los enemigos externos. El conflicto debía sostenerse, pero dentro de un orden, y las cruzadas impusieron la necesaria alineación en el seno de la cristiandad, derivando las herejías en el nacimiento dentro de la Iglesia de las llamadas Órdenes Militares, tales como las de Santiago, Calatrava, Rosacruz o del Temple, y en el establecimiento de corrientes secretas o gremiales, como los Alquimistas, Constructores, Cristaleros o Talladores.

    Los carolingios de Carlo Magno pusieron su granito de arena en este sentido, y desde el siglo VIII fueron no solamente un freno insalvable para los sarracenos que intentaban conquistar los reinos franceses desde la península Ibérica, sino también para los nobles que pretendían hacer de su deseo un fuero. Eran los herederos de los merovingios en su filosofía, y su propio nacimiento desde puestos serviles en palacios —arrancando con Carlos Martel— tuvo ciertos tintes crísticos. Sea como fuere, ello es que se hicieron dueños de Europa, o de buena parte de ella, llegando hasta Frisia, Austrasia, Sajonia, Bohemia, Panonia y Croacia, si bien terminaron desmembrándose porque las cruzadas fueron terribles y los sucesores de Carlo Magno, la peste.

    Pasaron siglos de matanzas con los sarracenos, enmascarando aparentemente las disensiones internas, entretanto cada uno de los reinos guerreaba con sus vecinos por un ponme allá ese feudo. Cada una de las tendencias, órdenes o gremios se fortalecieron, y, cuando concluyeron las cruzadas, los cenagales de la sangre comenzaron a desecarse y se pudo contemplar el paisaje, estas tenían un poder que ensombrecía a la mismísima Roma. Eran muchas y diversas, y usaban la espada lo mismo que la fe para extenderse, cuando no para controlar el purismo, como sucedió con la Santa Garduña; disponían de innumerables bienes, así castillos como riquezas o campos; y hasta el mismo pueblo los profesaba un respeto tan profundo que ponía en un fil el liderato del rey e incluso del papa.

    Y primero el rey y luego el papa los llamaron al orden. Algunos, como los de la Orden de Santiago o el Císter, obedecieron; pero otros trataron de mantener su herejía frente a la religión oficial, como los cátaros, primero, o los caballeros del Temple, después, quienes dijeron a Roma que nanay del peluquín, lo que le forzó a esta a decretar su extinción.

    Estos primeros, los cátaros —bons hommes—, eran unos locos que habían absorbido parte de esa filosofía predicada por los «amigos de Dios», los bongomilos, quienes en Bulgaria comenzaron la difusión de sus postulados allá por el siglo IX.

    En fin, el caso era que a la Iglesia de Roma, a la sazón ya un vasto imperio con los dedos bien metidos en todos los reinos de la cristiandad, no le hizo ni pizca de gracia este plante y, tras sesudos razonamientos, decidió lo que a su entender era lo mejor para su conveniencia: eliminar la competencia, dándola matarile. Lo argumentó primero Gregorio VII, quien les acusó de simonía, nicolaísmo y hasta de sodomía; y después Inocencio III, quien vino a decir algo así como «¡Sus, y a ellos!», más o menos. Y lo hicieron sin ningún recato, llevando la desolación a dondequiera que estos se habían establecido, hasta extinguirlos en el siglo XIII.

    Tan cruento fue que, para ilustrarlo, nos quedan los relatos de la toma de Bèziers, último baluarte de los cátaros, donde se reflejan los titubeos de los soldados frente a la determinación del papa. Le preguntaron: «¿Y cómo sabremos quiénes son herejes y quiénes no?» Y su santidad, contestó: «Matadlos a todos y que Dios elija a los suyos.»

    La barbarie, pues, se había consumado a la vez que unificado el rebaño. Ya no había oposición casi a la Iglesia de Roma; pero, por si las moscas, se fundó la Santa Inquisición con el fin de velar porque la cosa siguiera así, la cual estableció la tortura como herramienta divina para obtener pías confesiones.

    Quien a Dios se la dé, san Pedro se la bendiga.

    Amén.

    Le llegó ahora el turno a los templarios, quienes se mostraban muy renuentes a entregar su poder a una Iglesia que parecía haberse hecho coleccionista de riquezas y a la que acusaban de ser servidora del Maligno. Fue, nuevamente, una guerra cruenta, y allá para el año 1314 el último templario, Guillermo de Molay, fue inmolado en la hoguera ante Notrê Dàme, en París, negándole que incluso pudiera juntar las manos para rezar mientras moría.

    Hay quien dice que la Orden de Calatrava heredó los principios templarios, adaptándolos a los deseos de Roma, y quiénes que no; pero en toda degollina siempre hay alguien que se salva y no todos los herejes murieron. Algunos se libraron de la quema —nunca mejor dicho—, y estos, resentidos contra la Iglesia y convencidos de su razón o su locura se sumergieron en el anonimato en espera de tiempos mejores o de hilvanar una estrategia que tuviera seguridad de éxito.

    Sin embargo, el odio es, además de una de las fuerzas más violentas de la naturaleza humana, una pésima consejera, y no es infrecuente que, quien persigue con rencor una idea, termine por convertirse en un sucedáneo de ella, pero elevada a la enésima potencia.

    De estos supervivientes surgieron diferentes grupos, ya como órdenes secretas, al menos hasta que consideraran que tenían fuerza suficiente como para oponerse a los credos oficiales sin ser necesaria su extinción. A ellos se les unieron —o ellos se unieron a los otros— tanto miembros de las corrientes herméticas como de las alquimistas, el gremio de los a sí mismos llamados Constructores y algunos otros que habían puesto sus barbas en remojo en vista de cómo se las habían afeitado a aquellos, y juntos profundizaron en un Conocimiento que los condujera a su verdad y a la forma adecuada de imponer sus criterios a todos sus semejantes, conquistando el mundo y tomándose la revancha.

    Puede ser que fuera así, y puede que no. Lo cierto es que tanto los templarios como los cátaros se extinguieron en las hogueras de la Santa Inquisición y que de los alquimistas y herméticos nunca más se supo, a no ser a través de las filigranas que hoy adornan casi todas las catedrales e iglesias de la época —cientos y cientos de ellas, casi todas surgidas anónimamente en menos de 100 años—, convirtiendo en guardianes de sus claves, filosofías y secretos a sus rivales, la Iglesia oficial, evidencia de por dónde pensaban llevar sus pasos.

    Entre todas las tendencias que hundían sus raíces en las tinieblas de aquel tenebroso eclipse de la historia, nació una orden secreta cada vez más pujante: la Masonería.

    Su denominación: los Constructores.

    Su fin: la implantación de un nuevo orden mundial.

    Sus amos: la élite oscura.

    Como los donjuanes, a través de hermosas y filantrópicas palabras tendieron sus redes para seducir a sus presas, pero escondiendo en sus grados más altos, o en sus profundidades más siniestras, lo tenebroso de sus fines. Usando la técnica de la cebolla, el Conocimiento lo distribuyeron por capas, de modo que los de los grados más bajos —las capas exteriores— no sabían de qué iba la misa en la que participaban, y solamente unos cuántos de los grados más altos, y no todos, estaban al tanto de su servicio a la élite oscura.

    Así, los masones se pusieron manos a la obra durante siglos, pues eran fanáticos fundamentalistas de sus fines y ambición para alcanzarlos no les faltaba. Incluso pergeñaron un plan para el que se prepararían durante siglos, legándoselo una generación a la siguiente a través del Tarot de Marsella, por más que ellos mismos juran y perjuran que lo ideó el mismísimo Moisés, el constructor del templo de Jerusalén en tiempos de Salomón, Hiram, o incluso remontándose al mismísimo Toth egipcio y su Libro de la vida.

    Su Tarot, en fin, está constituido por 22 figuras alegóricas a sus propósitos, escalonados en etapas de 13 años que se corresponden con cada naipe de los veintiún llamados arcanos mayores, más El Loco, todas ellas decoradas con los tres colores básicos, blanco, azul y rojo, además del amarillo, que se corresponde con lo pingüe de lo económico y la vía de la materia.

    Grábate bien en tu cerebro lo de los tres colores: blanco, azul y rojo.

    El caso es que estas órdenes y movimientos secretos permanecieron semiocultos, reforzándose financiera y políticamente durante siglos, y elaborando planes de acción que los encauzaran inexorablemente a su triunfo, hasta que un día de 1776, y tras 13 años de trabajo en los últimos hilvanes secretos de su plan, ¡zas!, dieron el cohetazo de inicio de vida pública (discreta, sin desenmascararse ante la ciudadanía) y se constituyó la iluminada patria masona de la tercera sangre azul en los EUA, firmando los 13 padres masones de la ídem la Constitución que le da carácter de nación independiente, llamada a implantar un virgiliano novus ordo seclorum, según figura en su sello nacional, bajo las 13 barras —7 rojas y 6 blancas— y las 13 estrellas blancas de cinco puntas sobre fondo azul —la bandera, a la sazón, está compuesta por tres superficies iguales: blanca, azul y roja—, precisamente el mismo año que se constituyeron también como poder en la sombra, bajo la dirección del exjesuita Adam Weishaupt, los Illuminati en

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