Terror de terrores
Por Efrén Villaverde
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«Una obra en la que la novela policiaca y el terror se dan la mano en perfecta armonía».
Luis Valladares es un inspector de policía de la vieja escuela que lleva años intentando cazar a un asesino en serie que no deja pista alguna tras sus atroces asesinatos. Perseguido por los fantasmas del pasado y con la ayuda de su compañero, Raúl Legazpi, que le aportará un punto de vista diferente a su manera de ver el mundo, se enfrentará al mayor de los terrores imaginables cuando descubra que aquello contra lo que lucha no puede ser encerrado por la justicia humana.
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Terror de terrores - Efrén Villaverde
Capítulo 1
La lluvia golpeaba con rabia sobre el desolado asfalto del paseo marítimo, olvidado desde hacía mucho tiempo por un dios que se había cansado de jugar a ser él mismo. Podía observar las frágiles gotas de agua cayendo sobre el mar y convirtiéndose en pequeños capuchones con forma de champiñón durante unos instantes. Sentía cómo las embravecidas olas golpeaban con fuerza contra el muro que se encontraba bajo sus pies. Se estremecía con cada impacto. La colilla que pendía de sus labios comenzaba a apagarse, como el día, que ahora mismo estaba llegando a su fin. La retiró de su boca y la envió lejos con un movimiento rápido de los dedos pulgar y corazón, con desgana, y se apagó casi en el mismo instante en que abandonó su mano, con las gotas de lluvia que golpearon sobre el filtro de lo que otrora fue un cigarrillo. El peso del agua que se acumulaba en su interior la hizo caer sobre la arena, a escasos centímetros de sus pies. Una ola rompió de nuevo contra el muro y la colilla desapareció de su vista para siempre.
Luis miraba con aire distraído hacia el mar. La tormenta que caía con furia sobre las aguas embravecidas del Atlántico no tenía prisa por pasar de largo. Parecía haberse instalado sobre la ciudad de manera permanente, como si le hubiera cogido el gusto a estar en esta esquirla de tierra incrustada en el océano Atlántico. Estaba acostumbrado a la lluvia; era una constante que formaba parte de la cotidianeidad de la vida, pero esto no era normal. Nunca había visto llover durante tantos días seguidos, sin esa pequeña tregua que te da un día de descanso. Un día de sol, solo uno; eso es todo lo que pedía, una pequeña tregua.
Había algo extraño en esa lluvia. Algo fuera de lo normal. Algo que no le gustaba nada, que le daba un aire sobrenatural.
Levantó la cabeza y miró al cielo. Por un instante, tuvo la impresión de que la tormenta no terminaría nunca. Lo único que veía a su alrededor eran enormes nubes negras cubriendo por completo la ciudad, creando una gran boina que se cernía sobre toda su existencia. Daba igual en qué dirección estuviese mirando, tan solo había oscuras nubes negras descargando su líquido contenido sobre el asfalto sin descanso, con una rabia más propia de un ente consciente que de la propia naturaleza. Era como si la ira se hubiera apoderado del mundo.
Se levantó y comenzó a caminar despacio, con tranquilidad, sin darle demasiada importancia a todo lo que pasaba a su alrededor. Cuando alzó la cabeza, se encontró con una calle desierta, desolada, sin alma. La sensación fue como encontrarse a uno mismo en un cementerio a medianoche y no saber muy bien qué hace ahí.
Sabía que nadie en su sano juicio saldría a pasear con semejante aguacero; pero a él le relajaba. Le gustaba salir cuando no había nadie por la calle, pasear y pensar sin que los cuchicheos de la gente interrumpieran sus cavilaciones.
En aquel momento tenía demasiadas cosas en las que pensar. Ese hijo de puta llevaba mucho tiempo matando, y todas las pistas que había encontrado eran meros callejones sin salida que no llevaban a ninguna parte. Nada parecía tener sentido en este asunto. Era como si cada vez que estaba cerca de coger a ese cabrón, se desvaneciera entre sus dedos para regresar de nuevo cuando menos se lo esperaba. Seguía sin tener ninguna pista sobre su identidad o su paradero; al menos ninguna que fuera suficiente para llevarlo hasta él. Lo único que tenía era un enorme reguero de cadáveres que se amontonaban uno detrás de otro y que parecía no tener fin.
Este caso se había convertido en una maldición que lo perseguía para hacerle pagar por todos los errores del pasado. Era su purgatorio particular, y no tenía la impresión de que se estuviera acercando a la salida.
El cielo soltó un grito ahogado en forma de trueno, y una enorme detonación resonó a lo largo y ancho de toda la ciudad. Daba la impresión de que aquellas monstruosas construcciones de cemento habían reventado al unísono, expulsando de golpe a todos los seres humanos que habitaban en su interior, con la sorna desmedida que caracterizaría a un Dios vengativo.
Casi al mismo tiempo, un relámpago iluminó el cielo durante varios segundos. Era como si se hubiera hecho de día por un momento, como si el cielo quisiera iluminar el mundo para darle una claridad meridiana.
«Y del trono salían relámpagos y truenos y voces; y delante del trono ardían siete lámparas de fuego, las cuales son los siete espíritus de Dios».
La estampa parecía sacada de un pasaje bíblico sobre el fin del mundo. Hacía mucho tiempo que ya no creía Dios, pero una estampa como la que acababa de presenciar podría hacer dudar a cualquiera. Los pelos de todo su cuerpo se erizaron, como si estuvieran siendo atraídos por la enorme cantidad de electricidad estática que debería rodear a una tormenta eléctrica como la que estaba presenciando en ese preciso instante.
«Después de esto miré, y he aquí una puerta abierta en el cielo; y la primera voz que oí, como de trompeta, hablando conmigo, dijo: Sube aquí, y yo te mostraré las cosas que sucederán después de estas».
Entornó los ojos mirando al cielo, como buscando la puerta; pero casi en el mismo instante sacudió la cabeza hacia los lados, intentando quitarse esa imagen de la mente. No, no volvería a caer en supersticiones estúpidas. Ya había sufrido demasiado.
El Apocalipsis tenía algo especial, algo que siempre le había atraído y, de alguna manera, fascinado. No podía negar que esa era su parte preferida de aquel libro sagrado al que llamaban Biblia.
Recordaba sus años de seminario con cierta nostalgia; aunque los consideraba una pérdida de tiempo: años que nunca recuperaría, tirados a la basura entre cuatro paredes y ofrecidos a modo de sacrificio a un Dios que nunca le había dado nada a cambio. Bueno, algo sí había quitado a cambio de esos años de estudio: podía recitar la Biblia de memoria. Nunca había creído que eso fuera suficiente pago por seis años de internamiento en un seminario. Le recordaban que un día había sido joven. Le recordaban una época en la que creía que todo era posible y miraba al futuro con optimismo, con ilusión, con esperanza. Le recordaban a otros tiempos, no mejores, pero sí diferentes. Tiempos en los que todavía tenía sueños que cumplir, cosas por hacer, vida que vivir.
Pero todo eso había quedado atrás hacía mucho tiempo. Ahora era una persona totalmente diferente a aquel joven estudiante que creía que la respuesta a todas las preguntas se encontraba en el mismo lugar: un libro escrito hace dos mil años por un ser omnipotente que había decidido construir una casa de muñecas gigantesca para su disfrute particular.
Sacó del bolsillo interior de la chaqueta una petaca plateada y le dedicó una mirada ansiosa. Tenía grabado un emblema sobre el metal pulido: «FILIUS NOCTIS» (hijo de la noche). Suspiró profundamente y bebió un largo trago. El amargo licor bajó por su garganta despacio. Podía sentir el calor que le proporcionaba; era una sensación reconfortante.
Se limpió la boca con el dorso de la mano y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Quizá sería mejor retirarse por hoy. No era probable que consiguiera aclarar nada de lo que daba vueltas en su cabeza. Lo único que acabaría consiguiendo si seguía así, calado hasta los huesos, era coger un resfriado.
Miró hacia abajo y se percató de que estaba empapado. El agua le había pegado los pantalones al cuerpo, convirtiéndolos en una especie de mallas como las que llevan los gimnastas; el abrigo tres cuartos negro que llevaba puesto chorreaba agua como si estuviera provisto de una fuente inagotable en su interior; el sombrero, su adorado sombrero estilo Humphrey Bogart, se había achatado bajo el peso del agua hasta incrustarse en su cabeza de tal manera que parecía un gorro de piscina; y podía sentir cómo, a cada paso que daba, pisaba un charco de agua que se había instalado en el interior de sus zapatos de vestir negros. Sí, era hora de volver a casa o terminaría cogiendo una pulmonía; o incluso algo peor.
Capítulo 2
En un oscuro y lóbrego sótano, alejado del ruido incesante de la ciudad, tan solo unas estrechas rendijas dejan pasar la luz del sol. Una iluminación insuficiente para poder ver algo más que oscuros bultos indefinidos, que se mueven como extraños perdidos entre las sombras alargadas de una gran ciudad, indistinguibles los unos de los otros; intangibles, inhumanos.
Un crujir de huesos se deja oír en medio del silencio, como las ramas caídas de los árboles al ser pisadas por un caminante despistado, perdido, extraviado dentro de un bosque frondoso e interminable.
Un estremecimiento. Un sudor frío. Una sensación de miedo.
Otro crujir de huesos, como el anterior; acompasado, melodioso. Cuatro crujidos, uno detrás de otro. Incluso sonaría armonioso, en otra la situación.
El sudor resbala despacio por la cara, desde el nacimiento de la frente hasta quedar colgando de la barbilla; frío, húmedo, pesado. Queda suspendido en el tiempo por un instante eterno, columpiándose con gracia en el aire para después caer como un rayo, acelerando sin miedo, atraído por la innegociable gravedad. Pudo sentir cómo golpeaba el suelo y se rompía en mil pedazos, salpicando todo cuanto había a su alrededor. Podía verlo, era como si estuviera mirando a través de un microscopio. Hasta pudo oír el sonido acuoso de la gota de sudor al impactar contra el suelo.
Estaba en un sueño, eso era. Se encontraba atrapado en una horrible pesadilla. Eso era lo único que tenía algún sentido, lo único que tenía lógica.
Frío. Húmedo. Inquieto.
Unos pasos resuenan cada vez más cerca. El eco rebota en las paredes, invisibles a sus ojos, pero dolorosamente presentes para sus sentidos: están ahí.
Un temblor involuntario. Incontrolable. Insoportable.
Un golpe sordo quiebra el silencio. Gotas de sangre roja y caliente golpean ahora el suelo y la pared, rompiéndose en mil pedazos tras el impacto. Una estela brillante cruza el aire a cámara lenta, en actitud burlesca.
Un pitido incesante envuelve la realidad. Es imposible saber de dónde procede. Invade la consciencia y no puedes apartarte de él, no puedes apartarlo de ti. Lo cubre todo, como un velo que deja pasar la luz, pero difumina las imágenes. Parece salir del interior de la cabeza, como producido por el cerebro. El golpe habrá afectado al tímpano.
Mareos. Todo está borroso.
El tiempo se ralentiza. Todo va más despacio. El dolor es duradero y la angustia es insoportable. El miedo es el peor enemigo.
Otro impacto, ahora desde el lado contrario, obliga a la cabeza a girar de improvisto, forzada hasta el extremo en un movimiento antinatural.
Frío metálico; calor instantáneo. El dolor es inhumano. La carne parece arder. Varios dientes se fracturan con el impacto. Los restos caen al suelo, rebotando en incontables ocasiones sobre el cemento. Tintinean con gracia hasta terminar esparcidos al azar por el suelo.
Aliento caliente sobre carne al rojo vivo. Sonido de respiración; tranquila, calmada.
Humo ascendente que irrita las heridas recientes, abiertas sobre la frágil piel desnuda.
Tos involuntaria. La sangre mana sin permiso desde la ahora demacrada boca. Todo es confuso. Todo se nubla de repente. Las imágenes se desdibujan. Las sombras se acercan.
Una mano paternal acaricia la cabeza con suavidad, con afán tranquilizador, despacio.
―Espero que estés bien. Nada más lejos de mi intención que causarte un dolor innecesario.
La mano, que en algún momento fue tranquilizadora, agarra ahora con fuerza el largo e hirsuto pelo negro y se aferra a él con saña.
Un hilillo de voz gutural intenta asomar desde lo más profundo de la garganta.
Un nuevo golpe; seco, contundente, desgarrador.
Más sangre. Más dolor. Más sombras.
―No te he dado permiso para hablar.
Una colilla arrojada al suelo humea con desgana, abandonada a su suerte, salpicada por gotas de sangre roja que humedecen el papel, otrora blanco, hasta desfigurarlo por completo convirtiéndolo en una caricatura burlesca de su propio rostro.
―Deberías tener más respeto. La falta de respeto hacia mi persona es lo que te ha llevado a esta situación, Damián.
Los ojos no responden, están demasiado hinchados para abrirse. Quizá sea mejor así.
―El respeto es algo muy importante en la vida, Damián. Es difícil conseguir que la gente respete tu trabajo. Se tarda mucho tiempo, y precisas una gran dosis de esfuerzo y dedicación para ganarte el respeto de las personas que te rodean. Y mucho más en un negocio como el nuestro. Tú deberías saberlo tan bien como yo.
Un leve parpadeo tras un esfuerza titánico, para atisbar con dificultad una suave sombra entre el humo. Ni siquiera consigue articular las palabras, que intentan salir de su boca silenciosa en forma de sílabas ininteligibles. Tan solo puede escuchar.
―Yo me he ganado el respeto de todo el mundo. Me ha llevado mucho tiempo conseguirlo; mucho tiempo y mucho esfuerzo. Pero te aseguro que ese respeto, que me he ganado a lo largo de una dedicada y esmerada carrera, se vendría abajo en un solo segundo, como un castillo de naipes al que le das un pequeño toque en una de las cartas de la base ―un dedo impacta en la cara, recordando las heridas aún abiertas―, si permitiera que la gente como tú me falte al respeto sin la menor consecuencia.
El sonido de unos pasos inunda la habitación, acompañando al pitido que impregna todo su mundo―Y las consecuencias, Damián, son las que tú estás sufriendo ahora. Todos somos responsables de nuestros actos, y, como adultos responsables que somos, debemos aceptar las consecuencias como algo inherente a la condición humana.
Se escucha una exhalación, pero esta vez no siente el humo abrasando su rostro malherido. Suena más como un suspiro cansado.
―Ahora, para resarcirme por el daño que me has causado con tu ofensa, vas a decirme quién es.
―Pero… pero… no sé de qué me habla, señor Antón.
Antón sacó una cajetilla de Marlboro del bolsillo de la camisa y se colocó otro cigarrillo en la boca. Lo encendió con cuidado, evitando quemarse el flequillo, y soltó una ruidosa bocanada de humo.
―Cuando me hablas así insultas a mi inteligencia, Damián. Y continúas faltándome al respeto.
Las manos, que antes disfrutaban golpeando sin piedad, se juntaron con una de las muñecas atadas a la silla de madera. Una mano agarraba con fuerza el dedo medio de la mano de Damián, justo a la altura de la uña. La otra mano agarraba el resto del dedo, manteniéndolo estable.
―Tienes que aprender a respetar, Damián. ―Hablaba mientras el cigarrillo colgaba de los labios en un sutil equilibrio. El humo que manaba desde su extremo se colaba entre los párpados de Damián sin pedir permiso, enrojeciéndolos, obligando a las glándulas lagrimales a llorar para humedecer los doloridos ojos―. El respeto es la base de nuestra sociedad, sobre el que se sostiene todo un sistema de valores que han llevado a nuestra civilización hasta donde se encuentra ahora mismo, en el apogeo de su desarrollo. No sería muy inteligente permitir que se pierda en un segundo lo que se ha tardado tanto tiempo en ganar.
Aplicó la fuerza adecuada sobre el dedo que tenía apresado. Ni excesiva, ni escasa. Solo la que era estrictamente necesaria. Era una maniobra que tenía bien estudiada, algo que había hecho muchas veces antes. En un instante, pudo sentir cómo la primera falange del dedo se partía entre sus manos. Era una sensación reconfortante. Sentir el poder que le proporcionaba le causaba un inmenso placer. Era el poder del miedo en manos de un simple hombre. Algo así hace que te creas un Dios.
Sudor frío. Dolor. Miedo. Demasiado dolor. Todo daba vueltas a su alrededor. La realidad perdía su consistencia. El dolor y el miedo se apoderaban de todo su ser. Estaba perdiendo el conocimiento. Intentaba gritar, pero no sabía si seguía estando consciente o ya se había desmayado.
Frío, humedad, dolor.
Un golpe en plena cara consigue sacarlo de su liviana inconsciencia: húmedo, frío, líquido. ¿Qué había pasado? ¿Cuánto tiempo había pasado? Gotas de agua helada discurren por la mejilla. Chorrean desde el pelo hasta la barbilla, para después caer al suelo en un fino y desgarbado hilillo brillante mezclado con el resplandor azabache de la sangre, que cae al suelo precipitándose desde un grifo mal cerrado.
Humo gris que nubla el mundo de forma dolorosa.
―Vas a darme el nombre de tu contacto, Damián. Cada segundo que pasas empeñado en mantener este burdo engaño hacia mí, más profundamente me ofendes.
Tos involuntaria. Saliva mezclada con sangre coagulada que vuela en todas direcciones después de cada espasmo.
―Me faltas al respeto, Damián. Pretendes robarme, reírte de mí, insultarme… y todavía esperas que no pase nada, que no haya consecuencias. Eres un mal chiste, Damián.
Un movimiento rápido de muñeca, y un nuevo chasquido rompe el silencio. La segunda falange del dedo se quiebra sin oponer resistencia y, con ella, la poca voluntad que quedaba en algún reducto de su cerebro.
Esta vez los gritos inundan la atmosfera del oscuro sótano. Pero un atisbo de esperanza parecía encender de nuevo la resistencia en su interior: ¡Alguien podría escuchar sus gritos!
―Estoy empezando a perder la paciencia, Damián. ―Antón se levantó y comenzó a caminar en círculos alrededor de la silla donde se encontraba Damián, frotándose las manos una contra otra―. El único perjudicado por este jueguecito que te traes entre manos eres tú mismo. Yo podría estar así todo el día, degustando cada orgásmico segundo del indescriptible placer que me produce esta situación. Para mí es un verdadero honor poder compartir contigo estos momentos de charla intrascendente. Pero todo avanzaría más deprisa, con el consiguiente beneficio para ambos, si me dijeras quién es tu contacto.
―Pero… pero…, Antón ―las lágrimas discurrían sin freno por la cara de Damián―, es que… no sé quién es…
―No insultes a mi inteligencia, Damián ―movía el dedo índice delante de su cara, en tono amenazante―. Y, por cierto, una cosa más. No esperes que nadie escuche tus gritos de socorro, esos que intentas disfrazar como gritos de dolor, en este agujero abandonado por el mismísimo Dios en un lugar donde nunca más tuviera la tentación de mirar dentro. No hay casas en varios kilómetros a la redonda y no pasa ninguna carretera cerca. Esto está tan aislado del mundo que aquí no llega la luz eléctrica, no llega el agua y no hay teléfono. Aquí los móviles no cogen cobertura, Damián. ¿Sabes lo que significa eso? No te molestes en decir nada, que ya te respondo yo: ¡Esto es el puto fin del mundo! Si en esta pútrida ciudad hay un fétido agujero oscuro perdido en el medio de la nada, ahora mismo estás justo debajo de él.
Agarró el dedo meñique de la otra mano y, con un rápido y preciso giro, lo partió en tantos pedazos que pudo sentir al instante cómo se quebraba simultáneamente la poca voluntad que todavía moraba en su interior; destruida en millones de trozos minúsculos, imposibles de recomponer después de ese fatídico instante. La simultaneidad de los crujidos quedó oculta tras los desgarradores bramidos de dolor que salían de su boca.
Al borde del desmayo. Al borde de la locura. Al borde del precipicio.
Las palabras fluían sin control; todo era suave y liso. Todo estaba claro ahora. Era su fin, de una u otra manera, había llegado al final.
―Saúl ―respiraba con dificultad, como si acabara de terminar un maratón―. Su nombre es… Saúl.
―¿Saúl? No conozco a ningún Saúl. ¿Es nuevo en la ciudad?
―Yo… yo… yo no lo había visto nunca, se lo juro.
―Cómo es posible que en esta ciudad pase algo sin que yo me entere.
―Te lo juro, Antón, por lo que más quieras. ¡No lo había visto en mi vida! ―Su voz era ahora un grito de súplica. Recordaba más a un gemido desesperado que a un verdadero grito―. Pero… no podía rechazar su ofrecimiento. Es… es… es difícil de explicar… pero no podía rechazarlo… es lo único que puedo decir... No puedo explicarlo.
Capítulo 3
Una enorme cristalera dejaba ver por completo la calle desde el piso superior de la cafetería. Podía observar cómo la lluvia, incansable, azotaba la ciudad sin descanso. El repicar de las gotas sobre el cristal creaba una divertida sinfonía en su cabeza. No había nada más relajante que una sinfonía en do mayor de gotas de lluvia sobre los cristales en su cafetería favorita.
Le dio un sorbo a la taza de café y la dejó sobre el plato. Café solo, bien cargado. Una buena dosis de cafeína para mantenerse alerta, siempre alerta. Apagó el cigarrillo en el cenicero, con un rápido movimiento de muñeca, y miró el reloj Casio que llevaba siempre puesto, mientras oprimía el botón que iluminaba la esfera con la otra mano: Marcaba las 21:34, era el momento de ponerse en marcha.
Al otro lado de la mesa, cuatro uñas, amarillentas como las de un fumador empedernido, tamborileaban a ritmo acelerado, comenzando por el meñique y terminando por el índice. La mano cerúlea que las acompañaba repetía el movimiento una y otra vez: meñique, anular, corazón, índice… meñique, anular, corazón, índice... Cuatro afiladas uñas que golpeaban la superficie de la mesa emitiendo un sonido similar al caminar de una cucaracha.
―Es la hora acordada ―dijo Saúl ocultando su rostro tras una sonrisa oscura―, debes marcharte ya.
El ritmo de los dedos golpeando la mesa de madera resultaba el complemento perfecto para el repiqueteo de la lluvia sobre el cristal. Andrés lo miraba con parsimonia, mientras saboreaba cada momento como si fuera una deliciosa fruta tropical.
―Tienes razón ―respondió con voz átona―, será mejor que me marche.
Saúl permanecía sentado, con las piernas cruzadas y la mirada fija en Andrés, mientras daba vueltas en su mano a un elegante bastón que algunos habrían calificado como «báculo».
―Todo ha de hacerse como ha sido acordado ―las palabras sonaban cuando movía los labios, pero no parecían proceder de su boca. Era como si salieran de un lugar más profundo, más oscuro y mucho más lejano―. Sigue mis instrucciones al pie de la letra y no tendrás ningún problema, como siempre. Todo está escrito; así es como ha de suceder.
―Se hará todo según lo acordado ―dijo con seguridad, y bebió otro trago de café, despacio, recreándose en su sabor―; no flaquearé ante la duda.
―El veneno ―Saúl suspiró con estudiada lentitud, esgrimiendo una sonrisa macabra―, ese asesino invisible que puede hacer tanto daño como cualquier tortura; siempre y cuando se utilice la dosis adecuada.
―La tengo preparada ―dijo mirando al chubasquero que tenía colgado en el respaldo de la silla en la que se encontraba sentado. Del bolsillo interior sacó una jeringuilla de pequeñas dimensiones. Era transparente, similar a las que se utilizan en cualquier consulta de enfermería, y en su interior podía verse un líquido oscuro y denso como la brea.
―Ve ―le indicó Saúl levantando la mano con la que había estado tamborileando sobre la mesa durante todo ese tiempo―. Parte ya, no esperes más. Nunca llegues tarde a una cita ―remarcaba mucho las palabras, como un político dando un mitin. Los sonidos salían de su boca despacio, casi podían verse las letras flotando en el aire―, es una falta de educación imperdonable.
―Nunca he llegado tarde a una cita, no será hoy el primer día.
―Ese hombre se merece todo lo que le va a ocurrir. Se lo merece por todo lo que te hizo pasar, y también por todo lo que le hizo pasar a todos los demás. Tú ―señaló con el dedo a Andrés― no tienes la culpa, no estás haciendo nada malo. Él solo se lo ha buscado. Tú solo haces lo que tienes que hacer. Es parte del plan. Se cree mejor que tú. Se cree superior a ti. Se considera superior a todos los demás. Piensa que puede hacer lo que quiera sin tener que enfrentarse a las consecuencias. Pero, las consecuencias, son algo inherente a la condición humana ―golpeó la mesa con la mano, haciendo que Andrés se pusiera en tensión. La madera emitió un quejido, como si quisiera partirse por la mitad, pero aguantó el envite. Saúl sonrió―. Ahora estás en tensión, como tiene que ser. Ese cabrón no va a salirse con la suya. Para eso estamos nosotros aquí. No vamos a permitir salga impune de todas sus faltas, ¿verdad?
―Lo sé ―respondió mientras se frotaba ambas sienes con los dedos―. No va a salirse con la suya ―repitió de forma mecánica.
Andrés bajó despacio los escalones que conducían a la planta inferior del establecimiento, depositó una moneda de un euro sobre la barra y se despidió con un simple gesto de la mano, con desgana.
El camarero ni siquiera se molestó en girar la cabeza. Continuó con su trabajo, con la mirada perdida más allá de la cafetera, mientras las gotas de café caían en el interior de la taza. Su mente se encontraba en algún otro lugar: un lugar muy lejano, alejado de esa monotonía que lo rodeaba un día tras otro, en forma de cafés y cervezas, bocadillos y tapas, copas y risas; algún lugar que sería mucho más interesante, eso seguro.
Atravesó el local y se embutió en un chubasquero de color negro que le llegaba casi hasta los tobillos, se puso la capucha, tirando de ella lo suficiente para que le cubriera las gafas y evitar así que se mojaran los cristales, o al menos evitar que se mojaran demasiado, y salió al exterior.
La lluvia caía con fuerza, pero eso no era algo que le preocupase; al contrario, le excitaba sentir los ligeros pinchazos de las gotas de lluvia en la piel, con su ritmo pausado, como un suave masaje que acariciaba todo su ser. Se imaginaba recorriendo la calle desnudo, sintiendo cómo las gotas de agua golpeaban su piel y se deslizaban despacio, recorriendo todo su cuerpo de arriba abajo; como una mano húmeda que acariciaba cada centímetro de su anatomía. No sería la primera vez que podía disfrutar de esa sensación. Pero hoy no, todavía quedaba algún transeúnte por la calle y tenía planes más importantes que acometer. Un descuido como ese podía ser fatídico para su plan; no podía llamar la atención.
Miró de nuevo el reloj. Los números comenzaban a verse borrosos por la lluvia que empapaba el cristal, pero todavía podía distinguir la hora: las 21:45.
Tenía la impresión de que había amainado un poco desde que había llegado a la cafetería, pero aún seguía lloviendo insistentemente. Hacía un día perfecto para actuar. Uno de esos días en los que la gente prefiere quedarse en casa y ver cualquier programa insulso en la televisión, jugar a algún juego de mesa para pasar el rato o leer un libro iluminado por la melancólica luz amarillenta de una lámpara de escritorio.
Al mirar a lo lejos, veía la lluvia formando conos de luz bajo las farolas. Le recordaba al día que conoció a Saúl. Ese día llovía como si las puertas del cielo se hubiesen abierto de par en par, como si se abrieran las compuertas de una presa y el agua fluyera sin control sobre la ciudad. El diluvio universal tenía que haber sido algo similar a eso.
Circulaba con el coche por la carretera, de camino al trabajo. Los limpiaparabrisas barrían de izquierda a derecha y de derecha a izquierda a una velocidad endiablada; pero, aun así, no daban abasto, y el agua se acumulaba sobre el cristal creando una película semitransparente que convertía la realidad en una visión borrosa y difuminada.
En el asiento del acompañante se encontraba sentado su hermano. Joan era su hermano gemelo, aunque con el transcurrir de los años ya nadie habría pensado que eran gemelos. Joan todavía tenía una buena mata de pelo negro y espeso, pero él estaba casi calvo y se afeitaba la cabeza todos los días, en la ducha. Se afeitaba la cabeza y la cara creando una composición suave y anodina. Su hermano medía un metro ochenta, él alcanzaba casi los dos metros de estatura. Joan era grueso y estaba bastante gordo, él se había mantenido esbelto y delgado por mucho que pasaran los años. Cualquiera que los viera dudaría mucho de que fueran hermanos gemelos; como mucho podría pensar que eran hermanos, y aun así era difícil de adivinar.
La visibilidad era prácticamente nula. Se estaba haciendo de noche, y la oscuridad, unida al fuerte aguacero que caía del cielo, hacía que no pudiese ver prácticamente nada. Entornaba los ojos en un vano intento desesperado de ver mejor el mundo que se desdibujaba ante él, y frotaba el parabrisas con la mano una y otra vez, para intentar desempañarlo; aunque no conseguía nada de provecho, cada vez le resultaba más difícil ver aquella carretera que parecía más un río que una senda de cemento gris.
De repente, y sin previo aviso, una sombra cruzó por delante del coche y se quedó parada en el centro de la carretera, justo frente a su coche. Si tuviera que hacerlo, habría jurado que la sombra le estaba mirando a través del parabrisas. Una sombra extraña en el medio y medio de la carretera mirándole directamente a los ojos.
Sin tiempo para pensar en lo que tenía frente a él, reaccionó como lo habría hecho cualquiera, de manera instintiva, dando un brusco tirón al volante hacía la izquierda, para intentar esquivar el obstáculo. Pero la carretera estaba resbaladiza por la cantidad de agua acumulada y el coche no reaccionó como cabría esperar. Se deslizó sobre el agua, arrollando de forma inmisericorde a la sombra que se encontraba en medio de la carretera y dando varias vueltas de campana tras tocar la rueda delantera derecha contra el bordillo de la acera.
La oscuridad se cernía sobre él, todo se estaba volviendo borroso a su alrededor. En un segundo su realidad se había vuelto del revés y el mundo se había puesto boca abajo. Levantó los brazos, llevándose las manos a la cabeza, y se percató de que estaba tocando el techo con la cara, y de que la sangre manaba en abundancia desde algún lugar de su cuerpo, empapándole por completo la cabeza y la cara.
Intentó gritar, pero no surgía palabra alguna desde su boca; un sonido gutural ininteligible y agudo fue lo único que consiguió articular.
Después de un tiempo indeterminado, que a él le pareció una eternidad, escuchó cómo algo golpeaba con fuerza el cristal de la ventanilla y, en pocos segundos, una mano lo asía por el tórax y tiraba de él hacia el exterior. Algo lo estaba arrastrando fuera del coche.
Despertó varias horas más tarde, en un hospital, rodeado de paredes blancas y con la luz de los fluorescentes del techo adueñándose de todo. No recordaba muy bien cómo había llegado allí, pero le dolía todo el cuerpo. Lo primero que pensó fue que tenía todos los huesos rotos, o esa era la impresión que le daba al verse allí postrado y dolorido.
Saúl se encontraba sentado en una silla, justo al lado de su cama. Era un hombre alto, con una abundante mata de pelo gris pulcramente peinado hacia el lado derecho. Lucía una barba rala y canosa que le infería un aire distinguido. Una constante sonrisa iluminaba su cara dándole un aspecto fantasmal. Era una sonrisa diferente a cualquier otra que hubiera visto en su vida. Estaba torcida hacia el lado derecho en una mueca extraña que te hacía dudar sobre sus intenciones. Pero a la vez, un aura de seguridad y aplomo parecía rodear su cuerpo. Un aura que te hacía sentirte bien, en calma y en paz.
Giró la cabeza hacia ambos lados, revisando toda la habitación, y comprobó que su hermano no estaba allí.
―Perdona ―dijo dirigiéndose al extraño que se sentaba junto a su cama―, ¿cuánto tiempo llevo aquí?
―No te preocupes por el tiempo ―le respondió con tranquilidad el extraño―. Eso no es relevante en estos momentos. ―Extendió la mano y se colocó una pipa en la boca. Parecía de madera y presentaba varios grabados en su superficie, aunque desde donde estaba no podía distinguir lo que representaban. Encendió la pipa con una cerilla y boqueó despacio, exhalando el humo. De su boca salieron tres círculos concéntricos que se quedaron flotando en el aire, justo delante de su cara.
Andrés se quedó callado unos instantes, con la mirada clavada en el extraño que se sentaba frente a él, estupefacto y nervioso al mismo tiempo.
―Y tú, ¿quién eres? ―se escuchó decir a sí mismo. La pregunta salía de sus labios, pero en realidad no quería hacerla. No necesitaba hacerla. Odiaba haberla hecho.
Saúl acercó de nuevo la pipa a la boca, aspiró profundamente, y volvió a exhalar una bocanada de humo. Su cara había quedado escondida tras la neblinosa humareda, medio oculta.
―No necesitas saber quién soy, eso no es relevante. Es suficiente con que sepas que soy el que te ha salvado, solo eso. Podría decirse que soy tu salvador.
La conversación se hacía cada vez más extraña. Por un breve instante pensó que estaba soñando. Eso tendría todo el sentido. Un sueño demasiado lúcido, nada más que eso.
Un dolor agudo en el brazo le hizo replantearse el concepto de la consciencia. Apretó los dientes con fuerza y formuló otra pregunta.
―¿No venía nadie conmigo cuando me trajeron? ―mientras la pregunta salía de su boca, sentía