En las montañas de la locura
Por H. P. Lovecraft
4.5/5
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H. P. Lovecraft
H.P. Lovecraft (Estados Unidos, 1890 – 1937) es uno de los grandes pioneros de la ciencia ficción y de terror de la historia. Difundió sus relatos a través de revistas y sólo después de su muerte aparecieron en forma de volúmenes. Entre sus obras destacan: El modelo de Pickman, La casa encantada o En las montañas de la locura.
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- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Me gusto bastante, muy buena historia y como siempre howard no decepciona
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En las montañas de la locura - H. P. Lovecraft
H. P. LOVECRAFT
EN LAS MONTAÑAS DE LA LOCURA
TRADUCCIÓN DEL INGLÉS
DE MIGUEL TEMPRANO GARCÍA
ACANTILADO
BARCELONA 2014
I
Me veo obligado a hablar, pues los hombres de ciencia se niegan a seguir mi consejo sin saber por qué. Si explico las razones por las que me opongo a esta planeada invasión de la Antártida—con su extensa búsqueda de fósiles y su minuciosa perforación y fundición del antiguo casquete glacial—es totalmente en contra de mi voluntad y mis reticencias son aún mayores porque es posible que sea en vano. Es inevitable que los hechos, tal como debo revelarlos, susciten dudas, pero si suprimiera todo lo que parece extravagante o increíble no quedaría nada. Las fotografías guardadas hasta ahora, tanto las aéreas como las normales, hablarán a mi favor, pues son tremendamente gráficas y elocuentes. Aun así las cuestionarán por los extremos a que puede llegar una hábil falsificación. Los bocetos a tinta, desde luego, los considerarán evidentes imposturas, pese a la extrañeza de una técnica en la que deberían reparar intrigados los expertos en arte.
En último extremo tendré que confiar en el buen juicio y el prestigio de los pocos científicos que disponen, por un lado, de independencia suficiente para sopesar mis datos por sus horribles y convincentes méritos o a la luz de ciertos mitos primordiales y ciertamente desconcertantes, y, por el otro, de suficiente influencia para disuadir a los exploradores en general de llevar a cabo cualquier programa apresurado y ambicioso en la región de esas montañas de la locura. Es una lástima que hombres relativamente desconocidos como yo, vinculados a una universidad pequeña, tengamos pocas posibilidades de influir en asuntos de naturaleza tan descabellada, extraña y controvertida.
También está en contra nuestra que no seamos, en sentido estricto, especialistas en las disciplinas directamente involucradas. Como geólogo, mi objetivo al dirigir la expedición de la Universidad Miskatonic era sólo obtener muestras de la roca y el subsuelo de diversos lugares del continente antártico, ayudado por el notable taladro diseñado por el profesor Frank H. Pabodie de nuestro departamento de ingeniería. No pretendía ser pionero en otro campo que éste, pero tenía la esperanza de que el uso de este nuevo artilugio mecánico en distintos puntos a lo largo de caminos ya explorados sacase a la luz materiales de un tipo nunca visto hasta el momento con los métodos de extracción habituales. La máquina perforadora de Pabodie, como se sabe ya por nuestros informes, era única e innovadora por su liviandad, su facilidad de transporte y su capacidad de combinar el principio de las perforadoras artesianas normales con el de los pequeños taladros de roca circulares para atravesar con facilidad estratos de diversa dureza. La barrena de acero, las barras articuladas, el motor de gasolina, la torre desmontable de perforación, el material de dinamitado, las cuerdas, la pala para recoger la escoria, las sondas de doce centímetros de diámetro y hasta trescientos metros de profundidad y todos los accesorios necesarios podían trasladarse en tres trineos de siete perros gracias a la ingeniosa aleación de aluminio con que estaban fabricadas casi todas las partes metálicas. Cuatro grandes aeroplanos Dornier, diseñados especialmente para las enormes altitudes de vuelo necesarias en la meseta antártica y dotados de sistemas de arranque rápido y para calentar el combustible ideados por Pabodie, podían transportar a toda la expedición desde una base en el borde de la gran barrera de hielo hasta diversos puntos del interior, y desde allí utilizaríamos los perros que fuesen necesarios.
Planeábamos cubrir un área tan extensa como lo permitiera la temporada—o más, en caso de que fuese absolutamente necesario—, e íbamos a operar sobre todo en las cadenas montañosas y la meseta que hay al sur del mar de Ross; regiones exploradas en diversos grados por Shackleton, Amundsen, Scott y Byrd. Gracias a los frecuentes traslados en aeroplano de nuestro campamento a distancias lo bastante grandes para que tuviesen significación geológica, esperábamos extraer una cantidad de material sin precedentes, sobre todo en los estratos precámbricos de los que no se habían obtenido hasta entonces más que unas pocas muestras antárticas. También deseábamos obtener la mayor variedad posible de las rocas fosilíferas superiores, pues los ciclos biológicos primigenios en esta desolada región de hielo y muerte son de gran importancia para nuestro conocimiento del pasado de la Tierra. Es bien sabido que el continente antártico fue una vez templado e incluso tropical, con una abundancia de vida animal y vegetal de las que los líquenes, la fauna marina, los arácnidos y los pingüinos de la parte norte son los únicos supervivientes, y esperábamos aumentar la variedad, precisión y detalle de dicha información. Cuando una sonda revelase indicios fosilíferos, aumentaríamos la abertura mediante voladuras para conseguir especímenes de tamaño adecuado y en buen estado de conservación.
Nuestras perforaciones, a diversas profundidades según los indicios proporcionados por la capa exterior de roca, se limitarían a superficies de tierra que estuviesen al aire o casi al aire, inevitablemente situadas en las cimas o las laderas de las montañas debido a la capa de hielo sólido de dos o tres kilómetros de espesor que cubre las zonas bajas. No podíamos permitirnos perder profundidad de perforación por culpa del hielo, aunque Pabodie había ideado un plan para introducir electrodos de cobre en las barrenas y fundir áreas limitadas con la corriente suministrada por una dinamo accionada por un motor de gasolina. Ése es el plan—que sólo pudimos poner en práctica experimentalmente en nuestra expedición—que se propone llevar a cabo la inminente expedición Starkweather-Moore a pesar de las advertencias que he publicado desde que regresamos de la Antártida.
La gente tiene noticia de la expedición Miskatonic por las frecuentes crónicas que enviamos por radio al Arkham Advertiser y a Associated Press, y por los artículos que publicamos luego Pabodie y yo mismo. Estaba integrada por cuatro miembros de la universidad: Pabodie; Lake, del departamento de biología; Atwood, del departamento de física (también meteorólogo), y yo, que iba en representación del departamento de geología y teóricamente estaba al mando. Además, había dieciséis ayudantes: siete graduados de Miskatonik y nueve mecánicos especializados. De los dieciséis, doce eran pilotos expertos de aeroplano y todos menos dos eran excelentes operadores de radio. Ocho sabían navegar con brújula y sextante, igual que Pabodie, Atwood y yo. Y, por supuesto, nuestros dos barcos—antiguos balleneros con casco de madera reforzada para las condiciones polares y un sistema de vapor auxiliar—y sus tripulaciones completas. La Fundación Nathaniel Derby Pickman financió la expedición, ayudada por algunas contribuciones particulares. Los preparativos fueron extremadamente minuciosos, pese a la ausencia de publicidad. Los perros, los trineos, las máquinas, el material del campamento y las piezas sin montar de los cinco aeroplanos se entregaron en Boston, donde se cargaron en los barcos. Íbamos muy bien equipados para nuestro propósito, y en todo lo relativo a los suministros, el transporte y la instalación del campamento seguimos el excelente ejemplo de nuestros muchos y brillantes predecesores. El número y la fama de dichos predecesores fueron, de hecho, los motivos principales de que nuestra expedición—por grande que fuese—pasara tan desapercibida para casi todo el mundo.
Tal como publicaron los periódicos, partimos del puerto de Boston el 2 de septiembre de 1930 y pusimos rumbo sur hacia el canal de Panamá, hicimos escala en Samoa y en Hobart (Tasmania), donde cargamos los últimos suministros. Ninguno de los exploradores había estado nunca en regiones polares, por lo que confiamos en los capitanes de los barcos—J. B. Douglas, al mando del bergantín Arkham y jefe de la flotilla, y Georg Thorfinnssen, al mando del bricbarca Miskatonic—, ambos balleneros veteranos en las aguas antárticas. A medida que el mundo habitado iba quedando atrás, el sol se hundía más en el norte y tardaba más en ocultarse tras el horizonte. A unos 62° de latitud sur avistamos los primeros icebergs—parecidos a una mesa de paredes verticales—y justo antes de llegar al Círculo Antártico, que atravesamos el 20 de octubre con las ceremonias oportunas, tuvimos dificultades con los bancos de hielo. El descenso de las temperaturas me incomodó de manera considerable después de nuestro largo viaje por los trópicos, pero procuré hacer acopio de ánimo para afrontar rigores peores. En muchas ocasiones me fascinaron los extraños fenómenos atmosféricos, sobre todo un espejismo sorprendentemente vívido—el primero que había visto—en el que los lejanos icebergs se convirtieron en las almenas de unos castillos cósmicos inimaginables.
Abriéndonos paso por el hielo, que por fortuna no era ni muy grueso ni muy extenso, llegamos a aguas abiertas a 67° de latitud sur y 175° de longitud este. La mañana del 26 de octubre divisamos al sur un «atisbo de tierra», y antes de mediodía nos recorrió un escalofrío de emoción al contemplar una cadena montañosa vasta, alta y cubierta de nieve que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Por fin, habíamos encontrado una avanzadilla del gran continente desconocido y su misterioso mundo de muerte helada. Aquellos picos eran sin duda la cordillera Admiralty descubierta por Ross, y ahora tendríamos que doblar el cabo Adare y bajar costeando por Tierra Victoria hasta el lugar donde habíamos planeado instalar la base en la orilla del estrecho de McMurdo, al pie del volcán Erebus, a 77° 9’ de latitud sur.
La última etapa de la travesía fue muy impresionante y un acicate para la imaginación, con los grandes y misteriosos picos pelados que surgían constantemente por el oeste mientras el sol de mediodía por el norte o el aún más bajo sol de medianoche por el sur rozaba el horizonte y derramaba sus rayos rojizos y neblinosos sobre la nieve blanca, el hielo azulado, los cursos de agua y las negras áreas graníticas que quedaban al descubierto en las laderas. Entre las cumbres desoladas soplaba a rachas intermitentes el terrible viento antártico; sus cadencias a veces me recordaban un vago silbido musical y casi sensitivo, cuyas notas abarcaban un registro muy amplio, y que por alguna razón mnemónica subconsciente me pareció inquietante e incluso vagamente amenazador. Aquellas escenas me recordaron los extraños y turbadores cuadros asiáticos de Nikolái Roerich, y las aún más extrañas y turbadoras descripciones de la maligna y fabulosa meseta de Leng que aparecen en el temido Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred. Luego tuve ocasión de lamentar haber hojeado aquel libro monstruoso en la biblioteca de la facultad.
El 7 de noviembre, tras haber perdido de vista temporalmente la cordillera occidental, pasamos la isla de Franklin, y al día siguiente divisamos las cimas de los montes Erebus y Terror en la isla de Ross, con la larga línea de las montañas de Parry al fondo. Ahora se extendía hacia el este la larga y blanca línea de la gran barrera de hielo, que se alzaba verticalmente hasta una altura de treinta y cinco metros como los acantilados rocosos de Quebec y señalaba el final de la navegación hacia el sur. Por la tarde entramos en el estrecho de McMurdo y fondeamos frente a la costa, a sotavento del humeante monte Erebus. El pico cubierto de escoria se alzaba tres mil ochocientos metros contra el cielo por el este, como una estampa japonesa del sagrado Fujiyama, mientras detrás se elevaba el blanco y fantasmal monte del Terror, de tres mil trescientos metros de altura y ahora extinto. Bocanadas de humo brotaban del Erebus de manera intermitente, y uno de los ayudantes graduados—un joven brillante llamado Danforth—nos mostró la lava en la ladera cubierta de nieve, al tiempo que observaba que esa montaña, descubierta en 1840, sin duda había inspirado a Poe cuando siete años más tarde escribió:
… las lavas que vierten inquietas
sus torrentes sulfurosos por el Yaanek
en los extremos climas del polo
y gimen mientras ruedan por el monte Yaanek
en los reinos del polo boreal.
Danforth era un gran lector de libros raros y nos había hablado mucho de Poe, en quien yo mismo estaba interesado por la escena antártica de su único relato largo—las turbadoras y enigmáticas Aventuras de Arthur Gordon Pym—. En las desoladas orillas y en la alta barrera de hielo del fondo, miles de grotescos pingüinos graznaban y movían las aletas, y en el agua se veían numerosas focas nadando o tumbadas en los grandes témpanos que el agua arrastraba lentamente.
La madrugada del día 9, poco después de medianoche, llevamos a cabo un dificultoso desembarco en la isla de Ross a bordo de los botes más pequeños, tendimos un cabo desde cada barco y nos dispusimos a descargar los pertrechos con ayuda de un arnés. A pesar de que