El crimen de Malladas: Por vuestra boca muerta
Por Luis Roso
()
Información de este libro electrónico
La condena fue el inicio de un largo proceso de búsqueda de la verdad protagonizado por los abogados defensores, convencidos de la inocencia de sus defendidos y de que se había cometido un gravísimo error judicial. E incluso de que todo aquello podía ser parte de una trama mucho más oscura y atroz que el propio crimen.
El caso adquirió tanta relevancia que llegó a poner a prueba la estabilidad del sistema político y judicial de la Restauración, involucrando, de un modo u otro, a personajes e instituciones de la época como Miguel de Unamuno, el PSOE, el movimiento feminista, la masonería o el mismísimo rey Alfonso XIII.
En esta obra, Luis Roso, natural del pueblo donde sucedió el crimen, deja de lado la literatura de ficción para convertirse él mismo en investigador, asumiendo la extraordinaria responsabilidad de resarcir el dolor y la memoria de las víctimas, los acusados y sus familiares tras más de un siglo
de falsedades, de olvido y de silencio.
Relacionado con El crimen de Malladas
Títulos en esta serie (100)
Juan de la Rosa: Memorias del último soldado de la Independencia Calificación: 3 de 5 estrellas3/5La raya oscura Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesNo aceptes caramelos de extraños Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Las mentiras inexactas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesHuérfanos de Dios Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl amigo de la muerte Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa viña de uvas negras Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLos años rotos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCuentos amatorios Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLo que se oye desde una silla de El Prado Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa isla de las palabras desordenadas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl sombrero de tres picos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl año de Spitzberg Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCortos americanos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesBasti Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesVida fingida Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTempus fugit Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl capitán Veneno Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La misión de Pablo Siesta Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCuerpo feliz: Mujeres, revoluciones y un hijo perdido Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl mundo que vimos desaparecer Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDos ángeles caídos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesConvivir con el genio Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesAgostino Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesSensación de vértigo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesJacob, Jacob Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesPaulino y la joven muerte Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl viaje de Octavio Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl final de Norma Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTinnitus (3 horas de vida) Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Libros electrónicos relacionados
Los tipos duros no leen poesía: La tercera de Eladio Monroy Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesSi no hubiera mañana Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesUna hojarasca de cadáveres Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl Harén del Tibidabo Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Las flores no sangran Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesSolo los muertos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl peor de los tiempos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTodos los demonios Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCabaret Pompeya Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLos dos lados: Serie de Blecker y Cano 1 Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesUn Amor Perdido En Positano Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTodos te recordarán Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTe veo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesPerdida en la niebla Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDeudas del frío Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La estrategia del pequinés Calificación: 4 de 5 estrellas4/5A los pies de Venus Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesUn Esclavo de los Reyes Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDurante la nevada Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTess de los d’Urberville Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLos crímenes del glaciar: Laura Badía, criminalista, #2 Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Flor seca Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa carne del cisne: Serie de Blecker y Cano 3 Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl vínculo perfecto Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesNuestra Pequeña Vida Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTres funerales para Eladio Monroy Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesJane Eyre Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTrilogía de los años oscuros Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa jaula de sal Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Crímenes reales para usted
Con el asesino enfrente Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Cosecha de Mujeres: El safari mexicano Calificación: 5 de 5 estrellas5/51920-2000 ¡El Pastel! Parte Uno Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Mary Bell, la niña asesina Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Jeffrey Dahmer, el caníbal de Milwaukee Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El patrón: Todo lo que no sabias del más grande narcotraficante en la historia de Colombia: El patron, #1 Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesAndrew Cunanan, el asesino de Versace Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Alexander Pichushkin, el asesino del ajedrez Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Los monstruos existen Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Infiltrado en el cartel de Sinaloa: El periodista que traicionó al chapo: Guerra de Carteles, #3 Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTras la sombra de Garavito Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La niña Ámbar: Crónica del horror de un psicópata y las fallas del Estado Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Asesinos seriales: Psicopatía y depredación Calificación: 3 de 5 estrellas3/5El puñal de los celos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones29 balas y una nota de amor Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Hágase tu voluntad Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Los Criminales más Infames de la Historia: Descubre a los Criminales que Dejaron una Huella Sangrienta en Nuestra Historia Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMacabros: Historias de asesinos despiadados que intentaron el crimen perfecto Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La masacre de Allende: Crónica de un crimen de Estado Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTed Bundy, el Asesino Carismático: Los Escalofriantes Actos de uno de los Asesinos Seriales más Famosos de la Historia Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMorir en el Intento: La Peor Tragedia de Immigrantes en la Historia de los Estados Unidos Calificación: 2 de 5 estrellas2/5Holocausto Nazi: Explora los Crímenes contra la Humanidad de una de las Facciones más Crueles de la Historia Moderna Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Psicología criminológica en 80 preguntas Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El Tila. Un sicópata al acecho Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Manual de teoría del delito Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Olor a muerte en Pioz Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El asesino del Zodíaco, un acertijo sin resolver Calificación: 1 de 5 estrellas1/5Jack el Destripador, el terror de Whitechapel Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Comentarios para El crimen de Malladas
0 clasificaciones0 comentarios
Vista previa del libro
El crimen de Malladas - Luis Roso
PRIMERA PARTE
EL CRIMEN
1
El hallazgo
No hay certeza de las circunstancias exactas en que se hallaron los cuerpos. Las primeras horas, días y semanas tras el crimen son una nebulosa. Existen distintas fuentes, pero los datos son limitados y a veces contradictorios, cuando no directamente inverosímiles o falsos.
Según una de esas fuentes, los cuerpos fueron hallados hacia el mediodía del jueves 15 de julio de 1915 por un mozo llamado Joaquín Barniello, quien acudió en compañía de su madre al caserío principal de la finca Malladas, de la que ambos eran empleados. Tras el hallazgo Joaquín dejó a su madre en un lugar cercano —un paraje conocido como el Membrillar— y corrió a un chozo situado aproximadamente a un kilómetro de distancia donde se encontraban otros dos empleados, Tiburcio y Aurelio. Solo uno de estos, Aurelio, acompañó a Joaquín al pueblo de Moraleja a dar el aviso.
Esto es todo lo que cuenta respecto al hallazgo el informe que el abogado Manuel Telo envió a Unamuno tres años después, en 1918. Sin embargo, no hay ningún otro documento que avale este relato —aunque tampoco hay ninguno que lo contradiga—. Ni siquiera hay ningún documento que avale la existencia de este mozo llamado Joaquín Barniello, el cual, a juzgar por su apellido, no era natural de la zona; posiblemente fuera de nacionalidad portuguesa, lo mismo que sus compañeros Tiburcio y Aurelio, según se apunta en el citado informe. También posiblemente como ellos, Joaquín Barniello abandonara la finca y regresara a su país poco después del crimen para evitarse el mal trago de ser interrogado por las autoridades españolas. Esto explica por qué ninguno de estos tres hombres —ni tampoco la madre de Joaquín— fueron posteriormente convocados como testigos al juicio. Simplemente desaparecieron sin dejar rastro. Por otra parte, no era nada extraño que esto ocurriera en aquel lugar y en aquella época.
La finca de Malladas ocupaba una inmensa extensión de terreno y distaba solo unos kilómetros del centro de Moraleja, localidad a cuyo término municipal pertenecía y que estaba situada al norte de Extremadura, a los pies de la sierra de Gata, en un territorio fronterizo con la provincia de Salamanca y con Portugal que todavía hoy se conoce como La Raya.
Hacia 1915, los habitantes de La Raya eran en su mayoría aldeanos analfabetos sin ningún tipo de documentación que acreditara su nombre o lugar de procedencia, en algunos casos con una lengua materna a medio camino entre el portugués y el castellano, que pasaban de un lado a otro de la frontera según les conviniera, puesto que esta todavía no estaba tan vigilada como lo estaría unas décadas más tarde, con la instauración de las dos dictaduras ibéricas.
Así, abundaban los fantasmas de paso, personajes sin identidad que viajaban de acá para allá buscando empleo como mano de obra barata en poblaciones y fincas tanto españolas como portuguesas, sin establecerse definitivamente en ninguna parte y sin que nadie controlara sus movimientos. Emigrantes arrojados fuera de sus hogares por el hambre y la miseria de los que no se llegaba a conocer más que un nombre o un apodo, y que podían desvanecerse en el aire con tanta facilidad como si realmente fueran espectros con solo vadear cualquiera de los ríos —el Torto, el Basádiga, el Eljas o el Tajo— que servían —y todavía hoy sirven— de frontera entre ambas naciones.
Joaquín Barniello y su madre eran dos de estos fantasmas de paso, como lo eran Tiburcio y Aurelio, de quienes no consta otro dato en la documentación más allá de sus nombres de pila, y como lo eran también muchos otros del casi medio centenar de empleados con los que por entonces contaba la finca de Malladas. De estos, algunos habitaban en el caserío principal de la finca, donde estaba la vivienda del administrador y donde Joaquín Barniello halló los cuerpos. Otros muchos —como el propio Joaquín y su madre— residían junto a sus familias en alguno de los numerosos chozos repartidos por el recinto.
Esa tarde, después de que Joaquín Barniello corriera a Moraleja acompañado de su compañero Aurelio para informar del hallazgo de los cuerpos —naturalmente lo harían a pie, lo que les llevaría no menos de una hora, aun yendo a buen paso—, se desplazó al caserío un grupo de hombres entre los que se encontrarían, como mínimo, el administrador de la finca de Malladas, Saturnino Valle Iglesias; el alcalde, Luis Gundín Simón; el sacerdote, Fernando Doncel Santos, y el doctor y juez de paz, Laureano Delgado Romero. Junto a ellos se desplazarían indudablemente varias docenas de vecinos, y puede que también lo hicieran Carlos Sabido Pérez, capitán de la Guardia Civil de Coria, y Rafael Morales Mogollón, juez de instrucción de la demarcación, si es que acaso estos dos se habían desplazado a Moraleja esa jornada con motivo de los festejos de San Buenaventura, que se habían iniciado exactamente el día anterior.
El crimen había tenido lugar, por lo tanto, en la noche más especial del año en el pueblo. Una noche de fiesta, de alegría y de diversión que, sin embargo, iba a ser recordada para siempre como la más trágica de toda su historia.
2
Los cuerpos
Moraleja, con aproximadamente dos mil vecinos, era el municipio más grande de los alrededores a excepción de la propia cabeza del distrito, Coria, a unos quince kilómetros, donde se ubicaba el juzgado de instrucción y la catedral de la diócesis, una diócesis que entonces ocupaba prácticamente toda la mitad oeste de la provincia de Cáceres, incluida la propia capital. La situación era la de una suerte de bicefalia: Coria era la sede del poder episcopal, mientras que Cáceres, ubicada a casi cien kilómetros de Moraleja, lo era del poder político y del económico. Y ambas ciudades competían a su vez en relevancia, tanto en el terreno religioso como en el político y el económico, con Plasencia, que era —y sigue siendo todavía hoy— la auténtica capital en la sombra del norte de la región extremeña.
La festividad de San Buenaventura había tenido lugar el día anterior, el 14 de julio, y, como digo, por ser Moraleja un municipio de cierta relevancia —y no un simple villorrio de un centenar de vecinos, como lo eran tantos otros—, los festejos en honor al santo se prolongaban durante varias jornadas y suponían todo un acontecimiento, congregando a varios centenares de forasteros, principalmente muchachos jóvenes. Había música y baile, novilladas populares en la plaza y sobre todo vino, que se bebía en la misma calle o en tugurios que, propiamente hablando, no merecían siquiera el apelativo de tabernas.
Para disfrutar de los festejos el administrador de la finca Malladas, Saturnino Valle, había dejado la tarde anterior su vivienda en el caserío para pasar esos días en la de sus consuegros en Moraleja, Pedro Alba y Feliciana Martín. Lo acompañaban su esposa, Julia Gay, y la extensa prole de ambos: los dos hijos mayores, Julio y Alfredo —de diecisiete y dieciséis años respectivamente, prometidos de dos hermanas de la familia Alba, Esperanza y Mercedes—, Isabel, Rosario, Carmen, Marina, Celia, Diego y Benigno, este último un niño de apenas cuatro años de edad.
Posiblemente fuera allí mismo, en casa de los Alba y por boca de su empleado Joaquín Barniello, donde Saturnino Valle recibió la noticia. Y posiblemente fuera él mismo quien a continuación se ocupó de organizar la comitiva que lo acompañaría a Malladas a comprobar qué había ocurrido.
A causa justamente de la festividad, la finca había quedado prácticamente vacía esa noche, la del 14 al 15 de julio. No solo el administrador y su familia, sino también la mayor parte de los trabajadores la habían pasado en Moraleja. Unos pocos —como Joaquín Barniello y su madre, o Tiburcio y Aurelio— habían permanecido en Malladas, aunque lejos del caserío principal. Al cuidado de este no habían quedado más que un criado y un par de doncellas, además de algunos niños. Aunque no podemos saber cuál fue la reacción de Saturnino Valle cuando el mozo le comunicó la noticia, sí es posible aventurar que debió de suponer de antemano —si acaso no se lo confirmó el propio Joaquín Barniello— que los cadáveres del caserío eran los de ese criado, esas doncellas y esos niños.
Saturnino Valle tenía entonces cuarenta y cinco años, era licenciado en Derecho y llevaba dieciséis años ejerciendo como administrador de Malladas. Seguramente reaccionó con circunspección, como correspondía a un hombre maduro, cultivado y de orden como él, para colmo salmantino de nacimiento. Aunque puede también que se mostrara escéptico ante el relato del mozo y que no terminara de creer lo que acababa de oír, o que perdiera los estribos y se liara a gritos, o que se desmoronara y llorara de manera inconsolable.
Tampoco podemos saber si Saturnino Valle permitió que su esposa Julia y sus hijos acompañaran a la comitiva a Malladas. Es probable que Julio y Alfredo, los mayores, sí acudieran esa tarde al caserío, pero que no lo hicieran ni su esposa ni sus hijos de menor edad. A ellos debió de procurar ahorrarles la visión del horror que —quién sabe con cuánto detalle— le había descrito el mozo Joaquín Barniello.
El viaje de Saturnino Valle y la comitiva a la finca es digno de imaginarse: una muchedumbre de hombres, algunos en carromato y otros a pie, como peregrinos en romería, levantando una nube de polvo a su paso, ataviados la mayoría con sombreros de paja, alpargatas y camisas blancas cubiertas de sudor y de lamparones. Solo el administrador y unos pocos más —las fuerzas vivas del municipio— irían vestidos con su correspondiente traje —o su sotana, en el caso del sacerdote—, distinguiéndose así del populacho. Saturnino, con su corpachón de leñador y su cabello y sus barbas rojizas, debía de destacar notablemente entre todos.
Tuvo que parecer una escena sacada de una película del Oeste. El sol cayendo en picado a primera hora de la tarde, el aire detenido y el caserío solitario y silencioso, salvo por el cricrí de los grillos y el rumor de las voces y los pasos de la multitud.
El propio caserío parecería un decorado de película. Más cercano a un cortijo que a una aldea, estaba rodeado por una tapia de piedra de poca altura y compuesto por una docena de edificios, con una suerte de calle o avenida central que separaba la vivienda del administrador —grande y de dos plantas, coronada por un nido de cigüeñas— de las humildes chozas de adobe de los empleados. El establo, también de adobe, techado con cañas, estaba anexo a estas últimas; el almacén —más conocido como «la panera» o «la cantina»—, un amplio edificio de planta rectangular, quedaba un poco más allá, cerca de la verja de entrada. Eso era todo. No había iglesia, ni tiendas, ni tampoco colegio. Huelga decir que los niños que residían en Malladas —que no eran pocos— no estaban escolarizados.
Es probable que el grupo se dirigiera antes de nada al establo, ya que, aunque el almacén estaba más próximo a la entrada, había que rodearlo entero para alcanzar la puerta.
Si el capitán Carlos Sabido formaba parte del grupo, él necesariamente tuvo que ser el primero en entrar al establo. Era un hombre maduro, con más de veinte años de experiencia en la Guardia Civil. Resultaría natural que asumiera el mando de las diligencias con la connivencia de su señoría, el juez de instrucción Rafael Morales, si es que este estaba también presente. El juez Morales, por su parte, tampoco era ningún novato: contaba con tantos o más años de experiencia a sus espaldas que el capitán, y durante su carrera había recorrido casi toda la geografía española. Se trataba, pues, de dos funcionarios públicos de larga trayectoria, y aquel no era el primer crimen al que se enfrentaban.
Otra cosa era que alguna vez hubieran contemplado un espectáculo semejante al que se enfrentaron esa tarde —o esa noche, si acudieron unas horas después que la comitiva— en el caserío de Malladas (ver página B).
En el establo estaban los cuerpos de tres adultos: el del criado y los de las dos sirvientas. Un mulo pacía tranquilamente en un extremo, ajeno al horror que lo rodeaba. El hedor a sangre y excrementos de animal, junto al enjambre de insectos atraído por los cuerpos, obligaría a que los que entraban lo hicieran cubriéndose la nariz y la boca.
Puede que no todos los miembros de la comitiva se atrevieran a entrar, pero quien sin duda lo hizo fue el doctor Laureano Delgado Romero, un hombre anciano, de casi setenta años, que solo fortuitamente ocupaba en esas fechas el puesto de juez de paz de Moraleja, un cargo administrativo sin grandes atribuciones que pasaba de unas manos a otras periódicamente. Entre esas atribuciones estaba la de firmar las actas de defunción de los vecinos de su demarcación, cosa que el doctor haría con aquellas víctimas a su debido tiempo, en las siguientes jornadas.
Los cuerpos estaban muy cerca unos de otros, al lado mismo de la puerta, tumbados sobre charcos de sangre seca mezclada con paja y suciedad, con los rostros desfigurados a hachazos y convertidos en masas sanguinolentas de carne y cabello.
Los tres estaban cubiertos con sus respectivas ropas, lo que, en las doncellas al menos, era un dato de enorme relevancia.
El doctor declararía muerta inmediatamente a una de las doncellas, identificada por alguno de los presentes como Petra Fernández Amores, natural de Moraleja y de cincuenta y cinco años.
En cambio la otra doncella, que alguien identificaría enseguida como Luciana Lorenzo González, natural de Casillas de Flores, Salamanca, y de treinta y cuatro años, aún vivía.
Luciana había recibido más de veinte hachazos en la cabeza; se ensañaron con ella incluso más que con su compañera. Pero su cuerpo de mujer joven continuaba aferrado a la vida pese a que no había esperanza en que fuera a recuperarse. Las lesiones eran demasiado graves, y su fallecimiento solo era cuestión de tiempo, tal vez unas horas o a lo sumo unos días (ver página B).
Tampoco había esperanza de recuperar al bebé que albergaba en su vientre, como comprobaría el doctor tras levantarle el vestido y auscultar el bulto buscando el latido del niño, sin captar nada.
En cuanto al criado, Manuel Martínez Rubela, de cuarenta años, conocido como el Portugués por ser natural de la aldea portuguesa de Souto, se encontraba en las mismas condiciones que Luciana: estaba vivo, pero como ella, no por mucho tiempo.
Ambos, el criado y la doncella, habían sobrevivido a los hachazos, pero no lo harían a las hemorragias y las infecciones. Tal vez si hubieran sido atendidos justo tras el ataque hubieran podido salvarse, pero después de yacer quién sabía cuántas horas desangrándose en el suelo de aquella cuadra insalubre, no había nada que hacer por ellos. Únicamente trasladarlos a Moraleja para que estuvieran bien cuidados durante sus últimos momentos.
Ninguno de los dos supervivientes estaba en condiciones de hablar, o al menos no consta que pudieran hablar entonces. Es de suponer que ni siquiera estaban conscientes.
En el interior del almacén, el edificio que los miembros de la comitiva inspeccionarían a continuación, el panorama era todavía peor. Allí solo había dos cuerpos, pero eran los de dos niñas: Baltasara Lanchas Lorenzo y Jacinta González Fernández, hijas respectivamente de Luciana y Petra, ambas de doce años. También ellas tenían la ropa puesta y los rostros molidos a hachazos.
Ninguna de las víctimas presentaba lesiones en otra parte del cuerpo más que en la cabeza, y ninguna de ellas —ni las mujeres ni las niñas— había sido objeto de abusos sexuales. O al menos no consta que así fuera.
Tampoco consta la existencia de imagen alguna o descripción de ninguna de las víctimas, lo cual es una lástima, porque al no existir esas imágenes o descripciones las víctimas quedan reducidas a una serie de datos impersonales: nombre, edad, procedencia, etcétera. Se trataba de cinco seres humanos, pero no se ha conservado un solo elemento con que humanizarlos. Ni un miserable rasgo de su físico o de su personalidad.
A este respecto solo se aporta un dato en el informe de Manuel Telo: se dice que la niña Baltasara Lanchas podría no ser hija legítima de su padre, no tener doce años, sino bastantes más, y que era muy bella. No hay modo de contrastar si lo de su belleza era cierto, aunque sí que había motivos reales para dudar de que Baltasara fuera hija de su padre —sobre este asunto volveré más adelante—. Pero, al contrario de lo que apuntaba Telo, era cierto que tenía doce años cuando fue asesinada.
El doctor Delgado dictaminaría sin tardanza la muerte de ambas niñas y, a partir del rigor mortis de sus cuerpos, así como del de la doncella Petra, posiblemente pudo aventurar en esa primera inspección que el ataque debía de haber sucedido muchas horas antes, en plena noche, o como muy tarde al amanecer. También puede que aventurara ya que las lesiones de las víctimas habían sido producidas por herramientas semejantes a segurejas, las hachas pequeñas que se usaban en aquella misma finca para la extracción del corcho de los alcornoques, y en ningún caso por simples navajas o cuchillos.
Posteriormente, en efecto, las autopsias de los cuerpos de Petra Fernández y de las dos niñas confirmarían que el ataque había tenido lugar a esa hora, hacia el amanecer, y que fueron segurejas las armas utilizadas. Lo que se desconoce es si fue el propio doctor Delgado quien practicó esas autopsias, al igual que dónde y en qué circunstancias, si bien no es descabellado suponer que se ocupara de las autopsias él mismo y que estas se practicaran en Moraleja, ya que no está documentado el traslado de cuerpos a ninguna otra parte, además de que este tipo de traslados no eran comunes en la época —no había modo de preservar los cuerpos ni de transportarlos con rapidez.
Si no fue el doctor Delgado quien practicó las autopsias, debió de hacerlo en su lugar el otro médico del municipio, el doctor José María Montero González, que es probado que se ocupó como mínimo de una de las autopsias, la de Luciana Lorenzo, si bien esta se hizo en fechas posteriores a las de las otras víctimas por motivos obvios, ya que tardó aún varios días en morir.
Ya fuera el doctor Delgado o el doctor Montero quien realizó las autopsias a las tres primeras víctimas, lo que no hay que olvidar es que estamos hablando en todo caso de dos médicos de pueblo, carentes de recursos y de formación específica en medicina forense. Esto no significa que sus conclusiones fueran erróneas o que cometieran alguna negligencia grave, pero es justo tomar esto en consideración. No se puede descartar que los resultados de esas autopsias, de haberse realizado en otro entorno o por otros doctores, hubieran podido ser distintos.
Pero además de estas cinco víctimas —el criado, las dos mujeres y las dos niñas—, hubo como mínimo otra víctima más del asalto al caserío de Malladas. Y puede que hasta dos o tres.
3
Los niños
La sexta víctima del asalto al caserío fue un niño de cuatro años, Dimas Lanchas Lorenzo, hijo y hermano respectivamente de las víctimas Luciana Lorenzo y Baltasara Lanchas. Se desconoce si el niño fue hallado en el momento en que la comitiva llegó a Malladas o si fue hallado algo más tarde, cuando se procedió a registrar los alrededores, ya que hay distintas versiones sobre dónde y de qué modo se halló a Dimas, pero todo indica que fue esa misma tarde y que el crío estaba consciente a pesar de haber recibido cuatro hachazos en la cara.
Sus heridas eran aparatosas, pero no mortales. Es posible que el niño perdiera el conocimiento tras ser atacado, que fuera dado por muerto y que luego se despertara y buscara refugio en algún rincón del caserío. Esto explicaría por qué el mozo Joaquín Barniello no reparó en él y le prestó auxilio horas antes, al descubrir los cuerpos. Puede que entonces Dimas yaciera en el suelo del establo o del almacén, con el resto de las víctimas, o que ya entonces se hubiera ocultado y decidiera no salir al encuentro del mozo.
Con respecto a la séptima víctima del asalto al caserío, no puede considerarse estrictamente hablando una víctima, ya que resultó ilesa. Como mucho podría considerársele un superviviente, o una víctima colateral, puesto que en el asalto perdió a su madre y a su hermana, aunque por suerte para él no guardaría un solo recuerdo del suceso. Me refiero al otro hijo de Luciana, un bebé de solo unos meses llamado Constancio.
Hay voces que hablan de un bebé que fue encontrado ileso en brazos de su madre moribunda, pero esto se antoja un dato demasiado sensacional —o sensacionalista— como para no ponerlo en cuarentena, principalmente porque no existe ninguna fuente fiable que lo certifique.
No cabe dudar de que Constancio estuviera en el caserío esa noche —¿dónde iba a estar si no era con su madre?—, pero sí de que lo hallaran junto a las víctimas, en el establo o el almacén. Lo más probable es que lo encontraran en la casa que habitaba su familia en el mismo caserío.
En su día, circularon rumores que aseguraban que el bebé que estaba en el caserío esa noche era Benigno, el hijo menor del administrador Saturnino Valle —y ese rumor llega incluso hasta nuestros días—. Pero no fue así. El bebé de Malladas era Constancio; Benigno, el benjamín de los Valle, tenía cuatro años en 1915.
La octava víctima del asalto es toda una incógnita. Se trataba de Hermenegildo Lanchas Lorenzo, de ocho años, el hijo varón de más edad de Luciana.
De los cuatro hijos de Luciana, Baltasara, la primogénita, de doce años, era una de las dos niñas asesinadas; Dimas, de cuatro años, su penúltimo hijo, resultó herido de gravedad; y el benjamín, Constancio, resultó ileso. No hay constancia, sin embargo, del paradero de Hermenegildo la noche del asalto. Se desconoce si también él estaba en el caserío, y si lo estaba, cómo fue que su presencia no quedó reflejada en ningún documento.
Hermenegildo era todavía un niño pequeño. No tan pequeño como Dimas, aunque a sus ocho años no tenía edad para pasar la noche por su cuenta en algún chozo del caserío o haberse marchado solo a Moraleja para las fiestas de San Buenaventura. Sin embargo, si estuvo en el caserío esa noche, lo lógico sería que su nombre se contara entre los de las víctimas o los de los supervivientes, y sobre todo que se le hubiera interrogado posteriormente.
Pero jamás se interrogó a Hermenegildo Lanchas, ni en las horas o días siguientes al crimen ni tampoco durante la instrucción, ni fue llamado a declarar en el juicio tres años después, por lo que podemos suponer que no solo no se encontraba en el caserío esa noche, sino que ni siquiera se encontraba en Extremadura en esas fechas. La hipótesis más razonable es que estuviera pasando una temporada al cuidado de algunos familiares en el pueblo natal de sus padres, Casillas de Flores.
No es imposible, sin embargo, que estuviera en el recinto de la finca, en compañía de su padre —de quien hablaré a continuación—, o que se hubiera desplazado a Moraleja junto a la familia del administrador Saturnino Valle o junto a algunos amigos de sus padres. Ahora bien, en cualquiera de estos dos supuestos seguiría siendo extraño que no se lo nombrara ni siquiera de pasada en algún lugar.
Hermenegildo, que con la muerte de Baltasara pasaba a ser el mayor de los hermanos, quizá no fuera estrictamente un superviviente del asalto a Malladas, como Dimas y Constancio, pero el crimen debió de marcarlo tanto como a ellos. O puede que más, ya que sus hermanos eran aún muy niños y es posible que asimilaran lo ocurrido con mayor facilidad. Constancio no tendría noticia del crimen hasta mucho después, una vez que creciera, y Dimas, a pesar de los hachazos recibidos, probablemente no lo recordara más que como un mal sueño, por haberlo vivido con solo cuatro años. Hermenegildo, en cambio, si acaso no decidieron ocultárselo todo durante algún tiempo, tuvo que ser consciente desde el primer momento de que había perdido a su madre y a su hermana, y consciente además del modo tan terrible en que esa pérdida se había producido. Por esto mismo, y si tenemos en cuenta que su nombre no se menciona en ningún documento relacionado con el suceso, se le puede considerar el gran olvidado de esta tragedia.
4
Lucio y Lucindo
Fue una sola palabra, «Lucio», la que desató la tormenta. El niño Dimas Lanchas, al parecer, la pronunció en su primer interrogatorio. Supuestamente cuando se le preguntó por el nombre de los asaltantes del caserío. Pero Dimas no supo facilitar más detalles ni explicaciones.
Su padre, Silvestre Lanchas Bernal, no pudo aclarar quién podía ser ese Lucio al que se refería su hijo. Al principio dijo que ni su familia ni él conocían a ningún Lucio, aunque luego señaló vagamente a otros antiguos trabajadores de la finca con ese nombre con quienes habían coincidido.
El interrogatorio a Silvestre tuvo que ser uno de los trámites más penosos de los que se llevaron a cabo en esos primeros momentos. No solo porque antes tuvieran que comunicarle la muerte de su esposa embarazada y de su hija de doce años, sino porque él mismo debió de ser considerado, siquiera por un corto espacio de tiempo, un sospechoso más. Por esto mismo, muchas de las preguntas girarían en torno a su propia situación familiar.
Silvestre había nacido, como su mujer, Luciana, en Casillas de Flores, una pequeña aldea al sur de Salamanca cercana a la frontera con la provincia de Cáceres. Contaba treinta y tres años, uno menos que su esposa, con la que había contraído matrimonio en 1912, y tenían cuatro hijos en común. Los tres primeros habían nacido en Casillas de Flores; el último, ya en Extremadura, adonde se trasladaron justo tras la boda. La primogénita era Baltasara —una de las niñas fallecidas en el caserío—, nacida en 1903; Hermenegildo había nacido en 1907; Dimas, en 1911, y Constancio en 1913. Hubo otro hijo, Emeterio, nacido en Casillas de Flores en 1909, que sobrevivió solo unos pocos días.
Como digo, Silvestre y Luciana tuvieron a su primera hija, Baltasara, en 1903, y al segundo, Hermenegildo, en 1907. Sin embargo, el matrimonio no se produjo hasta 1912, justo tras el nacimiento de Dimas. Esto suponía un desfase de fechas muy serio si tenemos en cuenta la rígida mentalidad —o moralidad— religiosa de la época. Este desfase dio pie a que tanto Baltasara como Hermenegildo fueran considerados «ilegítimos» a ojos de la Iglesia y la sociedad durante bastante tiempo. De hecho, en la partida de bautismo de Baltasara se hizo constar que era hija de Luciana y de «padre incógnito». En la de Hermenegildo, constaba que el niño se había «legitimado» con el matrimonio de sus padres en 1912.
En el informe de Manuel Telo se afirmaba que existían dudas acerca de que Silvestre fuera el verdadero padre de Baltasara. Y en vista de lo recogido en la partida de bautismo de la niña, y de que el matrimonio no se produjo hasta una fecha tan tardía como 1912, esas dudas parecen razonables.
Me refiero a que no es imposible que Baltasara y su hermano Hermenegildo, que nacieron antes del matrimonio de sus padres, no fueran hijos biológicos de Silvestre. O que al menos no lo fuera Baltasara —que como digo fue inscrita con «padre incógnito»—. Pero en cualquier caso Silvestre los reconoció a ambos como propios al contraer matrimonio con Luciana en 1912 —Hermenegildo, como digo, fue «legitimado» con ese matrimonio; a Baltasara la reconoció de facto tras su muerte, ya que es Silvestre quien consta como padre en la partida de defunción—. En ese mismo año la familia al completo se trasladó a Malladas, por lo que todo este asunto cabía desvincularlo del crimen aunque, lógicamente, fuera objeto de escrutinio por parte de las autoridades y de rumores por parte de los vecinos. La vida privada de la familia quedó expuesta, y es muy probable que fuera uno de los motivos por los que Silvestre abandonó la finca para volver a Casillas de Flores unas semanas más tarde.
En todo caso, Silvestre declaró que pasó la noche del crimen en un chozo de la era del Mesegal, a un par de kilómetros del caserío. Trabajaba como porquero y dormía muchas noches al raso, junto a los cerdos que tenía a su cargo, por lo que de entrada no cabía sospechar de su ausencia. No supo de lo ocurrido a su familia hasta mediada la tarde del día 15 de julio, cuando un encargado dio con él y le ordenó que acudiera al caserío.
La Guardia Civil no llegó a detenerlo, y si acaso lo consideró sospechoso del crimen, tuvo que descartarlo casi de inmediato, tras los primeros interrogatorios. En su informe, el abogado Manuel Telo retrataba a Silvestre poco menos que como un pobre diablo, un desgraciado que no tuvo valor siquiera de ver a su esposa Luciana mientras esta agonizaba y que se mostró confuso, inconsistente y maleable en sus declaraciones durante el proceso de instrucción, por ejemplo en lo relativo al tal Lucio señalado por su hijo Dimas, sujeto al que no supo identificar con precisión.
Claro que la propia existencia de este Lucio era una cuestión que generaba no pocas dudas. El niño que había declarado haber sido atacado por un hombre llamado Lucio tenía solo cuatro años y acababa de ver cómo su madre y su hermana eran masacradas a hachazos, además de haber recibido él mismo cuatro hachazos en la cabeza. Teniendo en cuenta estas circunstancias, ¿podía considerársele un testigo fiable, más aún cuando ni siquiera su padre sabía a qué Lucio podía referirse el niño?
Pudiera ser que ni Dimas ni su padre conocieran a ningún Lucio, pero que el niño escuchara gritar ese nombre durante el asalto al caserío. También que el crío, conmocionado por la experiencia o por las heridas, sencillamente