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Jeffrey Dahmer, el caníbal de Milwaukee
Jeffrey Dahmer, el caníbal de Milwaukee
Jeffrey Dahmer, el caníbal de Milwaukee
Libro electrónico121 páginas2 horas

Jeffrey Dahmer, el caníbal de Milwaukee

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Los crímenes de Jeffrey Dahmer, «el caníbal de Milwaukee», son tan escalofriantes que superan la peor pesadilla del guionista de cine más gore. Diecisiete hombres, la mayoría afroamericanos, acabaron despedazados en manos de este rubio «al que te venían ganas de cuidar». Seducía a sus víctimas con dinero y los invitaba a realizar sesiones fotográficas. Les servía una bebida con un somnífero y cuando se dormían los estrangulaba, cortaba su cuello con un cuchillo o perforaba su cráneo para inyectarles ácido o agua hirviendo. Después de muertos, se masturbaba o les practicaba sexo. Por último, descuartizaba los cadáveres, en ocasiones comía algunos de sus órganos y conservaba los cráneos y esqueletos como recuerdos.
El primer crimen de Jeffrey Dahmer tuvo lugar en el verano de 1978 y la víctima fue Steven Hicks. El joven Steven Toumi fue el segundo hombre asesinado por Dahmer. La tercera de víctima de Dahmer fue James Doxtator, quien tenía 14 años.
También asesinó, entre otros, a Richard Guerrero, Anthony Sears, a quien conoció en un bar y a Konerak Sinthasomphone.
La última víctima pudo salvarse: Tracy Edwards, en julio de 1991.
Desde pequeño, Jeffrey Dahmer coleccionaba animales muertos que sometía a procesos químicos de conservación. Después de graduarse en Revere High School, intentó cursar sin éxito estudios universitarios.
Atormentado por su orientación homosexual, trató de ocultar sus deseos por otros hombres para preservarse de la culpa, la discriminación y el castigo social.
Personalidad antisocial, con tendencia temprana al aislamiento. Le diagnosticaron los siguientes desórdenes: trastorno límite de la personalidad, trastornos esquizotípico y psicótico, parafilia, necrofilia y dependencia del alcohol. Sin embargo, en el juicio se consideró que actuaba en su sano juicio a la hora de matar.
El juez Gram dictaminó que la acusación había sido probada y lo declaró sano. La pena de muerte no era una opción en el estado de Wisconsin, y lo sentenció a 15 condenas de cadena perpetua. El acusado tendría que permanecer más de 900 años en prisión y sería transferido al Columbia Correctional Institute, en Portage, Wisconsin, para cumplir la sentencia.
Fue sentenciado a cadena perpetua el 1 de mayo 1992, se lo trasladó al Instituto Correccional de Columbia donde permaneció hasta su muerte, el 28 de noviembre de1994, cuando el reo Christopher Scarver lo asesinó.
Descubre cómo un chico “normal” de clase media se transformó en un monstruo obsesionado por dominar y poseer a sus víctimas, y cómo la policía reveló sus crímenes y su macabra colección.

Mente Criminal ayuda a sus lectores a ingresar al mundo de las investigaciones criminales y descubrir las historias reales detrás de los crímenes que conmocionaron al mundo. En sus libros, los lectores siguen paso a paso el trabajo de los detectives, descubren las pistas y resuelven el caso: ¿Cómo se cometieron los crímenes? ¿Por qué los perpetraron? Cada uno de sus libros profundiza en estas preguntas analizando los motivos detrás de los crímenes que hicieron que comunidades enteras vivieran atemorizadas: la verdadera historia detrás de los crímenes que nos hacen enfrentar el lado más oscuro de la naturaleza humana.

IdiomaEspañol
EditorialABG Group
Fecha de lanzamiento25 oct 2021
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    Jeffrey Dahmer, el caníbal de Milwaukee - Mente Criminal

    Corrió con desesperación, sus piernas apenas le respondían. Tambaleándose, llegó a la puerta de salida para alejarse del edificio Oxford con toda la furia a cuestas. Había logrado escapar y, al parecer, él no lo perseguía. De todos modos, no podía confiarse. Aturdido por la experiencia que acababa de vivir, no podía dar crédito a lo que había sucedido. Temblaba de miedo y la ira recorría su cuerpo; sin duda, era una de las mejores motivaciones para no detenerse y apresurar el paso. Si se caía o flaqueaba en el intento, corría el riesgo de que Jeff se arrepintiera y fuera tras él para cumplir con sus amenazas.

    Había pasado horas soportando el desprecio y el maltrato de ese hombre imprevisible que le había esposado una de sus muñecas. El frío metal todavía le golpeaba la mano al agitar los brazos, por lo que era difícil olvidar que las llevaba puestas. Continuó corriendo por North 25th Street en dirección a la avenida Kilbrourn. Pronto divisó los destellos azules y rojos de un coche de policía apostado en la bocacalle. Entonces le volvió el aire al cuerpo, respiró hondo y aumentó la velocidad dirigiéndose hacia él. Y sucedió el milagro: dos agentes de la policía de Milwaukee estaban dentro del vehículo.

    Aunque no sentía gran simpatía por los uniformados, se convenció de que eran los únicos que podían salvarlo, quizá de la muerte. Reconocía que él no era un santo, pero el encuentro con un demente como Jeff resultó del todo inesperado. Su única salida era alertar a los agentes y pedir su ayuda.

    Era una noche calurosa. Pese a faltar poco para la medianoche, no había refrescado lo suficiente y el aire era pegajoso. Los oficiales Rolf Mueller y Robert Rauth realizaban su ronda nocturna por aquel vecindario marginal y oscuro de casas humildes. Tal vez podrían haber ignorado a aquel hombre negro o sencillamente haberse burlado de él. Sin embargo, el par de esposas llamó su atención, al igual que su estado nervioso, casi desbordado. Pensaron que escapaba de un arresto, pero lo trataron bien y se interesaron por saber qué le estaba sucediendo.

    Su nombre era Tracy Edwards, un afroamericano de 31 años, uno de tantos en la zona sur del condado. La falta de aliento y el pavor que no cesaba le impedían hablar con claridad. No paraba de gesticular, articulaba las palabras con torpeza y se enredaba en sus ideas. Parecía encontrarse en estado de shock y tuvieron que tranquilizarlo; entonces, explicó que un hombre había intentado reducirlo, colocándole las esposas. Lo había invitado a beber unas cervezas, pero de repente la situación dio un giro brusco y, de improviso, había cogido un cuchillo para matarlo. Estaba seguro de que la bebida que le dio contenía algo raro, porque se sentía somnoliento; probablemente, por el efecto de alguna droga. Su petición fue apremiante: debían ir al apartamento 213 del edificio Oxford e investigar qué ocurría allí. Había sido atacado y por poco no lo contaba.

    Edwards tuvo suerte de llevar puestas las esposas porque despertó la curiosidad de los policías, que al cabo de un rato intentaron en vano retirárselas usando sus llaves para abrirlas. Sin embargo, esto no logró disminuir la agitación de Tracy, que hablaba compulsivamente, incapaz de guardar silencio. Un verdadero «monstruo» lo había amenazado con un cuchillo y le había asegurado que lo asesinaría y que luego se comería su corazón.

    Sus palabras convencieron a Rolf Mueller y Robert Rauth, que, al ver al hombre negro fuera de sí, comprendieron que era preciso acudir al domicilio para buscar las llaves y, de paso, examinar el lugar. Se dirigieron a la vivienda. Era la medianoche del 22 de julio de 1991. A fin de cuentas, aquel hombre tembloroso aparecido de la nada en esa sofocante noche de verano merecía ser auxiliado. Caminaron hacia el 924 de North 25th Street. Aunque no las tenía todas consigo, Tracy estuvo de acuerdo en acompañarlos al apartamento donde había vivido cinco horas pavorosas antes de poder escapar.

    Un hombre blanco de mediana edad les abrió la puerta. Tenía los ojos de un profundo color celeste y la rubia cabellera despeinada. Ante la visita de los dos policías, no tuvo más opción que permitirles pasar. Se mostró tranquilo y bien predispuesto para contestar las preguntas de rutina.

    Hacía más de un año que vivía en el edificio; hasta hacía pocos días trabajaba en una fábrica de chocolate: Ambrosia Chocolate Co., pero acababa de perder el empleo. Respondía con parquedad. Enseguida admitió conocer a Tracy Edwards y ser el propietario de las esposas. Se sonrió sin dar explicaciones de por qué lo había hecho. Suponía que las llaves estaban en la habitación y las iría a buscar si esperaban.

    Se llamaba Jeffrey Dahmer. El olor a alcohol que emanaba de su cuerpo se correspondía con su andar arrastrado, probablemente, debido a una pesada resaca y las horas sin dormir. Salvo ese detalle, no observaron en él mayores señales de peligro u hostilidad. La apariencia de la sala de estar era limpia y ordenada, excepto por la cantidad de latas de cerveza vacías, una botella de ron sin líquido alguno tirada sobre la mesa y una bolsa de papel arrojada al suelo. El aire del ambiente estaba enrarecido y resultaba casi irrespirable; en parte, por la gran cantidad de humo de cigarrillo, pero también debido a cierto tufillo hediondo mezclado con olor a desodorante. Un aire extrañamente perfumado que, sin embargo, era sumamente desagradable. A un lado de la sala había un acuario con peces exóticos, con el agua transparente, recientemente renovada, y plantas verdes que gozaban de vitalidad. Aquel acuario cuidado con esmero contrastaba nítidamente con ese aroma turbio que lo impregnaba todo. Evidentemente, se trataba de alguien que prestaba atención a sus mascotas.

    Los agentes no observaron nada fuera de lo común en aquella sala amueblada con un sofá con algunas costuras deshilachadas, un sillón tapizado, alfombras y cortinas baratas. Nadie esperaba encontrar ninguna sofisticación en un apartamento ubicado en un barrio de trabajadores inmigrantes y población mayormente negra y latina. El decorado de la sala se completaba con la presencia de una planta de interior sobre una banqueta alta y un par de macetas en el alféizar de la ventana. A no ser por los cuadros de pinturas con formas extrañas y las fotografías de modelos masculinos colgados en la pared, el conjunto parecía acorde con cualquier vivienda de aquella vecindad situada en los márgenes del condado.

    A Dahmer se le veía tranquilo. Con el fin de justificar que todo había sido un juego íntimo entre Tracy y él, iría a buscar las llaves de las esposas para liberar a su amante y dejar claro que nada de lo ocurrido tenía importancia. Inmediatamente, el agente Mueller resolvió ir detrás de él. Tracy Edward había mencionado insistentemente un cuchillo que el atacante habría empuñado en un intento de doblegarlo y, tal vez, efectivamente lo encontrara en el dormitorio, tal como el chico sostenía. Sería bueno dar con él. Mientras tanto Rauth se quedó en la sala junto a Tracy, quien seguía increpando al inquilino.

    La habitación era francamente un caos. El aire estaba más viciado si cabe y dificultaba la respiración. En las paredes también lucían fotografías enmarcadas de desnudos masculinos, unas figuras esbeltas y musculosas en posturas sensuales. La cantidad de latas de cerveza consumidas arrojadas en los rincones se había multiplicado y un par de platos sucios apilados ocupaban la mesita de noche. Junto al televisor estaba el reproductor de vídeos. Sobre él, se apilaban decenas de vídeos pornográficos, entre ellos: Cocktales, Chippendales: Tall Dark and Handsome, Rock Hard, Hard Men II, Hard Men III, Peep Show y Tropical Heat Wave. La mirada de Mueller se detuvo en ese montón de estuches, entre los que identificó las portadas de dos películas conocidas: El exorcista III y El retorno del Jedi.

    La ropa de cama estaba revuelta y dejaba al descubierto algunas partes del sucio colchón, plagado de manchas moradas producto de alguna salpicadura que había llegado incluso a la pared y a la funda de la almohada. Mueller supuso que eran de vino, dada la cantidad de alcohol que se consumía en aquel antro destinado a las juergas. Revisó debajo de

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