La sensación de Dios: Cuerpo, Biblia y oración
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La sensación de Dios - Luis López González
Índice
Portada
Portadilla
Créditos
Primera parte. DIMENSIÓN CORPORAL DE LA FE
1. Cuerpo y espiritualidad
2. El cuerpo en la Biblia
3. La vivencia cristiana del cuerpo
Segunda parte. ORAR CON EL CUERPO
1. Cuerpo y oración
2. La llama de la atención
3. La santa respiración
4. Imaginando a Dios (la visualización)
5. El milagro de soltar (relajación y oración)
6. El poder de la palabra
7. Orar con los sentidos
8. La manera de estar en el mundo (postura y centramiento)
9. La dignidad del movimiento
10. La energía vital
Tercera parte. LECTURA CORPORAL DE LA BIBLIA
1. Leer la Biblia con el cuerpo
2. Focusing: La oración sentida
3. El eneagrama espiritual
4. El bibliodrama
ANEXOS
Anexo 1
Anexo 2
Notas
portadilla© SAN PABLO 2018 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)
Tel. 917 425 113
E-mail: [email protected] - www.sanpablo.es
© Luis López González 2018
Distribución: SAN PABLO. División Comercial
Resina, 1. 28021 Madrid
Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050
E-mail: [email protected]
ISBN: 978-84-285-6200-3
Depósito legal: M. 13.144-2018
Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)
Printed in Spain. Impreso en España
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A Mariano Gastalver, amigo del alma
Primera parte
DIMENSIÓN CORPORAL DE LA FE
1
Cuerpo y espiritualidad
No hay nada mejor para hacernos admirar y alabar la habilidad del supremo Artista que el arte infalible que se manifiesta en la creación de nuestro cuerpo.
Juan Crisóstomo
¿Somos o tenemos un cuerpo?
¿Damos los cristianos al cuerpo el sentido profundo que merece? ¿Tomamos conciencia de la gran riqueza que supone nuestra corporeidad a la hora de plantear los currículos de enseñanza de religión o de planificar toda catequesis? ¿Integramos nuestra corporalidad en la oración? ¿No sigue siendo el cuerpo una de las asignaturas pendientes de nuestra Iglesia?
Muy a menudo se confunde lo que es cuerpo con nuestra dimensión exclusivamente material. Yendo más allá de las definiciones académicas, yo soy de los que defienden que cuando hablamos del cuerpo humano hablamos de algo más que de un conjunto de sustancias. En otras tradiciones –si profundizamos en los antecedentes y orígenes de la nuestra también– el sentido del cuerpo es otro, o al menos más profundo. Así, se habla del cuerpo energético en algunas, como forma o «molde» en otras o como el espíritu encarnado en el espacio-tiempo.
Gustad y ved qué bueno es el Señor (Sal 34)
En el ámbito de la fe, afirmamos a menudo que la persona es la unión de cuerpo y alma, pero realmente no lo acabamos de vivir así. La influencia del pensamiento griego en la inculturación de la fe en Alejandría supuso para el cristianismo la aparición de una idea de cuerpo dualista y materialista. En el mejor de los casos, superando la visión platónica de prisión del alma y sin perder de vista los esfuerzos de santo Tomás para reivindicar la unidad aristotélica entre cuerpo y alma, los cristianos seguimos viendo en el cuerpo, además de algo cercano al pecado, un instrumento con el que simplemente cabe tener cuidado para bien de la psique. Las famosas afirmaciones de mens sana in corpore sano o el cogito, ergo sum cartesiano ratificaban la idea de un yo cuya fisonomía prescindía de lo corporal. Todavía somos un tanto prisioneros de ello y desplazamos el cuerpo a una categoría meramente instrumentalista: «yo tengo un cuerpo», en aras de defender la «homosapiencialidad».
Con esa exaltación de lo mental y lo espiritual a costa de la pérdida sucesiva de dimensión corporal, se fue construyendo el andamiaje catequético de la fe cristiana en Occidente. Solo hay que repasar algunos catecismos u obras de santos para ver el uso sinonímico que se hacía de alma y persona y la pecaminosidad general que se atribuía al cuerpo. Poco a poco, fuimos desvirtuando el sentido bíblico de persona, en el cual se integra nuestra dimensión corporal sin necesidad de ser un sumando del alma. Como veremos, algunos vocablos bíblicos hebreos del Antiguo Testamento sufrieron desde muy temprano la influencia griega, en virtud de la cual fueron sustituidos por otros en griego que introducirían un cierto sesgo de finitud radical y moral al cuerpo. Cabe decir, sin embargo, que el mismo san Pablo no redujo el cuerpo a lo estrictamente material, sino que lo enalteció hacia lo espiritual.
La trascendencia de la propia carne que afirmamos en el Credo fue abriendo paso a un dualismo y separatismo que enfrentaban cuerpo y alma, espíritu y materia; un exceso de razón que banalizaba los aspectos corporales de la vida, lo cual iba a producir una triste escisión entre la vida natural y la espiritual (sobre-natural), dibujando un Dios ex machina separado de la creación. Esta distorsión del sentido profundo de la Encarnación desvirtuó la idea del Dios con nosotros y entre nosotros (Lc 17,21), y dio paso a una percepción de nuestra corporeidad como algo negativo. Incluso la sexualidad humana fue ridiculizada o menospreciada, prohibiendo el placer, reduciendo aquella escrupulosamente a la reproducción y sometiéndola a una moral microscópica. ¿Dónde quedaba nuestra semejanza e imagen de Dios (Gén 1,26)? ¿Dónde fue a parar la bondad y belleza de nuestros cuerpos tal como «Él lo vio» (Gén 1,31)?
Uno de los temas menos presentes en la antropología teológica es el cuerpo humano. No caemos en la cuenta de que en el fondo de toda espiritualidad subyace una idea concreta de cuerpo que emerge en los credos, los rituales y la liturgia.
Somos seres orantes
Toda corriente espiritual alberga una idea y un concepto determinados de cuerpo. Es más, en mi opinión, suele ser dicha idea la que acostumbra a condicionar las creencias y prácticas de dicha tradición. Aun así, conviene analizar, previamente a cualquier estudio fenomenológico, aquellos aspectos característicos que son objetivos y comunes en cualquier religión. Para ello debemos observar con mirada científica de qué son capaces nuestros cuerpos.
2
El cuerpo en la Biblia
Como afirma Carlo Rocchetta¹, podemos decir que el depósito lingüístico constituye el referente más inmediato que existe para estudiar la antropología de un determinado grupo social. Si queremos averiguar el significado de la corporeidad humana en las diversas tradiciones bíblicas, no nos queda más remedio que adentrarnos, aunque sea de forma breve, en el análisis morfológico del léxico que se utiliza. Después podremos sacar conclusiones de cuáles son los rasgos característicos de esa corporeidad, que, como veremos, obedece a diversos conceptos y momentos de la historia del Antiguo y Nuevo Testamento.
Una de las cosas que más sorprende cuando se asoma uno a la antropología bíblica con respeto y apertura es que, para entender la idea de cuerpo o corporalidad, hay que renunciar a nuestras dualidades y categorías. No cabe pensar en el cuerpo material versus el alma inmaterial, sino en la comunión de cuatro vertientes de la persona como ser integral que se corresponden con las cuatro palabras hebreas: basar-nefesh-leb-ruaj. Nuestras dos palabras, cuerpo y alma, no se identifican por completo con ninguna de esas cuatro palabras, sino que son transversales a las cuatro². Ello se hace patente en numerosas ocasiones en la Biblia, como veremos. Por ejemplo, a veces no se pueden separar corazón-alma-fuerzas (Dt 6,5; Mc 12,29-32). Para no pensar que eso es ajeno a nuestro idioma: cuando en castellano decimos, por ejemplo, que una persona es entrañable, estamos diciendo que nos llega adentro, de manera que no lo reducimos a una cuestión psicológica sino también anatómica: a las tripas o entrañas. Por tanto, resulta legítimo hablar acerca del hombre y la mujer bíblicos como poseedores de una dimensión orgánica de la anatomía, pero que también gozan, aunque sea de manera inconsciente, de una anatomía afectiva y otra espiritual. Por eso, el centro de la persona bíblica es el corazón (leb).
El cuerpo en el Antiguo Testamento
La Biblia contiene multitud de referencias corporales en diversas lenguas. La corporeidad en la Biblia se trasluce como algo amplio, complejo, flexible, lleno de matices y que no obedece a un solo sustantivo, como ocurre en la lengua castellana (italiana, catalana, francesa...), en la que solo existe el vocablo cuerpo.
He hecho una selección de vocablos referidos a nuestra condición corporal tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento³. En hebreo, encontramos varias palabras que aluden a la unidad psicosomática-espiritual que somos, de las cuales las más importantes son ‘adam, ‘ish/‘ishá, basar, nefesh, ruah y leb.
‘Adam, ‘enós
La palabra ‘adam proviene de la raíz hebrea a-d-n, «rojo», y de ella surge adamah, «tierra». Aparece ya en los relatos de la creación (Gén 1,26) y va teniendo diversos sentidos, si bien todos aluden al ser humano (Núm 23,19; 1Sam 15,29; Sal 8,5) como una unidad psicosomática surgida de la tierra (Si 40,1) y a la cual volverá (Job 1,21). Por un lado, habla de la criatura humana bisexuada, frágil y mortal que somos, pero, por otro, san Pablo le da un sentido colectivo (1Cor 15; Rom 5). También se habla del segundo ‘adam (Rom 5,12-21). Aunque este vocablo tuvo en un principio un sentido originario y universalista, más tarde se le otorgaría el de contener los cuatro puntos cardinales (anatolé, dusis, arctos, msembria). A veces se encuentra en paralelo la palabra ‘enós e «hijo de Adán» (Sal 8,5; Is 51,12; Job 25,6), por lo que ambos vocablos se refieren al ser humano en su fragilidad y dependencia.
‘Ish/‘ishá
En la Biblia, la dualidad hombre-mujer hay que concebirla como complementariedad y nunca como oposición⁴. Cuando Dios creó al ser humano lo hizo hombre-mujer (es más aproximado es decir varón-varona) en igualdad y reciprocidad, no azarosamente diversos ni, por supuesto, como dominación del primero sobre la segunda (Gén 2,23). La palabra ‘ish, referida al hombre, guarda el mismo origen que la palabra ‘ishá, que designa a la mujer. En uno de los comentarios judíos del Antiguo Testamento (Midrash) se dice que de la conjunción de las letras hebreas que forman ambas palabras resulta la palabra ya («creador»), y si se observan las que tienen en común, forman la palabra que significa «fuego».
Basar
Se refiere a la persona en su aspecto corporal y se utiliza 270 veces en el Antiguo Testamento. Aunque basar indique la carne de cualquier ser vivo, hombre o animal (Is 22,13; Lev 26,29), cuando se refiere solo al ser humano en realidad expresa la manifestación exterior de la vitalidad orgánica (Núm 8,7; Job 4,15; 1Re 21,27), por lo que suele designar a todo el hombre/mujer (Sal 56,5-12; Job 34,15) en comunión con la vida. Esta palabra habla de dos facetas del ser humano: la de ser criatura y la de su relación con los demás. Es decir, nuestra corporalidad habla tanto de que somos creados por Dios, y dependemos de Él, como de la capacidad de relación corporal con nosotros mismos, con la comunidad (vínculo sanguíneo, parentesco, raza...) y con Dios (Job 34,14-15; Sal 78,39; Is 40,6). Basar es más bien corpus que no figura y, al igual que nephesh, alude a una unidad originaria e integral de la persona, aunque con matices. Así, encontramos esta palabra como carne o sustancia de la que está compuesto el cuerpo (Gén 2,21) o también para referirse a nuestra constitución física (Dt 1,15). Denota el cuerpo viviente y su aspecto general corporal: toda carne –kol basar (Is 40,6; Jer 25,31)–, todo el ser humano en conjunto: «Mi alma/ carne está sedienta de ti, en pos de ti mi ser entero desfallece» (Sal 63,2). Pero es curioso e interesante que nunca se use para designar a un cadáver.
Nefesh
Si basar se refiere al hombre entero en su condición corporal relacional, nefesh es el centro vital inmanente, el yo personal que individualiza a la persona como tal. Pero, dada la condición unitaria del hombre en la Biblia, nefesh se refiere a la interioridad global humana, pues se usa para designar la garganta en caso de sed, por ejemplo (Núm 11,6; Sal 69,2), o el estómago para el hambre (Is 29,8), o bien alude al respiro o aliento de vida. Es toda la persona (Gén 12,10.12.15.16.17) en cuanto a su afán, anhelo, deseo, ganas –que se sienten en la garganta–⁵, y aparece más de 750 veces en el Antiguo Testamento. Aunque pueda referirse a un órgano, designa a la persona en su globalidad (Prov 25,25; Jer 2,24), tanto es así que nefesh se puede sustituir por un pronombre: «(Yo) me alegraré en el Señor» (Sal 35,9). Por tanto, se refiere a la vida y al ser humano que vive: «Yo estoy totalmente deshecho» (Sal 6,4), o a la muerte: «nefesh muerta» (Núm 6,6). Pero el nefesh no se separa con la muerte.
La corporeidad sería el nefesh visible. El origen de nefesh es Dios, por ello también lo encontramos a la hora de hablar de la persona como ser encaminado a la plena realización frente a Dios creador (Sab 11,26).
Ruah/ neshamad
La palabra ruah aparece 389 veces al Antiguo Testamento, 136 de las cuales se refieren a Dios y hacen referencia al ser espiritual en sentido global, pero nunca en oposición a basar o nefesh. La ruah es el soplo del viento (Ez 13,13; 26,27), pero se usa más para señalar el hálito de la respiración (Gén 2,7; 6,3; Job 33,4) que nos viene dada. La respiración es clave en la antropología bíblica y en ella se reflejan los estados emocionales de la vida psíquica: miedo (Gén 41,8), cólera (Jue 8,3), gozo (Gén 45,27)... Pero, puesto que esa respiración nos ha sido dada, hace alusión a la dependencia del ser humano de Dios: «Si escondes tu rostro se acobardan, si retiras tu soplo expiran y retornan al polvo, si envías tu soplo son creados y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104,29-30).
El basar se vuelve nefesh gracias a la neshamah del Señor, el soplo vital (Gén 2,7) que alimenta al organismo humano, que le posibilita la vida afectiva: ánimo, sentimientos, deseos, conocimiento... (Gén 45,27; Núm 5,14; Prov 16,32; Mc 8,12; Mt 5,3; Lc 8,55; Jn 1,33). Es la apertura vertical del hombre a Dios (Rom 8,3-13). En algunos textos se confunden ruah y neshamah (Gén 7,22; Is 42,5; 57,16; Job 34,14), pues ambos pueden ser usados para hablar del soplo humano y el divino. Ruah también puede resultar afín a nefesh, en cuanto al hecho de respirar y vivir (Is 26,9; 38,15ss; Job 7,11; 12,10).
Leb
La palabra leb es clave en la antropología bíblica y debe hacernos reflexionar sobre nuestra vivencia corporal como creyentes. No es una simple coincidencia el papel que la neurociencia actual le está dando al corazón. Leb aparece 860 veces en los escritos bíblicos y se refiere siempre al centro de la actividad de la persona, a su inteligencia y a su voluntad (1Sam 25,37; 2Sam 18,14; 2Re 9,24; Jer 4,19; Os 13,8):
No acumuléis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen, donde los ladrones abren boquetes y los roban. Acumulad tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que se los coman ni ladrones que abran boquetes y roben; porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón (Mt 6,19-20).
El leb es el núcleo de la dimensión interior de la persona entera. Es el centro de reflexión y voluntad, es la sede de las emociones (1Sam 1,8; 2,1; Sal 13,6; 28,7) y de los sentimientos (1Sam 16,7b; Job 12,3). Dios nos dio un corazón para pensar (Si 17,6), por eso es lo más íntimo y profundo que tenemos. En definitiva, leb es el lugar de encuentro (o no encuentro) con Dios y nuestra «caja fuerte»: «Dentro de mi corazón conservo tus órdenes para no pecar nunca contra ti» (Sal 119,11).
Es la sede de la verdad y de la bondad humana, pero también es la sede del pecado –no se trata del cuerpo– y de la maldad (Mt 15,19s). La verdad del corazón se trasluce si la persona es íntegra, tanto en su mirada (Si 13,25) como en sus labios (Prov 16,23) y en sus actos (Lc 6,44s). Pero también el corazón puede permanecer disimulado por la hipocresía (Prov 26,23-26; Si 12,16) o por la doblez (Sal 28,3ss). Es en el corazón –leb donde tiene lugar la conversión. Esta idea antigua del corazón nuevo (Os 11,8; Dt 30,6) será superada en el Nuevo Testamento por Jesús en su idea del corazón puro, manso y humilde (Mt 11,29) que transferirá a sus discípulos (Mt 9,2; 26–28). Es tal el valor que se le otorga a esta palabra que Léon-Dufour dirá que, según Juan, Jesús es el corazón del nuevo Israel, corazón que pone en íntima relación con el Padre y establece entre todos la unidad: «Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en la unidad» (Jn 17,23)⁶.
Shejinah
Este vocablo es especialmente interesante porque recoge las cualidades femeninas de la presencia de Dios. Asimismo, alude al sentido de complementariedad –y no oposición– entre hombre y mujer: se refiere a lo femenino para el hombre y lo masculino para la mujer. El hombre (ish) tiene que incorporar la hei de la mujer.
Traducción de la Biblia de los LXX y otras influencias
En los últimos tiempos del Antiguo Testamento se acentuó el significado negativo del cuerpo, debido, seguramente, a la traducción griega de los LXX⁷, a la influencia del pensamiento helenístico y seguramente al parsismo⁸. De esta manera, se empieza a entender por primera vez el cuerpo como sede de las pasiones (Si 23,16-18; 47,19) y se relaciona el alma inmortal con el cuerpo mortal (Sab 8,19-20; 15,8) con una nota de negatividad respecto al cuerpo: «El cuerpo, sometido a la corrupción, agobia el alma; esta cabaña de tierra es una carga para el espíritu que se adentra en la reflexión» (Sab 9,15). La traducción del término basar al griego de los LXX (sárx y sôma) favoreció el dualismo alma/espíritu del último judaísmo (Núm 16,22). Se usaba sarx para referirse a la parte material del ser humano y sôma para significar la unidad y conjunción visible. Aun así, a pesar de tales influencias, no se vincula el ser espiritual del hombre a la psyché/nefesh sino a Dios, tratándose además de una influencia más implícita que explícita, que llegaría a ciertos extremos con Filón de Alejandría⁹.
También la literatura rabínica refleja esta helenización, pues aparece, junto al vocablo basar, el de guf, que originariamente significaba «agujero», «vacío», el cual se aplicaba al cuerpo. De esta manera se va desarrollando, poco a poco, la idea del cuerpo recipiente que se rellena del alma, llegándose a considerar, a veces, la muerte como la separación del alma y el cuerpo.
El cuerpo en el Nuevo Testamento
El Nuevo Testamento se escapa de alguna manera del exceso de la influencia helenística y, por el contrario, vuelve a proponer la concepción semítica del ser humano. Fruto de esta preservación de la antropología semítica, algunos términos griegos como gnôsis o diánoia no fueron tan bien acogidos como, por ejemplo, kardía, noûs o syneídesis.
En cambio, nuestras traducciones o precomprensión de los textos neotestamentarios si están influenciadas por la concepción griega del ser humano. Por ejemplo, se suele contraponer espíritu y cuerpo, como si fueran excluyentes o el pecado estuviera en la carne: «El espíritu del hombre es pronto pero la carne es débil» (Mt 26,41). Este fragmento se debería entender desde la concepción semítica de la persona, en la que no hay contraposición entre parte corpórea y parte espiritual, sino que la persona entera puede actuar según su debilidad de condición humana (basar implica todo el ser humano) o según su condición espiritual (ruah también implica toda la persona).
Esta concepción hebraica del ser humano se debería tener más en cuenta a la hora de leer el conjunto de la teología antropológica griega utilizada en el Nuevo Testamento: ánthropos/anér, sárx, sôma, psyché, pnéuma, kardía, noûs y syneídesis. Veamos sus significados y usos.
Ánthropos/anér
Se corresponde con el ‘adam hebreo y significa «persona», «humanidad». En los evangelios, por ejemplo, para referirse a Cristo se usa 82 veces en la forma