La música de las cosas perdidas
Por Javier Núñez
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La música de las cosas perdidas - Javier Núñez
La música de las cosas perdidas es una novela al estilo road movie. La escritura de Javier Núñez apunta hacia adelante, dirige la trama hacia un destino ya conocido, buscando en lo que vendrá lo que ha quedado atrás. En esta paradoja reluce el motor de la historia: una ausencia en común, que llevará a los personajes de este libro ágil y profundo hacia el encuentro: la recomposición de una relación familiar. Cuando ambos aspectos, forma y contenido, son tratados con maestría, el resultado es la obra de arte, y este libro es eso, un viaje hacia el pensamiento y la emoción, una historia que raciona con escenas inolvidables el dolor y la ternura.
Nuñez, Javier Ernesto
La música de las cosas perdidas / Javier Ernesto Nuñez. - 1a ed. - Rosario: UNR Editora ; Villa María: Eduvim, 2022.
Libro digital, Epub. - (Confingere / Nicolás Manzi; 20)
ISBN 978-987-702-575-0
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.
CDD A863
UNR editora
Director
Nicolás Manzi
Diseño de Colección
Georgina Ricci
Diseño editorial
Joaquina Parma
EDUVIM
Director
Carlos Gazzera
Coordinador editorial
Emanuel Molina
Detalle de tapa y página 211
Marcelo Kopp, Sin título
2022, Xilografía
13 x 16 cm
© Javier Nuñez.
© Universidad Nacional de Rosario, Universidad Nacional de Villa María, 2022.
Queda hecho el depósito que marca la Ley N° 11.723.
Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida sin el permiso expreso del editor.
Impreso en Argentina.
UNR Editora
Editorial de la Universidad Nacional de Rosario
Secretaría de Extensión Universitaria
Urquiza 2050 - S2000AOB / Rosario, Rep. Agentina
www.unreditora.unr.edu.ar / [email protected]
© 2022 Editorial Universitaria Villa María
Chile 253 – (5900) Villa María,
Córdoba, Argentina
Tel.: +54 (353) 464 8245
www.eduvim.com.ar
Javier Núñez
La música de las cosas perdidas
Índice
El vértice de la invención
P#16
1.
2.
P#32
3.
4.
P#17
5.
6.
P#8
7.
8.
P#12
9.
10.
P#45
11.
12.
P#3
13.
14.
P#00
El vértice de la invención
Por Martín Sansarricq
En el cuento Constructores
, Richard Yates le hace decir a uno de los personajes que escribir una historia es, también, construir algo: un cuento, como una casa, debe tener un techo, pero antes se tienen que construir las paredes y antes de eso los cimientos, y el pozo. Finalmente, según el personaje de Yates, hay una pregunta que debería hacerse con la casa terminada y es, más o menos, esta: ¿dónde están las ventanas? ¿De dónde viene la luz de esta historia?
La música de las cosas perdidas es una novela sobre la búsqueda, sobre el tiempo y el espacio que distancian la pérdida de los posibles encuentros. Andrade y Nico, abuelo y nieto, al inicio de esta historia apenas se conocen. Aquello que los une, lo que debería vincularlos, es lo que no está. La ausencia en sí, dos abandonos de distinto orden: Paula. Hija y madre, respectivamente. Para Andrade, Paula es algo del pasado, algo que había, como con casi todo en su vida, aceptado olvidar; para Nico, en cambio, es eso que ocurre en el campo de las posibilidades, un misterio, algo por lo que está dispuesto a emprender un viaje.
Una foto de Paula tomada unos años atrás en una ciudad del noroeste argentino, el deseo puesto hacia el reencuentro y un puñado de vivencias: así empezará el camino de un abuelo y un nieto en la búsqueda de una madre, que será la búsqueda de una hija, y de ellos mismos. Y es probable que lo que persigan no solo esté adelante, allá, donde apunta la trompa amarilla del cheavy coupé sino, principalmente, en algún punto del pasado. Porque Nico también será eso. Será la irrupción del recuerdo —"esa forma de desorganización sistemática del tiempo", dice Núñez—, recuerdo que irá volviendo, inevitable, a la vida de Andrade, del mismo modo en que el sonido de las cosas perdidas resuena en el presente.
Con pulso narrativo, gran sentido del ritmo y conocimiento de la estructura, con fogonazos de humor y una lista propia de canciones y referencias cinematográficas, Núñez va perfilando el trazo de esta historia de vínculos humanos, de personas perdidas y objetos hallados, de rutas, de geografías quebradas y costumbres, de aventuras que no dejan de saltar ante nuestros ojos; historia de carencias, también, de deseos y derrotas, de personas que distinguen, por vez primera, el reflejo de lo que pueden ser: la forma de crear un vínculo, ahí, donde antes no había nada. Porque eso es lo que ocurre: la ocasión de sentarse y hablar después de un largo tiempo, o la posibilidad de colocar, por qué no, la última pieza de un rompecabezas.
Javier Núñez ha sabido construir una novela sólida: fuerte y delicada a la vez; una estructura que creemos conocer, un relato al estilo cinematográfico de las road movies. Rápidamente entendemos cuáles son los ambientes, sabemos de qué material serían las paredes si rasgásemos el papel y entendemos la distancia, vertical, que separa nuestros pies del cielo raso. Pero, como en la buena ficción, eso no es todo. Al avanzar, al dar vuelta por uno de los pasillos distinguimos una luminosidad que recién entonces, comprendemos, percibíamos desde el principio. La luz, por supuesto, viene de una ventana. Ventana que perfectamente podría no estar, pero que está ahí y modifica y crea a la vez, aquello que vemos. La música de las cosas perdidas es, también, y quizás principalmente, una novela sobre la invención, una historia sobre personajes empujados al arte de inventar: construir lo que los rodea, idear un disfraz, crear algo nuevo con eso que se encuentra o imaginar lo que se desconoce. Ese es el hilo invisible que trenza a los personajes. El vértice sobre el que puede sostenerse, como en una pirámide invertida, la línea que une y separa a la pérdida del encuentro.
Quizá, por qué no, lo que se expanda en esta historia sea la certeza de que siempre hay algo más para hacer con aquello que hallamos. Para estos personajes, como tal vez para Javier Núñez, la invención no solo es una forma de resistencia; la invención es, antes aquí, un modo genuino, necesario y urgente, de habitar el mundo.
La música de las cosas perdidas
A los que pierden.
A los que encuentran.
«The art of losing isn’t hard to master».
Elizabeth Bishop
«El primer espejo, el primer hexámetro. Las páginas que leyó un hombre gris y que le revelaron que podía ser don Quijote. Un ocaso cuyo rojo perdura en un vaso de Creta. Los juguetes de un niño que se llamaba Tiberio Graco. El anillo de oro de Polícrates que el Hado rechazó. No hay una sola de esas cosas perdidas que no proyecte ahora una larga sombra y que no determine lo que haces hoy o lo que harás mañana».
Jorge Luis Borges
P#16
Diseñadora gráfica e ilustradora independiente. Su sueño es viajar por el mundo para hacer ilustraciones de la arquitectura de ciudades europeas. Su estilo combina líneas para el trazo de las siluetas de los edificios y un acabado desvanecido de acuarelas que le da una impresión etérea, como de sueño o recuerdo difuso.
Le gusta la acuarela porque es impredecible y la hace fracasar y empezar de nuevo.
Como la vida.
1.
Alguien lo sacude. Una mano en el hombro lo mueve, primero, como si quisiera comprobar que sigue vivo y, después, sin ningún tipo de consideración. Andrade abre un ojo y ve la cara de Jimena a contraluz. El halo de la lámpara que cuelga del techo recorta la silueta de su cabeza y le confiere un aspecto celestial. Por un segundo, Andrade está absolutamente convencido de que está muerto, de que ella es un ángel y lo primero que piensa es que se trata de un error. Cómo carajo vine a parar acá arriba, se pregunta. Después, como rezagado, le llega el dolor de cabeza y el malestar y esa reconexión con su cuerpo y sus miserias desbarata la idea de la muerte.
Pensé que eras un ángel, dice él.
Eso explicaría muchas cosas, contesta ella.
Andrade sale de la cama, se deja envolver por la bata que Jimena despliega como un manto real y se mete en el baño. Se lava la cara y los dientes y después se obliga a sí mismo a meterse bajo la ducha. Se queda un rato largo, sintiendo el agua caliente caer sobre su cara y chorrearle por la barba y el pecho. Diez o quince minutos más tarde, ya vestido, cuando hace acto de presencia en la cocina, Jimena está de pie, fumando un cigarrillo, y el chico está sentado a la mesa frente a un vaso de chocolatada casi vacío, una caja de Cindor abierta y una bolsa de papel rasgada por uno de los lados y desplegada sobre la mesa a modo de mantel, en la que todavía quedan dos medialunas y un par de facturas sobre un reguero de azúcar impalpable. Andrade se mete un cañoncito de dulce de leche en la boca y se frota los dedos para sacudirse las migas y el rastro de azúcar.
¿Y esto?, pregunta.
Fui a comprar, dice Jimena. No había nada. Ni pan duro para hacer tostadas, ni galletitas de agua. No sé qué iba a desayunar este chico.
Ayer comí picadillo, dice. También antes de ayer.
Andrade primero lo mira extrañado: parece que fuera la primera vez que lo oye hablar. Después se lo señala a Jimena como si esa respuesta lo explicara todo.
De la lata, añade Nico.
¿Quién es?, pregunta Jimena. ¿Cuánto hace que está acá?
Andrade pone la pava al fuego y se sienta. Saca un cigarrillo del paquete de Jimena que está sobre la mesa y lo enciende. Es mi nieto, dice. Llegó hace dos o tres días.
Cinco, corrige Nico.
Cinco. Cómo pasa el tiempo.
***
Hay vidas que parecen reducirse a un único acto, un tiempo decisivo que cifra toda una existencia. La de Andrade es una de ellas. Y el momento que le da sentido empezó cinco días atrás, cuando sonaron los golpes en la puerta y una voz al otro lado preguntó por él. Porque así fue como Andrade y el chico se conocieron y el pasado de Andrade, que a veces parece olvidado tras la bruma de los años y el sopor del alcohol, se abrió paso una vez más para instalarse en primer plano.
***
Hasta esa mañana, la vida de Andrade era una media vida: algo por completo ajeno a su voluntad y a sus posibilidades, como si en lugar de pasarle a él fuera algo que le ocurriese a cualquier otro. Algo que ocurre sin remedio.
No siempre fue así. Veinte o treinta años atrás parecía dispuesto a llevarse el mundo por delante. A los treinta y cinco años era considerado una de las mentes más vanguardistas y prometedoras de la arquitectura contemporánea, el más joven y osado de los arquitectos rosarinos que, en el subsuelo del bar Barcelona, una fría noche de mayo del 91 fundaron el Grupor. Ahora, en cambio, a los sesenta y dos, es una especie de leyenda olvidada de la profesión, alguien que lleva veinte años desaparecido del mapa y más de diez sin dar siquiera una conferencia. Salvo en los momentos –cada vez menos frecuentes, vale decir– en los que se aboca a escribir y reescribir sus ensayos y memorias con una intensidad de huracán que dejaría extenuado a cualquiera, o las horas interminables que se pasa inclinado sobre un plano perpetuo que se despliega desde hace años sobre el tablero de su estudio, es un hombre que da la sensación de andar de prestado por el mundo, sin habitar su propio cuerpo ni sus espacios. Como si lo suyo fuera, antes que una vida, una sobrevida.
Casi se podría decir que, a excepción de Jimena, la alumna que se convirtió primero en amante y después en ex, pero siempre secretaria y futura albacea, y los esporádicos llamados de su antiguo socio para ver cómo marcha el proyecto de Pinamar –un proyecto estancado desde hace más de diez años, que los dos saben que Andrade nunca terminará–, sus contactos con el resto de la humanidad son meramente transaccionales, relaciones inevitables a las que se ve expuesto cuando va al café, hace las compras o lleva a su gato Barbieri a la veterinaria.
Al momento de esta historia es un tipo canoso, con la parte superior de la cabeza calva y el pelo largo y desordenado en los costados y la nuca. Tiene la mirada intensa y una barba grisácea y recortada que igual le crece salvaje. Hay algo en su tono gris de mago medieval o de Tierra Media –Andrade, el gris–, pero sin el poder ni la sabiduría. Aunque supo ser docente con un puñado de horas cátedra y en permanente conflicto con las autoridades universitarias, y en teoría todavía lo es, está a punto de cumplir un año bajo licencia psiquiátrica y está buscando el modo de extenderla para no tener que volver al trabajo. Ese, acaso, sea el objetivo principal que persigue por estos días: ver cómo se mantiene en ese tiempo en suspensión, fuera de la rueda de hámster de la vida laboral.
Un observador casual que siguiera sus pasos durante algunos días podría creer que se dedica nada más que a pasar el tiempo como si transitar los días fuera una especie de carga, algo con lo que se viera obligado a cumplir solamente por haber recibido el favor del aliento: porque respira, existe. Pero hay que mirar más de cerca. Y también hay que ampliar el cuadro. Ni los detalles aislados ni la imagen panorámica nos bastan para una adecuada representación. Hay que combinar. Como en el trazo del pincel, el secreto consiste en saber conjugar la delicadeza de las líneas finas y los rasgos enérgicos de las gruesas.
Se supone