Las listas del pasado
Por Julie Hayden
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Las listas del pasado - Julie Hayden
VIDAS BREVES
Paseo con Charlie
De la mano y muy correctamente, Charlie y yo cruzamos la Quinta Avenida como si fuera agua. En el tráfico del sábado por la tarde es importante no soltarse; las luces rojas y verdes son faros señalando ten cuidado, ten cuidado. Para cuando llegamos a la otra acera mi mano derecha está húmeda y la de Charlie, entre mis dedos, se siente fría y anfibia. Con la mano libre choco el carrito de bebé contra el bordillo; está abastecido de objetos que su madre eligió para él: juguetes para la arena, varios coches Matchbox, El hombrecito de jengibre de la colección Little Golden Book, una cuchara, la manta de su cuna —extensiones de su personalidad, definiciones de la calle donde un aburrido hombre del servicio secreto vigila el edificio de apartamentos en el que se están quedando los hijos del difunto presidente Kennedy—. Un muro bajo nos separa de Central Park, nuestro destino final.
A pesar de que estoy familiarizada con el Parque, soy del West Side. He identificado dieciséis clases de currucas en The Ramble, incluida la de Connecticut, y una vez avisté un halcón peregrino amenazando las cometas de los niños en Sheep Meadow. Los kuroi rotos en las salas griegas del museo son viejos conocidos; también las focas roncas e irónicas en un lateral de la cafetería del Zoo. Pero casi siempre llegaba a ellas desde el oeste, en bicicleta con Robert (que se ha ido a vivir a otra ciudad), nunca en compañía de un niño de diecisiete meses.
Es, de hecho, la primera vez que estoy sola con Charlie. Sus puntos de referencia difieren de los míos. Durante un confuso momento todas las indicaciones se mezclan en mi mente y lo conocido tiembla como un espejismo. No puedo recordar adónde me dijeron que fuera o qué teníamos que hacer.
Lo que estamos haciendo ahora mismo es mirar el flujo de coches lustrosos y coloridos. Charlie, con su conocimiento de la ciudad, lleva la cuenta de la circulación. «Un toche. —Señala con un displicente gesto de la mano que no le estoy agarrando—. Un tobús. Un tasi. Un toche». Son sus ovejas, o sus pájaros. Graznido. Bocinazo. Pitido. Chirrido. Todos ellos lo llaman. Antes de quedar hipnotizada por el tráfico, elijo una dirección al azar y enseguida varias madres con coches y niños aparecen delante de nosotros; seguimos su pista.
Pronto nos encontramos en los columpios, protegidos por portones de bronce adornados con personajes de Esopo hechos por Paul Manship: la zorra y el queso, el cordero y el lobo. Los portones, cuando están cerrados, tienen rejas delante y detrás para protegerlos de los vándalos. Las fábulas parecen prevenirnos de los aduladores, de los oportunistas. Charlie se muestra educadamente desatento a mis comentarios acerca de la belleza y el propósito moral de estos portones. Estoy hablando demasiado, lo reconozco. Él también.
Porque ¿qué es esto que está diciendo? «Mami. Mami. Mami», con un acento asombrosamente parecido al de ella, como algún pájaro imitador. Lo dice de una forma tan pura que el nombreparece una acusación, una denuncia. Porque ella no está aquí. ¿Cómo podía esperar que él me tomara por ella, mi hermana, que nos despidió medio dormida desde la puerta del apartamento, con los brazos cruzados por encima del bulto donde el rival de Charlie está esperando para nacer? ¿Debería devolverlo ya mismo?
Pero Charlie sigue diciendo suavemente ese nombre y su cara es tan serena como la de un muñeco de nieve. Le doy un beso en su pelo de plumón. «Papi, papi», suspira abstraído, acariciando una roseta de bronce lustrada. Va a llamarlos durante todo nuestro paseo, se convierten en una especie de letanía, un «Om» primitivo, un zumbido.
Charlie y yo estamos en la verja de la entrada. Se agacha para examinar una hoja curva con los bordes quemados. Encuentra una rejilla del alcantarillado. Me ofrece una piedra brillante con forma de punta de flecha y la tiro a través de los barrotes; miramos juntos cómo cae con un plop en las hojas del fondo. Algunas hojas secas todavía se aferran a los árboles y el cielo está moteado de cirros y cúmulos. El polvo de las hojas y de los tubos de escape se arremolina a nuestro alrededor. Es un día templado, nublado, con los colores de otoño, y, ahora que lo pienso, es Halloween.
Entramos en la zona de juegos donde una chica que paseaba a sus perros murió por el disparo de un francotirador, a la vista de las niñeras y las madres y los niños. La zona de juegos está vacía hoy. Charlie avanza directo. Al alejarse, se reduce al tamaño de un pequeño soldado rojo y azul. No lo perturban en lo más mínimo los toboganes enormes ni los columpios, el balancín que parece destinado a niños gigantes con manos y orejas rojas y grandes. Hace solemnemente el circuito de esos juguetes inmensos, después trepa y se desliza dentro del cajón de arena, que es lo único con el tamaño apropiado para él. Charlie se agacha en la arena de azúcar moreno, cantando distraídamente: « Teetaw Margie Daw».
Y la zona de juegos revive con esos otros habitantes del mundo de Charlie: Jack y Margery y Wee Willie Winkie, los que habitan ese lugar loco, raro, perturbador, ajeno a los principios de la física o de la biología, donde los perros se ríen, los sapos cortejan y los niños sufren accidentes atroces —se caen o los golpean— mientras el hombrecito de jengibre corre triunfante, haciéndole burla con la mano en la nariz a la mujer del granjero. Trato de cantar con él, pero
Seesaw, Margery Daw,
sold her bed and lay upon a straw²
son las palabras que me vienen a la mente. No puedo recordar la versión que canta Charlie. Algunos adultos recuerdan mejor que otros. Robert despreciaba los recuerdos, aunque afirmaba que su desconfianza hacia una tía suya en particular se remontaba a una de sus primeras Navidades, cuando ella le mandó una tarjeta siniestra con la figura de un viejo que pedía que pusieras un centavo en su sombrero —y debe ser cierto porque no recuerdo que él le haya dado jamás nada a un mendigo—.
Con una pala metálica azul, Charlie aplasta pequeñas pilas de arena. «Row row row», canta (es su canción de la bañera). Suspira. «Mami. Papi», dice trepando para salir del cajón de arena. Me toma de la mano y subimos con el carrito una rampa de piedra hasta la cima de una colina desde donde se ve la zona de juegos, con su saliente de roca, el hueso de Manhattan. En el césped hay un grupo de jóvenes tumbados indolentemente en círculo mientras un gran perro dorado retoza alrededor. Sus instrumentos musicales están amontonados en una pila. Parecen una compañía de trovadores (o de mendigos), exitosos y vestidos espléndidamente. Huelen a incienso. Charlie no los mira a ellos sino a un niño pequeño que corre de puntillas por el césped, los gritos de la abuela lo persiguen: «¡William! No. No. No».
La abuela, sin aliento, lo termina alcanzando, lo lleva en brazos con un tintineo de brazaletes hasta donde hemos dejado el carrito. El abuelo, que lleva una boina roja, se acerca a velocidad más moderada. «Hoy está realmente poseído», alardea la abuela abanicándose con un pañuelo.
William se prepara para escaparse otra vez, como el hombrecito de jengibre, y el abuelo hace la forma de una iglesia juntando las puntas de los dedos para distraerlo. «¿Cuántos años tiene?», pregunto, instantáneamente celosa por la superioridad de William en tamaño y energía. Resulta que son exactamente de la misma edad.
Si bien William es más fuerte, Charlie es más guapo. Es un niño convencionalmente impactante, con la belleza pura y rubia de los muy jóvenes, del tipo que podría haber pintado Rafael. Hoy el calor y el viento lo iluminan, le arrebatan las mejillas, le convierten el pelo amarillo en un halo. Su rubio es transitorio y ya se está desvaneciendo. Aun así, no creo que ni mi hermana ni yo nos hayamos parecido a él en algún momento de nuestras vidas. «Soy solo su tía», me disculpo.
William está balanceando una cesta de papel maché naranja con una cara pintada; Charlie todavía tiene su pala azul metálica. Se miran. Nosotros, los tres guardianes, les dejamos hacer el trueque. «Eso es una calabaza, cariño», le explico a mi sobrino; él me hace eco: «Cabaza». El nieto golpea la pala prestada contra el cerco de madera.
«Hola, perro», dice Charlie a la deriva hacia donde los adolescentes mantienen su círculo. El perro estira sus patas delanteras y ladra suavemente. Una lengua larga y rosa lame la cara de Charlie; frunciendo el ceño, retrocede acompañado por las risotadas de los adolescentes. Su cara se arruga, pero no llora. Me acerco a él rápidamente y caminamos hacia las rocas. Con sus uñas de papel, Charlie rasca una partícula de mica canturreando sus nombres. Ha abandonado su cesta con la cara graciosa en alguna parte.
Sería agradable quedarse aquí, pero me recomendaron que lo agotara, así que, con un sentimiento casi profesional, recojo a Charlie, la cesta calabaza, la pala metálica, el carrito y de nuevo a Charlie (se ha contagiado un poco de la diablura de William); devolvemos la cesta, nos despedimos de los abuelos y cruzamos el carril de los ciclistas, a quienes Charlie saluda con un amistoso «Hola, bisi».
Estamos en un sendero silvestre bajo robles altos y sicomoros con la mitad de las hojas, un bosque de tapiz. Las sombras se acentúan y no parece haber nadie alrededor. Llegamos al borde de un acantilado. Miramos hacia abajo. El cañón debajo de nosotros es un hábitat para todo tipo y raza de vehículos: coches azules, Buicks, descapotables, taxis, coches de policía, autobuses, motos, cruzando a toda velocidad hacia el este. Suenan como el mar. Sujeto a Charlie de la capucha de su chaqueta mientras él identifica intensa y obsesivamente a los vehículos que huyen, como si ellos lo necesitaran; no podría detenerse aunque quisiera. «Un toche. Un tasi. Un bus». Coche verde, taxi, taxi, moto. La época de las currucas ya pasó hace mucho y Robert y yo ya no volveremos a comer queso y tomar cerveza y discutir en The Ramble. (Una vez me preguntó: «¿No puedes decir nada bien?», y se puso a llorar, tapándose la cara con las manos). El Parque le pertenece a Charlie. Le cubro las zapatillas con hojas. Se mueve y se apoya contra mi rodilla.
Mis oídos resuenan con el principio de canciones infantiles: How many miles to Babylon? There was an old woman lived under a hill. Bobby Shaftoe’s gone to sea. I run and I run as fast as I can³. «No puedes atraparme», dice el hombrecito de jengibre. Es Halloween. El Parque empieza a crujir con presencias. Mira, uno de ellos está allí, un hombre con una gorra de color verde hoja que nos mira. Bueno, nos está mirando, pero está haciendo algo más también. ¿De dónde salió? ¿Qué está haciendo? ¿Qué es eso que tiene en la mano?
De un solo movimiento, meto a Charlie en su carrito, doy la vuelta y bajo por el sendero arbolado hasta las bicicletas y la gente. ¡Charlie no ha notado nada malo! Me he portado de forma responsable, por una vez. Ni siquiera estoy temblando. Mejor aún, a Charlie no le importa renunciar a los coches. Tal vez disfruta de mi compañía.
Sin embargo, no tiene interés en ir dentro de su carrito, se retuerce en el asiento, quiere caminar como un hombre. Vivir. Mientras vamos por la acera, Charlie, ahora locuaz, saluda a todos los que pasan, a cada objeto animado. «¡Hola, señor! —grita expansivo—. Hola, niña». Una ardilla gris nos mira furiosa desde detrás de un cesto de la basura y él murmura: «Hola, adía».
Está oscureciendo; un policía cabalga hasta nosotros en su caballo moteado. («Hola, ballo»). «Está oscureciendo, señorita, y el Parque no es tan seguro», nos advierte. Le doy las gracias, seguimos caminando.
Al final de la subida, los árboles se abren a un espacio vasto, un prado que parece extenderse hasta el horizonte, la muralla dentada de la ciudad. El prado se ve esmeralda bajo la luz del atardecer. Nubes violetas y negras soplan a través de un cielo de Noche de Walpurgis, con la luna suspendida como una sonrisa de calabaza de Halloween. Cerca del camino hay una portería con tierra pelada alrededor, pero no hay nadie haciendo de portero. No muy lejos una calabaza verdadera brilla cálidamente en el césped. Quien sea que la puso allí no está a la vista. Charlie corre hacia ella como si se tratara de una vieja amiga. «¡Cabaza! ¡Cabaza!».
Con una sonrisa deliberadamente boba, tironea del mango verde, pero la calabaza solo rueda tontamente sobre su eje y no se deja cambiar de lugar. Al lado de la calabaza, yuxtapuestos de forma surrealista, hay un par de mocasines color rojo oscuro, del número 43 aproximadamente. Tengo la impresión de que la mujer de Peter va a espiar desde detrás de la calabaza o que una tropa de niños pequeñitos hará fila para meterse en el mocasín. Miro alrededor en busca del dueño descalzo de la calabaza. Sin embargo, nada de todo esto le parece raro en absoluto a Charlie. Un pie con la zapatilla puesta se desliza dentro de uno de los mocasines, después el otro en el otro. Intenta navegar y se cae hacia atrás. «Papi», dice. Se aleja retozando con liviandad y mira con cariño la calabaza. «Mira la luna, cariño», le digo. Es demasiado para él.
Charlie levanta los brazos en dirección a la luna y gira en un baile fascinado, celebrando una ceremonia propia. El Parque se repliega y se congela. Por un instante, el viento, el ruido, las ruedas se detienen. Los animales del Zoo están escuchando. El hombrecito de jengibre deja de correr. Siento como si toda mi vida hubiera estado corriendo hacia este lugar para estar al lado de este niño en el vórtice de su regocijo. A la luz fantasmagórica y plateada, todo es una señal. Hay señales por todas partes, pero no puedo interpretarlas. Ni siquiera puedo distinguir el misterio.
Entonces una nube cruza por delante de la luna, un chico viene con su radio a todo volumen, emergen los murciélagos y dan vueltas en el aire violento. Es por fin hora de irse. Pero pasa otra cosa inesperada: Charlie no quiere dejar los zapatos. Estuvimos tan bien durante un rato que no soporto que nada altere esa felicidad. Lo llevo bajo el brazo hasta el carrito, pero corre desconsolado, de vuelta a los objetos de su fijación. «Papi». Está tratando de decirme algo. No logra hacerse entender. Se las arregla para levantar un mocasín por el talón y lo trae con dificultad hasta mí, como una gata acarreando un gatito demasiado grande. Su ansiedad me duele a mí también. «Ay, Charlie —le digo—, me encantaría que pudiéramos llevarnos estos zapatos. Pero no son nuestros. Alguien los necesita, alguien con los pies fríos». Pero no aparece nadie a reclamarlos.
Entonces me doy cuenta con la simplicidad de la fe de que el 43 no es un número inusual y que lo que está tratando de decirme es que estos zapatos son los zapatos de su padre. En esta luz, con el aire cargado de cosas lejanas y fugaces, es una suposición demasiado razonable como para discutirla.
Sin embargo, creo que ahora sé dónde estamos y qué decir. «Nos vamos a casa, Charlie. Diles adiós con la mano a los zapatos. Adiós, calabaza». Nos despedimos de la luna, del Parque y de todos sus habitantes, los amables y los peligrosos. En las aceras fuera del Parque, los primeros piratas y las primeras brujas y Batmans ya habrán salido a pedir; el año que viene, Charlie estará entre ellos. Me gustaría poder hacer algo más por él.
¿Alguna vez quise tanto a otra persona que hasta su ropa me parecía sagrada?
Tengo treinta años y no tengo ni hijos ni ataduras. Si Robert viniera descalzo hacia mí por el prado, le daría la espalda, consciente de que se puede amar a alguien y no ser capaz de vivir con él, y de que no hay adultos que te puedan decir lo que hay que hacer.
² Versión adulta de la canción: Subibaja, Margarita maja / vendió su cama y se acostó en la paja. [Esta y todas las notas restantes son de la traductora].
³ ¿Cuántas millas faltan para llegar a Babilonia? Había una vieja que vivía al pie de una montaña. Bobby Shaftoe se fue al mar. Corro, corro tan rápido como puedo.
Una pizca de naturaleza
Los niños de los Healy están enterrando un cardenal. Se murió, tememos, de contaminación. Lo encontraron esta mañana boca arriba en el garaje, rígido