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Reescribir mi destino
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Reescribir mi destino

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¿Qué hacer cuando la monotonía adormece la INDEPENDENCIA? ¿Cómo RENACER sin miedo a la libertad? ¿Existe una única forma de AMAR?
En medio de dudas, temores e incertidumbres, Caeli deberá tomar las riendas de su vida y reconstruir su alma rota. Solo entonces podrá reescribir su destino.
IdiomaEspañol
EditorialVeRa
Fecha de lanzamiento20 ene 2021
ISBN9789877476941
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    Reescribir mi destino - Brianna Callum

    PRÓLOGO

    Ostuni, Valle de Itria, Italia

    Sábado, 14 de enero de 2017

    Caminaba a paso ligero y con la mente puesta en el objetivo que se había fijado. Puede que su intención fuese no pensar en nada más, al menos por algunos minutos. Necesitaba esos instantes de paz que obtenía allí, en la inmensidad de ese campo de olivos donde solo se oía su respiración agitada y, de vez en cuando, el trino de algún pájaro a lo lejos que la brisa traía hasta sí.

    Poco después, al comenzar el ascenso de la lomada y duplicar el esfuerzo, notó que se había abrigado en demasía. El error lo había cometido al creer que la temperatura estaría más baja. No obstante, a pesar de transitar el apogeo del invierno, el clima de ese día estaba resultando atípico y el calor del sol podía percibirse más fuerte. Puede que la caminata también hubiese influido en su acaloramiento.

    Caeli necesitaba recuperar el aliento y no le hubiese venido mal quitarse la bufanda que llevaba al cuello, pero aunque sintió la tentación de detenerse, descartó la idea y siguió avanzando entre los imponentes olivos que ese día parecían acompañarla en su penar. Entre sus brazos cargaba una urna de yeso, que si bien no resultaba físicamente pesada, sí lo era para su alma.

    Alcanzado su objetivo, desde la cima del promontorio, la panorámica la dejó sin palabras. Puede que haya sido ese el momento exacto en el que tomó real dimensión de la propiedad que se extendía a sus pies y que ahora había quedado en sus manos. Hectáreas y más hectáreas de olivos, algunos centenarios, exhibían orgullosos sus frondosas copas ahora en letargo a causa del invierno.

    A lo lejos distinguió el tejado a dos aguas y los muros blancos de su casa que, con algunas casitas más, desperdigadas a cierta distancia igual que en la pintura de algún artista de renombre, parecían haber sido colocadas de manera estratégica para otorgar puntos de contraste entre el paisaje natural y la obra del hombre. Alejada del caserón principal, se distinguía la fábrica de aceite de oliva. Junto a esta, se alzaba un techo cónico más alto adosado a otros de igual estructura pero más pequeños, que destacaban en belleza y originalidad del resto de los edificios. Se trataba de trulli –trullos– típicos de la zona, que tenían más de cien años de antigüedad. Antaño se habían utilizado para guardar las herramientas de trabajo, y ahora, luego de que fueran restaurados, albergaban las oficinas principales de Collina del Sole.

    Caeli bajó la vista hasta la urna que sostenía contra su pecho. La apretó con fuerza, obedeciendo a la necesidad gestada en su interior que a gritos le reclamaba un abrazo. Pero la necesidad no se aplacó ni un ápice ante ese abrazo unilateral, incompleto, que no hizo más que redimensionar el vacío que la engullía. Los ojos se le llenaron de lágrimas. La angustia pretendió cerrar su garganta; entonces ella, para ganarle la batalla, exhaló un hondo suspiro con el que se infundió de valor para dar ese paso y destapar la urna.

    Esperó. Y cuando la brisa adquirió la fuerza suficiente como para alborotar su cabello, supo que había llegado el momento. Liberó las cenizas, que se alzaron en alas invisibles y, durante varios segundos que parecieron acontecer en cámara lenta, formaron remolinos ante sus ojos. Caeli sintió que una profunda emoción le inundaba el pecho al imaginar que esa era la manera de Paolo de decirle adiós antes de expandirse como para abarcar una mayor superficie y volar hasta perderse entre las copas de los árboles. Aunque el acto en sí era desgarrador, ese instante resultó ser sorprendentemente hermoso.

    –Adiós, Paolo mío. Vuela. Vuela y recorre estos campos que tanto has querido –se despidió con los ojos ciegos de lágrimas; después envió un beso al cielo.

    Sabía que en cuanto se enterara, su suegra reprocharía su accionar. En contraposición, ella estaba segura de que ese era el mejor destino para su esposo. Paolo había dedicado su vida al olivar. De hecho, ¡esos campos habían sido su vida entera! Era justo, entonces, que esas tierras lo recibieran en sus brazos en la hora de su descanso eterno.

    Un estremecimiento le recorrió la columna. Su cuerpo entero temblaba por dentro. No sentía frío, al contrario, percibía la tibia caricia del sol en su piel; no obstante, en su interior era como si se le hubiesen helado los huesos. Volvió a fijar la vista en los añejos olivos en un intento de distraer la mente. Falló de manera grosera. Sentía una fuerte opresión en el pecho y que le faltaba el aire. Su respiración pasó a ser rápida y superficial; parecía que se aceleraba al ritmo de sus inquietudes. Su frecuencia cardíaca también se vio aumentada; las palpitaciones reverberaban hasta en su cuello. Sobre la piel se le formó una capa de sudoración que en contacto con el aire le provocaba escalofríos. No pudo hacer nada para evitar que el pánico la atrapara en sus redes de acero, y una vez capturada, este se negó a liberarla.

    –¿Qué voy a hacer ahora que ya no estás, Paolo? ¿Qué voy a hacer?

    Mientras se repetía esas preguntas con insistencia, la angustia siguió escalando desde su pecho hasta que se le instaló en la garganta, que le ardía de manera salvaje. Creyó que ya no podría respirar, y por un momento temió estar sufriendo un ataque cardíaco. Se dejó caer de rodillas, depositó la urna vacía en el suelo para liberar las manos y se las llevó al rostro en el momento justo en el que estallaba en llanto.

    Desde que le dieran la noticia del fallecimiento de su esposo, esa era la primera vez que podía dar rienda suelta a su dolor, al miedo despiadado y a la incertidumbre. Hacerlo la ayudó a descargar la angustia y a hacer un poco más ligeros los síntomas.

    –¿Qué voy a hacer? –volvió a preguntarse cuando fue capaz de pronunciar las palabras–. ¿Qué voy a hacer, si solo sé ser esposa y madre?

    Caeli tenía veintidós años cuando un conocido en común le presentó a Paolo. En ese tiempo, ella cursaba el último año de la Licenciatura en Ciencias y Tecnología Agraria en la Universidad de Bari. Diez años mayor que ella, con una presencia masculina y elegante, y una retórica que esgrimió sin reparos, no le resultó difícil enamorarla.

    Tras mantener un breve noviazgo, tiempo durante el cual ella había alcanzado a graduarse, los primeros e inequívocos síntomas advirtieron a la pareja del incipiente embarazo. Ambos, provenientes de familias tradicionalistas y religiosas, supieron que el único camino a seguir consistía en contraer matrimonio. Y así lo hicieron. Se habían casado enamorados y para toda la vida; ella, creyendo que envejecerían juntos. No tuvieron en cuenta que el para toda la vida de Paolo fuese a caducar tan pronto, al exhalar su último aliento tras sufrir un infarto. De su boda, habían pasado casi dieciséis años.

    Paolo había sido un buen esposo. Al respecto, sentía que no podía hacerle reproches más allá de su firme carácter. Desde el primer día en el que la llevó a la propiedad matrimonial, él había sido claro y no había permitido que se hiciera lo contrario: su esposa se quedaría al cuidado del hogar, no saldría a trabajar, tampoco intervendría en los negocios familiares, aun cuando su título la hubiese facultado para ello. Los Bianchi poseían una finca de olivos que dedicaban mayormente a la explotación oleícola y ella se había graduado en Ciencias y Tecnología Agraria. Según Paolo, no era necesario que su esposa trabajara porque para eso estaba él que era el hombre de la casa. Ella había aceptado, habituada a que esa fuera la costumbre en general dentro de su entorno de crianza. En su propia familia, hasta que Caeli marcó un precedente al seguir una carrera, la mujer solía ocupar el puesto de ama de casa, esposa y madre, sin mayores aspiraciones. Sus hermanas, inspiradas por ella, habían seguido sus pasos y también habían asistido a la universidad; pero esto se había dado tiempo después. Luego de la boda, los mandatos adquiridos, la cultura y las costumbres pesaron más que las aspiraciones personales, y aceptó sin reclamos que su esposo decidiera qué era lo mejor para ella y para su destino...

    Aunque durante dieciséis años había convivido con ese acuerdo y no había sido necesario nada más de su parte, su vida había dado un vuelco: viuda y con un hijo adolescente, a sus treinta y ocho años, Caeli no sabía ser otra cosa más que esposa y madre. Poseía un título, claro que sí, pero temía que este se hubiera herrumbrado junto a los conocimientos adquiridos en la universidad a fuerza de haberlos dejado aletargados y durmiendo en una gaveta.

    Para mantener la economía del hogar era imperioso que saliera a trabajar o que se ocupara del olivar y de la fábrica de aceite de oliva; esto último, para mayor bochorno, representaba la herencia de su hijo: Paolo siempre había dado por sentado que Tiziano debía seguir sus pasos. No podía darse el lujo de perderlo. La responsabilidad que ahora recaía sobre sus hombros era mayúscula. La presión, indescriptible.

    Caeli se tomó la cabeza con las manos. Ignoraba cómo iba a hacer frente a semejante desafío. Cómo iba a salir adelante. Era tan grande el cambio que se avecinaba, que el pánico volvía a apretar una mano de hierro alrededor de su garganta. Sin Paolo se sentía a la deriva. Se encontraba perdida. Su esposo, por supuesto que amparado en su pasiva complicidad, la había convertido en un ser dependiente de él para todo; pero se había olvidado de enseñarle cómo vivir cuando él le faltara.

    1

    Desanduvo el camino, primero colina abajo y después a través del campo, ralentizando los pasos tanto como le fue posible con la intención de demorarse. De solo pensar en llegar, se sentía agobiada. Hacía dos días que su casa estaba invadida por gran cantidad de gente que había arribado a Ostuni desde distintos puntos del país. Un ejemplo eran sus padres y hermanas que habían viajado varios kilómetros desde Nápoles para acompañarlos a ella y a su hijo y darles el pésame. De los Dalmonte solo había faltado su hermano Dante con su familia, que justo por esas fechas estaban de viaje en el extranjero. Desde la ciudad de Bari habían llegado los padres de Paolo y las hermanas con sus respectivos esposos y progenie. Tíos, primos y amigos del difunto –de algunos hasta entonces Caeli había ignorado su existencia– también habían viajado desde sus lugares de residencia para darle el último adiós. Y, por supuesto, allí estaban los empleados de Collina del Sole y algunos vecinos. La casa se había convertido en un mundo de gente y actividad cuando ella hubiese preferido prolongar el silencio reinante en el promontorio, la paz transmitida por el paisaje, el abrazo de su hijo; nada más.

    A Tiziano tampoco se lo había visto feliz con semejante invasión. Cuando ella, superada su paciencia, había tomado la urna con las cenizas de su esposo y se había escabullido entre los olivos, su hijo hacía rato que se había encerrado en su dormitorio en busca de lo mismo que Caeli: la preciada soledad. Al respecto eran muy parecidos: los dos preferían la introspección, el sonido del silencio o el de la música al de las voces. Las conversaciones multitudinarias tenían el poder de abrumarlos; las concentraciones de gente, les causaban una especie de claustrofobia. Paolo solía reírse de ellos cuando lo planteaban: No parecen italianos, les decía. Pero lo eran, y a mucha honra; pero preferían la paz al bullicio.

    Caeli había logrado tener un momento de soledad y la libertad de dar rienda suelta a su angustia, que tanto había reprimido en presencia de las visitas; sin embargo, debía volver a hacerles frente.

    Ante la puerta trasera de la casa inhaló una bocanada de aire y tomó la manija, después empujó para abrir. La recibió la cocina, donde platos y vasos sucios la esperaban acumulados en el fregadero. Se quitó el abrigo y la bufanda, que dejó colgados en un perchero detrás de la puerta. Después se arremangó el jersey hasta debajo de los codos y se puso manos a la obra: prefería dedicarse a la limpieza que escuchar una vez más las frases: Lamento su pérdida. Mi más sentido pésame, todas, por supuesto, acompañadas por el rosario de virtudes de su esposo. No tenía ninguna objeción a esto último, aunque en esos días, en los que solo ella sabía lo que sentía su corazón, prefería aislarse. Porque, aunque otros también habían sufrido pérdidas, cada uno las siente y sufre a su manera: algunos mostrando su angustia; otros, como en su caso, guardándola en lo profundo de su corazón para compartirla únicamente con su soledad. En definitiva, le resultaban contraproducentes los intentos que la gente hacía por consolarla. Y, si bien reconocía que algunos lo hacían de manera sincera y preocupados por su estabilidad emocional, se daba cuenta de que otros perseguían el objetivo de quebrarla para alimentar el propio morbo. Y, por supuesto, no había faltado la persona que entre cuchicheos había soltado la frase: ¡Mujer desalmada, no es capaz de soltar ni una lágrima por ese pobre hombre, que Dios lo tenga en su santa gloria!.

    ¿Qué pueden saber ellos de cuánto sufro yo, Paolo, de cuánto te extraño ya, del vacío que dejaste en mi vida?, se repetía mientras enjabonaba la vajilla.

    –Aquí estás –comentó Marianela. Hacía un momento que había ingresado a la cocina y, apoyada en el vano de la puerta, observaba a su hermana mayor lavar los platos: la cabeza gacha, la vista fija en la vajilla, como quien mira sin ver realmente. Los movimientos aprendidos de memoria y realizados solo por no dejar las manos quietas. La mente, a miles de kilómetros... Así es como ella la veía.

    Marianela aguardó por una respuesta. Sin mirarla siquiera, Caeli solo asintió con la cabeza para evitar que viera sus ojos enrojecidos. Detestaba llorar, y mucho más detestaba que alguien supiera que había llorado. No quería quedar expuesta, desnudar sus miedos; mucho menos en ese momento en el que deseaba aparentar una fortaleza de la cual carecía. La incertidumbre ante el futuro, la inseguridad... todo la llevaba a sentirse vulnerable, perdida. Sin embargo, frente a los demás, y sobre todo por su hijo, quería mostrarse fuerte.

    Marianela, que había comprendido la necesidad de silencio de su hermana, caminó hacia el fregadero, tomó un paño de cocina de una de las gavetas y empezó a secar los platos que ella iba dejando en el escurridor. Al cabo de unos minutos del repetitivo ritual en el que solo se limitaban a lavar y secar la vajilla, Marianela volteó hacia su hermana y le tomó la mano derecha con la intención de detener sus movimientos. Esto obligó a Caeli a mirarla. Se trató de un instante al cabo del cual volvió a voltear el rostro.

    –¿Dónde estabas? –quiso saber Marianela. Caeli se alzó de hombros.

    –Por ahí –fue su escueta respuesta.

    Marianela exhaló un hondo suspiro al comprender que, al menos por el momento, no pretendía decir mucho más. Ella, que en cambio era de la idea de que no hay que guardarse nada: ni palabras, ni emociones, no se quedaría callada con tal de empujar a su hermana a un sanador desahogo.

    –¡Tu suegra anda como loca! –exclamó–. No sé, dice que las cenizas de Paolo han desaparecido. Lo cierto es que, de un momento a otro, su urna ya no estaba en su lugar –acotó en tanto indicaba con un ademán hacia la puerta. Se refería al altar que las hermanas de Paolo habían improvisado sobre una vitrina baja donde, además de cubrirla con un mantelito blanco de encaje tejido a mano, habían puesto velas, flores y un Jesús crucificado.

    Caeli se limitó a esbozar una mueca. Sin palabras, ese simple gesto hablaba de resignación, cansancio y profunda pena.

    –Caeli, ¿tienes algo que ver con eso? –insistió Marianela.

    La aludida suspiró, dejó la esponja dentro del fregadero y apoyó las manos sobre el mármol frío de la encimera. Le pesaban los hombros. Le pesaba el alma. Volvió a inhalar en profundidad y exhaló el aire, despacio. En ese momento se planteaba si hablar o no con su hermana, tras lo cual aceptó que tal vez lo necesitaba: dentro de su garganta, un nudo apretado de angustia le dolía demasiado. Supuso que podía tratarse de las palabras atascadas, de los sentimientos guardados, de las emociones reprimidas... Suspiró, y una nueva exhalación profunda dio paso a las palabras.

    –Intuyo que doña Nydia se pondrá aún más loca.

    –¿Qué hiciste, Caeli?

    –Nada... Solo llevé a Paolo al único lugar donde sé que él desearía estar: colina arriba, en el promontorio –con la vista perdida en el infinito, como si estuviera viendo imágenes pasadas, continuó–: Allí, desde donde él podía observar todas sus posesiones. Donde le gustaba estar... Si cierro los ojos, hasta puedo verlo: de pie, erguido y con las manos en la cintura, el cabello entrecano despeinado por la brisa, la media sonrisa dibujada en su boca... Se veía como un rey orgulloso. Estoy segura de que allí se sentía poderoso... –clavó sus ojos en los de su hermana al momento que inquiría con ímpetu–: ¿Acaso imaginas un mejor lugar para él?

    –No, por supuesto que no. Has sido su esposa por más de dieciséis años; nadie mejor que tú sabría interpretar sus deseos. Sin embargo, puede que doña Nydia no lo comprenda y que hubiese preferido tener las cenizas arriba del aparador. Algo así le oí decir.

    –¡¿Sobre el aparador?! –clamó con el rostro desencajado, lo que denotaba su estupor ante una idea que para ella era por completo descabellada–. ¡Pero ese no sería un lugar apropiado para Paolo! No para él, que le gustaba el campo, el aire libre, sus olivos. ¿Cómo podía dejarlo sobre un mueble, encerrado en una urna? ¿Entiendes, Marianela? ¡Eso para él no hubiese sido paz!

    –Claro, Caeli, claro. No te alteres, por favor –procuró tranquilizarla–. Seguro que doña Nydia comprenderá lo que hiciste en cuanto le expliques que solo cumplías con los que hubiesen sido los deseos de su hijo.

    Caeli respiró hondo y asintió con la cabeza. Su hermana tenía razón, tenía que tranquilizarse. Buscó la tetera, la llenó con agua y la puso al fuego.

    –Me prepararé una taza de tilo y manzanilla. ¿Quieres? –le preguntó a su hermana mientras, sin esperar respuesta, sacaba tazas y platos de la alacena. Había decidido que, en cuanto se sintiera con más calma, iría a hablar con su suegra; la señora merecía una explicación. Todos los miembros de la familia estaban atravesando por un momento difícil y cada uno le hacía frente de la manera que podía.

    –Sí, gracias. ¿Puedo ayudarte con algo: llevar el azúcar a la mesa, las cucharitas...?

    Caeli le dirigió a su hermana una mirada cargada de ternura y le sonrió con el mismo sentimiento.

    –Ya lo haces, Marianela. Ahora mismo me ayudas de maneras en las que ni siquiera lo imaginas. Ven, tomemos la tisana, que estoy segura me hará sentir mejor –acompañó las palabras señalando hacia la mesa. Allí se dirigió portando la bandeja con el servicio listo para degustar la deliciosa infusión, que ya inundaba la cocina con su dulce aroma. El tilo y la manzanilla tenían ese poder: reconfortaban y apaciguaban los ánimos, primero con su perfume, y completaban su magia al beberlo. La contención que Marianela había ejercido sobre su hermana había sido el ingrediente extra de la fórmula. Caeli se sentía mejor; al menos por el momento.

    2

    Tiziano se escabulló de la sala de estar y se dirigió hacia las escaleras. A medida que subía los escalones de uno en uno, el murmullo iba quedando atrás: las conversaciones ininteligibles de la gente que se había acercado a darles el pésame, el llanto ahogado de su abuela Nydia, las voces potentes de sus tías...

    Se sentía aturdido, igual que aquella vez en la que en un partido de fútbol había saltado a cabecear y había chocado la cabeza con un adversario. La situación era por completo distinta, sin embargo, se sentía de manera similar: confundido, aturdido, angustiado. La cabeza como a punto de estallar. Todavía no podía creer que su padre estuviera muerto, que ya no lo vería nunca más, que ya no compartirían momentos propios del día a día, de la vida.

    En su inocencia de niño, creyó que sus padres serían eternos; ya de adolescente, evitaba pensar en que ellos pudieran faltarle. Además, Caeli y Paolo eran jóvenes, la lógica indicaba que era difícil que alguno de ellos pudiera morir de repente. Pero a la muerte rara vez se le encuentra la lógica, razonó Tiziano.

    Ya en el pasillo del primer piso, a pesar de que tomó la manija de la puerta para ingresar a su dormitorio, la soltó y caminó hacia el final del corredor, donde se encontraba la habitación de sus padres. Una vez dentro, la recorrió con la mirada. Las pertenencias de su padre seguían por todas partes, tal como él las había dejado el jueves a la tarde antes de salir con sus amigos, como hacía cada jueves de manera religiosa antes de que sufriera el infarto repentino, inesperado.

    Sobre el respaldo de la silla junto al vestidor, descansaba una camiseta gris con cuello polo de Armani. Cuando Tiziano la tomó en sus manos, los restos del perfume que usaba su padre y un dejo de olor a tabaco de sus cigarrillos invadieron sus fosas nasales de manera tan vívida, que si cerraba los ojos podía imaginar que Paolo estaba con él dentro del dormitorio. Sin pensarlo siquiera y obedeciendo a la necesidad de aferrarse a esa sensación de presencia, se quitó la camisa escocesa que llevaba puesta para ponerse el polo de su padre; luego volvió a colocarse la prenda a cuadros rojos y negros, que dejó desabrochada.

    Dejó la habitación ya sin recorrerla con la mirada. Si lo hacía, la ausencia volvería a tornarse real. Poco después, ingresó a su dormitorio y cerró la puerta tras de sí, aunque no logró apagar las voces y llantos provenientes de la planta baja.

    Al acercarse a la mesa de noche en busca de un par de auriculares, vio a su madre a través del cristal de la ventana. Caeli cargaba la urna de Paolo entre sus brazos y en ese momento se adentraba en el olivar. Tiziano inhaló una honda bocanada de aire al deducir lo que ella estaba a punto de hacer y, por algunos segundos, se debatió entre la posibilidad de acompañarla o dejar que fuera sola. Prevaleció la segunda opción aunque se sintió egoísta al preferir evitarse el angustioso momento de liberar las cenizas de su padre. Sabía que al presenciar semejante acto la realidad caería por su propio peso, cruda e inamovible.

    Se recostó en la cama, abrió la aplicación de música y buscó un tema: Save me, de XXXTentacion, comenzó a sonar. La melodía lo acompañaba a la perfección en su estado de ánimo. A pesar de su estilo oscuro y en apariencia depresivo, la canción no lo sumía en una depresión mayor. Al contrario, parecía cobijarlo en un abrazo reconfortante. Lo sostenía, tal como si empatizara con su dolor, y así le impedía caer más profundo.

    Tiziano cerró los ojos cuando sintió que ya no podía contener las lágrimas y estas brotaron con naturalidad debajo de sus párpados. Las dejó fluir y en algún momento se quedó dormido.

    Despertó con golpes a la puerta. Al echar un vistazo al celular, advirtió que al menos había pasado una hora. En el reproductor de música ahora sonaba Do I wanna know?, de Arctic Monkeys. Caeli volvió a golpear, esta vez un poco más fuerte como para hacerse oír, y pronunció su nombre. Tiziano no le respondió todavía. Se incorporó en la cama y se quitó los auriculares, que dejó colgando del cuello. Después se secó la humedad de las mejillas y se restregó los ojos con la intención de ocultar todo vestigio de llanto.

    –Tizi, ¿puedo pasar? –preguntó ella en tanto, esta vez, abría la puerta lo justo como para asomar la cabeza.

    –Sí –murmuró él.

    Con el mayor disimulo posible, radiografió a su hijo con la mirada. No le pasó en absoluto desapercibido que él vestía el polo gris de Paolo, mucho menos sus ojos enrojecidos. No hizo referencia ni a una ni a la otra cosa para no incomodarlo; en cambio, procuró iniciar una conversación desde otro ángulo. Tampoco le iba a preguntar cómo se sentía; el interrogante era absurdo dadas las circunstancias.

    –Te traje una leche chocolatada y un panino de queso –le comunicó. Dejó la bandeja sobre la silla junto a la cama y ella se sentó en el borde del colchón, sin tocarlo pero a una distancia ínfima en caso de que su hijo necesitara el contacto. Tiziano siempre había sido un chico muy emocional y sensible, aunque después de cumplir los doce años, puede que por pudor, se había vuelto reacio a demostrar sus sentimientos y emociones. A causa de ello, no quería invadir sus espacios ni propiciar que no se sintiera a gusto. No obstante, debía saber que ella estaba allí para él, como siempre había sido desde el día en el que había llegado al mundo. Sin esperar una respuesta a su comentario, que era probable que no llegara, Caeli continuó con la mayor naturalidad posible–: Imaginé que preferirías tomar aquí la merienda.

    En esa ocasión, Tiziano esbozó una sonrisa, que aunque apenas perceptible, lograba transmitir agradecimiento ante el gesto de su madre.

    –¿Tú comiste algo? –le preguntó él. Ser muy protector con ella era otro rasgo del chico. La joven mujer se sintió conmovida.

    –Hace un momento tomé una tisana con tu tía Marianela.

    –Pero no comiste –reafirmó él.

    –En realidad, no –tuvo que reconocer. Tiziano negó con la cabeza, luego estiró la mano hacia el plato para tomar el panino, que partió a la mitad. Le entregó a ella una de las porciones–. Podemos compartir este.

    Caeli lo aceptó sin rechistar a pesar de sentir el estómago cerrado. Todo fuera para que su hijo probara algún bocado; le constaba que no había comido mucho en lo que iba del día.

    Tiziano dio un mordisco al emparedado. Volteó el rostro hacia la ventana y su mirada se perdió entre las copas de los árboles, que se extendían a lo largo y ancho del campo como un infinito mar verde y plateado, agitado con suavidad por la brisa. Las lomadas del terreno lograban un efecto visual de ondas que se aplanaban hacia el final para después emprender el ascenso a la parte de mayor altura. Allí, en lo alto, se encontraba el promontorio.

    –Te vi ir hacia el mirador con... papá –murmuró Tiziano sin mirar a su madre. Su mirada todavía se paseaba por los senderos de tierra rojiza que serpenteaban entre las hileras de olivos. No había sido capaz de pronunciar las palabras correctas: urna, cenizas, restos... Decirlas en voz alta las volvería reales y, por lo pronto, necesitaba seguir negando, aunque fuera a medias, la verdad.

    Caeli se sintió en falta, aunque la tranquilizó saber que su hijo la había visto. No es que pensara ocultarle lo que había hecho; solo había estado esperando el momento para decirlo. Tiziano se le había adelantado.

    –Lo siento, Tizi, tendría que haberte preguntado si querías acompañarme –se disculpó ella, apenada. Sin mirarla, Tiziano negó con la cabeza. Su madre prosiguió–: Creo que mi comportamiento fue egoísta porque en ese momento no pensé en los deseos de nadie más, solo en mi necesidad de soledad y en lo que Paolo hubiese querido.

    –Todo está bien, mamma. Papá está donde a él le gusta.

    Caeli inhaló una honda bocanada de aire para mitigar la angustia. Su hijo seguía hablando de Paolo en presente; se negaba a dejarlo ir. Y aceptó que estaba bien, porque cada quien tiene sus tiempos para transitar por el enorme dolor que causa una pérdida.

    En un principio, ella también había querido negar la verdad. También había ansiado despertar y descubrir que esos últimos dos días habían sido producto de una pesadilla y que, de un momento a otro, Paolo ingresaría a la casa después de pasar el día en el olivar o en la fábrica. O que saldría del cuarto de baño con el cabello húmedo y dejando una estela de su masculino perfume. O que se acercaría a abrazarla y ella lo regañaría por ese cigarrillo que había fumado. Porque aunque Paolo hacía tiempo que prometía dejar de fumar, jamás había podido alejarse de ese vicio.

    Pero no. Por más empeño que hubiese puesto en negarlo, Paolo ya no estaba, y la revelación de la verdad había dado paso al enojo. Estaba enojada con su esposo por no haberse hecho los chequeos médicos. Tal vez, solo tal vez, de esa manera hubiesen detectado a tiempo su afección cardíaca. Estaba enojada con su esposo por no haberse cuidado más, por no haber dejado de fumar, por haberse sobrepasado con el trabajo. Las preocupaciones y el estrés no habían sido una buena combinación. Estaba enojada con Paolo, muy enojada, por haberse ido y haberles dejado ese vacío tan grande e imposible de llenar. Ese dolor tan profundo en el pecho, como si al irse les hubiese arrancado un trocito del corazón, ¿o había sido un trocito del alma? Y ahora Caeli no sabía cómo harían su hijo y ella para seguir sin él, que hasta dos días atrás, les había dado sentido a sus vidas.

    La angustia trepó por su pecho y se enroscó en su garganta. Fue inevitable que los ojos traicioneros se le llenaran de lágrimas. Y eran traicioneros, porque si había algo que no quería hacer, eso era llorar delante de su hijo.

    Desvió la vista hacia la ventana. Por el rabillo del ojo advirtió que Tizi la miraba. Apretó los labios en un vano intento por contener la angustia, que pronto se materializó húmeda rodando por sus mejillas. Sintió la mano de su hijo sobre la suya y ya no pudo contenerse más. Volteó hacia él con el rostro desencajado, e igual que si se hubiese mirado en un espejo, encontró la misma mueca de dolor en el rostro de él. No fueron necesarias las palabras, solo la necesidad que cada uno tenía de desahogo y contención. Se fundieron en un abrazo fuerte, apretado. En un abrazo que pretendía ser el inicio de ese camino que empezarían a recorrer juntos, solos los dos. Esa nueva realidad, esa nueva vida en la que los caminos parecían inciertos. No obstante, en ese abrazo también supieron que no estaban solos. Se tenían uno al otro para empezar a sanar.

    3

    –Caeli. ¿Has sido tú quien se llevó a mi Paolo? –clamó doña Nydia en cuanto vio a su nuera ingresar a la sala de estar en la que todavía seguían reunidos los miembros de la familia, unos pocos empleados de la fábrica y algunos de los amigos de Paolo; los demás ya se habían ido. La señora, vestida de negro riguroso, estrujaba entre sus manos un rosario de cuentas de nácar y un pañuelo de lino bordado de manera artesanal.

    La sala olía a flores muertas producto de las coronas y arreglos que la gente había hecho llegar como muestras de respeto. Resultaba asfixiante. Insoportable. Caeli avanzó con calma abriendo todas las puertas y ventanas de par en par. Un poco del aire fresco del exterior les vendría bien para renovar el ambiente viciado por la acumulación de gente, la calefacción encendida y la gran cantidad de flores. Terminada su tarea, se sentó junto a su suegra. Le tomó una mano entre las suyas y buscó su mirada acuosa de ojos gastados.

    El matrimonio compuesto por doña Nydia y don Vicenzo Bianchi había tenido tres hijos: dos mujeres y, cuando la pareja ya creía que el varón no sería más que un anhelo, había llegado Paolo. El hijo varón, el menor de los tres hermanos y el que había nacido cuando sus padres ya habían pasado los cuarenta años. Había sido el hijo mimado, y ahora lo habían perdido.

    –Sí, doña Nydia. Fui yo quien se llevó la urna de Paolo –le aclaró Caeli procurando mantener la calma.

    –¿Pero adónde te lo has llevado, hija? ¿Para qué? –interrogó la señora con el rostro crispado.

    –Liberé sus cenizas en el promontorio.

    –¡No, no puede ser! ¿Por qué has hecho eso? ¡Dios mío, qué tragedia! –gimió la anciana.

    –Madre –intervino Amadea, la hermana mayor de Paolo, en tanto le apoyaba una mano en el hombro a modo de contención.

    –Tranquila, doña Nydia. Ahora Paolo es libre y está en el que era su lugar favorito en el mundo.

    –Pero si ya fue una aberración cremarlo... y ahora esto... –negó con la cabeza. La señora, que era tradicionalista en extremo y que hubiese preferido llevar adelante un funeral a la vieja usanza, había mirado con malos ojos la cremación. Liberar las cenizas ya le resultaba demasiado.

    –Piénselo así, doña Nydia: esto es lo que Paolo hubiese querido. ¿Qué mejor que estar en sus campos y entre sus amados olivos?

    –¿Pero así quién le llevará flores? –preguntó de manera tan infantil que a Caeli la conmovió. Le sonrió con ternura.

    –Paolo tendrá millares de flores, las mismas que él cuidaba con mimo, las que le gustaba admirar cuando los olivos se cuajaban de brotes y después abrían sus pétalos lechosos. ¿Se le ocurren mejores flores para él? Le aseguro que allí Paolo está bien, siendo parte de su tierra, del que fue todo su mundo.

    –Pero no podré visitarlo... –murmuró la señora mayor–. Así, lo habré perdido del todo.

    –¡No, doña Nydia! Usted sabe que aquí puede venir cuando guste. Además, Paolo siempre vivirá en su corazón y en sus recuerdos –mientras Caeli hacía el intento de consolar a su suegra con palabras que no sabía de dónde salían, esperaba con todas sus fuerzas poder creer en ese concepto, en el que las personas que mueren no se van por completo mientras alguien más mantenga vivo su recuerdo. Si era así, entonces Paolo viviría eternamente en su legado y en el amor y el recuerdo de su familia.

    Doña Nydia apretó los labios y se secó los ojos con su pañuelo húmedo. Caeli reforzó el apretón de manos y le sugirió:

    –¿No quiere recostarse y descansar un rato?

    La anciana alzó el rostro hacia su hija como pidiendo aprobación.

    –Sí, madre, sería lo mejor –afirmó Amadea–. Recuéstate un rato así después emprendemos el viaje de regreso a casa.

    –¿Y tu padre, no debería descansar también? Además está ahí afuera, con este frío –manifestó la señora, echando un vistazo y señalando hacia el jardín. Más allá del enorme ventanal y del porche con techo de madera, se veía a don Vicenzo sentado en una banca bajo un árbol. Junto a él se encontraba Carlo, su acompañante terapéutico, un hombre de mediana estatura pero de brazos fuertes. A cierta distancia, Albertina, la otra hermana de Paolo, conversaba con una de sus hijas mientras que Fabio, su esposo, daba un paseo entre los olivos en compañía del contador de la fábrica.

    –Claro. Vayamos yendo nosotras que en un momento él nos seguirá –Amadea miró a su esposo y le pidió–: Renzo, por favor, ¿puedes encargarte de hablar con Carlo para que acompañe a mi padre al dormitorio de huéspedes?

    –Por supuesto, despreocúpate –asintió él, después se levantó de la silla que ocupaba junto a su esposa y se dirigió hacia el jardín.

    Caeli observó a su suegro. El anciano, de cabellos blancos y piel curtida por el sol y los años, tenía la cabeza inclinada hacia la izquierda y el rostro un poco alzado como si mirara un punto fijo a mediana altura. Su torso se balanceaba de manera mecánica hacia adelante y hacia atrás en un vaivén monótono y constante que ya era parte de él y que solo se detenía cuando se concentraba en alguna tarea que no dejara volar su mente.

    –¿Cómo está don Vicenzo? –le preguntó Caeli a su cuñada. Amadea se alzó de hombros y suspiró con resignación.

    –De salud, como siempre: bastante bien si no tenemos en cuenta su estado mental –dirigió una mirada hacia el jardín–. Respecto a... Paolo –negó con la cabeza y tragó saliva para aliviar el nudo que se le instalaba en la garganta cada vez que mencionaba a su hermano–. De eso ni se entera... y tal vez sea mejor así.

    Hacía tres años que don Vicenzo sufría de demencia senil, y el aumento había sido progresivo. En un principio, habían sido algunos olvidos, repetir la misma anécdota no bien terminaba de contarla, y en ocasiones varias veces. Con el tiempo pasó a una fase más aguda de la enfermedad. Fue fácil detectar que esto había sucedido porque empezó a no reconocerse en el espejo, mucho menos reconocía a su familia.

    En la actualidad, don Vicenzo Bianchi vivía aislado de la realidad y del tiempo presente. Se encerraba en sus propias memorias, casi todas referentes a su niñez y juventud. Era como si su vida adulta, sobre todo la de las últimas décadas, se hubiese borrado de un plumazo. En general, se lo veía tranquilo, hasta que se empecinaba en volver a lugares o a personas que habían sido parte de su juventud. Ante la negativa de su familia, a quienes no reconocía la mayor parte del tiempo, podía ponerse agresivo y gritar que lo retenían en contra de su voluntad. La familia libraba batallas a diario porque no quería internarlo en un hogar de ancianos, pero si la condición empeorara, sería inevitable.

    Amadea y Caeli ayudaron a doña Nydia a ponerse en pie, luego madre e hija se dirigieron hacia el dormitorio de huéspedes. Pocos minutos después, don Vicenzo y su acompañante terapéutico cruzaron la sala.

    –Yo no sé qué hace acá toda esta gente –alcanzó a oír Caeli que cuchicheaba su suegro. Al pasar, el anciano escuchó el nombre de Paolo, por lo que prosiguió diciendo en tanto avanzaba y su voz se perdía por el corredor–: Yo tengo un hijo de dos años que se llama Paolo. ¡Es de travieso! Ahora debe de estar con su madre durmiendo la siesta.

    A Caeli se le partió el alma. Inhaló profundamente y al exhalar cerró los ojos. Los mantuvo así un momento, como si con ese simple gesto pudiese evadir la realidad. Nada lo lograba. La realidad la atravesaba desde todos los flancos y atacaba cada uno de sus sentidos: las conversaciones, en las que el tema principal era la muerte de Paolo, bombardeaban sus oídos. El perfume de las flores muertas, denso, insoportable, se había impregnado en su nariz a pesar de que puertas y ventanas estuvieran abiertas, hasta el punto de crearle la sensación de que le faltaba el aire. Pero el peor de todos los ataques lo provocaba el dolor, que parecía filtrarse en su piel desde su entorno y al mismo tiempo expandirse desde su propia alma. Entonces se preguntó si su cuerpo sería capaz de soportar tanto o si de un momento a otro empezaría a desgarrarse a jirones. Se preguntó cuánto más sería capaz de soportar antes de romperse del todo.

    Albertina ingresó a la sala tras su padre. Se secaba los ojos con el dorso de la mano y sorbía por la nariz. Tras divisar a Caeli, se dirigió hacia ella.

    –Mi padre está cada vez peor –acotó en tanto se sentaba junto a su cuñada en el sillón. Su esposo, que la había seguido, tomó asiento frente a la viuda.

    –Ya les he dicho que es hora de que lo internen en un geriátrico –proclamó Fabio con esa actitud desafiante que lo caracterizaba. Ese hombre, a Caeli había dejado de caerle bien hacía bastante tiempo. No era la primera vez que hacía comentarios tan desafortunados o fuera de lugar. A su pesar, jamás había entrado en debates con él dado que había preferido callar aunque, en su interior, hubiese querido gritarle cuatro verdades.

    –Esto ya lo hemos discutido, Fabio, y sabes que preferimos que papá pase sus últimos años en casa –refutó Albertina de manera tajante. Ella tenía un carácter fuerte y no se dejaba amedrentar. Además, no solía dejar pasar ningún comentario desafortunado de su esposo y esto acarreaba que el matrimonio tuviera discusiones con bastante frecuencia.

    –¿Preferimos? ¿Quiénes prefieren? Porque yo, ciertamente no.

    –Mi madre, mis hermanos... –inhaló en profundidad. Fabio había alzado una ceja en explícita referencia a la reciente desaparición de Paolo. Albertina, que por un momento había dejado caer los hombros, irguió la

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