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Pinceladas Inciertas
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Libro electrónico354 páginas7 horas

Pinceladas Inciertas

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Información de este libro electrónico

Y tú, ¿hasta qué punto estarías dispuesto a perderte para encontrarte?
Después de muchos años de dejarse definir por los demás, María se siente muy

presionada. Alentada por las ganas de cumplir sus sueños y de conocerse a sí misma,

decide adentrarse en un mundo nuevo en un país extranjero. Todo es mágico y

divertido, hasta que las cosas se salen de control. En medio de la incertidumbre,

descubre a su otro yo, ese que la divide por dentro y la obliga a entablar una lucha

despiadada entre su mente y su corazón. María estaba segura de que cambiaría su

vida, pero es la vida la que decide cambiarla a ella.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 mar 2023
ISBN9788419137913
Pinceladas Inciertas
Autor

Rosa María Díaz Hernández

Rosa María Diaz Hernández es una enamorada más de las escenas mundanas y la belleza de su sencillez. La autora mexicana comparte con nosotros su primera obra, con la que nos invita a buscar fuerza en los momentos grises de la manera más honesta posible, enfrentándolos. Su fascinación por el arte la llevó a perseguir la carrera de diseño de información en la que aprendió a plasmar sus ideas de manera visual y a compartirlas para comunicar su mensaje. Desde muy temprana edad estuvo en contacto con diferentes idiomas, lo que desarrolló en ella un gran interés por el estudio de diferentes lenguas y sus culturas. Actualmente, cuando no está trabajando, disfruta de buscar los matices que se presentan en las situaciones que vive y busca constantemente respuesta a sus porqués. Pero, sin duda alguna, su pasatiempo favorito es traducir sentimientos en palabras, acompañando sus reflexiones con la tinta azul de su pluma, música instrumental, pláticas interminables con gente increíble y una taza de café siempre llena.

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    Pinceladas Inciertas - Rosa María Díaz Hernández

    La estela de un avión

    La vista de la ventana me regalaba un mar de luces. Era de noche y, a pesar de que los despegues me aterran, este me llenaba de ilusión.

    Como es costumbre, me senté en el asiento que está junto a la ventana. A mí lado estaba mi mamá que, por suerte, siempre toma mi mano cuando tengo miedo y, por último, mi papá, que descansaba en el asiento del pasillo. Dormía desde que esperábamos en la pista de despegue: poseé el gran talento de poder cerrar los ojos y conciliar el sueño en cualquier lado. Lamentablemente, yo no heredé ese don.

    Una vez que el capitán avisó a su tripulación de que habíamos alcanzado la altura necesaria, solté la mano de mi mamá, cogí mis audífonos y no dudé en poner mi canción favorita, «Maria» de Blondie. Hacía poco tiempo desde que la había descubierto; pero, a partir de ese día, no podía parar de escucharla. Volteé a la ventana y le sonreí al vago reflejo ocasionado por la lucecita de lectura que había prendido sobre mi cabeza. Tenía como meta leer un poco de la novela en turno, pero no lo logré. En el reflejo mis ojos parecían tristes, hinchados. En seis meses estaría de vuelta.

    Mi mente volaba dudosa sobre la Ciudad de México, aterrada por lo que se quedaba atrás e ilusionada por lo que podía llegar. Discordante, iba dejando como estela ese suspiro que no sabía si me quitaba el aliento o me lo devolvía.

    «Go insane and out of your mind», retumbó en mis oídos, solté un resoplido con la nariz y aparté los ojos de ese espejismo de luz que tenía mi rostro como encuadre.

    Sentí la mirada de mi mamá y me quité un audífono para asegurarme de que no me estuviese diciendo nada.

    —¿Estás bien? —preguntó al notar ese gesto.

    —Sí —respondí a secas, perdiendo el contacto visual.

    —Todo va a estar bien —siguió y cogió mi mano.

    No entiendo cómo lo sabe, pero qué oportuna es para tomar mi mano en el momento que empiezo a sentirme nerviosa.

    —No tengo duda, pero estoy un poco inquieta, y tal vez no me asusta qué es lo que llegará al aterrizar en otro país, sino lo que dejé en el aeropuerto.

    —Juan Jo no se irá a ninguna parte.

    —No tengo duda de que podremos con todo, pero el estar lejos me entristece.

    —¿Lo quieres? —preguntó convencida de la respuesta.

    —¡Claro! —respondí aún más segura que ella.

    —Entonces no tienes de qué preocuparte.

    —Tienes razón —apreté los labios y solté su mano—, gracias, seguiré escuchando música si te parece bien.

    Se limitó a asentir con la cabeza.

    Me puse el auricular que sostenía con la mano y volví a asomarme por la ventana. Busqué consuelo en las luces; seguían ahí, pero esta vez algunas nubes se colaban en el paisaje.

    No paraba de pensar en Juan Jo, en su sonrisa, sus grandes ojos verdes y esas pobladas cejas que no entendía por qué me gustaban tanto. Lo iba a extrañar mucho, no tenía duda, pero es cierto: nos queremos mucho y podremos con todo.

    Mi mirada seguía fija en mi reflejo; era un poco confuso, a veces estaba tan lleno de luz, otras rodeado de nubes grises, la evidencia más honesta de lo que pasaba internamente.

    Hace unos meses tomé la decisión por la que ahora estoy sentada en este asiento azul a miles de pies sobre el mar. Iba camino a clase de Marco, el profesor que impartía Desarrollo de la cultura visual. Era una de mis clases favoritas, siempre he sido la niña nerd que ama el arte. Marco, que a su vez es mi profesor preferido, sabía que la única razón por la que llegaría tarde a esa clase era por algo de suma importancia, así que estaba segura de que entrar con unos minutos de retraso no sería problema.

    Ese septiembre, un jueves como cualquier otro, en lugar de ir al salón de clase que me tocaba, entré a la «oficina internacional». En mi universidad, está oportunamente situada un piso debajo del departamento de Diseño, donde yo tomo todas mis clases. No fue un gran desvío, pero cambió todo el camino.

    Juan Jo, mi novio y mi mejor amiga se irían de intercambio, así que, segura de que no quería quedarme sola, y sin previo aviso, me postulé para irme yo también.

    No estaba segura de que eso era lo que quería hacer, pero al notar que todo se acomodaba tan fácil, pensé en eso que me repito posiblemente a diario «todo pasa por algo». Ahora, aferrada al reposabrazos y a la mano de mi mamá, otra vez, no estoy tan segura de que tomé la decisión correcta, pero a miles de pies sobre el suelo, considero que es inútil robarle determinación a una de los primeros actos impulsivos que he hecho en mi vida.

    La azafata que deslizaba el carrito de comida por el angosto pasillo del avión estaba cada vez más cerca, así que, sin pensarlo mucho, bajé la mesita y recargué mi mano derecha sobre ella, mis dedos golpeteaban al ritmo de la canción que sonaba en el playlist que había preparado meticulosamente unas semanas antes para este vuelo. Lo había llamado «Todo está aquí» segura de que, si algún día necesitaba alguna respuesta, ahí la encontraría. Cuando la sobrecargo estaba a unas escasas filas de mí, me quité los audífonos y desperté a mi mamá que, extrañamente, dormía. Ella hizo lo mismo con mi papá, que corría con suerte y seguía descansando.

    Realmente no sabía qué nos darían de comer, pero ansiaba llenar esas horas de silencio con uno de los clásicos juegos que me gusta hacer con mis papás. No lo pensé más y aproveché que la cena había llegado para empezar a hacer preguntas capciosas e insistir en que elaboraran sus respuestas.

    —¿Cómo imaginan a cada uno de sus hijos en cinco años? —fue una de ellas.

    Pude haber dicho diez, sería lo más común, pero el cinco es mi numero favorito, e imaginarnos a corto plazo tal vez sería más fácil.

    Mis papás respondieron muy seguros nombre a nombre qué imaginaban de cada uno de mis tres hermanos, hasta que llegó mi turno.

    —Yo te veo casada, tal vez hasta esperando a un bebé —respondió mi papá.

    —Yo también te veo casada, feliz y realizada —siguió mi mamá.

    Las preguntas siguieron hasta que apagaron las luces de la cabina y mis papás decidieron parar el juego.

    Me arrepentí del cuestionario, me sentía aún más inquieta, tal vez hasta decepcionada. Una nueva idea se había instalado en mi cabeza: «¿Acaso solo me imaginan casada?».

    No me mal entiendan, casarme es uno de mis más grandes sueños, respeto mucho a las amas de casa y a las mamás, creo que son de los trabajos más difíciles que existen. Pero yo no me quiero sentir definida por el título de esposa.

    Entonces me di cuenta de que, a pesar de decir siempre que quería ser una gran esposa y trabajar en algo que yo misma construyera, solo me había preparado para la mitad de mi sueño. Yo misma me había encasillado en algo que no quería, y no porque estuviera mal, sino porque así crecí. Era lo que conocía.

    Me dolió mucho pensar que no se espera más de mí. Las mejores escuelas, increíbles oportunidades, ¿solo para tenerlas impresas en un diploma? Insisto, cada cual es feliz como quiere y eso es respetable, pero yo, ¿soy feliz con vivir para los demás?

    Volví a voltear a la ventana y me perdí viendo las estrellas, se veían tan cerca que sentía que si me estiraba un poco las alcanzaría. A lo lejos, la estela de otro avión contrastaba con la obscura noche. Le quise pedir un deseo. Desde que tengo memoria se me hizo maña el contarle un anhelo secreto a los aviones que cruzaban el cielo para que lo llevara a su destino, pero la confusión no me permitió seleccionar las palabras correctas. Al tratar de ajustar mis ideas, recordé que el avión en el que viajaba también dejaba una estela. Esta vez yo era el deseo que debía llegar a su destino. De pronto todo tuvo sentido, entendí por qué las cosas se dieron tan fácil en la oficina internacional, tenía que venir a buscar a mi otro yo lejos de lo que conocía. Lejos de las espectativas de los demás. Lejos de todo eso de lo que estaba segura que era.

    Matices diferentes

    Lunes, de esos por los cuales tiene mala fama el nombre.

    —Las seis y media de la mañana, María. A bañarse, que el tren sale a las 9:00 y aún hay muchas cosas que hacer —dijo mi mamá.

    Yo no sabía dónde esconderme.

    «¿Qué va a pasar conmigo?», repetía incesante mi cabeza, sin poder articular ninguna palabra. Un torbellino me agitaba por dentro, y parecía que, con cada palabra mencionada, una lagrimita escapaba del ciclo de centrifugado que habían programado en mi cabeza, aparentemente.

    Habían pasado ya dos semanas desde que aterrizamos en Alemania por primera vez este 2017. Habíamos viajado por varios países y visitado un sinfín de museos. No solo me había aclimatado a las bajas temperaturas y los días nublados de invierno, me había encariñado con ellos. Pero el frío que se colaba esa mañana, era distinto.

    Decían que era un adulto, no debía tener miedo. Ya había vivido ahí. Otra ciudad, mismo país, no era un reto desconocido, pero se sentía diferente.

    Normalmente yo me iba, los que se quedaban eran los demás, pero esta vez, a pesar de ser lo mismo, parecía lo contrario: yo me quedaba en lo que sería mi «casa» por seis meses. Me aterraba el no saber cómo construir un mundo a mi alrededor yo sola. Y no, estar sola nunca había sido el problema, a decir verdad, lo disfrutaba mucho. Pero sentirse sola y estar sola era algo completamente distinto, y lo primero sí me aterraba. ¿Y si no soy suficiente para llenar el vacío que se queda?

    La «pesadilla» se hacía cada vez más real, hasta que dieron las nueve de la mañana y no quedaba más que enfrentarme a esa inminente despedida. Mis papás habían tomado sus lugares en el tren y yo me aferraba a mover mi mano de lado a lado, mantenía una sonrisa que se quebraba un poco más cada vez que el tren avanzaba unos cuantos centímetros ganando velocidad y mis papás me perdían de vista.

    En cuanto el tren se alejó lo suficiente, empecé a llorar.

    —¡Vaya tontería, María! —dije con uno de esos pensamientos que, de vez en cuando, se escapan de mi mente y se materializan en palabras que quedan al aire.

    Un hombre alto con una chamarra azul apareció detrás de mí y dijo mi nombre a forma de pregunta. Al voltear la mirada, lo vi de frente, tenía el cabello corto y negro, sus ojos eran café claro y su boca esbozaba una ligera sonrisa burlona. Era Adam, el guía que me asignó la universidad como buddy para apoyarme los primeros días. Había llegado a recogerme.

    —Eres una bebé —fueron las primeras palabras que me dirigió.

    —Sí, por eso estoy aquí, para dejar de serlo —recobré fuerza contestando mientras me secaba las últimas lágrimas y él tomaba mi maleta.

    —Vamos, te llevo a tu casa —siguió, pero esta vez su sonrisa era diferente, parecía que le había gustado mi respuesta.

    Hizo un ademán con la cabeza mostrándome el camino. Me limité a regresarle la sonrisa y empezar a caminar.

    Avanzamos hacia las escaleras mecánicas que nos adentraban al mundo subterráneo del metro de la ciudad. Era un pasillo grisáceo, a pesar del colorido naranja que tenían sus paredes. Parecía sucio, pero, al mismo tiempo, no lo estaba.

    Nos sentamos en un banco que estaba frente a la pantalla de salidas y esperamos a que llegara el tren.

    Adam sacó una pequeña bolsa de plástico color amarillo y una caja minúscula del bolsillo de su chamarra.

    Sacó un papel de la cajita y empezó a colocar tabaco sobre él, humedeció un poco la orilla y lo enrolló.

    —¿Fumas? —preguntó ofreciéndome el cigarro que acababa de armar.

    —No, pero gracias —sonreí mientras negaba con la cabeza.

    Parecía el típico chico malo pero, a pesar de sus pocas palabras y su mirada misteriosa, tenía un semblante bastante amable.

    —Bueno, María, cuéntame de ti, ¿qué debería saber aparte de que no fumas? —dijo curvando los labios y volteando la mirada hacia la pantalla de salidas.

    —Pues… Estudio diseño, soy de Puebla; una ciudad, según mis ojos, bastante pequeña, pero considerando que mi país es el decimocuarto con mayor extensión territorial, tal vez llamarla «pequeña» es cosa de perspectiva, como todo —respondí con una de esas explicaciones innecesarias que pide mi cabeza para justificar mis palabras, pero también sembrando en mi mente una de esas ideas a las que me gusta darle vueltas cuando no tengo nada que hacer.

    Adam se levantó y tomó mis maletas, nuestro tren estaba por llegar y nos acercamos al andén. Al sentarnos en los asientos azules de ese blanco vagón, seguimos con nuestra charla.

    —Entonces, Puebla es una ciudad pequeña, ¿no? ¿Cuántos habitantes tiene? —lo preguntó seguro de que mi cerebro tenía apuntada la cifra exacta del último censo que se realizó en la ciudad.

    —No lo sé, ¿tres millones? —respondí dudosa y alzando los hombros.

    —¡¿Tres millones?! —repitió impresionado—, definitivamente la palabra «pequeña» es cosa de perspectiva.

    Solté la primera risa honesta, esa con la que se caen los telones y empieza la obra. Él sonrió también mirándome fijamente a los ojos. Tenía una mirada sincera.

    —Entonces, Adam, cuéntame de ti, ¿qué debería saber aparte de que fumas? —dije sarcástica y robándome sus palabras.

    Ach du schlauerin! —murmuró sin pensar en su lengua materna.

    —¿Disculpa? —interrumpí para hacer notar que no estaba segura de lo que había dicho. Aunque silenciosamente acepté el cumplido que había hecho a mi astucia.

    —Nada… —mató mi duda antes de intentar responderla. Adam no tiene idea de que hablo alemán y creo que, por ahora, lo mantendré así.

    —Bueno, entonces… solo sé que te llamas Adam y que fumas —seguí.

    —No, disculpa. Sí, me llamo Adam —noté la sonrisa sarcástica en su mirada—, soy de una pueblo cercano a Stuttgart que sí es pequeño, en todas las perspectivas —sonrió alargando el chiste—, estudio informática y, bueno, creo que es todo.

    —¡Vaya, ahora lo sabemos todo el uno del otro! —dije dulcemente con una connotación sarcástica mientras levantaba las cejas.

    Supongo que también podría haber dicho que soy una mujer a la que le gusta seguir llamándose niña. Que disfruto tener mi largo cabello obscuro libre de ataduras. Que mis ojos no se interponen entre mis emociones y no intentan ocultar lo que pienso.

    Pude contarle que me gusta mucho vestir colorido, pero casi siempre opto por los neutros, porque llaman menos la atención. O que camino generalmente con una sonrisa en la cara, normalmente porque estoy imaginándome algo completamente diferente a lo que está pasando o haciendo diálogos paralelos a la realidad.

    Pude hablar de todas las dudas que tengo. Pude advertirle que de vez en cuando parece que estoy loca. Que soy bastante reservada, indecisa, un poco cínica y me gusta el sarcasmo…

    Pude haberle dado el contexto de mi vida, decirle que es bastante perfecta, aun si no lo es. Contarle de mi increíble familia, decirle que gracias a mis papás y su trabajo he tenido muchas oportunidades y he vivido una vida plena, llena de amor y alegría.

    Pude mencionar que mi mayor inspiración es la familia, que por eso siempre he creído buena idea seguir ese camino prefabricado que me llevaba al pedestal que yo misma les construí. Pude confesarle que, aparentemente, llevaba toda la vida preparándome para ser una gran esposa. Pude decir que pensaba que eso me hacía especial, diferente. O, mejor aún, hablar del momento en el que me di cuenta de que estaba dejando escapar muchas cosas por querer ser lo que esperaban de mí. Explicarle lo lejos que me sentía de todo, aceptar la dura realidad de sentirme como si estuviera tras una vitrina.

    Decirle que siempre tenía que «estar a la altura», aunque sobra decir que, midiendo 153 cm, actuar para estar a la altura era completamente innecesario.

    Pude haber dicho muchas cosas más, pero era mi oportunidad de presentarme como yo quisiera, no como quien creía ser.

    Reduje mi historia a una que encajaría con cualquier persona. Ese era un libro en blanco, tendría libertar para desarrollar al personaje en el que quería convertirme en cada una de las páginas por venir.

    —Esta es la parada —interrumpió a mi mente, señalando la puerta con una mano y sacando con la otra el cigarro que había preparado antes de abordar de su bolsillo.

    Caminamos unos pocos metros y llegamos a la residencia donde viviré. Son seis edificios cada uno con siete pisos y una planta baja. Eran blancos y cuadrados, tenían grandes ventanales y unas enormes escaleras para incendios. Cinco de esos edificios parecían uno solo y se necesitaba prestar atención para encontrar el portal de entrada para cada uno de ellos. El sexto, el único que estaba separado, tenía una forma curva muy extraña. No se veía nada cómodo para vivir en él, no podía imaginarme cómo serían los cuartos ahí dentro, ¿cómo acomodan los muebles en un edificio que no tiene paredes rectas?

    Al verme cuestionándome eso, no dudé en preguntarle a Adam:

    —Ese no es mi edificio, ¿cierto?

    —¿No da igual cuál es el tuyo?

    —No… bueno, sí. Pero, ¿cómo acomodaré mis muebles si las paredes no son rectas? No me considero alguien obsesivo, pero supongo que todos disfrutamos porque las cosas encajen a la perfección, ¿no?

    —Supongo que esa es una duda que tendrás que resolver cuando conozcas a alguien que viva en ese edificio, porque el tuyo es el treinta y uno —dijo sonriendo interesado en los comentarios al margen que nutrían mis preguntas.

    —¿Cuál es el treinta y uno?

    —Este —dijo señalando al primer edificio.

    Después de cruzar el portal subimos al quinto piso. Él llevaba las llaves; había pasado a recogerlas unos días antes de que yo llegara.

    Caminamos hacia el cuarto número cinco y Adam introdujo la llave en la cerradura que apartaba mi cuarto del pasillo, comunicado con otras cuatro personas desconocidas.

    «Al menos me tocó el número cinco», murmuré para mí misma.

    Tragué saliva y suspiré al mismo tiempo que él empujaba la puerta y nos abría paso a «mi habitación».

    La cama estaba perfectamente hecha, la cortina ondeaba como una bandera al aire y la luz que pasaba por esa tela amarilla le daba un toque acogedor al horrible cuarto blanco con piso azul al que acabábamos de entrar.

    —Bienvenida a casa —dijo tomando mi muñeca y acercando mi mano a la suya para entregarme las llaves.

    —Gracias… —solté después de un suspiro.

    Dejamos todas las cosas y platicamos por un rato mientras yo desempacaba.

    —¿Quieres agua? —preguntó encaminándose al pasillo.

    —Sí, te acompaño —lo seguí a la cocina, parecía conocer bien el departamento.

    Le fue difícil encontrar un vaso, hasta que abrió una de las repisas que están sobre la estufa y tomó dos.

    —Esa repisa tiene el número cuatro, así que supongo que cada uno tiene sus cosas aquí —lo señaló.

    —Entonces vamos al súper y compremos algo ahí —propuse.

    —No es necesario, podemos tomar agua y luego lavar los vasos y devolverlos a su lugar —dijo tranquilo.

    Así que hicimos eso, tomamos agua haciendo pausa de la ardua tarea que es desempacar, esa en la que no acepté su ayuda por vergüenza a que sacara mi ropa interior de la maleta. Aunque Adam no tenía vergüenza de nada y parecía que no le causaría ningún conflicto el meter las manos en mi maleta si era con el fin de ayudar.

    Al volver a mi habitación, señaló las sábanas y el edredón gris con puntos rosas y rayas blancas que cubrían la angosta cama, perfectamente acomodados.

    —¿Te gustan?

    —Sí… No son exactamente lo que pondría yo, pero cumplen su función.

    —Yo las escogí.

    —¡Claro que no! —respondí sin pensar empujando su brazo con mi mano a manera de juego.

    Al instante me arrepentí, nos acabamos de conocer, no somos amigos. ¿Podría tomar a mal mi reacción?

    —¿Cómo crees que sabía cuál era tu departamento? —dijo mirándome serio y con el ceño fruncido.

    —¿De verdad viniste hasta aquí para hacer mi cama? —dije confundida.

    —¡Claro! Ese es mi trabajo como tu buddy.

    —Guau, ¡gracias! Y, perdón, no tenía idea —dije avergonzada de mi respuesta anterior.

    Macht nichts —se limitó a responder en su idioma e hizo un gesto con la mano restándole importancia a lo que había dicho antes.

    Seguimos platicando hasta que terminé de sacar todas las cosas de la maleta. Supongo que, sin darnos cuenta, nos empezamos a caer bien, compartimos el mismo tipo de humor sarcástico.

    Salimos del departamento 5A y bajamos con el elevador. Caminamos unos minutos en sentido contrario al que habíamos llegado y nos encontramos con un supermercado. Tenía dos pisos pero, aun así, recorrimos cada uno de sus pasillos.

    Confesé que nunca había hecho yo sola la compra, así que no sabía qué coger. Adam no podía creerlo, y no paraba de reír con mis ocurrencias, pero se mostraba seguro e intentaba mantener su imagen de chico serio.

    —Entonces, María, ¿cuáles son tus verduras favoritas?

    —Me gustan las calabazas, el brócoli, la zanahoria, los jitomates, las papas y los pimientos.

    —Buena elección —aprobó alzando los labios con una mueca y asintiendo con la cabeza.

    Sin voltear a mirarme, metía las verduras en bolsitas de plástico y preguntó:

    —¿Frutas?

    —Fresas, uvas y… creo que ya.

    —Te podré manzanas, son excelentes para las prisas.

    —¡Oh, vaya! Gracias, Papá Adam —me burlé mientras tomaba las bolsas que me pasaba y las acomodaba en el carrito.

    —Bueno devolvamos las manzanas, pero te quedarás con hambre si sales con prisas a la universidad alguna mañana —fingió sentirse ofendido, aunque quedaba claro que era una broma.

    —No, en realidad me gustan las manzanas. Aunque me gustaría decir que no por el gusto de llevarte la contraria, pero tienes un buen punto —dije terminando el chiste con mi rendición.

    Al salir del supermercado regresamos a mi habitación para dejar las compras.

    —Deja todo aquí, aún es temprano y me gustaría enseñarte un poco de la ciudad.

    —¡Sí, suena increíble!

    Volvimos al metro que nos acercaba al centro de la ciudad. Recorrer las calles con Adam me hizo olvidar un poco el miedo que sentía al empezar esta aventura. Todo parecía fácil después de horas de plática, risas, sarcasmos, puntos de vista contrarios y lo que parecería el inicio de una amistad.

    Caminamos por varios lugares: el primero fue Feuersee, un lago con una iglesia al fondo. No era grande, pero cada tarde prendían las luces de la iglesia y se reflejaban en el

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