7 mejores cuentos de Carlos Octavio Bunge
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7 mejores cuentos de Carlos Octavio Bunge - Carlos Octavio Bunge
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El Autor
Carlos Octavio Bunge ( Buenos Aires, Argentina, 19 de enero de 1875 – ibídem, 23 de mayo de 1918) fue un sociólogo, escritor y jurista.
Era hijo de Octavio Raymundo Bunge y de María Luisa Rufina Arteaga y hermano de Alejandro, Augusto, y Delfina Bunge. Desarrolló una acción intelectual muy destacada en Argentina, la cual llegó a extenderse a Iberoamérica. Cursó los estudios universitarios de Derecho, explicó ciencias de la educación en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y derecho en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales.
Su principal obra es Nuestra América y Principios de psicología individual y social (1903). También se adentró diversos géneros: teatro, con La revolución de Churubusco, La primera batalla, El roble, Fracasado y Los colegas (1908); novelas y narraciones diversas, con Xarcas Silenciario (1903), La novela de la sangre (1904), Thespis (1907), Viaje a través de la estirpe y otras narraciones (1908), La sirena, Los envenenados, El capitán Pérez y El sabio y la horca; estudios filosóficos y pedagógicos, con El espíritu de la educación (1901), Principios de psicología individual y social (1903), Educación de la mujer (1904) y Estudios filosóficos.2 También escribió Nuestra Patria
en la que expone un interesante análisis de la composición social argentina y el porvenir que le esperaba.
Bunge explica, desde el darwinismo, el comportamiento de las sociedades iberoamericanas ante el proceso de modernización, con el aluvión inmigratorio. Cultivó un biologismo aristocratizante. La complejidad de su pensamiento, se debe a las teorías con las que se formó, aunque tiene un organicismo social y un racialismo.
El Último Grande de España
I
Pablo Gastón Enrique Francisco Sancho Ignacio Fernando María, duque de Sandoval y de Araya, conde-duque de Alcañices, marqués de la Torre de Villafranca, de Palomares del Río, de Santa Casilda y de Algeciras, conde de Azcárate, de Targes, de Santibáñez y de Lope-Cano, vizconde de Valdolado y de Almeira, barón de Camargo, de Miraflores y de Sotalto, tres veces grande de España, caballero de las órdenes de Alcántara y de Calatrava, señor de otros títulos y honores, era, ¡cosa extraña en persona de tan ilustre abolengo y alta jerarquía! un joven modesto, sensato y virtuoso.
Huérfano desde temprana edad, fue educado por su única hermana, Eusebia, quien, por los muchos años que le llevaba, podía ser su madre, y de madre hizo. Desmedrado, rubio, paliducho, con incurable aspecto de niño, de facciones finas, de ojos dulces y claros y porte de principesca mansedumbre, contrastaba el joven con la igualmente interesante figura de su hermana. Era ésta una mujer alta, huesosa, de dura y vieja fisonomía, coronada por abundante masa de negrísima cabellera. Aristócrata y célibe empedernida, en cuanto él cumplió la mayor edad, profesó ella en la orden de las ursulinas. No sin decirle antes, sintetizando su obra educativa:
—Por tu nombre y antepasados, eres el primer noble, el primer grande de nuestra siempre noble y grande España. Después del rey nadie tiene más altos deberes que tú. Modelo debes ser, en virtudes y sentimientos, de tanto hidalgo indigno de su prosapia y de tanto plebeyo blasonado por el dinero y la vanidad. No olvides jamás lo que a ti mismo te debes, y a tus gloriosos predecesores. Ellos fueron virreyes, generales, cardenales y hasta reyes y santos; conquistaron tierras para su patria, laureles para sus sienes y almas para el cielo. En nuestros tiempos tu acción será forzosamente más reducida y simple. Tu vida, pura y retirada, no sólo será ejemplo de verdaderos hidalgos, sino también muda protesta contra estos tiempos corrompidos y vulgares.
Así dijo, en el tono austero y profético de una sibila. Y sin más, permitiendo apenas que por toda despedida el joven besara respetuosamente su mano de abadesa, cubriéndola de lágrimas, se retiró del mundo.
Pablo, Pablito, como ella cariñosamente le llamara, quedó solo. Aunque emparentado con los mismos Borbones y con toda la nobleza antigua, no mantenía con sus parientes más que ceremoniosas relaciones de etiqueta; chocábale la excesiva familiaridad propia de las cortes modernas. Reservando en el fondo de su corazón tesoros de ternura, creía torpe derrocharlos en afectos pasajeros y advenedizos. Por eso vivía retraído y hasta huraño, en su palacio de familia.
Era éste, más que palacio, convento, por su arquitectura sobria y maciza y por sus vastas dimensiones. El ala central había sido levantada durante el reinado de Carlos III, en un extremo de la calle del Rey Francisco, que pertenecía entonces a los suburbios de Madrid. Completado y reconstruido luego, era todavía grandiosa morada.
Por las muchas deudas que contrajera el último duque de Sandoval, viejo y disipado solterón, tío del heredero, el palacio había sido embargado en la liquidación testamentaria de sus bienes. Ocurrió esto en la minoría de Pablito. Y aquí fue donde primero se manifestó la entereza de su hermana Eusebia, a cuyos esfuerzos y diligencias debiose en gran parte la salvación de la finca, con sus magníficas reliquias. Apenas heredara Pablo los blasones, dio ella en desplegar la perseverancia y hasta el buen criterio comercial que se revela en el epistolario de Santa Teresa de Jesús. ¡Había que salvar de la ruina que lo amenazara el ducal mayorazgo, honra y prez de la patria historia! Y tanto bregó, luchó, suplicó, transigió y aun especuló, que al cabo de algunos años iban en vías de salvarse de las garras de los acreedores las tierras más tradicionales y las dos más ricas dehesas de la opulenta casa. Al joven duque no le tocaba ahora más que seguir las operaciones iniciadas y aconsejadas por su hermana, para que, al cumplir los treinta años, se viera en posesión de fortuna suficiente al decoro de su rango.
—Mira a nuestro primo Osuna—habíale dicho Eusebia.—Por la magnificencia de su padre, digno embajador de España ante el zar, ha debido liquidar en pública almoneda los honrosos trofeos de su estirpe. Hay que evitar decadencia semejante. Y no podemos evitarla sino con trabajo y ahorro. El comercio y los negocios no son para nosotros. ¡Recuerda al duque de Gandía! Los deportes, que convendrían a tus gustos, no convienen aún a tu fortuna. No olvides que Alba, propietario de cuantiosos bienes, ha gastado una mitad de ellos en los llamados «sports», que nos traen las modas de Inglaterra. Tampoco te aconsejaría que esperes aumentar tus caudales, como Montesclaros, uniéndote a la heredera de algún rico comerciante bilbaíno. Esa gente no participa de nuestros sentimientos, no es capaz de desinterés ni de delicadeza. Hasta en ideas políticas te concedo que puedas a veces templar las pasiones tradicionales con los nuevos tiempos, puesto que tu abuelo y tu tío disimularon su fidelidad a don Carlos; pero nunca en cuanto a tu casamiento... ¡Una verdadera duquesa de Sandoval es tan difícil de encontrar como una reina de España!
Y después de una larga pausa, con una emoción que nunca, antes ni después, le notara su hermano, había concluido:
—No me he casado yo, tal vez