Evaluar y aprender: un único proceso
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Esta revisión parte de la asunción de que la función fundamental de la evaluación es regular todo el proceso de aprendizaje, es decir, centrar su fuerza en un buen feedback, que ayude al alumnado a tomar buenas decisiones para identificar qué hace ya suficientemente bien y cómo puede vencer los obstáculos que le vayan surgiendo. Condiciones necesarias son, por una parte, el cambio en el estatus del error, a fin de que se perciba como algo normal y el punto de partida para aprender. Y, por otra, el paso del protagonismo de la evaluación al alumnado, dado que es este quien tiene que corregirse y encontrar los mejores caminos para reconocer los aciertos y avanzar en la superación de las dificultades.
Sobra decir que esta nueva perspectiva de lo que tradicionalmente hemos entendido por evaluar no se puede reducir a decir a los alumnos que se autoevalúen, ya que, para que lo hagan de forma autónoma, es necesario cambiar otros muchos aspectos de la práctica escolar. Es una transformación que requiere tiempo, pero a medida que se va interiorizando, la evaluación pasa a ser útil y gratificante para todos, aprendices y docentes.
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Evaluar y aprender - Neus Sanmartí Puig
COLECCIÓN: Recursos educativos
SERIE: El diario de la educación
TÍTULO: Evaluar y aprender: un único proceso
TÍTULO ORIGINAL: Avaluar i aprendre. Un únic procés (Octaedro, 2019)
Traducción: Manuel León
Primera edición (papel): marzo de 2020
Primera edición electrónica: marzo de 2020
© Neus Sanmartí Puig
© de esta edición:
Ediciones OCTAEDRO, S.L.
C. Bailén, 5 – 08010 Barcelona
Tel.: 93 246 40 02
www.octaedro.com
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN (papel): 978-84-18083-58-7
eISBN: 978-84-18083-80-8
Corrección: Xavier Torras (Editorial Octaedro)
Diseño de la cubierta: Tomàs Capdevila
Realización y producción: Editorial Octaedro
En recuerdo de Jaume Jorba, con quien empezamos a caminar.
Un largo camino hacia una evaluación vista como aprendizaje
Hace más de treinta años (1988), Marta Mata, entonces concejala de Educación del Ayuntamiento de Barcelona, puso en marcha un plan de formación institucional para impulsar la aplicación de la LOGSE en las escuelas e institutos municipales. El plan era «institucional», pues iba dirigido a todo el profesorado de cada centro y tenía una duración prevista de cuatro años –de hecho, fueron ocho, porque continuó la legislatura siguiente–. Era un plan ambicioso, planificado a medio plazo, institucional y, por tanto, un reto muy estimulante.
En el caso de Secundaria, conllevó la organización de varios seminarios con el profesorado de cada departamento y otro con el equipo directivo. A Jaume Jorba le pidieron que coordinara el de matemáticas y a mí, el de ciencias. Como ya habíamos trabajado juntos y muchos de los profesores impartían las dos áreas –todos eran centros de Formación Profesional–, propusimos reunir los dos tipos de seminarios. Ello nos permitió que fuéramos dos asesores, con todas las ventajas que representaba compartir la formación y, además, con la posibilidad de promover un enfoque interdisciplinar en el trabajo en el aula.
De hecho, desde el inicio pactamos con los profesores que nosotros también aprenderíamos, porque tampoco teníamos experiencia en la aplicación de la nueva ley, que todavía estaba en una fase experimental. Durante el primer curso, el trabajo se enfocó al análisis de lo que se hacía y de lo que pasaba en las clases, así como a la introducción de pequeños cambios en la línea de una visión más constructivista del aprendizaje. Recogíamos ideas previas del alumnado, las interpretábamos y planteábamos posibles cambios en el trabajo que se llevaba a cabo, dando mucho más protagonismo al trabajo experimental y manipulativo. También íbamos reflexionando sobre las conexiones entre ciencias-matemáticas en los diferentes temas, dado que buscábamos trabajar a partir del estudio de problemas y situaciones reales.
Al final del primer curso, el profesorado de algunos centros nos pidió que profundizáramos en el tema de la evaluación, dado que creían que no la estaban enfocando adecuadamente. Ni Jaume Jorba ni yo misma teníamos ningún conocimiento sobre esta cuestión, más allá de las prácticas tradicionales. Es más, aquel era un tema que personalmente no me interesaba, ya que lo consideraba protocolario: había que hacerlo porque estaba reglamentado, pero no porque ayudara a aprender y, encima, era el aspecto menos gratificante de la profesión.
Aun así, nos propusimos aprender y buscamos qué se había escrito recientemente sobre el tema. Conocíamos todo lo que hacía referencia a la «evaluación inicial, formativa y sumativa», pero no nos parecía que las ideas y las prácticas que se deducían fueran demasiado interesantes. En la búsqueda de bibliografía, encontramos un artículo que Georgette Nunziati acababa de publicar en Cahiers pédagogiques (1990), que hablaba de lo que ella llamaba évaluation formatrice. Primero pensamos que tal vez no sería más que una nueva etiqueta para hablar de la evaluación, pero cuando lo leímos nos interesó mucho, porque estaba bien fundamentado, tanto en la argumentación teórica como en la aportación de evidencias de su validez al ser aplicada en el aula.
Para profundizar, nos adentramos en los referentes de todo tipo, desde la teoría de la actividad hasta la comprensión de términos como los de autoevaluación, metacognición y autorregulación de los aprendizajes. Asimismo, encontramos ejemplos de profesores de ciencias y de matemáticas, pioneros en reivindicar un cambio en el sentido y la práctica de la evaluación, que era bastante coherente con los planteamientos de la evaluación formadora.
Una vez hecha una primera representación de lo que comportaba esta visión de la evaluación, la compartimos con el profesorado de ciencias y de matemáticas de los institutos Juan de la Cierva y Juan Manuel Zafra, de Barcelona, y todos juntos nos lanzamos a la aventura de intentar aplicarla. El primer año fue de tanteo, con el fin de probar diferentes estrategias e instrumentos, que integrábamos en los procesos diseñados para el aprendizaje de conocimientos científicos y matemáticos. La ventaja de que fuéramos dos equipos diferentes era que cada uno abría caminos no por fuerza coincidentes pero que compartían la misma base teórica. Y como éramos equipos y no personas individuales, cuando alguien se desanimaba porque algo no le había «funcionado» bien, siempre había algún compañero que hacía propuestas para superar los obstáculos detectados.
Muy pronto fue evidente que teníamos que profundizar en el «trabajo cooperativo», ya que era importante que los alumnos incorporaran valores y herramientas que facilitaran la ayuda mutua. Y, como comprobamos que no entendían los escritos de los compañeros que evaluaban, trabajamos sobre cómo aprender a escribir ciencias y matemáticas, puesto que cuando el evaluador es el docente, suele intuir lo que un alumno escribe, pero un compañero de clase no puede hacerlo, por lo cual era necesario que expresaran mejor sus ideas. Así, curso tras curso, nos íbamos proponiendo nuevas metas con vistas a dar respuesta a los problemas que detectábamos para poner en práctica la evaluación formadora.
Paralelamente, otros profesores de diferentes escuelas de Primaria y de Secundaria también se animaron a experimentar con este enfoque de la evaluación, en el marco de grupos de trabajo del ICE de la UAB y del Máster en Didáctica de las Ciencias y de la Matemática de la UAB, entre otros. Cada vez había más ejemplos de prácticas muy diversas, innovadoras, creativas…, así como investigaciones al respecto. Para proseguir el camino también fue un gran incentivo comprobar que Paul Black, que había sido mentor de un grupo de profesores que habíamos hecho parte del Doctorado en Didáctica de las Ciencias en el King College de Londres, había dirigido su investigación hacia el campo de la evaluación desde perspectivas muy coherentes con las que estábamos llevando a cabo en Cataluña.
Nadie que haya trabajado en un marco de evaluación formadora lo abandona, y todos señalan que a medio plazo es muy gratificante, aunque no sea fácil promoverla. Uno de los condicionantes clave es que requiere que forme parte del proyecto colectivo de la escuela o instituto, ya que es un camino que se hace con los demás. Un segundo requisito es que hay que ser un poco aventurero, capaz de romper rutinas y afrontar la incertidumbre. Finalmente, hace falta confiar en las posibilidades de todos los alumnos para caminar –y así aprender–, sean cuales sean sus características personales, familiares y sociales.
A todos los compañeros que, a lo largo de estos años, hemos recorrido el camino juntos, compartiendo vivencias y reflexiones, gracias.
NEUS SANMARTÍ
1. Hacia una evaluación planteada como aprendizaje
La evaluación puede servir para muchas finalidades. Lo importante es utilizarla como aprendizaje, como una manera de comprender para mejorar las prácticas que aborda.
M. A. SANTOS GUERRA, 2014
Hay que pasar de una evaluación de los aprendizajes a una evaluación para aprender y, más específicamente, a una evaluación vista como aprendizaje.
Currículum de Finlandia, 2015
¿Qué entendemos por una evaluación vista como aprendizaje?
La palabra evaluación tiene muchos significados, finalidades diversas y, sobra decirlo, maneras de llevarla a la práctica muy variadas. Hablamos de la evaluación como estrategia para medir, regular, calificar, acreditar, seleccionar, orientar…, y también de tipologías de evaluación diferentes, como la inicial, la diagnóstica, la formativa, la formadora, la sumativa, la acreditativa…
Pero, más allá de que se especifiquen criterios de evaluación, no hay dos docentes que ante los mismos datos hagan valoraciones idénticas, ni siquiera en el caso de las matemáticas, que en general se consideran el conocimiento más «objetivable». Una de las razones fundamentales que lo explican es que las valoraciones esconden una dosis notable de ideología, es decir, de maneras de representarse cuál es el fin de la escuela y de concebir las causas que explican los resultados del alumnado. Por ejemplo, tradicionalmente se ha considerado que el profesorado que pone muchos suspensos es exigente, serio, con buenos conocimientos…, todo lo contrario de aquel que tiende a aprobar a la mayoría de los estudiantes. Otro ejemplo claro son los motivos del fracaso escolar, que se suelen atribuir a factores externos a la escuela (familiares, de origen y entorno social, capacidades innatas del aprendiz…) y no a los métodos de enseñanza aplicados, a la organización de la escuela o a los saberes didácticos del docente.
En los últimos años, la discusión en torno al significado de la evaluación ha incidido especialmente en su finalidad, y no tanto en los cambios en sus denominaciones o en las técnicas que se pueden aplicar. Sin perder de vista el fin calificador o acreditativo de los aprendizajes que posee la evaluación, se ha puesto de relieve la concepción de «evaluar para aprender», según la cual no se puede separar el aprendizaje de la evaluación. El objetivo básico de este cambio implica reconocer que, como decía Perrenoud (1991), «el éxito de los aprendizajes se juega más en el campo de la corrección de los errores y en la regulación continua que en la genialidad del método». Por más que se cambien los métodos, si no se lleva a la práctica una evaluación que tenga un objetivo distinto del de «poner notas», no cambiará nada con respecto al fondo. Sin una evaluación que favorezca reconocer las dificultades y hallar caminos para superarlas, no existe aprendizaje.
Desde hace algunos años, cuando se intenta explicar la escasa eficacia del sistema escolar, se ha puesto mucho énfasis en la llamada «falta de cultura del esfuerzo». La consecuencia de ello ha sido pedir que haya muchas más pruebas y exámenes y que se entreguen muchas calificaciones. Sin embargo, hemos de tener claro que el alumnado que obtiene buenas notas a partir de estas prácticas es, en realidad, aquel que en algún momento de su vida ya ha aprendido a autoevaluarse, es decir, a identificar qué hace bien o no tan bien, a comprender por qué lo hace y a tomar decisiones sobre qué debe hacer para mejorar. En cambio, los alumnos que no aprenden, por muchas pruebas que hagan o por más calificaciones que reciban, desconfían de sus capacidades y dejan de esforzarse. El reto es, pues, que todos ellos aprendan a autorregularse.
Ahora bien, haciendo un juego de palabras, a «aprender a aprender se aprende aprendiendo» conocimientos significativos –relacionados con los diversos campos del saber generados a lo largo de la historia de la humanidad– y relevantes en el ámbito personal y social –útiles para actuar de modo responsable–. En ocasiones se dice que, en la actualidad, en la escuela los conocimientos no son imprescindibles y que el quid es aprender a aprender. Sin embargo, la función de la escuela es promover el aprendizaje de los saberes que, en un determinado contexto histórico y social, se ha consensuado que son los que deben formar parte del bagaje de las nuevas generaciones. Como ejemplo, los alumnos pueden aprender a reciclar desechos a partir de anuncios de la televisión o de informaciones que encuentran en Internet o en casa. Con todo, para aprender por qué se ha de reciclar y para ser capaces de hacer propuestas destinadas a mejorar los procesos de reciclaje de manera fundamentada en conocimientos validados y no en opiniones, precisan saberes que, en gran medida, solo se aprenden en el colegio.
Promover que el alumnado sepa autoevaluarse tiene, entonces, la finalidad de construir conocimientos clave de manera significativa, es decir, competencial, en vez de memorística, que le posibiliten continuar aprendiendo a lo largo de la vida y en espacios diferentes de los escolares.
Para empezar, ¿qué concepciones necesitamos replantear sobre la evaluación?
Cambiar la evaluación exige un cambio profundo en cuanto a ideas, prácticas y emociones que están muy arraigadas socialmente. Presentamos cuatro grandes cambios en torno a estas concepciones.
La evaluación que sirve para aprender debe ser gratificante
Basta con preguntar a los docentes y los aprendices qué emociones les despierta la evaluación: todas son negativas. En el caso de los docentes, porque lleva aparejado el miedo de ser injusto o poco objetivo, además de inseguridad,