Abuelita Opalina
Por María Puncel y Margarita Puncel
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Abuelita Opalina - María Puncel
querer.
E
L pueblo se llama Brincalapiedra.
Todo el mundo está de acuerdo en que Brincalapiedra es un nombre muy bonito y que suena muy bien: Brincalapiedra; pero que basta con eso, con que suene bien cuando se pronuncia. No tiene por qué hacerse verdad; ¿qué ocurriría si un día, de repente, una de las losas de la plaza, el pilón de la fuente o un sillar de la torre de la iglesia se pusiera a dar brincos? Seguro que la persona que viera una cosa así se quedaba... de piedra. A veces puede resultar un verdadero lío que se haga verdad lo que alguien se ha inventado como un puro juego...
Eso es lo que le pasó a Isa.
La cosa ocurrió en Brincalapiedra y sucedió así:
¡Dong... dong... don... dong...! ¡Las cuatro!
El reloj de la torre había dado las cuatro de la tarde.
Isa, escribiendo en su pupitre de la escuela, oyó sonar las campanas y levantó la cabeza. Imaginó las campanadas como cuatro inmensas pompas de jabón, gordas, retumbantes, bien rellenas de sonido.
Cuatro inmensas pompas de jabón que caían desde la torre del reloj flotando, resbalando, rodando, botando y rebotando sobre los tejados; que chocaban luego contra el alero del soportal de la plaza y se estrellaban sobre las losas del suelo. Al reventar, todo el sonido que llevaban dentro se esparcía por la plaza y se colaba por las ventanas entreabiertas de la clase.
—¡Ya son las cuatro! —comentaron varios niños a media voz.
Ya sólo quedaba otra media hora de clase.
Algunos niños se removieron inquietos en sus asientos porque estaban cansados de estar tanto tiempo trabajando sobre los cuadernos.
Otros niños apresuraron lo que estaban haciendo porque querían dejarlo terminado antes de que el reloj diese la campanada de la media hora.
Isa releyó su lista de palabras esdrújulas:
Jícara, cántara, sábana,
áncora, zíngara, cántabra,
húngara, quíntuple, vértebra...
—Ya tengo nueve. Solamente me faltan otras dos y termino. Leídas así, todas seguidas, casi suenan a verso —se dijo.
Pensando, pensando, para encontrar las dos esdrújulas que le faltaban dejó correr su mirada por encima de las cabezas de sus compañeros. Al otro lado de la ventana se veía la plaza llena de sol. Un enorme abejorro golpeó un par de veces contra el cristal y luego se coló en la clase. Revoloteó sobre los pupitres asustando a algunos niños, divirtiendo a otros y distrayéndolos a todos.