Algo tan seductor
Por Jill Shalvis
4/5
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Información de este libro electrónico
Como buena diseñadora de interiores, Cami Anderson deseaba que su casa fuera única, por eso contrató los servicios de un carpintero para que la ayudara. Ella esperaba un hombre mayor, amable y con experiencia... Ni en sus sueños más inconfesables habría imaginado un carpintero como Tanner McCall, que no era mayor, ni amable, pero sí tenía experiencia... y parecía tener mucho interés en oír todos sus desastres amorosos.
Jill Shalvis
New York Times bestselling author Jill Shalvis lives in a small town in the Sierras full of quirky characters. Any resemblance to the quirky characters in her books is, um, mostly coincidental. Look for Jill’s bestselling, award-winning novels wherever books are sold and visit her website, jillshalvis.com, for a complete book list and daily blog detailing her city-girl-living-in-the-mountains adventures.
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Algo tan seductor - Jill Shalvis
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Jill Shalvis
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Algo tan seductor, n.º 1661 - julio 2016
Título original: Blind Date Disasters
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2002
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8699-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
Nunca hay nada bueno que decir de un lunes, especialmente de un lunes por la mañana, excepto, tal vez, que solo quedan cinco días para el fin de semana.
Cami Anderson odiaba los lunes con la misma pasión que adoraba los domingos. Por eso, cuando su despertador, que era ruidoso hasta lo detestable, sonó por tercera vez sobre la mesilla de noche, lo empujó suavemente. Bueno, no tan suavemente dado que voló por la superficie de la mesilla para ir a estrellarse contra el suelo. Al menos, así se quedó en silencio.
Con un suspiro, se acurrucó un poco más en su suave y cálida cama e intentó no prestar atención al sol de la mañana, que había empezado a darle en la cara. Y lo consiguió un delicioso momento, durante el que flotó dulcemente sobre la tierra de los sueños, que estaba llena de comida con muchas calorías y atractivos hombres. Todas las duras realidades de la vida, como conseguir cuadrar su chequera, tarea imposible o agradar a su imposible madre, se desvanecieron.
Sin embargo, de repente sintió algo sobre la cabeza, que empezó a asfixiarla, a cegarla, a apretarla hacia abajo y… a ahogarla con pelo.
–¡Annabel! –exclamó, librándose de la presión. Entonces, se sentó sobre la cama y empezó a escupir pelo de gato–. ¡Qué asco!
Tras verse tirada al suelo con tan poca ceremonia, la gata aspiró con aire ofendido. Levantó la cola y, después de pensárselo un momento, volvió a saltar encima de la cama.
–Miau…
–No, todavía no es hora de comer –dijo Cami, al ver que la gata le golpeaba la mejilla con la cabeza.
Pensando que podía aprovechar unos minutos más, Cami se dio la vuelta y enterró la cabeza bajo una almohada. Las mañanas deberían ser ilegales. Necesitaban aprobar una nueva ley que dijera que el día debía comenzar a una hora más prudencial. Más o menos al mediodía.
–Nunca vas a atrapar a un hombre estando tumbada en la cama todo el día –le decía siempre su madre.
A pesar de todo, Cami estaba completamente segura de que una mujer podía atrapar a un hombre haciendo precisamente eso, aunque solo si se le daba bien, lo que, aparentemente, dado su estado civil y falta de una posible cita en un futuro cercano, no era el caso de Cami.
Aquella vez, Annabel se le sentó encima del trasero. Afortunadamente, se trataba de una zona más acolchada, dado que utilizó las garras, con uñas y todo, para mullir el lugar donde se iba a sentar.
–¡Ay!
–Miau.
–Más tarde –musitó Cami, a punto de volver a quedarse dormida. Ya se había olvidado de la chequera, de los comentarios de su madre ni de todo lo demás y se encontraba en una playa. En una playa tropical.
Era una playa muy lejana, repleta de hombres muy monos. Sí, eso estaba mucho mejor. Estaban muy bronceados y con un físico glorioso. Y desnudos, con las manos llenas de aceite solar que le frotaban a Cami sobre el cuerpo y…
El timbre sonó y estropeó aquella maravillosa fantasía.
Cami gruñó y fingió que no lo había oído. Decidió que los timbres también debían ser ilegales. Tal vez debería cambiar de planes y dedicarse a la política, para así poder crear algunas leyes nuevas.
–Hombres desnudos –musitó, esperando convocar de nuevo aquel fantástico sueño–. Con aceite solar en…
El timbre volvió a sonar.
–Miau.
–¡Maldita sea! Sí, sí ya lo he oído.
No podían echarle la culpa porque no le gustara madrugar. Era una falta de su personalidad y, por lo tanto, estaba fuera de su control.
–Ya voy –dijo débilmente, levantándose de la cama completamente desnuda. Como era habitual, había vuelto a descuidar la colada.
¿Quién podría estar llamando a aquellas horas de la…? «Dios santo». Eran casi… tuvo que parpadear durante un momento para asegurarse. ¿Las once? Sintiéndose algo culpable, miró a la pobre Annabel, que la miraba fijamente, como reivindicando su postura.
–De acuerdo, tal vez sea hora de darte la comida –susurró Cami.
La cabeza le estaba a punto de estallar y tenía una extraña sensación en el estómago. Resultaba muy extraño dado que, habitualmente, estaba tan fuerte como un toro.
–Gracias, Dimi –murmuró, maldiciendo a su hermana gemela, quien, afortunadamente, ya no vivía con ella.
Había sido Dimi quien la había animado para que se tomara dos copas de champán, cuando era sabido que Cami casi no bebía alcohol.
–Venga, Cami, no te va a hacer daño –dijo Cami, imitando perfectamente a su hermana.
El timbre volvió a sonar. Ella apretó los dientes, sintiendo que el sonido iba reverberándole por toda la cabeza.
–¡Que ya voy! –exclamó.
Tras envolverse en una manta y tropezar con Annabel en el camino a la puerta, llegó hasta la entrada, preparada para hacer trizas a su visitante. Había dado por sentado que sería Dimi. Siempre era Dimi, porque, aparte de su hermana gemela de veintiséis años, Cami no tenía mucha vida social, como tampoco Dimi. Era una situación muy dolorosa para dos antiguas reinas de la belleza del Instituto Truckee.
No era porque no lo intentaran. Cami, la payasa, siempre había sentido debilidad por un hombre que sonriera con facilidad y que tuviera un ingenio rápido. Dimi, que era más seria que su hermana, prefería un hombre con habilidad para conservar un trabajo. No había muchos donde elegir, pero habían hecho todo lo que habían podido.
Estar soltera en el mundo actual era horrible. Por mucho que habían salido, buscado y anhelado a Don Perfecto, ninguna de las dos lo había encontrado. En vez de eso, se consolaban la una a la otra por el triste estado de la población masculina soltera. Cada uno de ellos tenía un problema. En realidad, algo iba mal con la sociedad, incluso la vida, pero la culpa no podía ser de ellas. ¿O sí?
Como habían decidido que ellas podrían tener algo que ver, habían decidido conseguir una vida propia, pero por separado. En consecuencia, Dimi se había mudado de la casa de Cami a la suya propia… que estaba al otro lado del pequeño grupo de casas, lo que suponía que las separaba un paseo de unos quince metros. Al menos Cami no tenía que seguir compartiendo sus cosas con su hermana y siempre había patatas fritas en el armario de la cocina cuando las necesitaba, que era bastante a menudo.
Cami abrió la puerta de par en par.
–Muchas gracias por la resaca…
Vaya. No era Dimi. Ni siquiera era una mujer. Era un hombre. Y menudo hombre. Era guapísimo…
–Yo… Usted… Vaya… –tartamudeó Cami, esbozando una nerviosa sonrisa. Entonces, volvió a empezar–. Hola.
–Hola –respondió el magnífico ejemplar de hombre, sonriendo por la confusión que mostraba Cami. Entonces, miró a Annabel, que estaba al lado de Cami y lo miraba como si él fuera su desayuno–. Hola a ti también –añadió, con una voz que podría haber derretido el Polo Norte.
Annabel, que odiaba a todo el mundo menos a la propia Cami, se alejó de su dueña y empezó a frotarse contra las piernas del recién llegado. Y vaya piernas. Iban cubiertas por tela vaquera y, por encima de las caderas, llevaba un cinturón de herramientas. Y, más arriba, se veía el mejor torso que Cami había podido contemplar, cubierto por una camisa azul de tela vaquera y otra camisa de cuadros, aquella de trabajo, que llevaba puesta por encima.
En realidad, aquello era solo el principio. Además, había unos anchos hombros, un cuello fuerte y bronceado… y un rostro con el ceño fruncido.
–¿Me he equivocado de día? –preguntó él–. Creí que me había dicho el lunes.
–¿El lunes? ¡Oh! –exclamó, recordándolo todo. Aquel día. Su vida. Lo que Dimi y ella habían estado celebrando la noche anterior–. ¿Usted es… es?
–Tanner Jamese –dijo, extendiendo una mano fuerte y curtida por el trabajo.
Dios. ¿Cómo se podía haber olvidado, ni por un segundo, que aquel era el primer día del resto de su vida?
De algún modo, entre la cena de celebración de la noche anterior y el dolor de cabeza que tenía aquella mañana, se había olvidado de que todo lo que siempre había querido estaba a punto de convertirse en realidad. Lo había conseguido. Se había graduado en la Escuela de Diseño y, oficialmente, era diseñadora de interiores.
Al pensarlo, esbozó una amplia sonrisa. Le dolió, porque todo lo que tenía en la cabeza le dolía, pero no pudo contenerse. La payasa, la que lo estropeaba todo, la Anderson que todo el mundo aseguraba que nunca llegaría a nada tenía una profesión, que adoraba con todo su corazón. Aunque no tuviera ropa interior limpia.
Lo único que necesitaba a partir de entonces eran clientes. Dado que las apariencias lo son todo, se imaginó que debía empezar con su propia casa, arreglarla y convertirla en su tarjeta de presentación. En realidad, no era un mal sitio para empezar. La pequeña manzana, que consistía solo de cuatro casas, estaba en la ciudad de Truckee, a orillas del Lago Donner, un lugar que no solo era muy importante en la historia del Oeste sino también una leyenda de California. La estructura de la vivienda había