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Culto de acoplamiento
Culto de acoplamiento
Culto de acoplamiento
Libro electrónico141 páginas1 hora

Culto de acoplamiento

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En Culto de acoplamiento el lector de ciencia ficción disfrutará de once ingeniosos cuentos. En esta obra su joven y talentosa autora se mueve en varios registros y demuestra dominio absoluto de la técnica narrativa que atrapará, de seguro, hasta a los no seguidores de este controvertido género. Se recomienda su lectura no solo por la creatividad a la hora de abordar el mundo onírico como pretexto para sumergirse en las más inextricables historias del ser humano, sino también por la singular pericia con que lo hace.
IdiomaEspañol
EditorialRUTH
Fecha de lanzamiento15 ene 2023
ISBN9789590907210
Culto de acoplamiento
Autor

Elaine Vilar Madruga

Elaine Vilar Madruga (La Habana, 1989) es dramaturga, narradora y poeta. Se licenció en Arte Teatral en el Instituto Superior de Arte de Cuba. Sus textos han sido publicados en numerosas antologías en todo el mundo y ha obtenido multitud de premios a nivel nacional e internacional dentro de la ciencia ficción feminista.

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    Culto de acoplamiento - Elaine Vilar Madruga

    Portada.jpg

    Edición y corrección: Ana María Díaz Canals

    Edición y corrección para e-book: Jorge Fernández Era

    Diseño y composición: Roberto Armando Moroño Vena

    Fotografía de cubierta: Caperucita, de Leila Amat Ortega

    EDICIÓN IMPRESA, 2015

    © Elaine Vilar Madruga, 2015

    © Editorial José Martí, 2015

    ISBN  9789590907210

    Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

    INSTITUTO CUBANO DEL LIBRO

    Editorial JOSÉ MARTÍ

    Publicaciones en Lenguas Extranjeras

    Calzada no. 259 e/ J e I, Vedado,

    La Habana, Cuba

    Email: [email protected]

    http://www.cubaliteraria.cu/editorial/editora_marti/index.php

    A mamá y los abuelos: mi isla,

    mi casa, el retorno infinito.

    A Elena. Por todo lo dicho… y lo que aún no.

    A Cindy, la espiral del tiempo.

    A Espacio Abierto.

    Especialmente a Carlos Duarte,

    Raúl Aguiar y Jeffrey López Dueñas.

    Y a Abel, mi eterno.

    A las páginas de Al final de la senda

    y Sol Negro, mis dos primeros compañeros

    de descubrimiento.

    Porque son los culpables —y también

    cómplices— de este viaje.

    Al séptimo día

    Estabas solo. Perdido.

    Habías dejado de hacerte preguntas después del último milenio de saltos entre dimensiones infinitas, buscando un rastro de vida que no existía en ninguna de ellas.

    Te volviste loco al verte varado en aquella dimensión vacía como una cáscara. Y como a una cáscara la odiaste, porque no tenía nada para ofrecerte. Eras solo un traidor, un exiliado de la casta del dios Orom. Eras el tabú de tu especie, y como tal estabas condenado a ser un solitario.

    Resignado, apagaste los motores y desgarraste el vínculo del hipersalto. Con pasos lentos entraste a las vitrinas de criocongelación, pensando en una inmortalidad indolora y alejada del recuerdo. Imaginaste que terminaba el tabú mientras te abrazabas a la última vitrina funcionable y contemplabas a aquel universo de polvo y muerte, que estaba condenado —como tú— a la inercia eterna.

    Cuando el frío llegó a tus huesos, soñaste.

    Cuando el frío llegó a tu mente ya habías extendido sobre el sueño un mapa azul; y sobre él hiciste a la tierra, al mar y a cada cosa viviente para que te adorara.

    Todo en solo seis ciclos.

    Entonces decidiste que aquel sería el principio de muchos principios.

    Dormido aún sonreías, como suelen hacerlo los dioses en el descanso del séptimo día.

    Génesis

    A Daína Chaviano

    Los rayos de Zomber, la primera estrella de Uildeir Murg, tocaron la figura de la anciana. Welkiar despertó, atormentada por el regreso de la pesadilla. De repente, como otras tantas veces, no supo qué hacer, ni siquiera si se encontraba en el mundo de la realidad o del sueño. El miedo la mordió y Welkiar volvió a cerrar los ojos. Se preguntó en silencio por qué acudía aún a postrarse ante sus plantas la sombra irreducible de Eivia: el vestigio de aquellos actos y voluntades acechaba su prudencia.

    Welkiar tembló un instante, y supo que era imposible escapar del temor; eternamente estaría allí, hasta que ella misma no fuera más que polvo sobre los pies de Isweal, la diosa.

    Sin embargo, con la llegada ruidosa de un grupo de niñas —frutos de las bondades de Isweal— Welkiar abandonó sus cavilaciones y aquellos recuerdos que amenazaban con asaltarla. Todas tomaron asiento a los pies de la anciana y le tendieron los dedos en un gesto de respeto.

    —Señora, deme el discernimiento para educar a su simiente —masculló a media voz la cuidadora, acogiendo a las pequeñas con los brazos abiertos.

    Welkiar observó, desde su sitial de matrona, a la nueva cosecha que se forjaba en el seno de la comunidad. Aquel era su deber con la diosa: educar a las niñas, enseñarles las doctrinas y tablas de ley de Isweal, suplir el papel de sus madres desde la más tierna infancia. Ayudarlas a integrarse al mundo como una célula más. Pero Welkiar no se había atrevido a amar de nuevo a ninguna de aquellas chicas que venían a ella como pájaros con alas rotas y salían, años después, volando a cuenta y riesgo.

    No otra vez.

    Muchas de las pequeñas asumirían un puesto activo dentro de la comunidad e, incluso, dentro del círculo de sacerdotisas cuando llegara el próximo asdelar, ciclo de la reproducción femenina de obligatorio cumplimiento. Otras tendrían que continuar educándose durante soles, hasta llegar a los límites de la comprensión que se le exigía a cada mujer. En aquel juego tan serio, Welkiar era la pieza más importante, de la cual dependían los frutos de la diosa. Sin ella, el mundo volvería al caos que Eivia había dejado con su destierro, pensó de nuevo, pero esta vez intentó sonreír.

    De muchas maneras, era feliz. Feliz como solo pueden serlo las cuidadoras. Isweal le había entregado el mejor de los tesoros.

    —Madre, dime cómo seguir apartándolas de mi miedo, cómo alejar el aliento de Eivia de nosotras —rezó, apenas moviendo los labios.

    Welkiar sintió que el pavor se aferraba a sus túnicas. La proximidad del asdelar no hacía más que recordarle su único error en la crianza de un retoño. Cada vez que las pequeñas abandonaban su resguardo, la cuidadora percibía más cerca que nunca el peligro de Eivia, de que se abrieran las puertas del desastre.

    Asdelar, el rito de la concepción, del que ninguna mujer fértil podía escapar. Allí, los hombres de Uildeir Murg salían de su eterno vagar sobre las sombras de la inconsciencia, para servir a Isweal. Sembraban su simiente en el vientre de las elegidas, y luego retornaban a su sueño. Bajo la luz de las ocho lunas de Uildeir, la sociedad se reunía para ofrecer a sus hijas y convertirlas en la nueva generación de procreadoras.

    Aquella era la fecha más importante para aquel pueblo donde las mujeres reinaban bajo el sol y la luz de las estrellas, con el cetro y poder de Isweal. En la ciudad, los años corrían, iguales a todos los anteriores: caza, pesca, recolección, enseñanzas. Solo el asdelar permitía un momento de distensión, donde la fiesta y la mascarada se convertían en los epicentros de la vida… donde todo —o casi todo— estaba permitido: incluso pecar junto a los hombres.

    Nadie se había opuesto nunca al mandato de la tradición.

    Las ciudades fluían desde Aiseld, los puertos del oeste, hasta Destyop, los solares de hibernación, sitio al que los varones eran conducidos desde la niñez. La caída del hombre resultaba un hecho ya consumado: unos pocos ejemplares vivían inermes y drogados en inmensos salones de germinación, donde despertaban exclusivamente para recibir un latigazo de placer o ser llevados a los campos de trabajo. Aquellos idiotas sementales solo se escondían tras los barrotes y esperaban.

    «Hasta que Eivia alzó las manos al cielo e invocó un nombre. Hasta que Eivia se atrevió», pensó la anciana y cerró los puños.

    En su interior, estaba llorando.

    El renacer del ciclo se aproximaba, poderoso como las aguas, y ninguna de las súplicas de Welkiar podía detenerlo. Entregar a las niñas resultaba el sacrificio más cruento para una cuidadora, mujer estéril cuya única misión dentro del entramado de la comunidad consistía en la formación de las generaciones. Welkiar sabía que esa era, probablemente, la última camada que acogería en su protección. Después se dejaría volver en paz al pecho de la Señora, con la felicidad del deber cumplido, y dormiría para siempre.

    En su juventud, al saber que no podía dar hijos y ser separada del resto de sus hermanas y conducida a una celda de instrucción, Welkiar vio su alma dividida por el desencanto de no saberse útil… al menos, no de la manera que había planificado toda su vida. Estaba preparada desde la cuna para convertirse en una productora y bailar junto a las otras muchachas las danzas rituales del asdelar… Pero su útero estaba seco como árbol con las raíces cortadas. Nadie regaría dentro de ella el misterio de la vida. El máximo privilegio de una mujer le estaba negado.

    Al principio fue difícil aceptar la verdad; luego, tras años de espera, décadas de llevar en sus pechos a tantas criaturas, el oficio de cuidadora le pareció una bendición menor que llegaba para aliviarla. Desde la posición ventajosa de la educación, se esforzaba por cumplir con los mandatos y alejar la tristeza o la apatía de sus niñas. Algunas muchachas se entregaban a ella con las manos abiertas, extrañando el calor del abrazo de la madre, o ansiosas por perfeccionar el arte de la feminidad. Otras tardaban en apartarse de la vida que dejaban tras los muros de Durtyer, la capital formativa. Pero todas las mujeres habían de pasar bajo sus muros, para integrarse a Isweal y comprender los propósitos y las leyes de la diosa.

    —Señora, que tus palabras escapen de mi boca —dijo, esta vez en voz alta y clara—. Ayúdame a mostrarles el laberinto de tus ideas. No puedo llevarlas al mundo sin que conozcan el peligro que ha dejado Eivia dentro de él.

    Durante generaciones, había ocultado el único secreto de la ciudad, intentando confinarlo a unas tinieblas indiferentes. Welkiar no podía ignorarlo, a pesar de que otras muchas cuidadoras, más sabias y venerables, pretendían mentir y borrar la presencia de Eivia.

    Pero había llegado la hora de hablar. Lentamente, bajó la mirada hacia las niñas inquietas, que aguardaban envueltas en mutismo el inicio de la lección matutina, para tejer el paso de la historia.

    Fue simple rememorar para ellas la llegada de Eivia a los jardines infinitos de Durtyer, camuflada entre el resto de la camada. Una niña como cualquier otra, pálida y llorosa; llevaba aún entre los dedos

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