El libro inicial: Saga DRHILLORGE
Por Nico Quindt
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Y Yezel Seinfield, una joven que posee la virtud de mover cosas con la mente y leer los pensamientos de las personas. Un don único, en manos de una personalidad fría y despiadada, que carece totalmente de sentimientos. Desencadenará en acontecimientos tan trágicos como inevitables.
Van a compartir a través de un libro que abre paso a dimensiones paralelas, una historia increíble como nunca se relató antes.
-un joven vidente
-una chica telépata
-universos paralelos
-un libro que desafía la existencia de dios...
Y la más espectacular historia de los últimos tiempos.
Nico Quindt
I am Nico Quindt... Immerse yourself fully in my fantastic world, where everything is possible, where there are no rules, where loves can last forever or end in a second, where the past, present, and future can coexist in the same moment... Fantastic novels, science fiction, fabulous tales, personal growth, marketing, neuromarketing, web design, and much more.
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El libro inicial - Nico Quindt
DHRILLORGE
EL LIBRO INICIAL
Quindt, Nicolás Alejandro
Dhrillorge El libro inicial
/ Nicolás Alejandro Quindt. - 1a ed. – Buenos Aires : Nicolás Alejandro Quindt, 2016.
Libro digital
127p.
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-33-9778-3
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas de Aventuras. 3. Novelas de Ciencia Ficción. I. Título.
CDD A863
© Nico Quindt2015
Queda hecho el depósito legal establecido por la ley 11.723.
CAPÍTULO PRIMERO
EL CUARTO DON
Los rayos de sol se colaban entre las hojas de los árboles, trasluciendo entre los variados verdes, el brillo de una mañana que estaba a punto de irse. Algunos aromas se perdían en el aire, carnes, frituras, salsas. Era el mediodía y junto al olor de la ciudad se entremezclaban los de las comidas.
Aquella acera estaba reluciente, repasada por la escoba de una señora que la sacudía sin cesar como si fuese la labor más importante del mundo, en definitiva, como todos realizamos la mayoría de nuestros actos. Los pasos de Zoél Lassiter interrumpieron la acción de aquella mujer. Era un joven de veinticinco años, de cabellos cortos y desprolijos, ojos claros y cuerpo atlético. Lo seguía su hermana menor, Priscila; una niña hermosa a quien llevaba de la mano, de cabellos rubios recortados a la altura de los hombros y mirada inteligente. La pequeña de tan solo cinco años se encontró asombrada al ver la perspectiva del lugar por el cual estaban transitando; definitivamente, no era para nada conocido. Todo había cambiado de golpe. Caminaba conducida por su hermano, que no parecía estar muy seguro de hacia dónde se dirigían. Miraba los lugares a su alrededor tratando de entender y lo miraba esporádicamente a él, buscando una respuesta acerca de qué era lo que había sucedido, pero al verlo tan sorprendido como ella, supo que su pregunta no conseguiría una respuesta que le resolviera las dudas.
—Zoél, ¿dónde estamos? —Preguntó la niña.
—No lo sé —contestó su hermano, y continuó la marcha, aguardando que algo lo despertase. Algo tan extraño como lo que acababa de ocurrir, no podía ser otra cosa que un sueño.
Día 1
10 a.m.
Las paredes blancas atizadas de la habitación más austera de la iglesia se entremezclaban con los cabellos canos de la abadesa. La vieja monja se aproximaba a los sesenta años con una mirada dulce y profunda. Estaba sentada junto al escritorio de madera finamente tallada, que había sido su confesionario durante tantos años que necesitaría sacar cuentas para establecerlos, no era necesario, pasaría sus últimos años allí sin importar cuántos hubo por detrás. Transcribía un antiguo libro, mientras las palomas cruzaban por sobre su cabeza, atravesando los ventanales cuneiformes de aquella antiquísima estructura de roca. El chirrido de la puerta de metal a la que había ordenado una decena de veces que aceitaran la interrumpió en ese momento, la hermana Cinthia entró en la habitación con la misma timidez que se consigue luego de la vergüenza por no haber golpeado antes. Cinthia era una apagada joven de rostro inexpresivo y tez blanca como la nieve, enmarcada por unos largos cabellos negros. No sonreía con demasiada frecuencia y creía haber perdido el sentido del humor, había olvidado por completo cuándo fue la última vez que se riera a carcajadas de algo.
—Madre, los albañiles han encontrado algo; es precisa su presencia —aseguró Cinthia con voz temblorosa, presintiendo que tal vez podría haber interrumpido algo más importante para la abadesa.
—Enseguida estaré con vosotros —dijo la mujer sin levantar la mirada para no desviarla de su trabajo. No podía creer que fuesen tan inútiles de no poder solucionar un solo problema sin ella.
Cinthia agachó la cabeza saludando y se retiró.
Minutos más tarde, la abadesa caminaba de mala gana por uno de los pasillos de la iglesia. Decidida a levantarle el peso a la hermana Cinthia por la estupidez por la que seguramente había sido interrumpida.
La antigua orden parecía conservarse intacta en aquella monja; marchaba entre santos esculpidos en mármol a ambos lados de las mamparas. Su solemnidad era, quizá, la causa que la apartaba de la intriga que debía de estar atravesando.
Al aproximarse al lugar señalado, divisó un empapelado roto en la pared relativamente nueva en comparación con el resto de aquella antigüedad edilicia, arremangado hacia los costados que descubría una habitación en la que las antiquísimas estanterías bañadas por el polvo guardaban varios libros viejos, perfectamente acomodados.
La abadesa hizo su ingreso en aquella habitación. Y casi como abrumada por lo que había visto, respiró profundamente.
—Debemos llamar al padre Bressac. Él entenderá mejor que nadie la aparición de estos ejemplares en esta humilde morada del Señor —dijo de inmediato, confiando en su intuición.
Día 1
10.44 a.m.
El padre Tiano Bressac se acariciaba la barba prolijamente recortada, mientras contemplaba la habitación sin poder ocultar el asombro y la admiración que sentía. Su condición de científico le otorgaba un aire convincente y la mezcla de dicha condición con su cargo eclesiástico hacían de él un hombre demasiado complicado. Tomó un antiguo libro entre sus manos y sopló sobre él despojándolo de la capa de polvo que lo cubría, dejando leer su nombre: Necronomicón. De forma instantánea se le vino a la mente el rostro sobrehumano del árabe loco que fuese responsable de la versión de ese libro que desafiaba a la naturaleza.
En cuanto tuvo dudas acerca de lo que se trataba, no se atrevió a abrirlo.
—Este es un libro muy peligroso; no debería estar al alcance de cualquiera —sostuvo, movido más por la superstición que por la ciencia o la fe.
Dejó el libro donde lo había hallado y luego tomó otro, uno que tenía la tapa completamente en blanco y la contratapa en igual condición. Abrió sus páginas y todas, absolutamente todas estaban en blanco, pero un blanco que no habría podido persistir al paso de los años; debían de estar amarillas…, pero no. Por el contrario, poseían un fulgor sobrenatural. De pronto cruzó por su mente una idea descabellada. Algo le advertía acerca del mismo daguerrotipo que había oído que una colega suya estaba investigando. Todo le indicaba que Alexandra se encontraba muy cerca de la verdad. «Pero ¿qué tiene que ver ella en todo esto? ¿Por qué he hecho esa singular asociación?» —Se preguntaba a sí mismo.
—Por favor, madre, haga venir a la hermana Estefanía —pidió Tiano con amabilidad forzada.
—Sí, señor. —Respondió la abadesa y se alejó.
La monja Estefanía había quedado ciega antes de conocer la vida. Era una anciana de mediana estatura y contextura física robusta. Ingresó en la habitación acompañada por otra monja y se dirigió directamente al libro que segundos antes el padre Bressac había tomado. Era absolutamente blanco, tanto por dentro como por fuera.
—Es sorprendente; puedo verlo, veo sus formas, su diámetro —dijo la invidente con una mezcla de asombro y estupor que se dilataba en los pliegues de su avejentado rostro. Estefanía giró la cabeza para dar veracidad a su propia conciencia de lo que estaba ocurriendo, pero toda la habitación estaba a oscuras; lo único que podía divisar era ese extraño libro que brillaba como una luz radiante.
La vida de un ciego no pretendía grandes sorpresas y la vida de un ciego vuelto a los hábitos, muchísimo menos. Por eso, la monja experimentaba un asombro tácito. Al final, todos esos años dedicados al servicio del Señor, dispuestos a una austeridad cabal y a una entrega absoluta del alma, se verían recompensados.
Abrió el libro y una mueca de conmoción la paralizó.
—Tiene escrituras… —dijo sollozando—; escrituras que, aunque no conozco, porque nunca he visto, sé exactamente lo que dicen.
De pronto, Estefanía comenzó a llorar, pero no de tristeza; había una inmensa alegría en todo su temple, casi era imposible describirla.
—Son poesías —dijo—, poesías de una hermosura y una pureza innombrables; parecen redactadas por el mismo Dios. Mi alma las comprende, pero no creo que existan palabras para poder transmitirlas.
Tiano interrumpió a la monja, quitándole el ejemplar de entre sus manos.
—Todos estos libros se creían perdidos. Se dice que fueron los árabes quienes incendiaron la biblioteca en la cual estaban alojados originalmente, pero cuando los árabes conquistaron la ciudad en el siglo VII, ya estaba destruida. También se cree que fue Julio César o hasta el propio Alejandro Magno, aunque yo tengo mis dudas de que haya sido él. Puede que alguien los haya tomado de entre las llamas, como puede que la quema de la biblioteca haya sido provocada de manera premeditada precisamente para robarlos. No lo sé… Hay tantos misterios alrededor de dicha biblioteca que es imposible determinar lo que realmente pasó. —Discurrió el padre Bressac.
Como llevados en contra de su voluntad, los ojos de Tiano divisaron un libro que parecía tener luz propia, y allí el nombre de Alexandra Paris volvió a aparecer en su cabeza, pero esta vez con una insistencia mayor. Cuando lo tuvo ante él, reconoció que las escrituras ilegibles, muy similares a jeroglíficos, que había en su cubierta, cambiaban constantemente, como si el libro tuviese vida propia, como si se escribiera a sí mismo.
—¡¡Dhrillorge!!… Dios santo… ¡¡Es increíble!! —Exclamó consternado. Se persignó como poseído por alguna entidad, y algunas de las monjas lo imitaron sin saber por qué—. Madre, ¿quién más ha visto esto, además de usted y estas dos monjas? —Preguntó Tiano con gran preocupación al dirigirse hacia la abadesa. Sabía que de todas maneras ella no entendería una sola palabra, por lo que se abstuvo de perder el tiempo en explicarle.
—Dos o tres albañiles. —Respondió ella.
—Esta iglesia ha de tener un sótano con cerraduras.
—Sí, señor —dijo la madre superiora, sin terminar de entender lo que pretendía Tiano.
—Madre, lleve todos los libros sin obviar ninguno hasta ese sótano y jamás permita que nadie los vea hasta mi regreso.
El padre Bressac tomó el libro brillante