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Me casan con él
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Libro electrónico112 páginas1 hora

Me casan con él

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Información de este libro electrónico

Tras la muerte de su padre, Raf, vuelve esporádicamente al cortijo familiar. En una de sus visitas ve por primera vez a su vecina, hija de un íntimo amigo de su padre. Se encapricha de ella desde el primer momento e intentará por todos los medios casarse con ella, incluso pondrá un precio para ello.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 feb 2017
ISBN9788491622987
Me casan con él
Autor

Corín Tellado

Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.

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    Me casan con él - Corín Tellado

    CAPITULO PRIMERO

    Desde la enorme terraza, Raf Miyares miraba indolente el paisaje, sin fijarse demasiado en nada. Ni era contemplativo ni romántico, ni el paisaje en sí le enternecía. Pero aquel fin de semana se había hartado de su mucho trabajo en la ciudad y decidió relajarse en el cortijo, cuyas dimensiones eran tan extensas que se diría no tenían fin.

    Tendido en una hamaca, enfundado en pantalones de montar, altas botas y una camisa a cuadros fumaba entornando los párpados cuando el galope de un caballo le sacó de su abstracción.

    Elevó apenas los párpados, y sus negros y profundos ojos recorrieron el sendero sin ninguna prisa. Sin embargo, de repente, se detuvieron en un jinete que galopaba hábilmente atravesando justamente por delante de la valla que circundaba sus posesiones.

    —Isidro — llamó con un vozarrón fuerte y ronco—, dame los prismáticos.

    El capataz acudió presto entregándole lo solicitado.

    —¿Quién es? —preguntó tras lanzar una quieta mirada sobre caballo y jinete—. Por aquí no suele galopar nadie a estas horas.

    No anochecía aún porque en Andalucía el sol ilumina fuertemente y encapota el firmamento con lentitud haciendo de las tardes días que a veces parecen interminables. Un disco rojizo se perdía en lontananza, pero el cielo continuaba siendo azul y el mismo sol amortiguado ocultándose, hacía de la larga tarde un prolongado crepúsculo.

    Isidro, firme ante su superior, decía con cierta vacilación!

    —Es la hija de los Urrutia.

    —¿Urrutia? Me suena mucho ese nombre.

    —Era muy amigo de su señor padre, don Rafael. Tiene un cortijo al otro lado del sendero, justo donde terminan sus posesiones. Se dedica a los viñedos y su tierra es muy fértil. Cuando falleció su padre estuvo a verle.

    Ya recordaba. Se trataba de un señor delgado, muy elegante, con mucha clase, que lloraba como un crio la muerte de su fiel amigo. Pero había más cosas… Ya pensaría en ellas después.

    De momento seguía con los prismáticos casi pegados a los ojos, persiguiendo las evoluciones de la jinete. Linda en verdad. Parecía escandalosamente joven. Poseía una mata de cabellos rubios que se esparcían al viento a medida que el potro galopaba haciendo círculos. Una jinete experta, sin duda. ¡Hum! Vestía calzón de montar de un rojo vivo, altas polainas y una camisa negra, y en torno a la garganta lucía un pañuelo que tal parecía se iba a escapar porque las puntas de aquél se extendían al viento como los rubios cabellos.

    La vio desaparecer tras unos arbustos y entregó los prismáticos a su capataz.

    —¿No está galopando por mis posesiones?

    —Sí, señor. Pero es que el señor Urrutia y su difunto padre eran muy amigos. Nunca tuvieron en cuenta hasta dónde llegaba una posesión y otra. La demarcación de ambos se termina en el riachuelo, si bien jamás se tuvo en cuenta ese detalle.

    —Ya.

    —Roger Urrutia y su esposa Lucía parecían formar parte de esta familia, señor. Supongo que los habrá visto más de una vez.

    Raf se levantó. Era alto, moreno, bruñido de piel, facciones irregulares y gesto adusto, bajo una negra mirada, impenetrable.

    —Esa persona que montaba el negro potro no era Lucía Urrutia.

    —No, señor. Todos los días, desde hace algo más de un mes, Neil Urrutia da ese paseo a esta hora.

    —¿Neil?

    —La hija de los Urrutia, señor. Llegó aquí hace cosa de dos meses o menos. Se educó en un colegio suizo y las vacaciones las pasó siempre en el extranjero. Ahora ha finalizado su educación y arribó lógicamente al hogar de sus padres.

    Muy interesante, pensó Raf.

    Arrugó el ceño. La figura de aquella chica vista a través de unos prismáticos había quedado fija en su mente.

    —Invítala a merendar conmigo, Isidro —dijo alejándose con la fusta en la mano y sacudiendo con ella sus pantalones.

    Isidro, muy sorprendido, siguió a su amo preguntando:

    —¿Sola, señor? ¿O me está indicando que con sus padres?

    —Sola. Mañana a las seis.

    Y se alejó dejando a Isidro tan sorprendido que se miró a sí mismo como si de repente le cambiaran y no se reconociera.

    * * *

    —¿Tengo que ir, mamá? No le conozco de nada.

    —Raf siempre fue insólito —apuntó Roger Urrutia con cierto desdén—. Su padre aducía que estaba demasiado consentido. Pero a sus veintiséis años… supongo que le habrá entrado el sentido. Desde que falleció el padre hace esporádicas apariciones por el cortijo. Sin embargo, en vida de su padre se pasaba la vida en la ciudad sin preocuparse demasiado de su riqueza perdida en estos lares. No obstante, y pese a sus extravagancias, supongo que será una buena persona y además ha de tener en cuenta que su padre y nosotros éramos como hermanos. Yo le di el pésame hace seis meses cuando el padre falleció casi de repente y no estoy seguro de que me haya reconocido, pero si ahora te envía una invitación para merendar con él… estimo que debes ir.

    Neil frunció el ceño. Sus verdes ojos se abatieron bajo el peso de los párpados.

    —Lo lógico —dijo— es que nos invitara a tos tres.

    Lucía intervino.

    —De todos modos, tampoco tiene nada de particular que te haya enviado la invitación a ti sola. No te olvides que nuestra amistad con su padre data de toda la vida.

    —Pero éste no es el padre, mamá, es el hijo.

    —¿Y qué? Lo lógico es que desee estrechar una amistad que él no frecuentó.

    La conversación tenía lugar en el salón de la casa apaisada. La misma estaba bordeada por una alta valla y al final, perdidos entre sembrados donde las vallas eran sólo espinos, se veían los viñedos alzarse majestuosos, de forma casi infinita.

    Las dos fincas se hallaban separadas por un río, un puente y dos senderos. La de los Urrutia, con ser grande y fértil, no se podía comparar con la enorme posesión de los Miyares, cuyos viñedos se perdían como si tuvieran un infinito, y muy lejos, entre montes y rastrojos aparecían los campos vallados donde se movía el ganado de lidia.

    En casi dos meses, Neil lo había recorrido todo. Y sabía ya dónde terminaban las posesiones de su padre y dónde comenzaban las de sus vecinos.

    La diferencia era notoria La riqueza de los Miyares era sin duda de una abundancia incluso escandalosa. En muchas leguas sólo había campos de trigo, viñedos y ganado de lidia. Miles de obreros, y al fondo, allá lejos, casi erguidos en los montículos que formaban la desigualdad de los terrenos, se alzaban las casitas de los colonos. Su padre no tenía colonos y sus tierras, aunque fértiles, no eran ni mucho menos una cuarta parte de las posesiones de los Miyares.

    Se removió inquieta dentro de sus pantalones de canutillo rojo y su camisa negra.

    Sacudía la fusta nerviosamente.

    —Y por qué esta intempestiva invitación, papá? No le conozco. Además, tú serías muy amigo de su padre, pero al hijo apenas si le conoces.

    Roger se alzó de hombros.

    Era un tipo alto y delgado, de una gran clase.

    —Mira, Neil, hay que tener en cuenta que al igual que nosotros

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