Ella será mi mujer
Por Corín Tellado
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"—Comprenderás —decía ahora el padre que creía calar en la mente de su hija— si te casas con Luis, suponiendo que un día termine el peritaje y pueda mantenerte, nosotros no te podremos ayudar mucho. Todo es muy bonito en principio. El amor, la pasión, el viaje de novios. Pero cuando regreses a casa y observes que te falta lo más esencial y que tu nuevo hogar no es este palacete y no tienes a quién pedir el vestido planchado y los zapatos limpios, empezarán los problemas y el amor se irá al traste detrás de las incomodidades.
Olga Monterrey estaba esperando que sacaran a colación a Gonzalo Pinilla.
Pero aquella tarde, al menos de momento, sólo se metían con Luis y su hipotética boda."
Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Ella será mi mujer - Corín Tellado
CAPITULO PRIMERO
Diego y Luisa Monterrey hablaban con su hija persuasivos. Se hallaban en el saloncito del palacete que habitaban en la parte residencial de las afueras de la ciudad. Era pleno verano y los ventanales se hallaban abiertos de forma que el sol mortecino del atardecer entraba bañando todo el lujoso salón en el cual hacía el calor natural que aquel sol había dejado durante el día, si bien a determinada hora de la tarde, la brisa del cercano mar producía como un cierto airecillo refrescante.
Luisa Monterrey se levantó y entornó los ventanales y encendió una lámpara de pie, de modo que el salón se hizo más íntimo.
A la puesta de sol, el próximo mar azuloso durante el día se iba tornando grisáceo y ondulado y el firmamento se poblaba de diminutas estrellas.
La voz de Diego Monterrey de persuasiva se iba haciendo firme a medida que hablaba.
Indudablemente decía verdades como puños y su hija que escuchaba lo pensaba así y no digamos Luisa, que era realista y pensaba igual que su marido.
—Hay que tener presente —decía Diego, un señor aún joven, pero que ya no cumpliría los cuarenta y cinco, delgado, elegante y alto, con hebras de plata en los aladares— que la vida se pone cada día más imposible. Hasta hace poco tenía un bufete y unos cuantos clientes y para darme la vida que me doy y que ofrezco a tu madre y a ti, hube de unirme a cuatro abogados más y abrir un bufete enfocado al asunto laboral, lo cual no cabe duda de que da dinero, pero tal cual vivimos, lo que se gana se gasta.
A lo cual remachó su esposa:
—Mantener este palacete sin servicio sería demencial, por lo tanto tenemos dos mujeres que mantener y sus sueldos no son poca cosa. Un fuera borda que es lo natural dada la categoría de tu padre, una casa de veraneo en el campo, tres coches con el que te he comprado este verano, pertenecemos a todos los clubs privados de la ciudad, hacemos un viaje de recreo al año que es lo menos que podemos hacer y cenar fuera casi todos los días por los compromisos sociales, cuesta una fortuna. Es decir, que no nos quejamos en modo alguno de lo que tu padre gana, pero, tal cual él lo gana, se gasta.
—Por otra parte —tomó de nuevo la palabra el padre— tienes veinte años y no sabes lo fácil que pasan los años cuando se llega a los veinte. Una vez se tienen esos los otros pasan corriendo. No has querido estudiar después de terminado el bachillerato, que dicho de paso terminaste a trancas y barrancas. Te hemos educado para casarte bien
—Y los ricos no abundan —atajó la madre para dar mayor fuerza a las palabras del marido y además que era cierto—. No hay una fortuna que se salve por sí sola. La vida está imposible, el nivel subió una barbaridad y el que tenía su dinerito en el Banco, unas acciones y tal, hoy se considera casi pobre como las ratas. ¿Por qué razón? Pues mira, muy sencillo, porque la vida, el coste de la misma, desfasó el dinero. La inflación ha podido con todo. Tú conoces a montones de familias de esta ciudad que tienen un nombre rimbombante, que pertenecen a nuestra sociedad, pero que de dinero ni pum y se ven y se desean para mantener el rango en que viven.
—Ese chico que te acompaña alguna vez —añadía el padre en la pausa de su mujer— lo conocemos de toda la vida. Pero reconocerás con nosotros que empezó unas cuantas carreras y a sus veintiséis años anda haciendo un peritaje, pero eso jamás le meterá por la puerta grande de la sociedad y el dinero de sus padres se agota… Ya me entiendes.
No demasiado.
Olga no tenía bastante sentido común para entenderles.
Sin embargo, como llevaba oyéndolo todos los días, la canción le resultaba muy familiar.
Ella no había carecido nunca de nada. La vida fue con ella plácida y amable y de repente, de un tiempo a aquella parte, sus padres se empeñaban en casarla rica. Quizás tuvieran razón, pero el caso es que ella amaba a Luis Montero, aunque reconocía que la boda, suponiendo que llegara a casarse, estaba tan lejana que ni para los veinticinco estaría Luis listo para formar una familia.
Y por otra parte, aquella familia que formaran ella y Luis sería un verdadero desastre, porque los dos estaban habituados a la buena vida, y cargar con todos los problemas familiares que conlleva un matrimonio mediocre, iba a resultar muy cuesta arriba.
—Comprenderás —decía ahora el padre que creía calar en la mente de su hija— si te casas con Luis, suponiendo que un día termine el peritaje y pueda mantenerte, nosotros no te podremos ayudar mucho. Todo es muy bonito en principio. El amor, la pasión, el viaje de novios. Pero cuando regreses a casa y observes que te falta lo más esencial y que tu nuevo hogar no es este palacete y no tienes a quién pedir el vestido planchado y los zapatos limpios, empezarán los problemas y el amor se irá al traste detrás de las incomodidades.
Olga Monterrey estaba esperando que sacaran a colación a Gonzalo Pinilla.
Pero aquella tarde, al menos de momento, sólo se metían con Luis y su hipotética boda.
Vio a su padre levantarse e ir a servirse un whisky con soda y ella respiró un poco mejor, porque observaba que, de momento, en el sermón había una tregua.
* * *
En aquel momento, en el palacete de al lado, Ramón Montoto fumaba y miraba a su amigo, el cual, de pie ante el ventanal cerrado, contemplaba absorto el jardín sólo iluminado por dos faroles y el mar que ondulaba grisáceo no lejos de las rocas, fondo y pilar del palacete.
A todo lo largo de aquella parte de la costa, en las afueras de la ciudad, los chalecitos se alzaban pintados a gusto de sus dueños. Las yedras crecían y abundaban las plantas trepadoras y el mar allá abajo lamía la cinta policromada de la arena.
—Gonzalo —decía Ramón con su parsimonia habitual—, nunca entenderé por qué te has gastado un dineral en este palacete, cuando vivías mucho mejor en el hotel.
Gonzalo se separó del ventanal.
Era un tipo no demasiado alto, moreno, de negros ojos y barba espesa, si bien rasurada, pero naciendo muy negra. Vestía en aquel instante unos pantalones blancos y un polo azul oscuro de manga corta.
El pelo lo tenía seco y como era tan liso se le iba hacia la frente. Gonzalo lo sopló y tras quedarse ante el bar, mostró la botella a su amigo.
—Solo —dijo Ramón.
Gonzalo sirvió dos. Uno con soda y hielo para él y uno solo para Ramón. Con los dos anchos y cortos vasos se acercó a su amigo que estaba apoltronado en un butacón y le entregó un vaso, quedándose él con otro y hundiéndose en una butaca enfrente de Ramón.
Tenía las piernas separadas y el vaso sujeto con