La sorpresa de mi vida
Por Elizabeth Nann
4.5/5
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Pero un día, su mirada se cruza con unos intensos ojos grises que la dejan hipnotizada y hacen que algo en su interior vibre de una manera desconocida. Lola quiere saber más de ese hombre tan atractivo y misterioso, sin sospechar las sorpresas que la esperan.
¿Decidirá luchar por lo que tanto anhela o le dará una nueva oportunidad al amor?
Elizabeth Nann
Elizabeth Nann nació en Algeciras el 21 de octubre de 1989. Aunque parezca sorprendente, de pequeña, odiaba la lectura y ahora se ha convertido en una pasión. Romántica empedernida, le fascinan las novelas con final feliz. Un buen día se animó a escribir sus propias historias y comenzó a subirlas en su blog para darse a conocer. Con la publicación de La sorpresa de mi vida ha cumplido un sueño. Actualmente estudia un grado superior de administración y finanzas, y es muy feliz al lado del hombre de su vida, al que conoció con tan sólo dieciséis años. Encontrarás más información sobre la autora y su obra en .
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La sorpresa de mi vida - Elizabeth Nann
Para mi pareja que lo es todo para mí. Te quiero.
Y mi querida Beatriz Cortijo. Eres un sol.
1
Desde pequeña he deseado ser madre. No sé por qué, pero el instinto maternal lo he tenido siempre demasiado desarrollado.
Cuando era una niña, para Reyes, me pedía sin falta un muñeco y lo cuidaba como si fuera un bebé de verdad. De más mayor, anhelaba que mis amigas se quedaran embarazadas para poder hacer de canguro de sus pequeños. Hasta tal punto llegaba mi obsesión que mi madre, siendo yo adolescente, me llevó al médico a escondidas de mi padre, que también lo es, para saber qué le ocurría a mi cabeza. Aún lo recuerdo...
—Por favor, hágale pruebas. Lo que sea, porque esta obsesión tiene que ser algo malo. —Lo miró preocupada.
El facultativo dirigió sus ojos a los míos y sonrió.
—Su hija tiene instinto maternal desde chiquitita. ¿Deseas ser madre tan jovencita?
Aquella pregunta me pilló desprevenida. No es que no quisiera tener hijos, pero…
—¡Por Dios santo! ¡Si todavía es una cría! —vociferó mi madre.
—Mamá, no grites —la regañé y miré al doctor—. Yo deseo tener un bebé. Sin embargo, ahora…
—¿Qué? —Mi madre me miró—. Pero, pero ¿¡tú eres tonta!? ¡Ay, ay, ay! —Se tocó el pecho—. ¡Vas a echar por la borda tu futuro! Que un niño es para toda la vida. ¡¡Para toda la vida!! —Extendió las manos hacia arriba.
Me quedé pasmada. Como siempre, no me había dejado terminar. Así que, tras suspirar, respondí con mi voz juvenil:
—Seré madre cuando acabe mis estudios, tenga estabilidad económica y sea, claro está, independiente.
Mi querida madre se quedó boquiabierta y el médico rio suavemente.
—Señora, a su hija no le ocurre nada malo. Al revés, para tener quince años, tiene la cabeza muy bien amueblada. A su edad, los adolescentes sólo piensan en salir con sus amigos y ser rebeldes. Tiene mucha suerte.
—No se crea, la otra me lleva por la calle de la amargura.
El doctor sonrió a la vez que asentía y añadió:
—Son cosas de la edad. Mi hijo es horrible y sólo tiene dieciséis años. —Suspiró—. Créame cuando le digo que tiene mucha suerte. —Me apuntó con su bolígrafo y me quedé la mar de contenta.
***
Desde entonces han pasado diecisiete años, con cuatro novios de por medio, muchos amigos y varios ligues.
Ahora tengo treinta y dos y sigo queriendo tener un bebé. El problema es que no encuentro a nadie que me llene lo suficiente como para ser el papi. Todos están casados o divorciados o son demasiado jóvenes. Por cierto, se me olvidaba mencionar que los más guapos son gays. Y yo que me enamoré de Ricky Martin…, en fin.
La vida es dura, lo sé, pero no soy de esas que están desesperadas buscando su media naranja. Yo no necesito un hombre que me mantenga. Sólo necesito la semillita, pero no de cualquiera, por supuesto.
Al menos tengo una cosa segura. Soy independiente y tengo un trabajo que me encanta: maestra de educación primaria. Y lo más importante: mantengo los pies sobre la tierra.
—¡Sí señora! —me digo a mí misma en el espejo.
Estoy terminando de arreglarme. Mi hermana gemela, Esther, me va a llevar a comer por ahí porque tiene algo que contarme. Espero que no sea malo, porque, francamente, la pobre lo está pasando fatal. Lleva un tiempo en paro, y eso que tiene un buen currículum: es ginecóloga. La clínica donde trabajaba tuvo que cerrar, debido al jefe, que se llevó todo el dinero y desapareció del mapa.
El timbre suena a los cinco minutos.
—Ya bajo. Me pongo los tacones y salgo.
—¡Vale!
Demasiada euforia en su voz. Sea lo que fuere lo que tiene que decirme, se trata de algo gordo, porque ella es fácil de descifrar: cuando llora, algo terrible pasa... pero cuando se muestra como ahora… ¡ajá!, ¿qué será?
Cojo mis llaves después de calzarme y cierro la puerta de mi pequeño y coqueto apartamento. Amo su distribución: salón-comedor amplio, cocina americana, un gran dormitorio y un baño con ducha de hidromasaje. Bajo las escaleras rápido, porque vivo en un primero, que si no…
Me quedo en shock cuando miro al exterior y veo a mi hermana con un tiarrón a su lado. Le doy al botón para abrir la puerta y salgo sin pronunciar palabra.
—¡Lolaaaa! —Me da dos cariñosos besos y sonrío—. Éste es Andrusha. Tu posible semental.
¡Oh, demonios…! ¿Acaba de decirlo delante de él? La miro con los ojos como platos.
—No empieces. No entiende nada. Es ruso.
—¿Cómo? ¿Me has traído un guiri que no sabe hablar español para que me dé su semillita? —le espeto indignada.
Mi hermana se ríe. ¡Se ríe!
—Esther… —mascullo.
—Lola, ¿acaso no está cañón? ¿Qué más da si es ruso o checo?
Le dirijo una mirada nada amistosa y comienzo a andar. Necesito serenarme. Esto es demasiado para mí. Mi propia hermana me trae hombres candidatos, que, por cierto, no están nada mal.
Éste en concreto, como casi todos los del norte de Europa, es rubio de ojos celestes. Guapísimo, alto y bien fornido. Pero no. No puedo hacer esto así, como si estuviese en una charcutería. Aunque sí puedo conocerlo… «Al menos sabrá inglés», es lo que supongo.
Giro sobre mis talones. Mi hermana me hace una seña para que me acerque, pero, tras echarle una pequeña ojeada al rubito, creo que él ya ha escogido con quién desea pasar el resto del día. Está mirando a Esther con deseo y tiene una mano puesta en su cintura. Me acerco con una gran sonrisa y le digo:
—Bien. Creo que has ligado, cielo —le guiño un ojo—, así que ya me contarás la conversación que hayáis mantenido. —Suelto una carcajada y me doy la vuelta, dejándola perpleja.
Ya que estoy en la calle, arreglada y presentable, decido ir a mi restaurante preferido: Nachos. Me encanta la comida mexicana.
Al entrar, me encuentro de frente con mi amigo, que es el dueño. Llevo viniendo desde hace cuatro años, ¡como para no conocerme! Me río interiormente.
—Hola, señorita. Qué grata sorpresa encontrarla por aquí de nuevo —me dice Dylan con guasa.
Sonrío.
—No se crea. Es la primera vez que entro —contesto con sorna.
Ambos soltamos una carcajada y me conduce a una de las mesas. No es en la que siempre me siento.
—Hoy voy a tardar en traer la comida, esto está bastante lleno.
—Ya veo. No te preocupes.
—¿Qué te pongo para beber?
—Una Coca-Cola.
—¡Marchando, güey! —Tal como la apunta en su libreta, se va hacia la barra.
Dylan es de México D. F., pero se vino a España hace muchos años por necesidad y aquí conoció a su actual esposa, Carmen, española y también asturiana como yo. Ambos son morenos, de cabello oscuro y ojos marrones.
Durante el tiempo que tarda en volver y traer mi refresco, no dejo de mirar al hombre que ha entrado y se ha sentado una mesa más allá de la mía. En el momento en que su mirada se cruza con mis ojos, los mantengo a su altura. Hipnotizada.
Tan embelesada estoy con la presencia de aquella persona que Dylan me toca el brazo y me sobresalto.
—Lola, ¿estás bien?
—¿Eh? —Lo miro atontada.
—Te he preguntado tres veces qué quieres para comer.
Me avergüenzo y los colores suben por mis mejillas. El desconocido me mira y sonríe. Yo trago con dificultad, pero me concentro en la carta.
—Tráeme una enchilada de pollo y nachos.
—Perfecto. —Lo apunta en su libreta—. Por cierto, Lola... —me dice.
—Si... —Lo miro.
—Carmen y yo vamos a ser padres.
Abro la boca sorprendida.
Sé que llevan mucho intentándolo, pues su mujer tuvo problemas para quedarse embarazada y, tras unas pruebas, le dijeron que posiblemente no podría concebirlo de manera natural.
—Me alegro muchísimo, Dylan. —Le cojo de la mano.
—Gracias. —Sonríe orgulloso—. Todo se lo debemos a ese señor. —Apunta disimuladamente con el bolígrafo hacia el desconocido, que le muestra una dentadura perfecta.
Al ver esa imagen, mi estómago se contrae. Es guapísimo. Moreno. Su cabello, castaño, está peinado hacia atrás, con cierto volumen en la parte superior, lo que provoca que alguna onda caiga sobre su frente. Ojos claros. Alto y corpulento. Sería el candidato perfecto… En el instante en que me hace un gesto, yo vuelvo en mí y le devuelvo el saludo. Por educación, claro.
2
Han pasado varias semanas y aún sigo pensando en la mirada de aquel extraño. Lo cierto es que nunca me había pasado esto. Siempre he sido una pasota en ese sentido. Pero no puedo dejar de reconocer que, nada más verlo, me entraron ganas de saber su nombre y quién era.
—¡Señorita, Adrián me ha tirado de la coleta!
Eso me saca de mi ensueño y hace que vuelva a la realidad: mi clase y mis alumnos. Miro desde mi mesa a la pequeña llorosa y mocosa que está frente a mí con el pelo revuelto.
Suspirando, me levanto de mi asiento y voy a atenderla.
—Cariño, ¿qué ha pasado? —Cojo un trozo de papel para limpiarle la carita.
La niña me mira y sorbe haciendo un puchero.
—¡Es malo! Me ha quitado mi lápiz y, cuando he ido a cogerlo, me… ¡me ha tirado de mi coletita! —Vuelve a llorar a moco tendido.
Yo sonrío, pero en seguida me pongo seria para regañar al chico.
—¿Adrián?
Me mira aterrorizado y le hago un gesto para que se ponga a mi lado.
—Seño, ella empezó primero. —La señala defendiéndose.
—¡Mentira cochina! Has sido tú. —Lo empuja con la mano.
—¡Eso no es verdad! Me has clavado el lápiz en la cabeza. —Comienzan a pelearse de nuevo.
—Oye, oye. Basta. —Los separo—. Sois compañeros y amigos. Mirad…
En ese momento tan oportuno, suena el timbre e interrumpe mi «charla maestral». ¡Cómo odio que me dejen con la palabra en la boca!, pero, contra esto, no puedo luchar.
Haciendo una mueca, veo cómo todos mis pequeños alumnos cogen sus mochilas y corren por el pasillo, locos por ver a sus padres. Sonrío y a la vez se me clava una espina en el pecho…
—¿Se puede, señorita Rottenmeier? —interpela la morena de ojos verdes mientras se acerca a mi mesa.
—Oye, no te pases. —Apunto a mi colega con el dedo.
—¿Qué haces para comer?
—No sé, ¿te apetece un italiano? —pregunto.
—¿Hombre?
—Restaurante, cochina. —Suelto una carcajada a la que ella se une.
Recojo mis cosas y salgo por la puerta junto a mi amiga y compañera de trabajo.
Llevamos bastante tiempo trabajando juntas y, desde el primer minuto, Lidia y yo congeniamos a la perfección. Ella da clases en sexto de primaria, y yo, en primero.
—¿Qué tal el día?
Bufo.
—Lo típico. Peleas entre chico y chica. Uno le pega al otro y le tira de la coleta. —Ambas reímos—. ¿Y tú?
—Los míos ya son más mayores. —Levanta una ceja—. ¿Te puedes creer que he pillado a dos de mi clase fumando?
—¿En serio? —Me sorprendo—. Sólo tienen once años.
—Odio esa edad.
—Y yo adoro la de los míos.
Soltamos una carcajada y vamos al aparcamiento para ir juntas en su coche.
Al cabo de un rato, aparcamos en la puerta del restaurante Trattoria D’Nico y entramos. Cuando ya estamos sentadas en la mesa, un camarero nos pregunta qué queremos tomar. Cuando se va, mi amiga me mira y pregunta:
—¿Sabes algo del guapetón?
Sonrío pero niego con la cabeza.
—Nada.
—¿Ni siquiera su nombre?
—No. —Suspiro.
—¡No me lo puedo creer! —Se tapa la boca exageradamente.
Me río por su gesto.
—¿Qué quieres? No iba a ir a su mesa y decirle «oye, guapo, ¿cómo te llamas?». —Guiño un ojo poniendo morritos.
Lidia suelta una risotada.
—No hubiese estado mal. —Alza las cejas varias veces.
—¡Tonta!
Mi amiga hace una mueca.
En ese instante vienen a tomarnos nota. Después de pedir, nos dejan de nuevo a solas y continuamos charlando sobre cosas cotidianas y alguna que otra chorrada.
Al rato, nos traen nuestra comida.
—Mmm, pero qué bien huele esto. —Inhalo.
—¿Qué es?
—Risotto de setas y nueces —digo—. ¿Otra vez espaguetis a la boloñesa? —Levanto una ceja.
—Es que los de este sitio están de muerte. —Se mete el tenedor, con unos espaguetis enrollados en él, en la boca y gime.
Me río negando con la cabeza y en ese momento me pongo seria al descubrir quién acaba de entrar. Mis ojos casi se salen de sus órbitas al ver que es el desconocido, pero lo peor es que va acompañado de una mujer guapísima y la tiene agarrada por la cintura. Al pasar por nuestra mesa, dice amablemente:
—Que aproveche.
—Gracias —responde Lidia.
Yo lo miro y él a mí también con intensidad. No puedo pronunciar palabra y eso le hace fruncir el ceño mientras se sienta en otra mesa, confundido por mi reacción. ¿Acaso esperaba que lo saludase?
Cuando parece que reacciono, me meto un trozo de mi comida en la boca, pero me hace una jugarreta porque comienzo a toser.
—¡Lola! —Mi amiga me mira preocupada.
Empieza a faltarme el aire. Me estoy ahogando y no puedo hacer nada. Lidia