Jurisdicción y arbitraje
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Este libro aborda los puntos de convergencia entre estos dos conceptos para afirmar —en contraposición a lo sostenido por el Tribunal Constitucional— que el arbitraje no es una actividad jurisdiccional, sino la expresión más intensa de la autonomía privada de partes, la misma que concurre con sus propias reglas como una alternativa a la justicia estatal. En ese sentido, el vínculo entre arbitraje y jurisdicción es tratado en esta obra desde la complementariedad de ambos conceptos y no desde la contraposición entre estos. Para ello, la jueza Marianella Ledesma revisa profundamente las nuevas perspectivas que acoge la nueva Ley General de Arbitraje sobre dicha relación y plantea ejemplos puntuales que ilustran esta situación.
Esta tercera edición, ampliada y revisada, incluye un extenso anexo con extractos de resoluciones del Tribunal Constitucional que servirán como ejemplo para aplicar en futuros procesos arbitrales, resoluciones de controversias y ejecuciones del convenio arbitral.
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Jurisdicción y arbitraje - Marianella Ledesma
gratitud
Prólogo
El arbitraje es el medio de solución más antiguo en la historia de la humanidad y hasta hoy se mantiene como una alternativa frente a la justicia estatal. Es más, muchos historiadores confirman con cierta certidumbre que el arbitraje se utilizó como una forma de resolución de conflictos antes de la aparición del proceso judicial.
En el derecho romano inicialmente era el propio pater familias el que trataba de conciliar a las partes; en una fase posterior, esta función se le asignó a un árbitro ante el que se planteaban de forma voluntaria las discrepancias o enfrentamientos a través de una prueba llena de ritos, reglas y con un fuerte carácter religioso; finalmente, se reconoció a las partes la libertad de elección del tercero para resolver sus controversias.
Este tercero imparcial, investido de auctoritas, se encargaría de resolver los conflictos existentes entre ellos en virtud de una decisión que tenía que ser obedecida por los litigantes. Más adelante, en la ley de las XII Tablas aparece reglamentado el procedimiento en el cual un magistrado impone pactos entre las partes, de forma que la imposición de una sanción pecuniaria fija sustituye la venganza privada y obliga a las partes a someterse al arbitraje, en el cual se fallaría sobre los reclamos formulados. Luego, en Roma, apareció la división entre proceso público y el proceso privado, siendo un rasgo particular de este último la definición de la controversia que se otorgaba siempre a través de un acto inicial de parte y la decisión de la controversia que no se encomienda a un órgano jurisdiccional sino a un órgano privado que las partes eligen o aceptan. Asimismo, las partes se comprometen en ambos procesos a acatar la decisión en base a un contrato arbitral, la litis contestatio.
Hoy en día, el arbitraje es un método de resolución de conflictos alternativo al judicial en el cual interviene un tercero, calificado como árbitro, que provee una solución obligatoria para las partes, la misma que puede ser ejecutable judicialmente en caso de resistencia. Se trata de un mecanismo privado, por el que la voluntad de las partes desplaza la potestad de juzgar hacia órganos diferentes de los jueces estatales. Este método tiene carácter adversarial, pues será un tercero neutral quien decidirá la cuestión controvertida, siendo su decisión obligatoria y exigible.
A pesar de que el arbitraje es una institución de larga data en el desarrollo de la humanidad, sigue manteniéndose a la fecha como una alternativa válida frente a la morosidad de la justicia estatal y la desconfianza y ausencia de un conocimiento técnico en la materia en disputa por parte de los jueces estatales.
El arbitraje goza del prestigio, tanto en el ámbito empresarial como de las propias instituciones jurídicas, que lo potencian como un sistema de resolución de conflictos debido al ahorro de tiempo y dinero. Sin embargo, no disfruta de una gran difusión por el poco conocimiento que se tiene de esta institución, que aparece como un mecanismo de justicia alterna frente a la estatal.
Precisamente una de las más apasionantes discusiones que se plantea sobre la naturaleza jurídica del arbitraje está orientada a dilucidar el carácter contractual o jurisdiccional de este. Los que asumen la posición contractual consideran que el arbitraje no surge sin el concierto de voluntades, que se va a expresar en el convenio arbitral; por otro lado, la eficacia del arbitraje será cuestionada cuando ante la resistencia del obligado a acatar los laudos se obligue volver la mirada hacia la jurisdicción, a fin de pedir su intervención, su auxilio, su apoyo, para realizar con plenitud su obra. Esta necesidad de la jurisdicción ha llevado a sostener el carácter jurisdiccional del arbitraje, polarizando así las posiciones sobre la naturaleza jurídica entre contrato y jurisdicción
Bajo el contexto descrito, la obra Jurisdicción y arbitraje de Marianella Ledesma Narváez, que tengo el privilegio de prologar, se involucra en esa interesante polémica para mostrar no solo los puntos de quiebre del procedimiento arbitral frente a la jurisdicción, sino los puntos de contacto del arbitraje con esta, como el acopio de los medios probatorios, las medidas cautelares, la impugnación, ejecución de laudos, entre otros.
Si bien señala la autora que un sector de la doctrina considera que el arbitraje es eminentemente contractual, debido a que nace y pervive por la voluntad de las partes recogidas en el convenio arbitral, otro sector considera que sin desconocer su origen contractual, su eficiencia no puede lograrse sin la intervención de la jurisdicción. Como lo muestra la autora, el procedimiento arbitral experimenta diversos puntos de quiebre frente a los cuales ingresa la jurisdicción para restablecer el desarrollo del procedimiento. Nótese que ella advierte que la intervención de la jurisdicción se orienta a dar eficacia al procedimiento arbitral, pero no ingresa al contenido del arbitraje, a la esencia de la definición, porque esta es ámbito exclusivo de los árbitros.
Frente a los diversos puntos de quiebre, en el procedimiento arbitral encontramos que la jurisdicción asume diversos roles y que la autora los identifica en los siguientes puntos de contacto: de orden, para la designación de árbitros; de auxilio, para el acopio de medios probatorios; de aseguramiento, para las medidas cautelares; de ejecución ante la resistencia a acatar los laudos; y de supervisión con la impugnación de laudos. Cada uno de estos puntos de acercamiento entre la jurisdicción y el arbitraje es motivo de desarrollo en cada capítulo del trabajo, en el que no se puede dejar de apreciar y reconocer el aporte de la casuística nacional a esta vieja confrontación, a la que la autora recurre muchas veces en este trabajo.
Jurisdicción y arbitraje goza del privilegio de ser una de las primeras obras que han sido escritas bajo la nueva legislación, e ingresa a nuestra comunidad jurídica para ser una fuente de análisis y reflexión sobre los puntos de convergencia entre el arbitraje y la justicia estatal, sus posibles contradicciones, así como las nuevas perspectivas que sobre esta relación acoge la nueva Ley General de Arbitraje (LGA).
La autora, destacada jueza y reconocida profesora de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), además de ser activa colaboradora del Centro de Arbitraje de la PUCP, es una profesional que pese a su formación y ejercicio profesional como juez, reafirma el mensaje tantas veces sostenido por ella en diversos artículos publicados, que el arbitraje es la expresión del principio de la autonomía privada de partes sobre el que debe imperar la mínima intervención estatal pues es una justicia alterna, con sus propias reglas y limitaciones; dejando a la jurisdicción estatal, bajo una óptica residual, el control y la ejecución de los laudos si fuere el caso. Es una autora comprometida con los medios alternativos de resolución de conflictos, que en sus investigaciones no solo abarca los estudios arbitrales sino los vinculados con el ejercicio de la conciliación, sobre los cuales tiene una prolífica producción.
El enfoque de Marianella Ledesma sobre el arbitraje y su relación con el Poder Judicial está libre de cualquier radicalidad. Por el contrario, aborda el tema de una perspectiva lógica y razonada, haciendo de fácil entendimiento las conclusiones a las que arriba.
En su presentación, la autora nos ubica en los dos puntos centrales de su reflexión: el carácter jurisdiccional atribuido al arbitraje y las implicancias de la jurisdicción en la actividad arbitral. Debo hacer una especial mención a la perspectiva de «colaboración» al que recurre la autora cuando vincula a la justicia estatal con arbitral. No hay una visión de contraposición sino de complementariedad, advirtiendo que el éxito para ambos mecanismos se obtendrá en la medida que logren el equilibrio en su interdependencia. Esta visión —no compartida por muchos autores— corresponde al verdadero sentido del arbitraje, donde la justicia estatal asume un rol de complemento y de colaboración al ejercicio privado del arbitraje.
Por último, coincidimos con las reflexiones finales del trabajo de Marianella Ledesma, en el sentido de que el arbitraje es justicia privada, reconocida y tolerada, por lo que debe reafirmarse su autonomía como tal. Este libro que se entrega a la comunidad como un valioso aporte y una gran colaboración para el estudio del arbitraje en el Perú.
César Guzmán Barrón Sobrevilla
Director del Centro de Análisis y Resolución de Conflictos
Pontificia Universidad Católica del Perú
Presentación
Posiblemente al acucioso lector le pueda llamar la atención el título Jurisdicción y arbitraje, si asume que el arbitraje implica una función jurisdiccional; en cambio, habrá otros lectores que considerarán coherente el título, debido a que la jurisdicción —como función— es una sola, en la que no tiene cabida el arbitraje y es el Estado quien la ejerce de manera exclusiva.
Esta vieja discusión sobre el carácter jurisdiccional del arbitraje fue «aparentemente» zanjada a partir del precedente vinculante establecido por el Tribunal Constitucional (Exp. 6167-2005-PHC/TC-Lima), en el que se sostiene que la actividad realizada por los árbitros es una expresión de la función jurisdiccional¹. Contrario a dicho precedente, este libro se orienta a reflexionar sobre dos ideas centrales: el carácter jurisdiccional atribuido al arbitraje y las implicancias de la jurisdicción en la actividad arbitral.
Si partimos por asumir que en toda interrelación intersubjetiva existen dos fuentes de regulación —la que emana de la voluntad de los particulares y la que proviene del Estado—, podemos colegir que los individuos, frente a sus discrepancias, van a recurrir necesariamente a dichas fuentes de regulación para definirlas: no hay otra alternativa. Como correlato a ello, el ámbito en que se va a trabajar el conflicto puede ser privado o público, según la fuente de poder a la que se recurra para la solución. Esto nos lleva a sostener que la autonomía de voluntad para la definición del conflicto se desenvuelve bajo un ámbito de discusión estrictamente privado, a diferencia del ejercicio público de la función jurisdiccional, que se realiza a través del Estado; generando en un caso y otro soluciones alcanzadas bajo la reserva y confidencialidad propia de la autonomía privada o soluciones regidas bajo la publicidad, como garantía de la función jurisdiccional².
Para la solución de los conflictos no solo es suficiente recurrir a las fuentes de regulación como criterios rectores, también se debe establecer la forma cómo se encontrará la solución. En la teoría procesal existen tres modos o formas de resolver el conflicto: la autojusticia, la autocomposición y la heterocomposición. A través de la autojusticia se privilegia la acción directa en la solución del conflicto por las propias partes; en la autocomposición las soluciones se basan en la voluntad de las partes involucradas bajo un clima de reflexión, altruismo, renuncia, para lograr la armonía frente al conflicto; en cambio, en la heterocomposición concurre la voluntad de un tercero llamado juez o árbitro, con poder para definir el conflicto e imponer la solución.
Si vinculamos los modos con las fuentes de regulación del conflicto y el ámbito de actuación, afirmaríamos que el arbitraje se desarrolla como expresión del ejercicio de la autonomía de voluntad, bajo el ámbito privado y modo heterocompositivo de solución, y el proceso judicial, en el que se desarrolla la actividad jurisdiccional del Estado, asume también el modo heterocompositivo para la solución de los conflictos bajo un ámbito público. Ambas alternativas son expresiones válidas a las que se puede recurrir para definir los derechos en conflicto, pero respetando sus particulares reglas y principios, propias de su estructura como modelo de solución. Las reglas del arbitraje son jurídicas, tan jurídicas y tan parte del Derecho como las reglas que administra la justicia estatal.
Ahora bien, al asumir el Estado el monopolio jurisdiccional, el arbitraje se nos muestra como una alternativa a la acción estatal. Es por ello que se exige, como presupuesto necesario para su desarrollo, la voluntad concordada de las partes en litigio para entregar a terceros convencionales —calificados como árbitros— el conocimiento concreto de una determinada controversia, restando así materia competencial a la propia jurisdicción. La autonomía de la voluntad es pues la piedra angular del arbitraje. El acuerdo de las partes permite el acceso al arbitraje y puede estructurar y orientar el desarrollo de este. En similar sentido, opina Caivano que «todas las normas y principios referidos a los contratos, son aplicables al acuerdo que da origen al arbitraje, razón por la cual es necesario ahondar en ellos para poder aprehender en su totalidad las cuestiones que surgen del proceso de formación del sistema arbitral» (Caivano, 1998, p. 103)³. La base y el sustento del arbitraje es el contrato. Así como las partes han acordado celebrar determinados negocios, han convenido también el modo de resolver los posibles diferendos. Es justicia privada, ya que nace de un contrato que tiene por presupuesto el ejercicio de la autonomía de la voluntad y por detrás encontramos, básicamente, un principio constitucional que autoriza el libre ejercicio de esa voluntad contractual⁴. Como se puede advertir, el arbitraje nace como el medio de los particulares para resolver sus contiendas, al margen de la función jurisdiccional ejercida por el poder público estatal. Se desenvuelve en el tiempo como una alternativa a la función judicial impartida desde el Estado. Esto nos permite afirmar que la administración de justicia puede ser ejercida tanto en un ámbito privado como en uno público, a través de la autonomía privada de partes o por el ejercicio de la función jurisdiccional del Estado bajo modos de autotutela, autocomposición y heterocomposición. Es falso que la administración de justicia se realice de manera exclusiva a través del Poder Judicial. Sostener ello es simplemente negar las otras expresiones válidas de solución de conflictos que contempla nuestro propio ordenamiento jurídico⁵.
Afirmamos que la función de administrar justicia no se ejerce exclusivamente por el Poder Judicial. La exclusividad debe entenderse a la función jurisdiccional, pero no a la potestad de administrar justicia. Son dos conceptos totalmente distintos, a los que no se les puede dotar de similar significancia. La exclusividad expresa una de las características de la jurisdicción, que implica que los particulares no pueden ejercerla debido a que cada Estado la aplica con prescindencia y exclusión de otros estados (Devis, 1994, p. 79). Como señala Devis, la jurisdicción es autónoma, puesto que cada Estado la ejerce soberanamente; es independiente frente a los otros órganos del Estado y a los particulares; es única, es decir, que solo existe una jurisdicción del Estado, como función, derecho y deber de este.
No hay exclusividad de la jurisdicción a los modelos de administración de justicia, sino una concurrencia de estos, bajo una pluralidad de alternativas, orientadas todas a un fin común: contribuir a restablecer la paz social alterada fruto de las desavenencias. De ahí que sostenemos que la justicia estatal y la justicia arbitral no se encuentran en situación de conflicto; el éxito, es decir, el logro de la paz social como meta indiscutible de ambas vías, se logra tan solo mediante el delicado equilibrio de su interdependencia. El arbitraje no debilita a la justicia estatal, tampoco una no crece en detrimento de la otra, pues ambas responden a modelos distintos, con sus propias reglas y limitaciones. Esto nos lleva a sostener que el ámbito natural para el estudio del arbitraje no es exclusivamente el Derecho Procesal. Si bien el procedimiento es importante, hay que apreciarlo como un sistema alternativo de resolución de disputas; que Rubio describe así: «el arbitraje no es, puramente un proceso o un ordenamiento procesal o un proceso que sea compatible con el proceso civil; el arbitraje desborda estos parámetros, tiene sus propias reglas de juego y sus propias instituciones» (Rubio Guerrero, 2007, p. 11).
Por otro lado, no se puede dejar de reconocer que la institución arbitral, aun configurándose como una alternativa a la jurisdicción, necesita de la intervención de esta, sea a instancia de parte o de los propios árbitros, para el inicio del procedimiento arbitral o para las diversas fases del mismo. Estos vínculos, que se dan entre el procedimiento arbitral y la jurisdicción, son graficados por diversas opiniones bajo una estructura de carácter subsidiario, complementario y revisor (Chocrón, 2000, p. 197; Garberí, 1998, p. 11; Arrarte, 2007, p. 93). Como advierte Morello (1990, p. 223), «por más concesiones que se otorguen a la autonomía y libertad jurídica de las partes, siempre se perpetúa una suerte de andador
de la jurisdicción estatal que sirve de soporte y —eventualmente de control y definición última— residual por cierto, pero no por ello menos presente y eficaz»⁶. Junto al derecho fundamental a pedir tutela judicial efectiva concurre el derecho de terminar nuestras controversias haciendo uso del arbitraje. No se tratan de opciones antagónicas sino que, contrariamente, son vías que se complementan —respetando sus propios espacios— para conseguir un bien común: la solución de conflictos, bien de naturaleza privada o con elemento público, como la que proviene de la contratación estatal.
Precisamente, este libro acoge y desarrolla estos puntos de encuentro entre jurisdicción y arbitraje. En el primer capítulo se aborda la problemática de la intervención de la jurisdicción en la designación de los árbitros y la recusación de estos; en el segundo capítulo se hace referencia a la actividad probatoria y su vinculación con la jurisdicción; el capítulo tercero está referida a la actividad cautelar, tanto en sede arbitral como en sede judicial; en el cuarto capítulo se desarrolla el control de la jurisdicción a la actividad arbitral; en el quinto capítulo se aborda la ejecución del laudo arbitral y su problemática para lograr la satisfacción efectiva del derecho declarado.
Si asumimos que el modelo de la justicia estatal responde a un largo proceso formal y burocrático, el arbitraje se presenta como una alternativa de proceso fluido, adaptable a cada caso. Sin embargo, las bondades del sistema arbitral entran en serios cuestionamientos cuando este se judicializa. La experiencia sobre el particular nos señala que la pronta respuesta obtenida en el proceso de cognición arbitral se frustra en su realización material al ser sometido a las reglas del proceso de ejecución judicial. Consideramos que la autonomía privada debe extender su cobertura de acción, no solo al proceso de cognición y cautelar, sino hacia el proceso de ejecución, tal como la propia ley especial lo regula⁷.
Este estudio se justifica por la necesidad de dar una respuesta a la creciente judicialización del arbitraje, amparado en la idea de que los árbitros ejercen función jurisdiccional, sostenida por el Tribunal Constitucional (TC); para lo cual, no solo presentamos algunos referentes empíricos para describir cómo se viene desarrollando la actividad arbitral en sede judicial, sino que además reflexionemos sobre la necesidad de lograr respuestas rápidas a las controversias ante la constante interrelación de los particulares.
En estos últimos tiempos venimos asistiendo al desarrollo acelerado de las relaciones económicas; estas son de tal magnitud que los instrumentos jurídicos clásicos no siempre aciertan a seguirlas a la misma velocidad. Sin embargo, lo paradójico es que los propios involucrados en la actividad arbitral, que proclaman la desjudicialización del arbitraje, limitan el ejercicio privado de este, concibiendo que la actividad arbitral culmina con la emisión del laudo o atribuyéndole función jurisdiccional a los árbitros, extendiendo de esta manera las reglas propias de la actividad jurisdiccional a los árbitros. Limitar la actividad arbitral a la definición de los derechos, a la cognición del conflicto, dejando sin mayor alternativa a las partes que recurrir a la jurisdicción para la ejecución del laudo —pese a que la derogada Ley General de Arbitraje 26572 y el vigente D.L. 1071 permiten que la autonomía de voluntades pueda enseñorearse en todas estas funciones del proceso—, resulta preocupante por parte de quienes enarbolan la justicia alterna.
Ese discurso sería tal vez justificado bajo una arista estrictamente publicista, de avasallamiento de la jurisdicción hacia el arbitraje. Pero lo increíble es que la negativa —y pasividad— para ingresar a la ejecución del laudo en sede arbitral provenga de los propios impulsores de la actividad arbitral, al no ofrecer a las partes involucradas la posibilidad de la ejecución del laudo por los propios árbitros, dejando a la deriva a quien tenga que recurrir a la jurisdicción para satisfacer el derecho declarado en el laudo.
Con ello queremos precisar que la facultad de ejecución de los árbitros no debe entenderse como «ejecución forzada», pues dicha actividad debe ser ejercida exclusivamente por el juez estatal, no en atención al monopolio de la fuerza con que cuenta, sino a la facultad de dirigir el proceso de ejecución, dentro del cual, una de las etapas corresponde a la ejecución forzada del mandato de ejecución en caso de resistencia. Tal como el propio D.L. 1071 contempla⁸,
A solicitud de parte, el tribunal arbitral está facultado para ejecutar sus laudos y decisiones, siempre que medie acuerdo de las partes o se encuentre previsto en el reglamento arbitral aplicable. Se exceptúa de lo dispuesto en el numeral anterior, el caso en el cual, a su sola discreción, el tribunal arbitral considere necesario o conveniente requerir la asistencia de la fuerza pública. En este caso, cesará en sus funciones sin incurrir en responsabilidad y entregará a la parte interesada, a costo de esta, copia de los actuados correspondientes para que recurra a la autoridad judicial competente a efectos de la ejecución.
Como se aprecia, el árbitro carece de poder para ejecutar mediante la fuerza el mandato de ejecución; puede dirigir el proceso de ejecución, pero su límite en todo ese camino será la ejecución forzada; recién a partir de ese tramo tendrá que derivar la continuación de la ejecución a sede judicial. En esta línea de pensamiento, concurren opiniones que reconocen que solo los jueces del Estado tienen, en principio, el poder de ejecución forzada, la coacción en sentido estricto; pero hay casos en que las partes depositan garantías antes del comienzo del proceso arbitral con el fin de asegurar el cumplimiento del laudo. Esto no empaña el poder de executio de los árbitros, pues este aseguramiento es voluntario y no resulta aplicable la figura de la ejecución compulsiva.
Bajo ese contexto compartimos la preocupación de Roger Rubio por la distorsión que se viene realizando de la actividad arbitral al judicializarla (Rubio Guerrero, 2007, p. 10). Tanto la LGA como el Código Procesal Civil (CPC) son dos estructuras diversas que funcionan en contextos diferentes y con reglas de juego distintas. En ese sentido, Rubio señala que «los abogados de las partes deberían informarse y entrenarse en derecho arbitral para ofrecer a sus clientes una más eficiente defensa de su caso y los árbitros deberían ser más firmes y menos permisivos frente a tácticas dilatorias o procesales que perjudican una conducción eficiente del arbitraje (p. 13)».
La incongruencia perturba al no tener mensajes claros, no solo por los propios operadores dedicados a la actividad arbitral, sino por el TC, al sostener que la administración de justicia es un monopolio que solo se puede realizar a través del Poder Judicial, extendiendo equívocamente el concepto de monopolio jurisdiccional a todo acto de solución de conflictos; con una clara contravención a lo que la propia Constitución reconoce: «[…] los conflictos derivados de la relación contractual solo se solucionan en la vía arbitral o en la judicial, según los mecanismos de protección previstos en el contrato o contemplados en la Ley»⁹.
Cuando, en ejercicio de su libertad contractual, las partes pactan un convenio arbitral, lo que están haciendo en buena cuenta es huir de la esfera judicial, de sus operadores y de sus normas, para trasladarse a una esfera arbitral con otros actores y otras reglas de juego. De manera que es un contrasentido salir de la jurisdicción de los jueces para someterse a la decisión de los árbitros, que actuarán con las mismas reglas judiciales. Esta es una grave distorsión en cualquier sistema arbitral y un camino seguro a la judicialización del arbitraje, con todas las consecuencias que ello supone. En tal sentido, reafirmamos una vez más que el mensaje central de este libro, en coincidencia con la opinión de Rubio Guerrero (2007, p. 10), es conservar y proteger la autonomía del arbitraje como institución, como disciplina y como instancia de resolución de conflictos ante la interferencia de las normas del proceso civil y las interferencias judiciales en el proceso arbitral¹⁰.
Como mensaje final, sostenemos que no se debe perder de vista que la organización de la justicia es tarea indelegable del Estado, pero hay formas institucionalizadas y paralelas de lograrlo, las cuales no necesariamente son parte de la actividad estatal. Una de ellas es el arbitraje. A través de este se revaloriza la autonomía de la voluntad, la misma que al concurrir con sus propias reglas, como una alternativa a la justicia estatal, contribuye a la democratización del derecho.
1 Véase STC 6167-2006-PHC-Lima. Fernando Cantuarias Salaverry con la 4º Sala Penal con reos libres de la Corte de Lima. «Precedente 11: La facultad de los árbitros para resolver un conflicto de intereses no se fundamenta en la autonomía de la voluntad de las partes del conflicto, prevista en el artículo 2 inciso 24 literal a) de la Constitución, sino que tiene su origen y, en consecuencia, su límite, en el artículo 139 de la propia Constitución […]».
2 Ver el inciso 4 del artículo 139 de la Constitución Política del Estado: la publicidad en los procesos, salvo posición contraria de la ley. A pesar que la actividad arbitral es estrictamente privada, tratándose de la contratación y adquisiciones que hace el Estado, en atención a la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública 27806, los laudos arbitrales son publicados en el portal del Consejo Superior de Adquisiciones y Contrataciones del Estado (hoy Organismo Superior de las Adquisiciones del Estado − OSCE). http://www.osce.gob.pe.
3 En ese mismo sentido, Martínez García (2002) considera que «tras la nueva realidad que convive con los postulados jurisdiccionalistas, debe cambiar la óptica del procesalista. Debe buscar soluciones de justicia alternativa o complementaria que facilite […], no solo el descongestionamiento de los tribunales […], sino en la búsqueda de una mejor calidad de la justicia. […] El procesalista (debe) tomar conciencia de la existencia de esos otros cauces que si bien todavía no son estadísticamente equiparables en cuanto al valor cuantitativo de los procesos judiciales, sí son y deben ser así tratados, medios de tutela extrajurisdiccionales que, por ende, deben centrar nuestro estudio» (p. 33).
4 Ver el artículo 62 de la Constitución Política del Estado.
5 A pesar de ello, en el caso Full Line S.A. con Hombrecitos Amarillos de Color S.A., Exp. 835-2002-AA/TC/Lima, el TC sostiene: «De acuerdo con los artículos 138° y 139°, inciso 1), de la Constitución, la potestad de administrar justicia emana del pueblo y es ejercida, exclusivamente, por el Poder Judicial, pues una de las características de un Estado de derecho es ofrecer jurisdicción a los particulares para la solución de los conflictos que surgen en las relaciones sociales» [las cursivas son nuestras]. Frente a ello consideramos que es falsa dicha afirmación. Si recurrimos a la propia redacción del artículo 138 de la Constitución, que cita el propio Tribunal Constitucional, encontramos que efectivamente «La potestad de administrar justicia emana del pueblo y se ejerce por el Poder Judicial, a través de sus órganos jerárquicos con arreglo a la Constitución y las leyes». Como se aprecia de la simple lectura del citado artículo, dicha función no se ejerce exclusivamente por el Poder Judicial. La exclusividad debe entenderse a la función jurisdiccional, pero no a la potestad de administrar justicia. Son dos conceptos totalmente distintos a los que no se les puede dotar de cualidades y poderes similares. La exclusividad expresa una de las características de la jurisdicción, que implica que los particulares no pueden ejercerla, porque cada Estado la aplica con prescindencia y exclusión de otros estados.
6 El autor puntualiza que «las normas de fuente estatal» destinadas a regular el arbitraje deben aliviar en la mayor medida de lo posible las trabas o interferencias que puedan perjudicar sus ventajas esenciales: celeridad, simplicidad, confidencialidad y acceso a una justicia mejor adaptada a las necesidad del comercio. En este orden de ideas, afirma desde que el arbitraje es justicia privada reconocida y tolerada por la comunidad organizada a través de su derecho positivo, lógico es entender que las interferencias de este en el arbitraje deben limitarse a lo mínimo indispensable para tutelar intereses fundamentales (Morello, 1990, p. 221).
7 El artículo 9 de la derogada Ley General de Arbitraje (LGA) contemplaba dicha posibilidad: «el convenio arbitral puede estipular sanciones para la parte que incumpla cualquier acto indispensable para la eficacia del mismo, establecer garantías para asegurar el cumplimiento del laudo arbitral, así como otorgar facultades especiales a los árbitros para la ejecución del laudo en rebeldía de la parte obligada […]». A partir de la vigencia del D.L. 1071 se insiste en regular de manera expresa la ejecución arbitral bajo el siguiente procedimiento: «A solicitud de parte, el tribunal arbitral está facultado para ejecutar sus laudos y decisiones, siempre que medie acuerdo de las partes o se encuentre previsto en el reglamento arbitral aplicable; se exceptúa de lo dispuesto en el numeral anterior, el caso en el cual, a su sola discreción, el tribunal arbitral considere necesario o conveniente requerir la asistencia de la fuerza pública. En este caso, cesará en sus funciones sin incurrir en responsabilidad y entregará a la parte interesada, a costo de esta, copia de los actuados correspondientes para que recurra a la autoridad judicial competente a efectos de la ejecución». Véase artículo 67.
8 Véase artículo 67º del D.L. 1071. El artículo 83 LGA derogada también acogía el supuesto de la ejecución arbitral.
9 Véase artículo 62 de la Constitución; en ese sentido, el artículo 28 de la misma considera a la negociación colectiva y otras formas de solución pacífica de los conflictos laborales. Contrario a lo que se describe, véase el pronunciamiento del Tribunal Constitucional en el caso Full Line S.A., Exp. 835-2002-AA/TC/Lima.
10 Esta interferencia de normas del proceso civil a la actividad arbitral se sustenta en dos hechos: el carácter jurisdiccional del arbitraje, al amparo de la lectura del inciso 1 del artículo 139 de la Constitución y la interpretación constitucional que sobre ello ha establecido el TC en la STC 6167-2006-PHC/TC; y el aspecto normativo, acogido en la Primera Disposición Final del Código Procesal Civil que señala que «Las disposiciones de este Código se aplican supletoriamente a los demás ordenamientos procesales, siempre que sean compatibles con su naturaleza». La distorsión proviene desde nuestra Carta Magna y los precedentes que el propio TC ha establecido acerca del carácter jurisdiccional del arbitraje.
Introducción
1. Ideas generales
La posibilidad de diferencias y controversias en toda interrelación humana es latente e inevitable. Frente a ello concurren diversas formas de regulación que ponen fin al conflicto bajo diferentes fuentes de poder, que emana de la voluntad de los propios particulares o de la intervención del Estado. No hay otra alternativa: o invocamos la facultad del individuo para autodeterminarse, esto es, para crear, modificar, extinguir las relaciones jurídicas en conflicto, o lo hacemos a través de la intervención del Estado. Dicho en otras palabras, el poder de regulación de las relaciones intersubjetivas en crisis tiene como fuente la autonomía de la voluntad o la intervención del Estado¹¹. Entre ambas existen notorias diferencias, como el hecho de que las normas de la autonomía de voluntad procedan de las fuerzas subjetivas privadas, frente a las normas jurídicas que tienen un origen público, lo que hace que se califiquen de normas privadas y públicas, por su origen; otra diferencia la ubicamos en los alcances de estas normas. En el caso de las que surgen por la autonomía de voluntad, pueden ser individuales, plurilaterales y colectivas, pero nunca generales o de aplicación indeterminada en todo el territorio nacional, como sucede con las normas que emanan del ejercicio legislativo. Esto también lleva a diferenciar que la norma privada solo obliga a quienes la formulan, sea directamente o través de la representación; para los demás es res inter alios acta, esto es, el acuerdo entre varias personas (inter partes) no afecta a un tercero que no ha sido parte en el mismo. Los efectos jurídicos se limitarían, por tanto, a los derechos y obligaciones de las partes que realizaron el acuerdo¹².
Esto significa que el ámbito en que se va a desarrollar la solución del conflicto puede ser privado o público. En el primer caso, opera la autonomía privada, a diferencia del ámbito público, donde la actividad jurisdiccional está presente. Como correlato a ello, los poderes de regulación generan soluciones alcanzadas bajo la reserva y confidencialidad propias de la autonomía privada o soluciones regidas bajo la publicidad, como garantía de la función jurisdiccional¹³. Esto va a implicar, según Devis Echeandía (1984, p. 74), que la jurisdicción asuma una doble finalidad: el interés público y la solución del conflicto para beneficio de las partes que han iniciado un proceso judicial. Por el contrario, el arbitraje asume un único fin, el resolver las controversias de las partes. Nace del acuerdo de ellas para que se solucionen sus problemas en una vía ajena al Poder Judicial y, por tanto, su existencia solo está destinada a la emisión del laudo arbitral.
Establecidas así las particularidades de estas fuentes de regulación procede establecer el modo al que se recurrirá para la solución del conflicto. En la teoría procesal estos modos o formas se califican como autojusticia, autocomposición y heterocomposición.
En relación a la autojusticia, Fairen Guillén (1990) señala que «los conflictos son solucionados por la acción directa de las partes, en lugar de dirigir el instrumento apropiado hacia un tercero para que lo dirima» (p. 19). Es un medio parcializado porque se hace justicia por mano propia. Se es juez y parte a la vez, y la imposición de la solución la realiza el adversario más fuerte. La autojusticia es la forma más primitiva que ha tenido el hombre para responder a los conflictos, guiado muchas veces por sus instintos de venganza y de supervivencia, a tal punto que, para preservar la especie humana, se ha prohibido recurrir a ella.
Con la autocomposición, la voluntad de las partes involucradas en conflicto va a ser lo único que ponga fin a este antagonismo. Es un modo de solución que insta a la reflexión y ponderación, a diferencia de la autotutela, que resulta influenciada por reacciones instintivas, por lo cual prima la acción directa e inmediata en la solución. Esa voluntad puede ser unilateral, como en el caso del allanamiento y el desistimiento; o bilateral, como la transacción y la conciliación. Esta última es calificada por la ley especial como «una institución consensual, en tal sentido los acuerdos adoptados obedecen única y exclusivamente a la voluntad de las partes»¹⁴.
La heterocomposición tiene como característica esencial la terceridad; esto es, que una persona ajena a las partes tiene poder para decidir el conflicto. Este poder puede ser otorgado por las propias partes —un árbitro— o puede ser adquirido por el juez, en forma natural, como parte de la organización del Estado. La solución se realiza a través del proceso judicial y responde a un procedimiento sistematizado, con formalidades y exigencias contenidas en las normas procesales.
Como se aprecia, la solución de los conflictos puede trabajarse bajo dos vertientes: la justicia estatal o la justicia privada. En el primer caso, ubicamos como instrumento de solución de conflictos al proceso judicial, y en el segundo, al arbitraje. En este último caso se privilegia el ejercicio de la autonomía privada, siempre que este pueda ser sometido a la disposición de sus titulares, como la negociación, la conciliación, la mediación y la transacción; o la delegación de facultades a un tercero para que sea este quien resuelva el conflicto a través del procedimiento arbitral. En otras palabras, todo conflicto de intereses, para poder ser resuelto, permite recurrir a la jurisdicción o a la autonomía privada de voluntades. En este último supuesto se involucra al arbitraje a través del concierto de voluntades de los intervinientes, quienes van a delegar en un tercero la solución del conflicto. El arbitraje no está desligado de la actividad jurisdiccional; todo lo contrario, un repaso a la historia del proceso judicial nos permite ubicar sus antecedentes en la actividad de los árbitros. En opinión de Gómez de Liaño y Pérez-Cruz (2001, p. 901), «es la forma de solución de conflictos que apareció primero en el tiempo, antes de que se organizare cualquier órgano jurisdiccional y que aparece legitimado por la propia voluntad de los interesados, de manera que la misma facultad que cualquier persona tiene para decidir, disponer y transigir sobre cuestiones que en el campo del derecho están a su libre disposición, esa misma facultad puede diferirla a un tercero».
Cuando el Estado asume una función administrativa, para solucionar las diferencias que pueda encontrar en el ejercicio de esas funciones, recurre a la autotutela a través de los procedimientos administrativos, cuyas decisiones tienen además la alternativa de continuar su discusión en el ámbito público jurisdiccional bajo el contencioso-administrativo¹⁵; y ventila sus diferencias en sus relaciones contractuales a través del arbitraje¹⁶, entre otros.
Lo desarrollado hasta aquí nos lleva a sostener que no existe un solo modo de afrontar los conflictos en una interrelación subjetiva. Se puede operar bajo las reglas de la autojusticia, la autocomposición y la heterocomposición. En ese sentido, si vinculamos los modos con las fuentes de regulación del conflicto y el ámbito de actuación, tendríamos afirmaciones como las siguientes: en el ámbito privado, bajo el ejercicio de la autonomía de voluntad, a través de un modo heterocompositivo, se ubica el arbitraje; en el mismo ámbito se ubica la conciliación, bajo un modo autocompositivo de negociación asistida y de ejercicio de autonomía privada. Ambas son expresiones válidas a las que se puede recurrir para definir los derechos en conflicto, como también puede recurrirse al proceso judicial, que se presenta como un sistema público, heterocompositivo, regido por la función jurisdiccional del Estado o el procedimiento administrativo, que se presenta como la autotutela reglamentada del Estado en su función administrativa.
Matriz de vinculaciones
El arbitraje es el ejercicio de la autonomía privada de voluntad, bajo un modo heterocompositivo, en un escenario privado.
2. Justificaciones del arbitraje
Ubicado el tema de nuestro estudio dentro del contexto de las alternativas para la solución de conflictos, se debe precisar que una de las fortalezas que presenta la justicia arbitral es la especialización de los árbitros. A diferencia del juez estatal, las materias que son sometidas a arbitraje son dilucidadas por jueces con un particular conocimiento en la materia por definir, lo que no necesariamente se puede encontrar en la justicia estatal, donde pueden intervenir incluso jueces mixtos cuando no hay jueces especializados. Ello permite que el resultado que se obtenga a través de estos jueces privados sea más fiable debido a su especialización en la materia sometida a arbitraje. Si bien el juez ordinario puede recurrir al auxilio de las pericias, los riesgos de la información mediatizada se superarían si los árbitros fueran precisamente los expertos en el tema a dilucidar. Esto no impide que también ellos puedan recurrir, para una mejor ilustración, a las pericias en el procedimiento arbitral, para aclarar o precisar algún asunto dudoso, ajeno a su especialidad.
Otra de las fortalezas del arbitraje es la celeridad en sus resultados. Ello se justifica en atención a que los árbitros son jueces privados que asumen su trabajo sin las cargas y limitaciones que brinda el sistema judicial estatal, como la sobrecarga de procesos en giro, la reducción de los recursos materiales y logísticos para operar, entre otros.
La privacidad constituye otra de las ideas fuerza del arbitraje. Ella justifica la confidencialidad que debe primar en el arbitraje, lo que implica que la información vertida en el procedimiento arbitral no debe ser revelada sin el consentimiento de quien proporcionó dicha información. Por ello, el texto vigente del D.L. 1071, al referirse a la confidencialidad, indica:
[…] salvo pacto en contrario, el tribunal arbitral, el secretario, la institución arbitral y, en su caso, los testigos, peritos y cualquier otro que intervenga en las actuaciones arbitrales, están obligados a guardar confidencialidad sobre el curso de las mismas, incluido el laudo, así como sobre cualquier información que conozcan a través de dichas actuaciones, bajo responsabilidad. […] Este deber de confidencialidad también alcanza a las partes, sus representantes y asesores legales, salvo cuando por exigencia legal sea necesario hacer público las actuaciones o, en su caso, el laudo para proteger o hacer cumplir un derecho o para interponer el recurso de anulación o ejecutar el laudo en sede judicial.
Como se aprecia de la referencia legal, la confidencialidad involucra a toda persona vinculada al procedimiento, inclusive si es ajena a las partes, como son los testigos, peritos y asesores legales. Sin embargo, debemos mostrar al arbitraje estatal como una excepción a lo expuesto. A partir de la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública, los laudos emitidos en los procedimientos arbitrales en los que interviene el Estado por medio del Órgano Supervisor de Contrataciones del Estado − OSCE (antes CONSUCODE − Consejo Superior de Contrataciones y Adquisiciones del Estado)¹⁷, se publican en la página web de dicha institución. El nuevo texto legal reafirma esa práctica al señalar que «en todos los arbitrajes regidos por este decreto legislativo en los que interviene el Estado peruano como parte, las actuaciones arbitrales estarán sujetas a confidencialidad y el laudo será público una vez terminadas las actuaciones»¹⁸.
Estos aspectos, de especialidad y privacidad, trasmiten un clima de confiabilidad en el arbitraje, pero este se construye a partir de la posibilidad que tienen las partes para designar a los jueces que van a resolver la controversia. A diferencia de la justicia estatal, son las propias partes quienes delegan el poder de definición de su conflicto a terceros, elegidos para tal fin.
Es necesario, frente a estas fortalezas, dar una mirada a las debilidades que presenta la justicia alterna. Los altos costos que encierra el arbitraje hacen que este mecanismo solo esté al alcance de los sectores que tengan la posibilidad de satisfacer dichos costos; de ahí que se aprecie al arbitraje bajo una mirada elitista, focalizada en grupos de poder económico, distante del arbitraje popular o doméstico. Otra debilidad del arbitraje es la ausencia de la vis compulsiva, esto es, el uso de la fuerza en la ejecución forzada por los propios árbitros. Esto conlleva que para la satisfacción de los laudos de condena, en caso de resistencia del condenado, se tenga que recurrir al apoyo de la fuerza pública a través de la intervención de los jueces del Estado. Los árbitros tienen limitantes en cuanto al uso de la fuerza como «poder de ejecución», lo que es visto como una debilidad innata de esta justicia alterna.
3. Naturaleza jurídica del arbitraje
Ingresamos a un tema nada pacífico en la doctrina pero que en el escenario nacional ha sido definido a partir de los precedentes vinculantes que ha fijado el Tribunal Constitucional en la STC 6167-PHC-Lima. A continuación presentaremos las principales teorías que intentan justificar la naturaleza del arbitraje.
Teoría contractualista
Considera que el arbitraje es un contrato. El convenio arbitral nace de la voluntad de las partes, lo que permite que esta institución surja y se desarrolle. Su origen contractual reclama una visión civilista respecto a la capacidad de los sujetos contratantes y a los demás requisitos de dicho contrato. En igual sentido, Feldestein y Leonardi señalan que la base y el sustento del arbitraje es el contrato:
Así como las partes han acordado celebrar determinados negocios, han convenido también el modo de resolver los posibles diferendos. Es justicia privada porque se origina en un contrato que tiene por presupuesto el ejercicio de la autonomía de la voluntad y por detrás encontramos, básicamente un principio constitucional que autoriza el libre ejercicio de esa voluntad contractual (Feldestein & Leonardi, 1998, p. 11).
El TC peruano¹⁹ ha señalado que la noción de contrato en el marco del Estado constitucional de derecho se remite al principio de autonomía de la voluntad, previsto en el artículo 2, inciso 24, literal «a» de la Constitución y que, en relación a la jurisdicción arbitral, puede tener dos vertientes: una negativa, en cuya virtud permite regular del modo que los particulares estimen oportuno sus relaciones jurídicas, creándolas, modificándolas o extinguiéndolas; y una positiva, en cuya razón el carácter autónomo, garantista y procesal del arbitraje equivale a facultar a los particulares para que sustraigan del ámbito del ejercicio funcional de la jurisdicción estatal aquellas materias consideradas de libre disposición. En esa línea encontramos opiniones como las de Rubio Guerrero (2007, p. 10), quien considera que se debe reconocer que el arbitraje proviene de un contrato y que los árbitros tienen la misión de dirimir la controversia.
A pesar de que Roca Martínez no asume expresamente al arbitraje como contrato, señala —bajo una posición estrictamente privada— que el arbitraje
[…] no supone actuación jurisdiccional sino que es un método privado de resolución de conflictos, tanto por su origen, como por los sujetos que actúan, la calidad en que lo hacen, la responsabilidad que asumen y el procedimiento que utilizan. De ello se derivan importantes consecuencias como son: a) la inexistencia del delito de falso testimonio en el arbitraje; b) la configuración de la impugnación del laudo como acción autónoma de nulidad; c) la imposibilidad de que los árbitros planteen la cuestión de inconstitucionalidad; d) la inexistencia de deber de abstención de los árbitros y la subsanabilidad de las causas de recusación, etcétera (Roca Martínez, 1992, p. 80).
Además, añade que los efectos que produce el convenio arbitral se proyectan tanto sobre las relaciones obligatorias que genera entre las partes como respecto a la actividad jurisdiccional, que es excluida temporalmente en virtud de la excepción de convenio arbitral (p. 80)²⁰.
Según esta posición, en el arbitraje no hay ejercicio de función jurisdiccional porque los árbitros carecen de dicha potestad. La jurisdicción es un atributo estatal reservado en exclusiva a los jueces estatales. Si la jurisdicción consiste en juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, los árbitros no pueden en absoluto hacer lo segundo; y, aunque sin duda hacen lo primero, es decir, juzgan, el laudo puede ser controlado posteriormente por los jueces estatales —en el aspecto formal— para validarlo (Roca Martínez, 1992, p. 80). Apreciamos, pues, sustanciales diferencias entre el árbitro y el juez estatal en la posición contractualista del arbitraje. El árbitro es un sujeto privado, mientras que el juez estatal es un funcionario público. El primero tiene libertad para rechazar la designación, el segundo no. La investidura de los árbitros tiene su origen en el acuerdo de las partes, la de los jueces proviene de la ley. La importancia de la claridad de su aceptación no puede dejar de ser resaltada, puesto que desde el momento en que los árbitros aceptan su misión adquieren la calidad de jueces privados, contrayendo determinados derechos y responsabilidades, y se produce la inhabilitación de los jueces estatales para conocer el conflicto.
Teoría jurisdiccionalista
Frente al criterio contractual del arbitraje se opone la teoría jurisdiccionalista, la cual considera que el arbitraje es una institución de naturaleza jurisdiccional por los efectos que la ley otorga al laudo arbitral, esto es, la cosa juzgada²¹. Para Morello, «si bien es cierto que el arbitraje reviste un componente esencial y determinantemente contractualista que conforma a su naturaleza jurídica, también lo es que reviste un componente jurisdiccional en cuanto la sentencia arbitral está equiparada a la sentencia judicial en sus efectos más marcables: eficacia de la cosa juzgada y ejecución judicial» (Morello, 1990, p. 213).
Otras opiniones sostienen que el arbitraje es jurisdiccional debido a que su eficacia no depende de la voluntad de las partes de someter a la decisión de un tercero la resolución de la controversia surgida entre ellas; sin duda, dicha voluntad es necesaria para que el arbitraje surja, pero, una vez manifestado, los efectos de la decisión los establece la ley y son los mismos que los de una sentencia dictada por un tribunal ordinario. Dicho de otro modo, los árbitros ejercen su función porque las partes lo acuerdan, pero su función es jurisdiccional porque así lo dicta la ley²². Como dice Santos Balandro, «el compromiso arbitral es un pacto procesal que autoriza a los árbitros para actuar en derecho como si fueran órganos jurisdiccionales del Estado, no difiriendo el proceso arbitral del proceso común en cuanto los presupuestos de este se extienden a aquel: los árbitros no son mandatarios de las partes, y deben en el desempeño de su función proceder con la misma autoridad que los jueces» (Santos Balandro, 2002, p. 97). Para dicho autor, los árbitros tienen la calidad de funcionarios judiciales desde que el juicio arbitral ha sido creado como una jurisdicción especial que les confiere la potestad de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, y las sentencias deben ser obedecidas como si emanasen de los jueces ordinarios; sin embargo, a diferencia de los jueces estatales, la calidad de la que están investidos es esencialmente fungible, cesa una vez dictado el laudo, transformándose a partir de ese momento en simples particulares. Y aún más, sus atributos están adjudicados para ser desempeñados en un litigio específico. Tampoco en este aspecto se parecen a los jueces estatales, quienes están dotados de una competencia general. Fungibilidad y especificidad son las dos características que señalan el ejercicio de la función jurisdiccional de los árbitros (p. 97).
Otras posiciones sostienen que el arbitraje es jurisdiccional por el rol de subsidiario, complementario o revisor que asume la jurisdicción frente a las situaciones que se desencadenen en el procedimiento arbitral. Sin desconocer su origen contractual, su eficacia no puede lograrse sin la intervención de la jurisdicción. El desarrollo del procedimiento arbitral puede experimentar diversos quiebres, frente a los cuales ingresa la jurisdicción para restablecer el desarrollo del procedimiento arbitral. Esta intervención se orienta a dar eficacia al procedimiento arbitral; sin embargo, dicha intervención no ingresa al contenido del arbitraje porque es exclusiva de los árbitros. Ante los diversos puntos de quiebre en el procedimiento arbitral, la jurisdicción asume diversos roles frente al arbitraje, como el auxilio o asistencia a los árbitros para el acopio de medios de prueba²³; el aseguramiento de bienes y medios de prueba²⁴; la ejecución de laudos arbitrales y medidas cautelares dictadas en sede arbitral²⁵; y en el control poslaudo sobre la validez formal del procedimiento arbitral y del laudo²⁶.
Roca Martínez (1992, p. 73), en relación a las vinculaciones del arbitraje con la jurisdicción, señala que aun configurándose como alternativa a los tribunales, puede necesitar de la intervención de estos a instancia de las partes o de los árbitros, ya sea para su iniciación o en diversas fases del mismo. Para dicho autor las posibilidades de intervención jurisdiccional en el arbitraje son las siguientes: formalización judicial del arbitraje cuando las partes no se pongan de acuerdo en la designación de los árbitros o, en general, en la iniciación del arbitraje; auxilio judicial para la práctica de pruebas que los árbitros no puedan practicar ellos mismos; adopción de medidas cautelares antes de la incoación o durante la sustanciación del procedimiento arbitral; impugnación del laudo arbitral a través del denominado recurso de anulación o a través de la revisión; adopción de medidas cautelares durante la pendencia del recurso de anulación frente al laudo; ejecución forzosa del laudo; y exequatur de laudos arbitrales extranjeros.
Existen diversos momentos para la medida cautelar. No solo se dicta en el procedimiento arbitral ya iniciado, sino que puede darse aun sin haberse iniciado el procedimiento arbitral, en cuyo caso corresponde al juez ordinario dictar dicha medida. Situación contraria sucede cuando ya se ha iniciado el procedimiento arbitral, porque en ese supuesto la medida cautelar solo le corresponde a los árbitros. El artículo 79 de la LGA derogada regulaba precisamente las medidas cautelares dictadas en sede judicial y el artículo 81 en sede arbitral. A pesar de que la medida cautelar es dictada por los árbitros, la LGA facultaba que para la ejecución de las medidas, los árbitros pueden solicitar el auxilio del juez especializado en lo civil del lugar del arbitraje o donde sea necesario para adoptar las medidas. El inciso 2 del artículo 2 del vigente D.L. 1071 señala que para la adopción judicial de medidas cautelares será competente el juez subespecializado en lo comercial o, en su defecto, el juez especializado en lo civil del lugar en que la medida deba ser ejecutada o el del lugar donde las medidas deban producir su eficacia. Cuando la medida cautelar deba adoptarse o ejecutarse en el extranjero se recurrirá a tratados sobre ejecución de medidas cautelares en el extranjero o a la legislación nacional aplicable en que la jurisdicción ingresa al procedimiento arbitral, para evitar su entrampamiento y permitir su eficacia en la solución del conflicto.
Vemos pues que la actividad arbitral no se desarrolla de manera aislada con respecto a la intervención de los jueces; por el contrario, hay puntos de contacto que la propia ley arbitral regula y cuya competencia de los jueces aparece contenida bajo los alcances del art. 8 del D.L. 1071. La intervención de los jueces en el arbitraje asume diversos roles que, para Chocrón (2000), pueden presentar un carácter subsidiario, un carácter complementario o bien un carácter revisor (pp. 197-198). En el primer caso, responde a la formalización judicial del arbitraje destinada a la designación de árbitros cuando no hay acuerdo de las partes al respecto, disponiendo el juez de diversos mecanismos para conseguir la designación de árbitros. También reafirma el carácter subsidiario el tema del auxilio judicial en materia de prueba, al permitirse pruebas que los árbitros no puedan realizar. Esta intervención para Chocrón «puede ser interpretada como manifestación de un principio de colaboración
entre órganos destinados a una función común cual es la resolución de conflictos, haciendo una aplicación extensiva de la llamada cooperación jurisdiccional».
El carácter complementario se produce en los supuestos en que la intervención de la jurisdicción es una condición sine qua non para conseguir un determinado resultado. Ahora bien, la intervención se produce ya no sobre el procedimiento arbitral sino sobre el propio laudo, como sucede en la adopción de medidas cautelares y la ejecución forzosa del laudo²⁷. Subraya Chocrón que las relaciones entre la jurisdicción y el arbitraje, que califica como de carácter complementario, «se produce en aquellas parcelas en las que se requiere imperium o potestas de la que carecen los árbitros a los cuales se les atribuye el poder de disposición de los derechos subjetivos privados en virtud de la autonomía de la voluntad; pero la coacción, la fuerza o imposición que implican determinadas actividades (léase ejecución forzosa) escapan a la auctoritas de los árbitros y es por ello que se produce la intervención de los Tribunales del Estado» (Chocrón, 2000, p. 210).
El carácter revisor regula el recurso de anulación del laudo con el fin de garantizar que el nacimiento, desarrollo y conclusión del procedimiento arbitral se ajusten a lo establecido por la ley y que el laudo no sea contrario al orden público. Este recurso «no es una instancia más en la que se haya de examinar el fondo del asunto, sino una vía para comprobar que el laudo no va contra el orden público y se ajusta a los puntos sometidos a decisión arbitral y a las normas básicas por las que se rige la institución» (Chocrón, 2000, p. 211).
Para otras opiniones, el carácter jurisdiccional del arbitraje equipara al árbitro al juez en su función decisoria; ello subraya la equivalencia entre la sentencia y el laudo. Sostienen esta tesis Feldestein y Leonardi (1998), para quienes la esencia del arbitraje se encuentra en la misma identidad de fondo que la función jurisdiccional otorgada a los tribunales ordinarios (p. 11). Señalan los autores que esta postura se apoya en cuatro aspectos: la existencia de una controversia o conflicto; el recurso a un tercero para que lo resuelva; que se constituya un proceso; y la Kompetenz-Kompetenz²⁸ consagrada por ley. Las consecuencias que derivan del carácter jurisdiccional llevan a asimilar al árbitro con el juez; a sostener que el laudo es un acto de jurisdicción de origen privado; que los hombres comunes verán limitadas sus posibilidades reales de crear las normas que los rijan; y a consolidar la formación de normas heterónomas, emanadas de los órganos del Estado, restando a los particulares posibilidades de regulación autónoma.
Teoría ecléctica
Las posiciones contrapuestas de la teoría contractualista y jurisdiccionalista han sido acogidas por una teoría mixta, intermedia o ecléctica, que considera al arbitraje como una institución de naturaleza contractual en su origen, pero jurisdiccional en sus efectos. Destacando este carácter, se dice que el arbitraje es para-jurisdiccional o cuasi-jurisdiccional, o es calificado como un equivalente jurisdiccional.
Es innegable que el arbitraje es una institución regulada por normas sustantivas, pertenecientes al derecho civil, mientras otras están reguladas por normas procesales. Nadie podría negar la naturaleza contractual del convenio arbitral o la del vínculo que une a los árbitros con las partes; pero, junto a ello, concurren también otras normas de naturaleza procesal, como las que regulan la formalización judicial del arbitraje, el control formal del laudo, su ejecución forzosa y la ejecución de las medidas cautelares. Esto nos lleva a reafirmar la teoría mixta o ecléctica, en el sentido de que el origen del arbitraje está siempre en la voluntad de las partes —principio de autonomía privada—, porque ello fundamenta la constitucionalidad del arbitraje así como la necesidad de la actividad jurisdiccional para poder lograr la eficacia de este. Algunas opiniones incluso llegan a sostener que «el contrato de arbitraje genera, en virtud de la autonomía de la voluntad de las partes, una jurisdicción privada aunque sometida a efectos de legalidad al control de los jueces y tribunales estatales» (Cremades, citado en Feldstein & Leonardi, 1998, p. 33).
La intervención que recibe de la jurisdicción, sea bajo un rol subsidiario, complementario o revisor, no implica que la actividad que desarrollan los árbitros se torne jurisdiccional; todo lo contrario, esos puntos de conexión, que se puedan dar desde la jurisdicción hacia el arbitraje, reafirman la posición de monopolio de la función jurisdiccional del Estado. Como hemos señalado anteriormente, para Chocrón (2000) las relaciones entre la jurisdicción y el arbitraje son complementarias, debido a que los árbitros requieren necesariamente de la intervención de los tribunales del Estado (p. 210). Esto nos lleva a reafirmar dos ideas centrales: el arbitraje tiene un origen contractual pero una eficacia jurisdiccional; y, la actividad que realizan los árbitros no es jurisdiccional sino es expresión de la autonomía de voluntad de las partes, pues no tienen la fuerza para la ejecución y están sujetos al control de la jurisdicción.
Frente a las diversas posiciones que se esgrimen sobre la naturaleza jurídica del arbitraje, podemos sostener que nuestro sistema jurídico asume la teoría jurisdiccionalista a partir de la interpretación que el Tribunal Constitucional ha hecho del inciso 1 del artículo 139 de la Constitución Política del Estado —que considera excepcionalmente al arbitraje como una expresión de jurisdicción—, así como del precedente vinculante que sobre el particular ha realizado el TC²⁹, al considerar que «la facultad de los árbitros para resolver un conflicto de intereses no se fundamenta en la autonomía de la voluntad de las partes del conflicto, prevista en el artículo 2, inciso 24, literal a
de la Constitución, sino que tiene su origen y su límite en el artículo 139 de la misma Carta»³⁰. En el precedente 12 el TC reafirma el carácter jurisdiccional del arbitraje en los siguientes términos:
El reconocimiento de la jurisdicción arbitral comporta la aplicación a los tribunales arbitrales de las normas constitucionales y, en particular, de las prescripciones del artículo 139º de la Constitución, relacionadas a los principios y derechos de la función jurisdiccional. Por ello, el Tribunal considera y reitera la protección de la jurisdicción arbitral, en el ámbito