Retrato del artista adolescente
Por James Joyce
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James Joyce
James Joyce (1882–1941) was an Irish poet, novelist, and short story author and one of the most innovative artists of the twentieth century. His best-known works include Dubliners, A Portrait of the Artistas a Young Man, Finnegans Wake, and Ulysses, which is widely considered to be the greatest novel in the English language.
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Retrato del artista adolescente - James Joyce
188
1
Allá en otros tiempos (y bien buenos tiempos que eran), había una vez una vaquita (¡mu!) que iba por un caminito. Y esta vaquita que iba por un caminito se encontró un niñín muy guapín, al cual le llamaban el nene de la casa…
Este era el cuento que le contaba su padre. Su padre le miraba a través de un cristal: tenía la cara peluda.
Él era el nene de la casa. La vaquita venía por el caminito donde vivía Betty Byrne: Betty Byrne vendía trenzas de azúcar al limón.
Ay, las flores de las rosas silvestres
en el pradecito verde.
Esta era la canción que cantaba. Era su canción.
Ay, las floles de las losas veldes.
Cuando uno moja la cama, aquello está calentito primero y después se va poniendo frío. Su madre colocaba el hule. ¡Qué olor tan raro!
Su madre olía mejor que su padre y tocaba en el piano una jiga de marineros para que la bailase él. Bailaba:
Tralala lala,
tralala tralalaina,
tralala lala,
tralala lala.
Tío Charles y Dante aplaudían. Eran más viejos que su padre y que su madre; pero tío Charles era más viejo que Dante.
Dante tenía dos cepillos en su armario. El cepillo con el respaldo de terciopelo azul era el de Michael Davitt y el cepillo con el revés de terciopelo verde, el de Parnell. Dante le daba una gota de esencia cada vez que le llevaba un pedazo de papel de seda.
Los Vances vivían en el número 7. Tenían otro padre y otra madre diferentes. Eran los padres de Eileen. Cuando fueran mayores, él se iba a casar con Eileen. Se escondió bajo la mesa. Su madre dijo:
—Stephen tiene que pedir perdón.
Dante dijo:
—Y si no, vendrán las águilas y le sacarán los ojos.
Le sacarán los ojos.
Pide perdón,
pide perdón
de hinojos.
Le sacarán el corazón.
Pide perdón.
Pide perdón.
* * *
Los anchurosos campos de recreo hormigueaban de muchachos. Todos chillaban y los prefectos les animaban a gritos.
El aire de la tarde era pálido y frío, y a cada volea de los jugadores, el grasiento globo de cuero volaba como un ave pesada a través de la luz gris. Stephen se mantenía en el extremo de su línea, fuera de la vista del prefecto, fuera del alcance de los pies brutales, y de vez en cuando fingía una carrerita. Comprendía que su cuerpo era pequeño y débil comparado con los de la turba de jugadores, y sentía que sus ojos eran débiles y aguanosos. Rody Kickham no era así; sería capitán de la tercera división: todos los chicos lo decían.
Rody Kickham era una persona decente, pero Roche el Malo era un asqueroso. Rody Kickham tenía unas espinilleras en su camarilla y, en el refectorio, una cesta de provisiones que le mandaban de casa. Roche el Malo tenía las manos grandes y solía decir que el postre de los viernes parecía un perro en una manta. Y un día le había preguntado:
—¿Cómo te llamas?
Stephen había contestado: Stephen Dédalus.
Y entonces Roche había dicho:
—¿Qué nombre es ese?
Pero Stephen no había sido capaz de responder. Y entonces Roche le había vuelto a preguntar:
—¿Qué es tu padre?
Y él había respondido:
—Un señor.
Y todavía Roche había vuelto a preguntarle:
—¿Es magistrado?
Se deslizaba de un punto a otro, siempre en el extremo de la línea, dando carreritas cortas de vez en cuando. Pero las manos le azuleaban de frío. Las metió en los bolsillos de su chaqueta gris de cinturón. El cinturón pasaba por encima del bolsillo. Cinturón, cinturonazo. Y darle a un chico un cinturonazo era pegarle con el cinturón. Un día un chico le había dicho a Cantwell:
—¡Te voy a largar un cinturonazo!…
Y Cantwell le había contestado:
—¡Anda y quítate de ahí! Ve a largarle un cinturonazo a Cecil Thunder. Me gustaría verte. Te mete un puntapié en el trasero como para ti solo.
Aquella expresión no estaba muy bien. Su madre le había dicho que no hablara en el colegio con chicos mal educados. ¡Madre querida! Al despedirse el día de entrada en el vestíbulo del castillo, ella se había recogido el velo sobre la nariz para besarle: y la nariz y los ojos estaban enrojecidos. Pero él había hecho como si no se diera cuenta de que su madre estaba a punto de echarse a llorar. Y su padre le había dado como dinero de bolsillo dos monedas de a cinco chelines. Y su padre le había dicho que escribiera a casa si necesitaba algo, y que, sobre todo, nunca acusara a un compañero aunque hiciese lo que hiciese. Después, a la puerta del castillo, el rector, con la sotana flotante a la brisa, había estrechado la mano a sus padres y el coche había partido con su padre y su madre dentro.
—¡Adiós, Stephen, adiós!
—¡Adiós, Stephen, adiós!
Se vio cogido entre el remolino de un pelotón de jugadores y, temeroso de los ojos fulgurantes y de las botas embarradas, se dobló completamente mirando por entre las piernas. Los muchachos pugnaban, bramaban y pataleaban entre restregones de piernas y puntapiés. De pronto las botas amarillas de Jack Lawton lanzaron el balón fuera del corro y todas las otras botas y piernas corrieron detrás. Stephen corrió también un trecho y luego se paró. No tenía objeto el seguir. Pronto se irían a casa, de vacaciones. Después de la cena, en el salón de estudio, iba a cambiar el número que estaba pegado dentro de su pupitre: de 77 a 76.
Sería mejor estar en el salón de estudio, que no allí fuera al frío. El cielo estaba pálido y frío, pero en el castillo había luces. Se quedó pensando desde qué ventana habría arrojado Hamilton Rowan su sombrero al foso y si habría ya entonces arriates de flores bajo las ventanas. Un día que le habían llamado al castillo, el despensero le había enseñado las huellas de las balas de los soldados en la madera de la puerta y le había dado un pedazo de torta de la que comía la comunidad. ¡Qué agradable y reconfortante era ver las luces en el castillo! Era como una cosa de un libro. Tal vez la Abadía de Leicester sería así. ¡Y qué frases tan bonitas había en el libro de lectura del doctor Cornwell! Eran como versos, sólo que eran únicamente frases para aprender a deletrear.
Wolsey murió en la Abadía de Leicester
donde los abades le enterraron.
Cancro es una enfermedad de plantas;
cáncer, una de animales.
¡Qué bien se estaría echado sobre la esterilla delante del fuego, con la cabeza apoyada entre las manos y pensando estas frases! Le corrió un escalofrío como si hubiera sentido junto a la piel un agua fría y viscosa. Había sido una villanía de Wells el empujarle dentro de la fosa y todo porque no le había querido cambiar su cajita de rapé por la castaña pilonga de él, de Wells, por aquella castaña vencedora en cuarenta combates. ¡Qué fría y qué pegajosa estaba el agua! Un chico había visto una vez saltar una rata al foso. Madre estaba sentada con Dante al fuego esperando que Brígida entrase el té. Tenía los pies en el cerco de la chimenea y sus zapatillas adornadas estaban calientes, ¡calientes!, y ¡tenían un olor tan agradable! Dante sabía la mar de cosas. Le había enseñado dónde estaba el canal de Mozambique y cuál era el río más largo de América, y el nombre de la montaña más alta de la luna. El Padre Arnall sabía más que Dante porque era sacerdote, pero tanto su padre como tío Charles decían que Dante era una mujer muy lista y muy instruida. Y cuando Dante después de comer hacía aquel ruido y se llevaba la mano a la boca, aquello se llamaba acedía.
Una voz gritó desde lejos en el campo de juego:
—¡Todo el mundo dentro!
Después otras voces gritaron desde la segunda y la tercera división:
—¡Todos adentro! ¡Todos adentro!
Los jugadores se agrupaban sofocados y embarrados, y él se mezcló con ellos, contento de volver a entrar. Rody Kickham llevaba el balón cogido por la atadura grasienta. Un chico le dijo que le pegara todavía la última patada; pero el otro se metió dentro sin contestarle. Simón Moonan le dijo que no lo hiciera porque el prefecto estaba mirando. El chico se volvió a Simón Moonan, y le dijo:
—Todos sabemos por qué lo dices. Tú eres el chupito de Mc Glade.
Chupito era una palabra muy rara. Aquel chico le llamaba así a Simón Moonan porque Simón Moonan solía atar las mangas falsas del prefecto y el prefecto hacía como que se enfadaba. Pero el sonido de la palabra era feo. Una vez se había lavado él las manos en el lavabo del Hotel Wicklow, y su padre tiró después de la cadena para quitar el tapón, y el agua sucia cayó por el agujero de la palangana. Y cuando toda el agua se hubo sumido lentamente, el agujero de la palangana hizo un ruido así: chup. Sólo que más fuerte.
Y al acordarse de esto y del aspecto blanco del lavabo, sentía frío y luego calor. Había dos grifos, y al abrirlos corría el agua: fría y caliente. Y él sentía frío y luego un poquito de calor. Y podía ver los nombres estampados en los grifos. Era una cosa muy rara.
Y el aire del tránsito le escalofriaba también. Era un aire raro y húmedo. Pronto encenderían el gas y al arder haría un ligero ruido como una cancioncilla. Siempre era lo mismo: y, si los chicos dejaban de hablar en el cuarto de recreo, entonces se podía oír muy bien.
Era la hora de los problemas de aritmética. El Padre Arnall escribió un problema muy difícil en el encerado, y luego dijo:
—¡Vamos a ver quién va a ganar! ¡Hala, York! ¡Hala, Lancaster!
Stephen lo hacía lo mejor que podía, pero la operación era muy complicada y se hizo un lío. La pequeña escarapela de seda, prendida con un alfiler en su chaqueta, comenzó a oscilar. El no se daba mucha maña para los problemas, pero trataba de hacerlo lo mejor que podía para que York no perdiese. La cara del Padre Arnall parecía muy ceñuda, pero no estaba enfadado: se estaba riendo. Al cabo de un rato, Jack Lawton chascó los dedos, y el Padre Arnall le miró el cuaderno y dijo:
—Bien. ¡Bravo, Lancaster! La rosa roja gana. ¡Vamos, York! ¡Hay que alcanzarlos!
Jack Lawton le estaba mirando desde su sitio. La pequeña escarapela con la rosa roja le caía muy bien, porque llevaba una blusa azul de marinero. Stephen sintió que su cara estaba roja también, y pensó en todas las apuestas que había cruzadas sobre quién ganaría el primer puesto en Nociones, Jack Lawton o él. Algunas semanas ganaba Jack Lawton la tarjeta de primero, y otras él. Su escarapela de seda blanca vibraba y vibraba, mientras trabajaba en el siguiente problema y oía la voz del Padre Arnall. Después, todo su ahínco pasó, y sintió que tenía la cara completamente fría. Pensó que debía de tener la cara blanca, pues la notaba tan fría. No podía resolver el problema, pero no importaba. Rosas blancas y rosas rojas: ¡qué colores tan bonitos para estarse pensando en ellos! Y las tarjetas del primer puesto y del segundo y del tercero también tenían unos colores muy bonitos: rosa, crema y azul pálido. Y también era hermoso pensar en rosas crema y rosas rosa. Tal vez una rosa silvestre podría tener esos colores, y se acordó de la canción de las flores de las rosas silvestres en el pradecito verde. Pero lo que no podría haber era una rosa verde. Quizá la hubiera en alguna parte del mundo.
Sonó la campana, y los alumnos comenzaron a salir de la clase hacia el refectorio, a lo largo de los tránsitos. Se sentó mirando los dos moldes de mantequilla que había en su plato, pero no pudo comer el pan húmedo. El mantel estaba húmedo y blando. Se bebió de un trago, sin embargo, el té que le echó en la taza un marmitón zafio, ceñido de un delantal blanco. Pensaba si el delantal del marmitón estaría húmedo también, o si todas las cosas blancas serían húmedas y frías. Roche el Malo y Saurín bebían cacao: se lo enviaban sus familias en latas. Decían que no podían beber aquel té, porque era como agua de fregar. Decían que sus padres eran magistrados.
Todos los chicos le parecían muy extraños. Todos tenían padres y madres, y trajes y voces diferentes. Y deseaba estar en casa y reclinar la cabeza en el regazo de su madre. Pero no podía; y lo que quería, por lo menos, era que se acabaran el juego y el estudio y las oraciones para estar en la cama.
Bebió otra taza de té caliente y Fleming le dijo:
—¿Qué tienes? ¿Te duele algo o qué es lo que te pasa?
—No sé —dijo Stephen.
—Lo que tú tienes malo es el saco del pan —dijo Fleming—, porque estás muy pálido. ¡Eso se te pasa!
—Sí, sí —dijo Stephen.
Pero la enfermedad no estaba allí. Pensó que lo que tenía enfermo era el corazón, si el corazón podía estarlo. ¡Qué amable que había estado Fleming interesándose por él! Sentía ganas de llorar. Apoyó los codos en la mesa y se puso a taparse y destaparse los oídos. Cada vez que destapaba los oídos, se oía el ruido del comedor. Era un estruendo como el del tren por la noche. Y cuando se tapaba los oídos, el estruendo cesaba, como el de un tren dentro de un túnel. Aquella noche en Dalkey el tren había hecho el mismo estruendo, y, luego, al entrar en el túnel, el estrépito había cesado. Cerró los ojos, y el tren siguió sonando y callando; sonando otra vez y callando. ¡Qué gusto daba oírlo callar y volver de nuevo a sonar fuera del túnel y luego callar otra vez!
Comenzaron a venir a lo largo de la estera del centro del refectorio los de la primera división, Paddy Rath y Jimmy Magee, y el español al que le dejaban fumar cigarros, y el portuguesito de la gorra de lana. Y cada uno tenía su manera distinta de andar.
Se sentó en un rincón del salón de recreo, haciendo como que miraba un partido de dominó, y por dos o tres veces pudo oír la cancioncilla del gas. El prefecto estaba a la puerta con varios muchachos y Simón Moonan le estaba atando las mangas falsas del hábito de los jesuitas ingleses. Estaba contando algo acerca de Tullabeg.
Por fin se marchó de la puerta y Wells se acercó a Stephen y le dijo:
—Dinos, Dédalus, ¿besas tú a tu madre por la noche antes de irte a la cama?
Stephen contestó:
—Sí.
Wells se volvió a los otros y dijo:
—Mirad, aquí hay uno que dice que besa a su madre todas las noches antes de irse a la cama.
Los otros chicos pararon de jugar y se volvieron para mirar, riendo. Stephen se sonrojó ante sus miradas y dijo:
—No, no la beso.
Wells dijo:
—Mirad, aquí hay uno que dice que él no besa a su madre antes de irse a la cama.
Todos se volvieron a reír. Stephen trató de reír con ellos. En un momento, se azoró y sintió una oleada de calor por todo el cuerpo. ¿Cuál era la debida respuesta? Había dado dos y, sin embargo, Wells se reía. Pero Wells debía saber cuál era la respuesta, porque estaba en tercero de gramática. Trató de pensar en la madre de Wells, pero no se atrevía a mirarle a él a la cara. No le gustaba la cara de Wells. Wells había sido el que le había tirado a la fosa el día anterior porque no había querido cambiar su cajita de rapé por la castaña pilonga de Wells, por aquella castaña vencedora en cuarenta partidos. Había sido una villanía: todos los chicos lo habían dicho. ¡Y qué fría y qué viscosa estaba el agua! Y un muchacho había visto una vez una rata muy grande saltar y ¡plum! zambullirse de cabeza en el légamo.
La viscosidad fría del foso le cubría todo el cuerpo; y cuando sonó la campana para el estudio y las divisiones salieron de los salones de recreo, sintió dentro de la ropa el aire frío del tránsito y de la escalera. Todavía trató de pensar cuál era la verdadera contestación. ¿Estaba bien besar a su madre o estaba mal? Y, ¿qué significaba aquello, besar? Poner la cara hacia arriba, así, para decir buenas noches y que luego su madre inclinara la suya. Eso era besar. Su madre ponía los labios sobre la mejilla de él; aquellos labios eran suaves y le humedecían la cara; y luego hacían un ruidillo muy pequeño: be-so. ¿Por qué se hacía así con la cara?
Sentado ya en el salón de estudio, abrió la tapa de su pupitre y cambió el número que estaba pegado dentro de 77 en 76. Pero las vacaciones de Navidad estaban muy lejos todavía; y sin embargo, habían de llegar, porque la tierra giraba siempre.
Había un grabado de la tierra en la primera página de la Geografía: una pelota muy grande entre nubes. Fleming tenía una caja de lápices y una noche en el estudio libre había iluminado la tierra de verde y las nubes de marrón. Era como los dos cepillos en el armario de Dante: el cepillo con el respaldo verde para Parnell y el cepillo con el respaldo marrón para Michael Davitt. Pero él no le había dicho a Fleming que las pintara de aquellos colores: lo había hecho Fleming de por sí.
Abrió la Geografía para estudiar la lección, pero no se podía acordar de los nombres de lugar de América. Y sin embargo, todos ellos eran sitios diferentes que tenían diferentes nombres. Todos estaban en países distintos y los países estaban en continentes y los continentes estaban en el mundo y el mundo era el universo. Pasó las hojas de la Geografía hasta llegar a la guarda y leyó lo que él había escrito allí. Allí estaban él, su nombre y su residencia.
Stephen Dédalus
Clase de Nociones
Colegio de Clongowes Wood
Sallins
Condado de Kildare
Irlanda
Europa
El Mundo
El Universo
Esto estaba escrito de su mano. Y Fleming había escrito por broma en la página opuesta:
Stephen Dédalus es mi nombre
e Irlanda mi nación.
Clongowes donde yo vivo
y el cielo mi aspiración.
Leyó los versos del revés, pero así dejaban de ser poesía. Y luego leyó de abajo a arriba lo que había en la guarda hasta que llegó a su nombre. Aquello era él: y entonces volvió a leer la página hacia abajo. ¿Qué había después del universo? Nada. Pero, ¿es que había algo alrededor del universo para señalar dónde se terminaba, antes de que la nada comenzase? No podía haber una muralla. Pero podría haber allí una línea muy delgada, muy delgada, alrededor de todas las cosas. Era algo inmenso el pensar en todas las cosas y en todos los sitios. Sólo Dios podía hacer eso. Trataba de imaginarse qué pensamiento tan grande tendría que ser aquél, pero sólo podía pensar en Dios. Dios era el nombre de Dios, lo mismo que su nombre era Stephen. Dieu quería decir Dios en francés y era también el nombre de Dios; y cuando alguien le rezaba a Dios y decía Dieu, Dios conocía desde el primer momento que era un francés el que estaba rezando. Pero aunque había diferentes nombres para Dios en las distintas lenguas del mundo y aunque Dios entendía lo que le rezaban en todas las lenguas, sin embargo, Dios permanecía siempre el mismo Dios, y el verdadero nombre de Dios era Dios.
Se cansaba mucho pensando estas cosas. Le hacía experimentar la sensación de que le crecía la cabeza. Pasó la guarda del libro y se puso a mirar con aire cansado a la tierra verde y redonda entre las nubes marrón. Se preguntaba qué era mejor: si decidirse por el verde o por el marrón, porque un día Dante había arrancado con unas tijeras el respaldo de terciopelo verde del cepillo dedicado a Parnell y le había dicho que Parnell era una mala persona. Se preguntaba si estarían discutiendo sobre eso en casa. Eso se llamaba la política. Había dos partidos: Dante pertenecía a un partido, y su padre y el señor Casey a otro, pero su madre y tío Charles no pertenecían a ninguno. El periódico hablaba todos los días de esto.
Le disgustaba el no comprender bien lo que era la política y el no saber dónde terminaba el universo. Se sentía pequeño y débil. ¿Cuándo sería él como los mayores que estudiaban retórica y poética? Tenían unos vozarrones fuertes y unas botas muy grandes y estudiaban trigonometría. Eso estaba muy lejos. Primero venían las vacaciones y luego el siguiente trimestre, y luego vacación otra vez y luego otro trimestre y luego otra vez vacación. Era como un tren entrando en túneles y saliendo de ellos y como el ruido de los chicos al comer en el refectorio, si uno se tapa los oídos y se los destapa luego. Trimestre, vacación; túnel, y salir del túnel; ruido y silencio. ¡Qué lejos estaba! Lo mejor era irse a la cama y dormir. Sólo las oraciones en la capilla, y, luego, la cama. Sintió un escalofrío y bostezó. ¡Qué bien se estaría en la cama cuando las sábanas comenzaran a ponerse calientes! Primero, al meterse, estaban muy frías. Le dio un escalofrío de pensar lo frías que estaban al principio. Pero luego se ponían calientes y uno se dormía. ¡Qué gusto daba estar cansado! Bostezó otra vez. Las oraciones de la noche y luego la cama: sintió un escalofrío y le dieron ganas de bostezar. ¡Qué bien se iba a estar dentro de unos minutos! Sintió un calor reconfortante que se iba deslizando por las sábanas frías, cada vez más caliente, más caliente, hasta que todo estaba caliente. ¡Caliente, caliente!; y sin embargo, aún tiritaba un poco y seguía sintiendo ganas de bostezar.
La campana llamó a las oraciones de la noche y él salió del salón de estudio en fila detrás de los demás; bajó la escalera y siguió a lo largo de los tránsitos hacia la capilla. Los tránsitos estaban escasamente alumbrados y lo mismo la capilla. Pronto, todo estaría oscuro y dormido. En la capilla había un ambiente nocturno y frío y los mármoles tenían el color que el mar tiene por la noche. El mar estaba frío día y noche. Pero estaba más frío de noche. Estaba frío y oscuro debajo del dique, junto a su casa. Mas la olla del agua estaría al fuego para preparar el ponche.
El prefecto estaba rezando casi por encima de su cabeza y él se sabía de memoria las respuestas:
Oh, señor, abre nuestros labios:
y nuestras bocas anunciarán tus alabanzas.
¡Dígnate venir en nuestra ayuda, oh, Dios!
¡Oh, Señor, apresúrate a socorrernos!
Había en la capilla un frío olor a noche. Pero era un olor santo. No era como el olor de los aldeanos viejos que se ponían de rodillas a la parte de atrás en la misa de los domingos. Aquél era un olor a aire, a lluvia, a turba, a pana. Pero eran unos aldeanos muy piadosos. Le echaban el aliento sobre el cogote desde detrás y suspiraban al rezar. Decía un chico que vivían en Clane: había allí unas cabañitas, y él había visto una mujer a la puerta de una cabaña al pasar en los coches viniendo de Sallins. ¡Qué bien, dormir una noche en aquella cabaña, ante el humeante fuego de turba, en la oscuridad iluminada por el hogar, en la oscuridad caliente, respirando el olor de los aldeanos, aire y lluvia y turba y pana! Pero ¡oh!: ¡qué oscuro se hacia el camino hacia allá, entre los árboles! Se perdería uno en la oscuridad. Le daba miedo de pensar lo que sería.
Oyó la voz del prefecto que decía la última oración, y él rezó también para librarse de la oscuridad de afuera, bajo los árboles.
Visita, te lo rogamos, oh, Señor, esta vivienda y aparta de ella todas las asechanzas del enemigo. Vivan tus ángeles aquí para conservarnos en paz; y sea tu bendición siempre sobre nosotros, por Cristo Nuestro Señor. Amén.
Le temblaban los dedos al desnudarse en el dormitorio. Les mandó que se dieran prisa. Para no irse al infierno cuando muriera, era necesario desnudarse y luego arrodillarse y decir sus oraciones particulares y estar en la cama antes de que bajaran el gas. Se sacó las medias, se puso rápidamente el camisón de dormir, se arrodilló al lado de la cama y repitió de prisa sus oraciones, temiendo a cada paso que iban a apagar el gas. Sintió que se le estremecían las espaldas, mientras murmuraba:
Bendice, oh Dios, a mis padres y consérvamelos,
bendice, oh Dios, a mis hermanitos y consérvamelos,
bendice, oh Dios, a Dante y a tío Charles y consérvamelos.
Se santiguó y trepó rápidamente a la cama, enrollando el extremo del camisón entre los pies, haciéndose un ovillo bajo las frías sábanas blancas, estremeciéndose, tintando. Pero no iría al infierno cuando se muriera; y se le pasaría el tiritón. Alguien daba las buenas noches a los muchachos desde el dormitorio. Miró un momento por encima del cobertor y vio alrededor de la cama las cortinas amarillas que le aislaban por todas partes. La luz bajó pasito.
Los zapatos del prefecto se marcharon. ¿Adónde? ¿Escaleras abajo y por los tránsitos, o a su cuarto situado al extremo del dormitorio? Vio la oscuridad. ¿Sería cierto lo del perro negro que se paseaba allí por la noche con unos ojos tan grandes como los faroles de un carruaje? Decían que era el alma en pena de un asesino. Un largo escalofrío de miedo le refluyó por el cuerpo. Veía el oscuro vestíbulo de entrada del castillo. En el cuarto de plancha, en lo alto de la escalera, había unos criados viejos vestidos con trajes antiguos. Era hacía mucho tiempo. Los criados viejos estaban inmóviles. Allí había lumbre, pero el vestíbulo estaba oscuro. Un personaje subía, viniendo del vestíbulo, por la escalera. Llevaba el manto blanco de mariscal; su cara era extraña y pálida; se apretaba con una mano el costado. Miraba con unos ojos extraordinarios a los criados. Ellos le miraban también, y al ver la cara y el manto de su señor, comprendían que venía herido de muerte. Pero sólo era a la oscuridad a donde miraban: sólo al aire oscuro y silencioso. Su amo había recibido la herida de muerte en el campo de batalla de Praga, muy lejos, al otro lado del mar. Estaba tendido sobre el campo; con una mano se apretaba el costado. Su cara era extraña y estaba muy pálida. Llevaba el manto blanco de mariscal.
¡Qué frío daba, qué extraño era el pensar en esto! Toda la oscuridad era fría y extraña. Había allí caras extrañas y pálidas, ojos grandes como faroles de carruaje. Eran las almas en pena de los asesinos, las imágenes de los mariscales heridos de muerte en los campos de