HERENCIA ITALIANA
Por Lynne Graham
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Lynne Graham
Lynne Graham lives in Northern Ireland and has been a keen romance reader since her teens. Happily married, Lynne has five children. Her eldest is her only natural child. Her other children, who are every bit as dear to her heart, are adopted. The family has a variety of pets, and Lynne loves gardening, cooking, collecting allsorts and is crazy about every aspect of Christmas.
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HERENCIA ITALIANA - Lynne Graham
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.
HERENCIA ITALIANA, Nº 1522 - julio 2012
Título original: The Banker’s Convenient Wife
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0693-1
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Capítulo 1
Por supuesto que no vamos a renovarle el contrato. El Banco Sabatino no es lugar para directores de fondos que no saben realizar su trabajo –dijo Roel Sabatino con el ceño fruncido.
Delgado, alto, de pelo oscuro, guapo aunque de rasgos duros, el señor Sabatino era un banquero internacional y un hombre muy ocupado que consideraba aquella conversación una pérdida de tiempo.
Stefan, su director de recursos humanos, carraspeó.
–Había pensado que... quizás hablando con Rawlinson conseguiríamos que volviera al buen camino...
–Yo no doy segundas oportunidades a nadie –lo interrumpió Roel con voz tajante–. Por si no te has dado cuenta, nuestros clientes, tampoco. Está en juego la reputación de mi banco.
Stefan Weber se dijo que también estaba en juego la reputación de Roel como uno de los banqueros más inteligentes del mundo. Roel Sabatino, millonario suizo descendiente de nueve generaciones de banqueros era considerado por muchos como el más brillante de todos ellos.
A pesar de su inteligencia y de su enorme éxito profesional, no tenía piedad con los empleados que tenían problemas personales. De hecho, su falta de humanidad daba pánico.
Aun así, Stefan hizo un último esfuerzo para interceder por el empleado caído en desgracia.
–Su mujer lo dejó el mes pasado…
–Soy su jefe, no su psicólogo –contestó Roel–. Su vida privada no es asunto mío.
Una vez aclarado aquello, Roel se metió en su ascensor privado y se dirigió al aparcamiento. Mientras conducía su Ferrari seguía enfadado.
¿Qué clase de hombre dejaba que la pérdida de una mujer interfiriera en su meteórica carrera? Roel decidió que su empleado tenía que ser un hombre débil y sin disciplina.
Desde luego, un hombre que lloriqueaba mientras contaba sus problemas personales y que esperaba que se lo tratara de manera especial por ello era un anatema para él.
La vida era todo un reto en sí misma y Roel lo sabía porque había tenido una infancia de felicidad austera cuando su madre se había marchado de casa cuando él tenía dos años. Con ella se habían desvanecido las esperanzas de criarse con amor y cariño.
Cuando contaba cinco años, había ingresado en un internado y sólo había recibido permiso para ir a casa cuando sus notas habían cumplido las elevadas expectativas de su padre.
Desde pequeño le habían enseñado que tenía que ser duro y fuerte y que jamás debía pedir favores ni tener esperanzas de ningún tipo.
Mientras estaba en el atasco de la hora de comer de Ginebra, sonó el teléfono de su coche. Era Paul Correro, su abogado.
–Creo que es mi deber, como tu representante legal, recordarte que tenemos cierto asunto pendiente –le dijo en tono divertido.
Paul y Roel habían ido juntos a la universidad y Paul se permitía con Roel ciertas bromas que ninguna otra persona se permitía. Sin embargo, Roel no estaba hoy de humor.
–Ve al grano –lo urgió.
–Llevo un tiempo queriéndotelo decir... pero estaba esperando a ver si sacabas tú el tema. Han pasado ya cuatro años. ¿No va siendo hora ya de que termines con tu matrimonio de conveniencia?
Aquella noticia lo pilló de sorpresa, y a Roel se le caló el coche provocando que los demás conductores lo insultaran y le pitaran, pero él no hizo ni caso.
–Creo que deberíamos quedar esta semana porque yo me voy de vacaciones el lunes –continuó Paul.
–Esta semana es imposible –contestó Roel.
–Espero no haberte importunado recordándotelo –dijo Paul.
–No me había olvidado de ese asunto, lo que pasa es que me has pillado por sorpresa –rió Roel.
–Creí que eso no era posible –bromeó Paul.
–Ya te llamaré luego... el tráfico está fatal –contestó Roel dando por finalizada la conversación.
Paul había hecho bien sacando el tema de su matrimonio, un matrimonio de conveniencia en el que Roel no había tenido más remedio que embarcarse hacía cuatro años.
¿Cómo se iba a olvidar de que tenía que romper aquel vínculo con un divorcio? Recordó cómo se había visto inmerso en aquella ridícula situación que lo había llevado a casarse con una mujer a la que no amaba para cumplir con las condiciones del testamento de su abuelo.
Clemente, su abuelo, había sido un hombre entregado al trabajo durante toda la vida, pero cuando se jubiló se enamoró de una mujer a la que le doblaba la edad y había empezado a ver la vida de otra manera.
Incluso había llegado a casarse con ella, lo que le había granjeado la enemistad de su propio hijo, el padre de Roel, que era un hombre muy conservador. Sin embargo, Roel nunca había roto las relaciones con su abuelo.
Clemente había muerto hacía cuatro años y Roel se había quedado de piedra cuando el abogado había leído las condiciones de su testamento. En una de ellas, Clemente había dejado escrito que, si su nieto no se casaba en un plazo de tiempo estipulado, el Castello Sabatino, la ancestral mansión familiar, pasaría al Estado.
En aquel mismo instante, Roel se había arrepentido de haberle dicho a su abuelo que no creía en el matrimonio y que no pensaba casarse ni tener hijos hasta, por lo menos, los cincuenta años.
Aunque no era una persona sentimental, el Castello Sabatino significaba mucho para él pues tenía bonitos recuerdos de su infancia allí. Si hubiera querido, se habría podido comprar cien castellos iguales, pero quería ése.
Su familia llevaba habitándolo muchos siglos y la repentina amenaza de perderlo le había llegado al alma.
Un par de meses después, estando en Londres en un viaje de negocios, mientras le cortaban el pelo estaba hablando con Paul desde el móvil sobre los problemas que les había ocasionado el testamento de su abuelo.
Como estaban hablando en italiano, creyó que nadie los iba a entender, pero se equivocaba. Cuando colgó el teléfono, la peluquera le dio el pésame por la pérdida de su abuelo y se ofreció a casarse con él para que no perdiera el Castello Sabatino.
Hilary Ross se había casado con él única y exclusivamente por dinero. ¿Cuántos años tendría ahora? Sí, había cumplido veintitrés el día de San Valentín. Seguro que seguía pareciendo una adolescente.
Cuando la conoció, iba siempre vestida de negro, con grandes botas y maquillaje de vampiresa. Roel sonrió al recordarlo. Una vampiresa muy atractiva.
Antes de que el semáforo se pusiera verde, se sacó la cartera del bolsillo y extrajo la fotografía que Hilary le había entregado y en la que había escrito en broma: «Tu esposa, Hilary» y su número de teléfono.
–Así, te acordarás de mí –le había dicho presintiendo que Roel no se iba a poner en contacto con ella si no fuera por asuntos legales.
«Bésame», le habían suplicado sus ojos.
Sin embargo, Roel no lo había hecho porque Paul le había advertido que, si se dejaba llevar y se acostaba con ella, Hilary podría demandarlo luego y obtener una cuantiosa pensión de manutención.
En cualquier caso, Roel se dijo que jamás se había sentido atraído por ella. ¿Cómo se iba a sentir atraído por una chica que había dejado el colegio a los dieciséis años y que era peluquera?
Lo único que tenían en común era que ambos eran seres humanos. Por fin, Roel miró la fotografía. Hilary no era guapa, recordó exasperado por sus propios pensamientos. Tenía las cejas demasiado rectas y pobladas y la nariz un poco grande.
Aun así, Roel no pudo apartar la mirada de su viva sonrisa y sus preciosos y enormes ojos.
–Cuando era adolescente, trabajaba los sábados, y me gastaba todo lo que ganaba en zapatos –le había confesado Roel una vez haciéndole entender que habían llevado vidas muy diferentes.
–Cuando mi abuela conoció a mi abuelo, supo que era el amor de su vida antes de que hablaran... en cualquier caso, no podían hablar porque ella no sabía inglés y él no sabía italiano. ¿No te parece romántico?
Roel no había contestado a aquella pregunta. De hecho, se había mostrado como un muro de piedra ante los intentos de Hilary por flirtear con él. Sí, era un esnob tanto social como intelectualmente y aquella chica no pertenecía a su mundo.
Además, no pensaba seguir la tradición de la familia de casarse con cazafortunas. Él se tenía por un hombre mucho más listo que su padre y su abuelo. Por eso, había suprimido aquella inadecuada y peligrosa atracción que sentía por una mujer que no era la correcta.
Aun así, no podía olvidar la última vez que la había visto. En aquella ocasión, Hilary lo había mirado con un brillo especial en los ojos y una sonrisa desafiante, como diciéndole que estaba segura de que iba a encontrar un hombre que creyera en el amor.
¿Lo habría encontrado? ¿Tal vez por eso no había pedido el divorcio todavía?
Mientras se hacía aquellas preguntas, Roel