Pasados borrascosos
Por Lynn Raye Harris
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Las insinuaciones de las cazafortunas eran un riesgo laboral para la leyenda de las carreras de motos, convertido en magnate, Lorenzo D'Angeli. Y por eso había tenido que ampliar las funciones de su secretaria personal para incluir eventos nocturnos.
Faith Black había aceptado todos los desafíos de su jefe, pero ser vista colgada de su brazo implicaba ser fotografiada, exponerse a las miradas, llevar trajes de gala, y abandonar la seguridad de sus sobrios trajes grises.
Famoso por su sangre fría, Renzo perdió toda compostura al ver a su, aparentemente, mojigata secretaria vestida de una forma tan insinuante.
Lynn Raye Harris
Lynn Raye Harris read her first Harlequin Mills & Boon romance when her grandmother carted home a box from a yard sale. She didn't know she wanted to be a writer then, but she definitely knew she wanted to marry a sheikh or a prince and live the glamorous life she read about in the pages. Instead, she married a military man and moved around the world. She's been inside the Kremlin, hiked up a Korean mountain, floated on a gondola in Venice and stood inside volcanoes at opposite ends of the world. These days Lynn lives in North Alabama with her handsome husband and two crazy cats. When she's not writing, she loves to read, shop for antiques, cook gourmet meals and try new wines. She is also an avowed shoeaholic and thinks there's nothing better than a new pair of high heels. Lynn was a finalist in the 2008 Romance Writers of America's Golden Heart® contest, and she is the winner of the Harlequin Presents Instant Seduction contest. She loves a hot hero, a heroine with attitude and a happy ending. Writing passionate stories for Harlequin is a dream come true. You can visit her at her Web site.
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Pasados borrascosos - Lynn Raye Harris
Capítulo 1
SEÑORITA Black, esta noche me acompañará.
Faith levantó bruscamente la cabeza. Su jefe, Lorenzo D’Angeli, prototipo del arrogante empresario italiano, vestido con traje y zapatos hechos a medida, la miraba desde la puerta del despacho. El corazón se le paró ante el hermoso rostro de facciones angulosas, piel bronceada y ojos azules. No era la primera vez, pero le irritaba no poder controlarse.
Lo sabía todo de los hombres como él. Arrogantes y egoístas. Bastaba con fijarse en cómo trataba a las mujeres que entraban y salían de su vida con despiadada regularidad, aunque con ella siempre se había mostrado cortés.
–Deberá vestir de gala –continuó él–. Si necesita ropa, tómese la tarde libre y cargue sus compras a mi cuenta.
El corazón de Faith hizo mucho más que pararse. Durante los seis meses que llevaba trabajando para su jefe, había ido de compras en varias ocasiones, pero siempre para adquirir corbatas de seda o gemelos de oro, o para elegir algún regalo para la mujer de turno. Pero era la primera vez que le pedía que fuera de compras para ella misma.
–Lo siento, señor D’Angeli –contestó con suma cortesía–, me temo que no lo comprendo.
–La señorita Palmer ya no vendrá –Lorenzo no suavizó el gesto–. Necesito acompañante.
Faith se puso tensa. Sustituir a la ex de su jefe no entraba dentro de sus funciones.
–Señor D’Angeli… –empezó de nuevo.
–Faith, la necesito.
Tres palabras. Tres palabras que consiguieron provocarle un temblor por todo el cuerpo. ¿Por qué le permitía hacerle eso? ¿Por qué la mera idea de pasearse con él por la ciudad le hacía sentirse débil si era la última persona del mundo con quien querría estar?
Lorenzo D’Angeli no necesitaba a ninguna mujer, se recordó.
–Es totalmente inapropiado, señor D’Angeli. No puedo ir.
–Faith, es la única de la que puedo fiarme –contestó él–. La única que no juega conmigo.
–Yo no juego con usted, señor D’Angeli, porque soy su secretaria.
Era increíble lo pagado de sí mismo que podía ser ese hombre.
–Y precisamente por eso la necesito a mi lado esta noche. Sé que se comportará.
¿Comportarse? Faith le hubiera abofeteado. Sin embargo, se limitó a mirarlo fijamente, con el pulso tan acelerado como las famosas motos de D’Angeli Motors. Jamás comprendería por qué ese hombre le afectaba tanto. Desde luego era guapo a rabiar, pero estaba convencido de que el mundo entero giraba a su alrededor.
Incluida, al parecer, su secretaria.
–¿No prefiere que llame a la señorita Zachetti, o a la señorita Price? Estoy segura de que estarán disponibles. Y si no lo están, cambiarán de idea en cuanto sepan quién les llama.
Cualquiera de ellas se moriría por pasar una noche con él, reflexionó Faith con el ceño fruncido. Aún no había conocido a una mujer que no lo hiciera.
Renzo se acercó y apoyó las manos sobre la mesa de su secretaria, mirándola fijamente a los ojos. Faith percibía el olor de su colonia. Por arreglado que fuera, ese hombre siempre poseía un cierto aire salvaje que le hacía pensar en las motos que construía y conducía.
Era famoso por su sangre fría. Por desafiar a la muerte a más de trescientos kilómetros por hora, sin más protección que un traje de cuero y un casco de fibra de carbono. Ese hombre había ganado cinco títulos mundiales antes de que un grave accidente lo condenara a llevar la pierna llena de clavos y un bastón de por vida.
Pero, por supuesto, él no había aceptado tal destino y se había esforzado al máximo en deshacerse del bastón, y regresar a los circuitos de carreras. Su determinación le había otorgado cuatro títulos más y el apodo de El Príncipe de Hierro.
Y fue esa determinación de hierro, de hombre irrompible, mirándola con unos ojos azules y penetrantes lo que le obligó a desviar la mirada a pesar de su empeño en no hacerlo. Faith alargó una mano hacia el teléfono con el corazón acelerado.
–¿Y cuál será la afortunada dama? –insistió ella mientras se recriminaba el tono excesivamente agudo de su voz que delataba la agitación que sentía.
La mano de Renzo salió disparada hacia la suya, obligándola a colgar. Tenía la piel cálida y un torrente de energía la atravesó, provocándole una rigidez impropia de ella.
–Habrá una bonificación para usted –anunció Renzo con voz dulce–. Podrá quedarse con la ropa. Y le pagaré el sueldo de un mes por complacerme. ¿Le parece bien? ¿Si?
Faith cerró los ojos. ¿Bien? Era maravilloso. Una paga extra sería una bendición para su cuenta bancaria. Le acercaría a su sueño de comprarse un apartamento en lugar de tener que vivir de alquiler. Con un piso en propiedad tendría la sensación de haber dejado atrás Georgia y la sentencia de su padre de que nunca llegaría a ser alguien.
Sin embargo, debía rechazar la oferta. Lorenzo D’Angeli siempre iba rodeado de fotógrafos y periodistas. Como secretaria personal nunca había tenido que preocuparse por ello, pero ¿alguien se creería, viéndola colgada del brazo de ese hombre, que se trataba solo de trabajo?
Poco importaba que no fuera cierto. Su foto acabaría en la portada de algún periódico.
¿Qué posibilidades había de que alguien viera una foto de Faith Black y la relacionara con Faith Louise Winston?
La pobre y desgraciada Faith Winston se estremeció. No estaba dispuesta a vivir con miedo por culpa de un error del pasado. Ya no era aquella adolescente ingenua.
–¿Dónde se celebra la fiesta? –preguntó, recriminándose al instante sus palabras.
Renzo suavizó el gesto y sus ojos brillaron ardientes. Tenía que ser una alucinación porque su jefe jamás la miraría así.
–En Manhattan. Quinta Avenida –Lorenzo se irguió con una sonrisa de satisfacción dibujada en su sensual boca–. Mi coche la recogerá a las siete. Procure estar lista.
–Aún no he accedido a acompañarle –puntualizó ella con la boca seca.
Estaba a punto de rendirse, aunque un obstinado rincón de su ser se negaba a ceder. Su jefe lo tenía todo fácil y no iba a caer a sus pies solo porque se lo pidiera. La única vez que se había dejado convencer por un hombre, las consecuencias habían sido desastrosas.
Sin embargo, ese hombre era su jefe. No fingía sentir algo por ella solo para conseguir que cediera a sus deseos. Y ella ya no era una impresionable cría de dieciocho años.
–No tiene nada que perder, Faith –continuó Renzo con un suave acento que le hizo estremecerse–, y mucho que ganar.
–No forma parte de los cometidos de mi puesto –insistió ella aferrándose a esa certeza.
–No, en efecto.
Ambos se miraron sin decir nada antes de que Lorenzo volviera a inclinarse sobre la mesa.
–Me haría un gran favor –observó él–. Y ya de paso estaría ayudando a D’Angeli Motors.
Y entonces le dedicó esa devastadora sonrisa, la que hacía que modelos, actrices y reinas de la belleza se deshicieran de placer. Y Faith se alarmó al comprobar que no era tan inmune como pretendía ser.
–Por supuesto está en su derecho de negarse, pero le estaría eternamente agradecido, Faith, si no lo hiciera.
–No se trata de ninguna cita –sentenció ella con firmeza–. Son estrictamente negocios.
Lorenzo se echó a reír y ella se sonrojó violentamente. ¿Por qué había dicho semejante tontería? Jamás la consideraría para una cita. Si quería pagarla para fingir que lo era, no habría problema. Siempre que la relación se mantuviera en el plano estrictamente profesional, tomaría el dinero y saldría corriendo.
–Absolutamente, cara –asintió Renzo, ofreciéndole otra sonrisa–. Y ahora, por favor, tómese la tarde libre para ir de compras. Mi coche la llevará.
–Estoy segura de que encontraré algo adecuado en mi armario –insistió Faith.
–¿Acaso guarda diseños de última moda en su armario, señorita Black? –la expresión en los ojos de Lorenzo dejaba claro que no se lo creía–. ¿Algo adecuado para codearse con la alta sociedad de Nueva York?
–Creo que no –ella bajó la vista avergonzada. A pesar del buen sueldo que recibía, no era una esclava de la moda y, además, ahorraba todo lo que podía para comprar una casa.
–Entonces, váyase –él sonrió indulgente–. Esto está incluido en el trato, señorita Black.
Lorenzo desapareció tras la puerta de su despacho, como si no tuviese la menor duda de que Faith iba a obedecerle. Y ella suspiró y apagó el ordenador.
A Renzo le dolía la pierna. Dejó a un lado el portátil y se frotó la zona dolorida mientras el coche se abría paso entre el tráfico de Brooklyn camino del apartamento de su secretaria personal. En lugar de mejorar, cada vez se encontraba peor. Sus médicos le habían advertido de que podría suceder, pero había trabajado mucho y no podía perder todo lo conseguido. Ya habían vencido al dolor una vez. Volvería a hacerlo.
Clavó el puño en el músculo. Aún no estaba acabado. Se negaba a estarlo.
A su principal competidor, Niccolo Gavretti, de Gavretti Manufacturing le encantaría ver cómo perdía su siguiente título mundial, y también la supremacía D’Angeli en el mercado. Frunció el ceño. Niccolo y él habían sido amigos, o al menos eso había creído.
No podía perder. Rodaría sobre la pista con la Viper D’Angeli y demostraría que había creado la mejor moto del mundo de la competición, una vez solucionados los problemas de diseño. Y ya de paso ganaría otro título mundial.
Los inversores estarían contentos, el dinero fluiría y la versión para el público sería un enorme éxito. Y entonces Renzo se retiraría de las carreras y dejaría que el equipo D’Angeli siguiera dominando el circuito del Grand Prix.
«Dio, per favore, un último título». Una última victoria y lo dejaría.
La velada de aquella noche era crucial para sus intereses, y esperaba no haberse equivocado al pedirle a su secretaria personal, algo sosa aunque eficiente, que lo acompañara. Las situaciones desesperadas exigían medidas desesperadas.
Por supuesto, podría haber aparecido solo en la fiesta de Robert Stein, pero no le apetecía pasar toda la noche huyendo de la hija de Stein, demasiado joven y demasiado caprichosa.
Además, era evidente que a Robert Stein no le agradaba el interés que mostraba Lissa por él. Aunque normalmente no le importaba lo que pensaran los padres, en esa ocasión debía dejar claro que no tenía el menor interés en Lissa Stein, para lo cual necesitaba una acompañante, una mujer que no se apartara de su lado y que le complaciera en todo.
Todo había ido bien hasta aquella mañana cuando se había descubierto pronunciando ante Katie Palmer las palabras que solía dirigirle a una mujer cuando empezaba a cansarse de ella. Llevaban un mes saliendo y había empezado a ponerse pegajosa. El estuche de maquillaje oculto en un rincón del cuarto de baño no le había molestado, ni tampoco el cepillo de dientes. Pero la cuchilla de afeitar color rosa, con sus correspondientes recambios, había sido la gota que había colmado el vaso.
No le importaba que una chica se quedara a pasar la noche, siempre que él se lo pidiera, pero que se fuera instalando poco a poco después de apenas una docena de citas le resultaba de lo más irritante. El sexo era un aspecto importante y enriquecedor en su vida, pero no veía ninguna necesidad de confundirlo con la cohabitación. No necesitaba vivir con una mujer para disfrutar de ella, y siempre lo dejaba claro desde el principio. Cada vez que alguna traspasaba la línea, automáticamente era expulsada de su vida.
Katie Palmer era una mujer hermosa y excitante, pero había empezado a dejarlo indiferente incluso antes de que apareciera la maquinilla rosa y sus innumerables recambios. No lo entendía, pues era la clase de mujer con la que solía salir: hermosa, algo superficial e intelectualmente poco exigente.
Renzo devolvió su atención al portátil con el que había estado trabajando. Quizás debería haber aceptado la sugerencia de Faith y llamado a alguna antigua novia para aquella noche, pero se le había ocurrido que hacerse acompañar de la sosita secretaria personal podría serle más