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Sin recuerdos
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Libro electrónico153 páginas2 horas

Sin recuerdos

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Información de este libro electrónico

Diana Rawlins salió del hospital con amnesia y un bebé en los brazos, pero no sabía qué había ocurrido. Su marido, Cal, estaba decidido a llegar al fondo del misterio, sobre todo porque una de las cosas que su mujer no recordaba era que estaban casados.
A Diana sólo parecía interesarle su bebé, pero Cal sabía que era imposible que fuera de ella. Sin embargo, no estaba dispuesto a perder a su esposa. Si el bebé era la llave para llegar al corazón de Diana, lucharía para que ella volviera a enamorarse de él y para que pudiera quedarse con el niño.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 sept 2020
ISBN9788413481319
Sin recuerdos
Autor

Rebecca Winters

Rebecca Winters já ganhou o National Readers' Choice Award dos Estados Unidos, o Romantic Times Reviewers’ Choice Award e foi nomeada como a Escritora do Ano de Utah. Rebecca já escreveu mais de quarenta livros para a Harlequin.

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    Sin recuerdos - Rebecca Winters

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

    Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

    www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 1998 Rebecca Winters

    © 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Sin recuerdos, n.º 1507 - septiembre 2020

    Título original: Undercover Baby

    Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

    I.S.B.N.: 978-84-1348-131-9

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Epílogo

    Si te ha gustado este libro…

    Capítulo 1

    ES LA CASA de los señores Rawlins?

    Cal Rawlins se puso la toalla alrededor del cuello, dispuesto a colgar el teléfono en caso de que fuera algún vendedor. Las siete y media de la mañana era un poco pronto como para molestar a nadie.

    Si no hubiera sido por el buen humor que tenía después de haber hecho el amor con su amada esposa en aquella mañana del mes de junio, habría colgado de forma inmediata sin siquiera responderle.

    –Sí.

    –Llamo del departamento de urgencias del hospital Bonneville Regional. No se asuste, pero tenemos aquí a una señora llamada Diana Rawlins. Aparte de estar un poco desorientada porque se ha caído, parece que está bien. El niño parece que también está bien. Lo ha visto un pediatra, que lo está examinando ahora. Si por favor pudiera venir…

    Al oír la palabra «niño» se quedó un poco más aliviado.

    –Mi esposa se ha ido a trabajar y no tenemos ningún niño –le dijo–. Me parece que se ha confundido de Rawlins. Lo siento.

    Colgó el auricular y se fue otra vez al cuarto de baño a terminar de afeitarse. Pensó en su matrimonio sin hijos, la única nube que oscurecía la felicidad matrimonial, porque su mujer deseaba tener un hijo.

    En los cuatro años de matrimonio, Diana había sufrido tres abortos, perdiendo el feto a las ocho semanas. El último los había dejado destrozados a los dos, porque lo había perdido cuando tenía ya cuatro meses. Incluso le habían decorado la habitación donde iba a vivir.

    Si hubiera sido un niño, le habrían llamado Tyler, como el abuelo de ella.

    Si se volvía a quedar embarazada tendría que tener mucho cuidado y seguro que tendría que pasar por el quirófano para evitar que le volviera a ocurrir lo mismo. Pero hasta ese momento, Diana no se había quedado embarazada, a pesar de lo mucho que lo deseaba.

    El médico le había dicho que se lo tenía que tomar con tranquilidad, que tenía que darle al cuerpo un descanso antes de intentarlo de nuevo. Cal estaba de acuerdo con el médico, pero convencer a Diana era otra cosa.

    Cal había sugerido la idea de la adopción, pero ella la había descartado. No obstante lo había hablado con Roman Lufka, el mejor amigo de Cal y jefe de Diana en LFK Associates International.

    Roman y Cal habían hablado de que si encontraban un niño para adoptar, a lo mejor se lo pensaba. Había veces que cuando se adoptaba un niño, la mujer de pronto se quedaba embarazada. Roman le había dicho que iba a investigarlo.

    Era evidente que a él le apetecía mucho más tener un hijo natural, pero si no era posible, no le importaba adoptarlo. La felicidad de Diana era lo más importante. Eran muy felices en su matrimonio. Ella era su vida.

    Mientras Cal terminaba de vestirse para ir al trabajo, decidió llamar a su amigo para quedar a comer ese mismo día. A lo mejor Roman ya había averiguado algo al respecto.

    Estaba a punto de levantar el teléfono para hacer la llamada, cuando volvió a sonar otra vez. Llamaban de nuevo del hospital. Frunció el ceño.

    –¿Señor Rawlins? ¿Vive usted en 18 Haxton Place, en Salt Lake?

    –Sí. Pero ya le dicho antes que no tenemos hijos.

    –Sin embargo esta señora dice que es la madre del niño. Hemos comprobado su permiso de circulación y la dirección que pone es la que le he dicho –sintió un escalofrío por la espalda–. Es una mujer alta, rubia y con los ojos verdes.

    –Esa es mi mujer. ¿Podría hablar con ella?

    –Ahora mismo no. Como le he dicho hace unos minutos está un poco desorientada.

    –Voy ahora mismo.

    Sintiéndose como si le acabaran de dar una patada en el estómago, salió disparado de la casa. Condujo su Saab a toda velocidad hasta el hospital.

    Cuando vio el Buick de color blanco de su esposa aparcado, tragó saliva. Su presencia indicaba que había ido al hospital a primera hora de la mañana. Había salido de casa tan solo una hora antes que él.

    ¿Qué le podría haber ocurrido en tan corto espacio de tiempo? Además, lo del niño no tenía sentido alguno.

    –Hola, soy el señor Rawlins –saludó, en cuanto llegó a la recepción del hospital–. Me han llamado porque mi esposa está aquí.

    –Siéntese un momento, por favor, enseguida lo atienden.

    Cal prefirió quedarse de pie. Estaba demasiado nervioso como para sentarse a esperar. A pesar de que la persona que lo había llamado le había asegurado que Diana estaba bien.

    –¿Señor Rawlins? Soy el doctor Farr, el que ha examinado a su esposa. Entre por favor.

    Cal siguió al médico y entró en una sala. Pensó que el doctor le iba a llevar directamente donde estaba Diana. Al ver que no lo hacía, sintió como si tuviera un agujero en el estómago.

    –¿Está bien mi esposa? Eso es lo único que me interesa.

    El doctor Farr lo miró.

    –Cuando se cayó, se pegó un golpe en la nuca. Le hemos hecho una radiografía y parece que solo es una contusión. Pero está un poco desorientada. Le he pedido al neurocirujano que venga a examinarla. Estará aquí en unos minutos.

    Cuando asimiló el mensaje del médico, Cal levantó la cabeza y le preguntó:

    –¿Está muy desorientada?

    –Los auxiliares de enfermería la encontraron a la entrada de urgencias. Estaba sentada en el asfalto, medio mareada y agarrada a su hijo. No recordaba su nombre, ni dónde vivía, ni lo que estaba haciendo allí. Tuvieron que buscar en su bolso algún tipo de identificación para poder llamarlo.

    Cal sintió un sudor frío en todo su cuerpo.

    –¿La vio alguien caer? ¿Cómo saben que no la atacó nadie?

    –Parece que se resbaló en el cemento. El camino está inclinado y probablemente se cayó para atrás. Tenía un poco de sangre en la cabeza y heridas en los codos. El niño parecía que estaba bien, pero como ya le he dicho los índices de bilirrubina eran muy altos. El pediatra lo está tratando.

    Cal movió la cabeza, incapaz de creerse lo que estaba oyendo.

    –Pues no sé de quién puede ser el niño.

    –A lo mejor de alguna amiga.

    –Puede, pero no se me ocurre de quién. A lo mejor Diana se ofreció para cuidarlo y se le olvidó comentármelo. Pero lo que no entiendo es cómo lo iba a cuidar cuando se supone que iba a trabajar.

    –Pronto lo sabremos, en cuando su esposa empiece a recordar.

    –Tiene razón. ¿Puedo verla?

    –Claro. Venga conmigo. Lo que le ruego es que no se alarme, porque la pérdida de memoria es algo muy frecuente en las personas que se dan golpes en la cabeza.

    La pérdida de memoria era otro término para referirse a la amnesia. Una palabra que ponía a Cal la carne de gallina.

    –En la mayoría de los casos es algo temporal. En doce horas aproximadamente seguro que vuelve a su estado normal. Solo quería que estuviera preparado en caso de que no lo reconozca.

    ¿Cómo no lo iba a reconocer?

    Cal desechó de inmediato la idea. Podría estar mareada, pero era imposible que no reconociera a su propio marido. Eran como dos almas gemelas. Eso fue lo que sintieron nada más conocerse.

    –Pase por aquí. Si necesita algo, estaré en mi despacho.

    Cal asintió y entró en otra habitación, con el corazón a toda velocidad. Nada más entrar sintió unos deseos inmensos de abrazar a la mujer que solo una horas antes había estado en la cama con él.

    En lugar del vestido verde con el que había salido de casa, llevaba una bata del hospital y parecía como medio dormida. Estaba tumbada en una camilla, con los ojos cerrados.

    De todas maneras no tenía mal aspecto. Seguro que podría irse con él a casa.

    Se acercó a ella para examinarle el codo. Nada más tocárselo abrió los ojos.

    –¿Diana? –le dijo al ver que estaba despierta.

    De forma instintiva, le puso los labios en su boca, en una demostración del amor que habían compartido esa misma mañana.

    Al ver que ella no respondía, él trató de que abriese los labios, para provocar la respuesta que él tanto necesitaba.

    –No… –suplicó ella–. Por favor –le puso la mano en el hombro para apartarlo.

    Nunca antes lo había rechazado. Asustado por su respuesta, levantó la cabeza y la miró. Lo estaba mirando con sus ojos verdes como si no lo conociera. Solo vio signos de ansiedad.

    Parecía de verdad que no lo reconocía.

    ¡Aquello era imposible!

    –¡Diana, soy yo, Cal, tu marido! ¿Por el amor de Dios, di algo!

    Esperó a que ella dijera las palabras que él tanto necesitaba oír.

    –Lo siento –susurró ella al cabo de unos minutos–. Pero no sé quién eres. ¿Podría, por favor, hablar con el médico?

    El terror se apoderó del corazón de Cal, al oír aquellas palabras.

    El hombre de anchos hombros que estaba al lado de su cama acababa de decir que era su marido, Cal. La había llamado Diana y la había besado como si la conociera de toda la vida.

    Cuando la habían llevado a urgencias, el doctor

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