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El regreso del rebelde
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Libro electrónico297 páginas6 horas

El regreso del rebelde

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Los Creed, descendientes de la legendaria familia de los McKettrick, eran famosos en Stillwater Springs (Montana) por ser de armas tomar

Dylan Creed tenía tanto talento en la doma de toros y de mujeres que lo llamaban El Chico Malo de los Rodeos. Le gustaba vivir a fondo, pero no le quedó más opción que volver al rancho familiar de Stillwatter Springs cuando la madre de su hija abandonó a la pequeña. El campeón de los rodeos tendría que convertirse en un padre campeón. Y deprisa.
Kristy Madison, la bibliotecaria de Stillwatter Springs, se quedó inusitadamente muda cuando Dylan Creed se presentó con su hija en una de las lecturas de cuentos que organizaba. El hombre que había dejado un rastro de corazones rotos, incluido el suyo, había regresado. Pero esa vez, Kristy estaba decidida a domarlo.



Miller llega al corazón de los lectores como pocos escritores saben hacer
Publishers Weekly
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 feb 2013
ISBN9788468727073
El regreso del rebelde
Autor

Linda Lael Miller

Linda Lael Miller is a #1 New York Times and USA TODAY bestselling author of more than one hundred  novels. Long passionate about the Civil War buff, she has studied the era avidly and has made many visits to Gettysburg,  where she has witnessed reenactments of the legendary clash between North and South. Linda explores that turbulent time in The Yankee Widow.

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    El regreso del rebelde - Linda Lael Miller

    Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2009 Linda Lael Miller. Todos los derechos reservados.

    EL REGRESO DEL REBELDE, N.º 149 - marzo 2013

    Título original: Montana Creeds: Dylan

    Publicada originalmente por HQN™ Books

    Traducido por Jesús Gómez Gutierrez

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

    Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

    ™ TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    I.S.B.N.: 978-84-687-2707-3

    Imágenes de cubierta: Hombre: SOPHIE DAVIS/DREAMSTIME.COM

    Caballos: TYLER OLSON/DREAMSTIME.COM

    Editor responsable: Luis Pugni

    Conversión ebook: MT Color & Diseño

    www.mtcolor.es

    A Sam y Janet Smith, mis queridos y divertidos amigos. Gracias por darme uno de los mejores consejos que he recibido en mi vida: ir a Harlequin.

    C   A   P   Í   T   U   L   O      1

    Las Vegas (Nevada)

    Sabía que estaba a punto de pasar algo; algo determinante y completamente nuevo. Lo había sabido todo el día. Lo había sentido en las entrañas y en el vello de la nuca durante sus maratonianas partidas de póquer en el sórdido garito que frecuentaba. Y desestimó la sensación porque no parecía indicar ningún peligro.

    Sin embargo, eso cambió cuando salió del garito y se metió sus ganancias, un fajo de billetes doblados, en la bota izquierda. En ese instante, Dylan Creed supo que debía estar atento. Por si acaso.

    En Glitter Gulch había montones de personas; no se podía dar un paso sin toparse con un policía o con los matones contratados por los grandes casinos para asegurarse de que nadie molestaba a sus clientes. Pero allí, detrás del Black Rose Cowboy Bar and Card Room, hogar de los jugadores de póquer de verdad, que despreciaban el oropel de los casinos, solo había una farola torcida, un contenedor de basuras, varios coches viejos y, en la periferia de su visión, una rata del tamaño de un mapache.

    Además, Dylan Creed no era idiota. La posibilidad de que alguien le diera un golpe en la cabeza y le robara los cinco mil dólares que había ganado a lo largo del día no formaba parte de sus planes.

    Caminó hacia su camioneta roja con su confianza habitual. Si alguien lo hubiera acechado desde el contenedor de basuras, desde alguno de los otros coches o desde las sombras de la propia calle, lo habría tomado por un palurdo sin suerte.

    Y lo estaban acechando. Dylan no tuvo ni la menor duda. Como buen hijo de Jake Creed, había aprendido a una edad temprana que la presencia de otra persona cambiaba el ambiente de cualquier lugar.

    Se metió la mano en el bolsillo de los vaqueros y la cerró sobre la empuñadura del revólver que llevaba cuando salía a jugar. Garth Brooks podía tener muchos amigos en locales como el Black Rose, pero él no los tenía. Por aquel vecindario solo pasaban perdedores, delincuentes y jugadores profesionales como él.

    Ya estaba a dos metros de la camioneta cuando vio que en el asiento del pasajero había alguien. Durante el segundo posterior, se debatió entre sacar el revólver o sacar el móvil para llamar a la policía. Y entonces, reconoció al pasajero.

    Era Bonnie.

    Su hija de dos años, que en ese momento se puso en pie y le dedicó una sonrisa desde el otro lado de la ventanilla del vehículo.

    Dylan entró en la camioneta tan rápidamente como le fue posible. Bonnie se arrojó a sus brazos y él echó el seguro de la portezuela con el codo.

    —Papá... —dijo la pequeña.

    Dylan se preguntó si se seguiría llamando Bonnie. Su madre, Sharlene, le había cambiado el nombre muchas veces.

    —Hola, preciosa. ¿Dónde está mamá?

    Bonnie se limitó a mirarlo con sus enormes ojos azules, que parecían decir que solo tenía dos años y que, naturalmente, no sabía dónde estaba su madre. La pequeña llevaba un mono desgastado, una camiseta de rayas y unas chanclas. Su corto cabello rubio se le rizaba por encima de las orejas.

    Dylan se giró hacia la calle sin soltar a Bonnie, bajó la ventanilla lo necesario y gritó a la oscuridad:

    —¡Sharlene!

    No hubo respuesta. Y Dylan supo entonces que su amante de una sola noche se había vuelto a ir.

    Esa vez, dejando a Bonnie.

    Hizo un esfuerzo y contuvo el deseo de maldecir y de pegar un puñetazo al volante. No quería mostrarse violento delante de la niña; sobre todo porque había crecido en la casa de un borracho y había terminado por sobresaltarse al menor ruido, como Logan y Tyler, sus hermanos.

    Pero Dylan tenía un motivo más para contenerse. Sharlene, que siempre estaba de un lado para otro y solo aparecía para cobrar sus cheques, se había marchado y le había dejado a Bonnie. Ya no viviría en un estado de preocupación constante, sin saber dónde estaba su hija ni cómo se encontraría. Ahora la podría ver cuando quisiera.

    Y se sintió profundamente feliz.

    Bonnie se sentó en su regazo, le apoyó la cabeza en el pecho y soltó un suspiro a medio camino del alivio y de la resignación. A Dylan se le hizo un nudo en la garganta. No sabía cuánto tiempo llevaba en la camioneta, pero debía de estar agotada.

    Se inclinó hacia delante, giró la llave de contacto y metió la marcha.

    Inmediatamente, pensó en Logan. A fin de cuentas, su hermano mayor era abogado. Y aunque Dylan tenía dinero de sobra para pagarse un picapleitos, aquel asunto era demasiado importante para dejarlo en manos de un extraño.

    Bonnie era su hija. Merecía tener un hogar y llevar ropa limpia, porque la que llevaba estaba tan sucia y arrugada como si le hubiera servido de cama a un perro. Y por supuesto, merecía que al menos uno de sus padres fuera una persona responsable.

    En circunstancias normales, Dylan jamás se habría definido como una persona responsable. Tras ser un buscavidas del mundo del rodeo, se había convertido en un buscavidas de las mesas de póquer. Pero gracias a una inversión inteligente, a una facilidad asombrosa para conseguir escaleras de color en las partidas y a sus trabajos ocasionales como especialista en películas, tenía todo el dinero que pudiera desear.

    Comparado con Sharlene, habría sido un candidato perfecto para el premio al mejor padre del año.

    Minutos más tarde, detuvo la camioneta en el South Point, su motel preferido. Fue entonces cuando descubrió la nota que Sharlene le había dejado en una bolsa vieja, en el asiento trasero. Dylan tomó a Bonnie en brazos y leyó la nota mientras esperaba que un mozo del motel se hiciera cargo del vehículo; decía así:

    Tengo problemas y ya no me puedo hacer cargo de Bonnie. He pensado que dejártela a ti es mejor que dejarla en una casa de acogida; yo estuve en una y no me gustó nada. No intentes localizarme. Mi novio y yo nos vamos de viaje. Sharlene.

    Dylan apretó los dientes y se cambió a Bonnie de brazo para poder alcanzar el resguardo que le dio el mozo del motel. Después, se colgó la bolsa y pensó que tendría que llamar a Madeline para que le enviara sus cosas, que siempre dejaba en su domicilio cuando iba a Las Vegas. Sabía que Madeline se disgustaría, pero no podía llevar a Bonnie a su casa.

    El South Point era la mejor de las opciones. Dylan se alojaba allí cuando Madeline estaba fuera de la ciudad, lo cual sucedía con alguna frecuencia porque trabajaba como azafata. Además, era un establecimiento limpio y agradable; perfecto para familias.

    Y Bonnie y él eran familia.

    No había ninguna duda.

    Reservó una habitación con dos camas enormes y pidió que le subieran unas hamburguesas con patatas fritas y un par de batidos de leche. Mientras esperaban, Bonnie se metió el pulgar en la boca y se dedicó a observarlo desde la cama más alejada de la puerta.

    —Todo saldrá bien, preciosa —dijo él.

    La niña tenía un aspecto tan vulnerable con aquella ropa andrajosa que Dylan se estremeció y abrió la bolsa por si contenía algo más digno. Solo había más ropa vieja, un cepillo de dientes y una muñeca de plástico, desnuda.

    —Papá...

    —No te preocupes por nada. Soy tu padre y me voy a quedar contigo... pero me temo que mañana tendremos que ir de compras.

    Dylan sintió una rabia intensa al comprobar que entre la ropa vieja no había pijamas ni calcetines ni, peor aún, calzado. Maldijo a Sharlene para sus adentros y se preguntó qué hacía con los cheques más que generosos que le enviaba todos los meses a la oficina de correos de Topeka, donde su abuela lo recogía para entregárselo después.

    Pero tampoco podía decir que le sorprendiera. Siempre había sospechado que Sharlene se gastaba el dinero en sus vicios y mantenía a la pobre Bonnie con una dieta de pizzas congeladas y comida basura.

    Apretó los dientes e hizo un esfuerzo por tranquilizarse.

    Bonnie no tenía la culpa de nada. A diferencia de Sharlene y de él mismo, era una víctima inocente; una víctima de las circunstancias y de los errores de sus padres.

    Pero estaba decidido a enmendarse.

    Y pensó que ni siquiera tenía derecho a culpar a Sharlene. Sabía cómo era cuando se acostó con ella tres años antes, después de un rodeo, en una localidad de la que no recordaba el nombre. Se encerraron en una habitación de un hotel barato, hicieron el amor durante una semana y, a continuación, se marcharon por caminos separados. Meses más tarde, Sharlene lo encontró y le informó de que estaba esperando un bebé.

    Dylan supo que decía la verdad incluso antes de ver a la pequeña por primera vez. Lo supo por el mismo motivo por el que había sabido que en el aparcamiento del Black Rose había alguien más.

    Por fin, el camarero del hotel llamó a la puerta y entró en la habitación con la comida. Bonnie probó unos bocados y se durmió inmediatamente después. Dylan supuso que estaría agotada y confusa, pero se preguntó si habría hecho bien al pedir hamburguesas para cenar. Quizás debería haber pedido un biberón.

    Suspiró y se pasó una mano por el pelo.

    Al día siguiente, llevaría a Bonnie al pediatra para que la examinara y para que le dijera qué diablos comía una niña de dos años. Pero antes de ir al médico, le compraría ropa decente. Si la llevaba a una consulta con esas prendas, corría el peligro de que le quitaran la custodia en cuanto entrara.

    Esperó un rato, para asegurarse de que Bonnie estaba profundamente dormida, y llamó por teléfono a Madeline. Era tarde, pero sabía que estaría despierta y esperándolo. Además, necesitaba su ropa, su maquinilla de afeitar y su ordenador.

    —Hola, soy Dylan.

    La voz de Madeline sonó tan dulce como siempre. Cultivaba un acento sureño, aunque de vez en cuando se le escapaba alguna frase con un tono de Minnesota y un fondo vagamente escandinavo.

    —¿Has ganado, cariño?

    —Ya sabes que gano siempre —respondió él.

    —Entonces, deberíamos celebrarlo. Podríamos ver una película porno y...

    Dylan la interrumpió.

    —Lo siento, Madeline; esta noche no puedo ir a verte. Ha pasado algo que...

    —¿Dónde estás?

    Madeline lo preguntó de forma brusca. No era una mujer posesiva; si lo hubiera sido, Dylan no se habría acercado a ella ni por todo el dinero del mundo. Pero tenía derecho a estar enfadada; había cambiado de planes para que pudieran verse durante su estancia en Las Vegas y ahora la llamaba para decirle que no iba a ser posible.

    —En South Point —contestó.

    —¡Maldito seas, Dylan! Te has enrollado con una mujer, ¿verdad?

    —No exactamente.

    —¿No exactamente? ¿Qué significa eso?

    Dylan mantuvo la calma y habló en voz baja. No quería despertar a Bonnie.

    —Estoy con mi hija, Madeline. Tiene dos años.

    Tras un silencio breve, Madeline dijo:

    —¡Pues ven con ella a mi casa! Me encantan los niños.

    Dylan consideró mentalmente la posibilidad y la rechazó al instante por la inclinación de Madeline a hacer el amor en cualquier parte y de improviso y porque siempre tenía una caja de preservativos en la mesita del salón.

    —No, no puedo... está muy cansada.

    Madeline suspiró. Era evidente que estaba a punto de perder la paciencia y de que, en cualquier momento, se pondría de uñas.

    —¿Y por qué me llamas entonces?

    —Porque necesito mis cosas —respondió él, avergonzado—. ¿Me las puedes enviar en un taxi? Te quedaría muy agradecido.

    —¿En un taxi? ¿Es que te has vuelto loco? No, te las llevaré yo misma; el motel me queda de camino al club.

    —No es necesario, Madeline.

    —¿Dónde has dicho que estás? ¿En South Point?

    —Sí, pero...

    Madeline colgó el teléfono.

    Dylan se sentó en el borde de su cama y se inclinó hacia delante, preocupado. Madeline querría subir a la habitación para asegurarse de que había dicho la verdad. Y si subía a la habitación, cabía la posibilidad de que despertara a la niña.

    Pero no tenía muchas opciones. La conocía lo suficiente como para saber que se negaría a dejar sus cosas a un botones.

    Veinte minutos después, el teléfono sonó y Dylan levantó el auricular a toda prisa.

    —¿Dígame?

    —Soy yo. Estoy en recepción —dijo Madeline—. ¿Cuál es tu habitación, cielo?

    Dylan la maldijo para sus adentros. Odiaba que lo llamaran «cielo».

    —La mil doscientos cuarenta y dos.

    Madeline, una pelirroja de metro ochenta de altura y piernas interminables, llamó a la puerta en un periquete. Antes de abrir, Dylan se asomó por la mirilla y vio que la acompañaba un botones con un carrito.

    Madeline clavó la mirada en la niña dormida mientras Dylan daba una propina al botones y recogía su ordenador, su maleta y su bolsita con la maquinilla y la crema de afeitar.

    —¡Es preciosa! —dijo ella, inclinándose sobre la cama.

    —No hables tan alto... ha tenido un día muy duro y no quiero que se despierte.

    —Oh, lo siento...

    Dylan pensó que se había quedado corto con el comentario; más que un día muy duro, Bonnie había sufrido una vida muy dura. En cuanto se librara de Madeline, se tragaría el orgullo y llamaría a Logan.

    Pero sabía que iba a ser difícil. Aunque habían limado un poco sus diferencias, su hermano mayor y él estaban lejos de hacer las paces.

    —Gracias por tomarte la molestia de traerme mis cosas, Madeline. Me has hecho un gran favor. ¿Cuánto te debo?

    Madeline le dio una palmadita en la mejilla.

    —Ya te cobraré lo que me debes la próxima vez que pases por Las Vegas. Aunque pensándolo bien, podría cobrártelo ahora. Podríamos llamar a recepción, pedir que nos envíen a una niñera y después...

    —No —la rechazó.

    Por suerte para Dylan, Madeline no quiso insistir. Simplemente, se despidió y se marchó al cabo de unos segundos.

    Entonces, Dylan se duchó, se afeitó, se cepillo los dientes y se dirigió a su cama en calzoncillos. Ya no podía dormir sin nada; no podía estar desnudo en presencia de su hija, aunque estuviera dormida.

    Sacudió la cabeza y se dijo que la paternidad era un trabajo complicado. Sobre todo, porque no sabía nada de nada; su experiencia como padre se limitaba a las pocas y breves visitas que Sharlene le había permitido.

    Se puso unos vaqueros y una camiseta y se tumbó.

    Aún no había llamado a Logan, pero se prometió que lo llamaría al día siguiente. O al siguiente del siguiente.

    O en algún momento del futuro.

    Kristy Madison entró en su enorme cocina y abrió una lata de comida para su gato persa, Winston. Después, recogió las notas que había tomado para la lectura de la biblioteca y alcanzó el bolso y el teléfono móvil.

    Si hubiera podido elegir, se habría quedado en casa, habría llenado la bañera y se habría metido en el agua caliente con un buen libro, pero el grupo de lectura era idea suya y no le quedaba más opción que ir a la biblioteca. Además, su idea había tenido tanto éxito que se habían apuntado veintiséis personas.

    Sin embargo, Kristy sospechaba que muchas de esas personas se habían apuntado porque querían ver a Briana, el amor de Logan Creed. Desde que estaban juntos, Briana había dejado de ser una madre soltera más, que se ganaba la vida en el casino de las afueras de Stillwater Springs y daba clases a sus dos hijos, Josh y Alec, en casa.

    Kristy se mordió el labio. Cada vez que pensaba en Logan, terminaba inevitablemente por pensar en Dylan. Y aunque habían transcurrido cinco años desde la última vez que se habían visto, todavía le resultaba doloroso.

    Se miró en el cristal de la cocina y vio a una mujer rubia, esbelta, de ojos azules y bastante guapa. Pero tenía ojeras y su media melena estaba algo descuidada. Y en cuanto al hecho de ser guapa, pensó que sus ventajas se reducían a tener buen aspecto en la fotografía del carnet de conducir.

    En ese momento, Winston maulló y se frotó contra los pantalones negros de su ama, dejando un rastro de pelos blancos.

    Kristy maldijo su suerte. Ahora tendría que cepillarse los pantalones. Otra vez.

    —Lo sé, lo sé... te gustaría tumbarte y ver un documental sobre animales en la televisión. Pero esta noche tengo trabajo.

    Winston volvió a maullar.

    —Te pondré otra lata de caballa cuando vuelva a casa —le prometió—. No tardaré mucho. Estaré de vuelta a las nueve y media.

    Winston se dio la vuelta, avanzó entre las latas y muestras de papel pintado que llenaban el suelo de la cocina y desapareció en el salón con expresión de desdén.

    Kristy miró el suelo y tuvo la sensación de que la reforma de su casa victoriana iba a ser eterna. Al igual que el gato, se había acostumbrado a caminar por las habitaciones sin tropezar con nada; pero, súbitamente, la reforma había dejado de ser el noble esfuerzo de restauración al que se había entregado cuando firmó los documentos de la hipoteca y se había convertido en un fastidio interminable.

    —Estoy cansada de mi vida —le dijo a su reflejo en el cristal—. Quiero una nueva.

    —Pues es una lástima —contestó su reflejo—. Te has hecho la cama y ahora tienes que dormir en ella. Sola.

    Era verdad. Estaba sola y sin hijos. Tan sola como para decirse que solo le faltaban unos cuantos años y un par de gatos más para convertirse en una amargada. Los niños la tomarían por una bruja y tendrían miedo acercarse a su casa en Halloween.

    Se apartó de la ventana, se colgó el bolso en el hombro, guardó el móvil y las notas y se dirigió a la puerta.

    No era el mejor de sus días; pero por triste que estuviera, siempre se animaba al ver la biblioteca pública de Stillwater Springs. Y aquella tarde no fue la excepción. Adoraba el edificio de ladrillo rojo, con sus contraventanas verdes y sus tejas. Le encantaba estar rodeada de libros y de lectores.

    Además, la biblioteca era un triunfo personal de Kristy y de unas cuantas personas que habían crecido en la pequeña localidad de Montana. Cuando la antigua se quemó, tuvieron que librar batallas muy duras para conseguir dinero, construir otra y llenarla de libros.

    Al llegar, dejó el utilitario verde en su plaza de aparcamiento y caminó hacia la puerta lateral. Aquella tarde, la biblioteca había cerrado antes de tiempo porque se estaban reparando las cañerías de una de las salas principales; pero dos de las pequeñas, la salita del grupo de lectura y la de Alcohólicos Anónimos, seguían abiertas.

    Kristy colgó el bolso en el perchero, se lavó rápidamente las manos y echó mano a la enorme cafetera.

    Floyd Book, el sheriff, llegó un momento después con una caja. Al ver a Kristy, sonrió y asintió a modo de saludo.

    —Estaba seguro de que, si me retrasaba un poco, harías tú el café —bromeó.

    Kristy rio mientras sacaba el azúcar, la leche y un montón de vasos de plástico.

    —¿Ya esta todo preparado para tu jubilación, Floyd?

    Floyd dejó la caja, que contenía folletos y libros, en la salita donde se llevaban a cabo

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