La guerra del tabaco
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El detective Nivardo Castro y el periodista Carlos Conde investigan unos accidentes de tráfico que parecen ser parte de un ajuste de cuentas. Ellos descubren que detrás de estos hechos se oculta una realidad nueva, intensa, compleja. ¿Quizá una guerra que nadie conoce? ¿Una guerra clandestina, silenciosa, sin nombre? En este proceso todos acabarán condenados a un final inesperado y violento, vibrante.
Carlos G. Reigosa logra en esta obra la agilidad y la sobriedad narrativas de la mejor literatura de aventuras, en un ambiente marino ricamente evocado. Imbricada con profundidad y acierto en la realidad histórica española, La guerra del tabaco tiene todos los elementos para convertirse en un clásico de nuestra novela de intriga.
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La guerra del tabaco - Carlos G. Reigosa
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Carlos G. Reigosa
© 2016, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Título español: La guerra del tabaco
Publicado por HarperCollins Ibérica, S.A., Madrid, España.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Publicado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Juan Carlos Lozano
ISBN: 978-84-16502-29-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
La guerra del tabaco
Índice
Citas
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Sobre el autor
Créditos
Al perro que tiene dinero se le llama: «Señor perro».
Proverbio árabe
Hay gentes que son bien acogidas en la sociedad
y que no tienen otro mérito que los vicios
que sirven para el comercio de la vida.
LA ROCHEFOUCAULD
1
El Club Axexo, situado en un viejo palacete de las afueras de Vilavedra, rebosaba de jóvenes que iban y venían en un trasiego incontenible de viernes por la noche. Una música aturdidora llegaba desde la pista de baile. Inaudibles, invisibles, las olas del mar océano golpeaban, a unos cien metros, en el arenal de La Raja (que ahora llaman «del Coño», por el uso que se hace de él). En el aire, tibio, se percibía una fragancia de primavera avanzada.
El camarero Arcadio Louro, un mozo alelado de mejillas rojas y sonrisa servil, estaba pendiente de Remigio Caaveira, un cincuentón corpulento y fuerte, que ofrecía, al pie de la barra, una imagen de recio roble solitario.
—¿Otra más, don Remigio?
El mozo dejaba ver en su tono el temor y la admiración que el cliente le inspiraba, sin llegar nunca a saber cuál de los dos sentires le venía de más hondo.
Remigio Caaveira tenía la costumbre de exigir ser tratado «como un doctor», porque decía que él curaba la peor de las dolencias: la falta de dinero. Y Arcadio lo trataba siempre de don, por si acaso: don Remigio por aquí, don Remigio por allá, recibiendo con la misma sonrisa una buena propina o una mala palabra, y sin adivinar nunca a qué se debía una u otra.
—¿Otra copa, don Remigio?
Remigio Caaveira respondía cuando se le antojaba. Pero él ya le había cogido el tranquillo y sabía que era a la tercera casi siempre cuando gruñía una respuesta. Por eso siguió a la espera, sin atender a otros clientes.
Remigio, trajeado de alpaca, con la corbata medio floja y un whisky en la mano, acechaba sobre la pista de baile. Arcadio Louro vigilaba su quietud y su sosiego. Le llamaba la atención que la cabeza de Remigio, con ser grande y tosca, pareciese menuda y delicada sobre las colosales proporciones del resto de su cuerpo. «Parece una bombona de butano con el tapón encima», se dijo, y se estremeció al imaginar que el observado pudiera adivinar su pensamiento.
Arcadio Louro había oído muchas habladurías sobre Remigio. Decían que era un hombre capaz de matar un buey de un puñetazo, y aun había quien aseguraba que se lo había visto hacer. Arcadio nunca presenció tal cosa, pero no le era difícil creerlo. Porque algo sabía con certeza: los enemigos de Remigio, que los tenía, hacían lo posible para no tener un encontronazo inoportuno con él. Quizá recordaban que un día le reventó el estómago a un vecino con solo llevárselo por delante, en apariencia sin querer, contra el gozne de una puerta. Esto lo sabía Arcadio, porque esa puerta había sido justamente la del Club Axexo.
—¿Otra más, don Remigio?
—Otra. ¿Qué hora es?
—Son las dos. Aún es temprano.
—¿Temprano…? Anda, diles a Tina y a Rosenda que vengan.
—Tina está con su novio.
—Que lo deje, coño, ¿o es que le sobra la pasta?
El camarero, sin perder la sonrisa, fue hacia un grupo formado por varios mozos veinteañeros. Habló con uno de ellos y después llamó aparte a una de las chicas, una joven de unos dieciocho años, morena y vivaracha, que vestía una minifalda oscura. La muchacha lanzó alrededor una mirada endiablada, como si las palabras del camarero la hubieran irritado, pero enseguida se puso en camino hacia donde estaba Remigio.
—¿Qué quieres ahora? —le preguntó.
—¿Qué voy a querer? Pareces tonta —respondió Remigio.
—Quedamos en que ibas a tener un poco más de cuidado. Estoy con mi novio y no quiero problemas.
—¿Quién es? —dijo Remigio aguzando la mirada sobre el grupo—. ¿Es Ricardo de Belvís? Si es él, no hay problemas; es del negocio. Ese es socio. Pero una cosa no tiene que ver con la otra, ¿eh?, que cada uno tiene su sitio. Tú quieres dinero, ¿no? Pues yo tengo dinero. Así que vamos a lo nuestro. Y Rosenda, ¿viene o se queda?
—Viene. Fue al baño.
—No estará con el mes, ¿no?
—¡Y yo qué sé! No le llevo la cuenta.
—Está bien, está bien —Remigio endulzó el tono y empezó a sonreír—, no te pongas así, que vamos de fiesta. Despídete del mocito y dile que el tío Remigio se encarga de dejarte en casa, para que nadie se propase contigo esta noche.
—Cabrón —silabeó Tina, entre la reprobación y la complicidad.
Remigio le guiñó el ojo y ella se volvió hacia el grupo del que provenía. Por el camino, se cruzó con Rosenda, que llegaba de los lavabos. Era una mujer alta y rubia, de casi treinta años, de buen ver, pero de gesto apagado, como si la inteligencia nunca hubiera dejado una huella demasiado honda en su expresión.
Remigio la saludó con un cachete en las nalgas.
—¿Qué? ¿Vas a responder bien hoy?
—Yo siempre respondo.
—Eso es cierto… a medias. Tú puedes poner mucho más de tu parte, porque tienes muy buen cuerpo. Solo tienes que dejarte llevar. Hay que sacarle partido a todo esto —el gigante señaló las formas de la mujer—; no se puede desperdiciar nada.
Rosenda sonrió sin ganas. Él añadió:
—Si no lo aprovechas ahora, te va a llevar el demonio. Después, será tarde.
—¿Adónde vamos hoy? —preguntó ella.
—A un sitio que ya conoces.
—¿A Raiceira?
—Sí.
—No me gusta.
—¿Por qué?
—No hay nada cerca, ninguna casa.
—Hay cama, comida y bebida. ¿Qué más hace falta para festejar?
Rosenda no añadió nada, y los dos, callados, esperaron a Tina, que muy pronto estuvo de vuelta. Remigio sacó del bolsillo un puñado de billetes y dejó varios sobre la barra. El camarero, siempre atento, acentuó su sonrisa servil: esta vez le había correspondido una propina de cuatrocientas pesetas, ¡menos daba una piedra!
Los tres salieron hacia el aparcamiento al aire libre que había a la entrada y subieron al coche de Remigio Caaveira, un viejo Mercedes de color rojo. Una vaharada marina, refrescante, los envolvió cuando pasaron junto a la playa de La Raja, camino del cantil de Raiceira, que quedaba a unos cuatro kilómetros por la carretera de la costa.
Remigio, con seis copas encima, canturreaba alegre, mientras Tina, a su lado, le acariciaba la entrepierna y le hurgaba en la bragueta. Desde el asiento de atrás, Rosenda le había aflojado el nudo de la corbata y, al tiempo que le desabotonaba la camisa, le besaba el cuello y le mordisqueaba una oreja. El coche avanzaba a toda velocidad, pero el conductor, a pesar de los muchos placeres, no se distraía y sujetaba el volante con firmeza entre las manos.
Por la Cuesta del Viento fueron al cruce de Cumio, desde donde se veían reverberar las aguas del océano bajo una pálida y neblinosa claraboya lunar. En lo alto, tomaron la carretera que bordea el acantilado. Remigio no llevaba ya más ropa puesta que la que quedaba sobre sus rodillas. Pero no le importaba, porque por aquel desvío casi no pasaba nadie, ni había pueblos ni aldeas.
—Despacio, nena, despacio —le dijo a Tina, que se aplicaba sobre él, con la cabeza debajo del volante.
Tina no le hizo caso, que era mujer difícil de frenar cuando le cogía gusto a algo. Remigio la apartó con cierta brusquedad al descubrir por el espejo retrovisor la luz de un coche que había tomado también la carretera del cantil. «¿Quién cojones será? —rezongó entre dientes, aún ininteligible—. ¿Qué se le perdió por aquí?».
El coche apareció enseguida detrás, con las luces largas encendidas, de modo que, más que luces, lo que Remigio veía era un gran resplandor que casi lo cegaba. Aceleró y se pegó a la derecha para dejarle pasar. Pero aquel coche, en vez de adelantar, se acercaba más aún a la parte trasera del suyo. Iban a noventa por hora. «Carajo, carajo». La cabeza de Remigio empezó a cavilar intensamente, en el intento de hacerse una idea sobre lo que ocurría. «Carajo, carajo». Estaba ya cerca de la curva de Raiceira, sobre un precipicio de más de cincuenta metros. «Carajo, carajo».
Se percató en un instante de la situación: si frenaba, el coche que venía detrás lo lanzaría por el acantilado. Si seguía a la velocidad que llevaba, no podría tomar la curva, cubierta de arena, e iría a parar al fondo del peñascal. Porque ya no le quedaba ninguna duda sobre las intenciones de los hombres que lo seguían: estaba claro que venían a por él.
Apartó de un cachete a Tina. «Carajo, carajo». Ni frenar, ni acelerar. Ni frenar, ni acelerar. ¿Pues qué hacer? Solo vio una salida: estrellarse contra las rocas del lado izquierdo; no era una buena solución, pero siempre era mejor que rodar por el precipicio. ¿O había otra solución? La cabeza de Remigio trabajaba deprisa, como si las copas y la brisa marina lo despejaran de repente. Conocía bien aquel camino, mejor que nadie, y se le tenía que ocurrir algo, alguna salida. Repasó el trayecto. Disponía de muy pocos segundos.
Fue entonces cuando se le reveló una nueva posibilidad, quizá la única salvadora: dejarse llevar casi hasta la misma curva y, antes de entrar en ella, lanzar el coche contra unos pinos jóvenes que crecían sobre la margen izquierda. Había hecho allí el amor muchas veces y conocía la zona: sabía que, entre grandes peñas, había un estrecho corredor que solo tenía árboles. «Carajo, carajo». Y, si tenía suerte y los pinos resistían, no saldría despedido por el otro lado. «Carajo, carajo…».
Las dos acompañantes de Remigio supieron lo que pasaba cuando oyeron unos disparos que hicieron añicos los cristales traseros del coche. Rosenda soltó un grito y Remigio les ordenó que se agachasen, mientras él, acelerando aún más y avanzando en zigzag, lograba llegar a la zona escogida. Desde el coche de atrás, que había empezado a frenar ante la proximidad de la curva, le tiraron otra ráfaga de disparos, que estallaron en la carrocería y le reventaron una rueda trasera.
Remigio sintió una quemazón en el brazo izquierdo y supo que una bala le había rozado. Pero no prestó atención, pendiente solo de un coche cada vez más difícil de controlar, aferrado al volante y con el acelerador a fondo. Cuando vio la zona de pinos de cuatro o cinco años, giró el volante y lanzó el coche sobre ellos. Durante unos segundos interminables oyó a su alrededor los gritos de las mujeres, el estrépito de los árboles quebrados y el estallido de los cristales, reducidos a añicos. Después, un largo y extraño silencio, y el ruido leve de un coche que se alejaba.
Eran las seis de la mañana y Arcadio Bauluz dormía como un ángel. Asturiano de Castropol, casado con una gallega y padre de un niño que vio sus primeras luces en Vigo, hacía solo una semana que se había hecho cargo de la sucursal en Vilavedra del Banco Guía (Banguía), uno de los ocho grandes de España. Había pasado siete años en Cáceres y dos en León, y cuando vio la posibilidad de volver para un puerto de mar cerca de su tierra, casi no lo pudo creer. Vilavedra era su sueño dorado, y así se lo había dicho a todos los que quisieron escucharlo. Desde que supo de su nuevo destino, todas las noches soñaba con la caricia del mar y con el ir y venir de las olas, y sentía un gran sosiego interior. Vilavedra bien podía ser la ciudad en la que pasase el resto de su vida.
Bauluz había llegado al pueblo quince días antes —aunque solo hacía una semana de su toma de posesión— y había alquilado un piso justo encima de la sede bancaria. Su mujer, Cecilia, y su hijo, Luis, no podían estar más satisfechos. Ella, natural de la vecina A Estrada, también estaba segura de haber encontrado en Vilavedra el sitio ideal para su vida en común, para su futuro.
Eran las seis de la mañana y Arcadio oía, en sus sueños, unos golpes apremiantes, que no adivinaba de dónde procedían. Por más esfuerzos que hacía, no lograba que encajasen con nada de lo que tenía ante sí: el mar dulce y suave de una ría gallega en un día de verano. Pero los golpes arreciaban y, como si fuesen el anuncio de algo que se acercaba, cada vez sonaban más fuertes. Tan fuertes que Arcadio, harto de rechazarlos por impropios de su pacífica ensoñación, tuvo que despertarse.
—Pero ¿qué pasa? —le preguntó su mujer, que acababa de sentarse en la cama, a su lado.
—No lo sé. Parece que llaman a la puerta del banco. Voy a ver.
Mientras se levantaba, oyó con claridad el primer grito que llegaba de la calle:
—Abre de una puta vez, coño, ¿o estás sordo?
—¿Quién va? ¿Quién es? —dijo Arcadio asomándose a la ventana.
—¿Quién ha de ser? Soy yo, Remigio Caaveira. Abre, me cago en el padre que te hizo; abre de una vez.
—Perdone, pero yo no lo conozco a usted de nada.
—¿Que no me conoces? Pero tú… ¿quién coño eres tú?
—Soy el nuevo director del banco. Y, si no se marcha de ahí ahora mismo, voy a llamar a los guardias. ¿O cree que se puede escandalizar así, a estas horas, sin que pase nada? Esta es una ciudad de orden.
Remigio achicó los ojos para ver mejor a aquel sujeto, que se le figuró el mayor badulaque del mundo. El más imbécil. El más estúpido. El más… Pero enseguida comprendió la situación: el banco había cambiado de director, y él, que lo sabía, acababa de recordarlo ahora. Sin embargo, no pudo refrenar la rabia que sentía.
—Abre, si no quieres arrepentirte toda la vida —dijo con voz ronca—. Abre el banco, que tengo que hacer unas gestiones urgentes.
—El banco abre a las nueve.
—Este banco abrió siempre cuando a mí me dio la gana, y así ha de seguir. ¿A quién conoces aquí, me cago en…? ¿Conoces a Don Orlando?
—Sí, lo conozco. Don Orlando es una buena persona: no puede tener nada que ver con usted.
—Deja de hacer el gilipollas, coño. Llámalo por teléfono y dile que estoy aquí…, que está aquí Remigio, herido y jodido.
—¿Herido?
—Llámalo enseguida, si no quieres tener que salir escopeteado de este pueblo.
Arcadio acechaba en la oscuridad para adivinar el estado real de Remigio Caaveira. Descubrió que el hombre sostenía un brazo con el otro, como si realmente estuviese herido. Observó también que tenía la hombrera de la chaqueta desgarrada y una sombra como de sangre en la cara.
El director de la sucursal bancaria volvió adentro y, con el asombro en la mirada, se dirigió al teléfono y marcó el número de Don Orlando. El aparato sonó largamente, hasta que una voz somnolienta respondió del otro lado. Arcadio preguntó por Don Orlando. La voz adormecida respondió que se ponía enseguida. Cuando lo reconoció a través del hilo, Arcadio le explicó la situación. Don Orlando, sin inmutarse, le ordenó:
—Déjele entrar y dele lo que le haga falta. Y procure que no lo vean mucho. Después pasaré yo por ahí.
—Pero…
Don Orlando colgó, sin más explicaciones.
¿Qué misterio era aquel? Arcadio seguía con el teléfono a la altura de la oreja, a la espera de que la comunicación se restableciese. Después, colgó despacio —como si no quisiese meter ruido—, se puso la bata de andar por casa y salió escaleras abajo. Pasó al banco por la entrada interior, encendió las luces y abrió la puerta de la calle. Remigio Caaveira, bravo y recio, entró como un trueno y fue hacia la mesa del director. Levantó el teléfono y marcó un número. Durante varios minutos, Arcadio Bauluz oyó cómo le contaba en detalle a Don Orlando todo lo que había pasado. Un accidente de coche provocado por unos asesinos. Una mujer muerta, una tal Tina. Otra con heridas, Rosenda. Y él, con un brazo rozado por una bala. Arcadio no salía de su asombro, y se preguntaba en qué mundo estaba. No oía las palabras de Don Orlando, pero observaba la expresión de Remigio, que asentía. Estaba recibiendo instrucciones. Pero ¿qué instrucciones? ¿Qué otra cosa podía hacer aquel hombre que no fuese denunciar el hecho y ponerse en manos de la justicia?
Remigio terminó de hablar y casi escachó el teléfono al colgarlo.
—Y bien, tío mierda, ¿entiendes ahora lo que pasa…? No entiendes nada, ni tienes nada que entender. Ni oíste nada. Ni siquiera me viste hoy, ¿está claro…? Anda, dame de ahí seiscientas mil pesetas.
—¿Seiscientas mil…? Pero ¿tiene usted cuenta aquí?
—Tengo cuenta, pero no se te ocurra descontar nada de ella. Ningún movimiento en mi cuenta, ¿entiendes? Eso ya lo arreglarás con Don Orlando. Ahora dame las seiscientas mil pesetas.
—Pero…
—Déjate de peros, coño; no hagas las cosas más difíciles. Dame las seiscientas mil pesetas y cállate, hostias.
Arcadio fue a la caja, mientras Remigio hacía una nueva llamada, esta vez a un tal Manuel Bendaña, al que Arcadio había conocido dos días atrás, propietario de una casa de alquiler y venta de coches y persona de bien, como Don Orlando… ¿Qué estaba pasando allí? ¿Qué relación podían tener aquellos hombres honrados con el zafio animal que tenía delante y que hablaba de asesinos, tiros y muertes? Arcadio dudó un instante si no estaría todavía soñando. Para asegurarse, apoyó una mano en la pared y presionó con la llave sobre un dedo. El dolor, punzante, lo devolvió a la realidad. No estaba dormido. Si acaso, estaba más despierto que nunca desde que había llegado a aquel pueblo.
Remigio le dijo a Bendaña que mandase un coche a recogerlo, que tenía que volver al lugar del accidente, y que llevase una lata con gasolina. Le indicó también que avisase a un tal Toño Balsa para que fuese con él.
—Ya hablé con Don Orlando —dijo Remigio por teléfono—. No podemos dejar que se vean los agujeros de las balas.
—…
—No, no es grave, es solo una bala que me hizo un rasguño en un brazo.
Colgó el teléfono, cogió con brusquedad el dinero que Arcadio Bauluz sostenía en la mano y se dirigió a la puerta. Antes de salir, se volvió hacia Arcadio y le apuntó con el dedo índice:
—Tú, ciego, sordo y mudo, ¿eh? O muerto, ¿me entiendes?
Arcadio Bauluz no articuló palabra. Remigio Caaveira seguía con su mirada de fiera sobre él:
—Si eres listo, puede haber ganancias también para ti. Si no, solo habrá desgracias. La cosa no tiene más vueltas.
Minutos después, Bauluz vio desde la puerta cómo llegaba un coche a toda velocidad y cómo Remigio Caaveira desaparecía en él. Era un BMW matrícula de A Coruña. El director de la sucursal bancaria respiró con alivio, aunque seguía sumido en la mayor confusión. Cerró la puerta con movimientos pausados y subió a su piso.
—¿Qué era? ¿Qué ha pasado? —le preguntó Cecilia.
—Nada.
—¿Quién era ese hombre? ¿Qué quería?
—No lo sé. Pero no deshagas las maletas. No sé si nos quedaremos aquí.
—Pero, Arcadio, ¿por qué no nos vamos a quedar? ¿Qué pasó?
Arcadio fue al lado de su mujer, se sentó en la cama y empezó a contarle en detalle lo que había ocurrido.
—Pero, ¿entonces? —dijo ella.
—Entonces… No sé. No entiendo nada.
2
El periodista Carlos Conde, pelo canoso y bigote abundante, miró con desgana su imagen en el espejo. Había trasnochado y bebido más de la cuenta y tenía un sabor agrio en la boca, como si masticase cardos, y la saliva, espesa, le parecía un chicle interminable. Unas ojeras hondas amodorraban sus párpados, que por un instante imaginó de sapo. Terminó de afeitarse y empezó a vestirse. Rechazó un pantalón sin estrenar que había comprado el día anterior y escogió un viejo vaquero, una camisa blanca y una cazadora de cuero. Volvió entonces ante el espejo para comprobar si había mejorado su apariencia. Pero no hubo sorpresas.
—¡Mierda! —fue el resumen que hizo de la situación.
Salió a la calle —Compostela, un día más, amanecía oscura— y dirigió sus pasos hacia la Praza do Toural, para comprar los periódicos. Seguía con interés unos reportajes que publicaba El Correo sobre el contrabando en las rías gallegas y quería leer el nuevo capítulo. Compró también otros diarios gallegos y dos de Madrid. Con ellos debajo del brazo, fue para el Café Derry, donde, acodado sobre una mesa, comenzó a ojearlos.
Leyó con detenimiento el capítulo de El Correo y echó un vistazo a los otros periódicos, hasta que, cansado de pasar hojas sin enterarse de nada, los dejó sobre una silla. Encendió su cachimba y saboreó un tabaco danés que le había traído un amigo suyo, simpatizante del grupo ecologista Greenpeace. Estaba encantado de su aroma y exhalaba el humo como si perfumase el aire en vez de contaminarlo. Sin embargo, la lengua seguía pareciéndole una estopa, y