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La casa de los suicidios
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Libro electrónico438 páginas8 horas

La casa de los suicidios

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La novela más oscura del autor best seller internacional de thrillers
El internado Westmont es un prestigioso instituto en el que las expectativas son altas y las reglas, estrictas. Pero en el extremo más alejado del bosque que rodea al edificio principal se encuentra una residencia abandonada, conocida entre los estudiantes como punto de encuentro nocturno. Allí solo hay una regla: no dejes que tu vela se apague, a menos que quieras que el "Hombre del Espejo" te encuentre.
Hace un año, dos estudiantes fueron brutalmente asesinados en ese lugar. Desde entonces, el caso se ha convertido en el elemento principal de un exitoso pódcast, La casa de los suicidios. Todavía quedan muchas preguntas por contestar. ¿Por qué algunos estudiantes que sobrevivieron a esa noche han vuelto al lugar para suicidarse?
La investigadora Rory Moore, especialista en casos sin resolver, y su compañero Lane Phillips, reconocido psicólogo forense, inician una apasionante investigación que les conducirá por caminos mucho más siniestros y terroríficos de los que en un principio habían sospechado.
IdiomaEspañol
EditorialMotus
Fecha de lanzamiento1 sept 2023
ISBN9788418711688

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    muy predecible, sin embargo buena serie de indera al fin es buena.

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La casa de los suicidios - Charlie Donlea

Sesión 1

Del diario personal: Las vías

Maté a mi hermano con una moneda de un centavo. Simple, benévolo y perfectamente creíble.

Sucedió en las vías del ferrocarril. Porque, tal como me enseñaría la vida en los años que vendrían, un tren a toda velocidad era muchas cosas. Majestuoso, cuando pasaba desdibujado, demasiado rápido como para que los ojos pudieran registrar algo más que franjas de color. Poderoso, cuando retumbaba bajo los pies como un terremoto inminente. Ensordecedor, cuando rugía por las vías como una tormenta caída del firmamento. Un tren a toda velocidad era todas estas cosas y más. Un tren a toda velocidad era letal.

La grava que llevaba hasta las vías estaba suelta y nuestros pies resbalaban al trepar. Eran casi las seis de la tarde, la hora habitual en la que el tren pasaba por la ciudad. El sol que caía en el horizonte teñía de un rojo moribundo los bordes inferiores de las nubes. El crepúsculo era el mejor momento para ir a las vías. De día, corríamos el riesgo de que nos viera el maquinista y llamara a la policía para informar que había dos chicos jugando peligrosamente cerca de las vías. Por supuesto, me aseguré de que esa situación ya hubiera sucedido. Era esencial para mi plan. Si hubiera matado a mi hermano la primera vez que lo traje hasta aquí, mi anonimato en esta tragedia habría sido frágil como una hoja de papel. Necesitaba municiones para cuando la policía viniera a interrogarme. Tenía que crear una historia irrefutable sobre el tiempo que pasábamos en las vías. Habíamos estado aquí antes. Nos habían visto. Nos habían atrapado. Habían informado a nuestros padres y ellos nos habían castigado. Se había establecido un patrón. Pero esta vez, les diría yo, las cosas habían salido mal. Éramos chicos. Éramos estúpidos. El relato era impecable y más adelante yo aprendería que era necesario que así lo fuera. El detective que investigaría la muerte de mi hermano era una fuerza onerosa. Desde el principio sospechó de mi historia y nunca se sintió completamente satisfecho por mi explicación de los hechos. Hasta el día de hoy, estoy seguro de que no lo está. Pero mi versión de aquel día y la historia que inventé resultaron irrefutables. A pesar de sus esfuerzos, el detective no encontró fisuras.

Una vez que subimos a la cima del terraplén y estuvimos junto a las vías, saqué dos monedas de un centavo del bolsillo y le entregué una a mi hermano. Eran brillantes y no tenían marcas, pero pronto quedarían delgadas y lisas, una vez que las colocáramos sobre las vías para que el tren rugiente las aplastara. Poner monedas sobre las vías era un momento emocionante para mi hermano, que nunca había escuchado algo así antes de que yo se lo contase. En mi dormitorio tenía un bol con docenas de monedas de un centavo aplanadas. Las necesitaba. Cuando viniera la policía a hacer preguntas, la colección de monedas serviría como prueba de que ya lo habíamos hecho antes.

Lejos en el crepúsculo, oí el silbido. El leve sonido parecía atrapado en las nubes encima de nosotros y retumbaba en esas bolas de algodón carmesí. Estaba más oscuro entonces que el sol se derretía, granulado y opalescente. Justo la mezcla ideal de luz y sombra para permitirnos ver lo que hacíamos, pero no dar indicios de nuestra presencia. Me agaché y coloqué mi moneda sobre el raíl. Mi hermano hizo lo mismo. Esperamos. Las primeras veces que habíamos ido, dejamos las monedas sobre los raíles y bajamos corriendo el terraplén para ocultarnos en las sombras. Pero pronto descubrimos que en el anochecer nadie nos veía. Con cada excursión a las vías, fuimos dejando de huir cuando el tren se acercaba. De hecho, comenzamos a quedarnos cada vez más cerca. ¿Qué tenía esa cercanía con el peligro que nos llenaba de adrenalina? Mi hermano no tenía idea. Yo lo sabía con plena certeza. Con cada escapada, él se tornaba más fácil de manipular. Por un instante, me pareció injusto: como si yo hubiera adoptado el papel de matón, papel que mi hermano dominaba a la perfección. Pero me recordé que no debía confundir eficiencia con simplicidad. Esto me resultaba fácil solamente gracias a mi diligencia. Me resultaba fácil solo porque yo había trabajado para que así lo fuera.

Las luces del tren se hicieron visibles a medida que se acercaba: primero la luz superior y luego las dos luces inferiores. Me acerqué a los raíles. Él estaba a mi lado, a mi derecha. Yo tenía que mirar por encima de él para ver cómo se acercaba el tren. Me di cuenta de que él sentía mi presencia, porque cuando yo me acerqué a las vías, él imitó mis movimientos. No quería perderse nada. No quería permitirme más derechos de ufanarme ni una inyección más poderosa de adrenalina. No podía permitir que yo tuviera nada que él no pudiera jactarse de poseer. Era su naturaleza. La naturaleza de todos los matones.

El tren ya casi estaba sobre nosotros.

—Tu moneda —dije.

—¿Qué? —preguntó mi hermano.

—Tu moneda. No está bien colocada.

Miró hacia abajo, inclinándose levemente sobre las vías. El tren rugía a toda velocidad hacia nosotros. Di un paso atrás y lo empujé. Todo terminó en un instante. En un segundo, ya no estaba allí. El tren pasó rugiendo, llenándome los oídos de estruendo y distorsionándome la visión a una mancha de colores oxidados. Produjo una corriente de aire que me tiró dos pasos hacia la izquierda y me succionó hacia delante, invitándome a unirme a mi hermano. Afirmé los pies en la grava para resistir la tracción.

Cuando pasó el último vagón, la fuerza invisible me soltó. Caí hacia atrás. Recuperé la visión y el silencio me llenó los oídos. Miré hacia las vías y lo único que quedaba de mi hermano era su zapatilla derecha, en una extraña posición vertical, como si él se la hubiera quitado y la hubiera colocado sobre los raíles.

Me aseguré de dejarlo intacto. Pero recogí mi moneda. Estaba plana y delgada y ancha. La dejé caer dentro del bolsillo y eché a andar hacia mi casa para agregarla a mi colección. Y para contarles a mis padres la terrible noticia.

Cerré el diario con cubiertas de cuero. Una tira larga con una borla colgaba de la parte inferior, marcando la página para la próxima vez que lo leyera durante una sesión. La habitación estaba en silencio.

—¿Estás escandalizada? —pregunté por fin.

La mujer frente a mí negó con la cabeza. Su actitud no había cambiado durante el transcurso de mi confesión.

—En absoluto.

—Qué bien. Vengo aquí en busca de terapia, no de juicios. —Levanté el diario personal—. Me gustaría hablarte sobre los otros.

Esperé. La mujer se quedó mirándome.

—Hay más. No dejé de hacerlo, después de mi hermano.

Hice otra pausa. La mujer seguía mirándome.

—¿Te molesta que te hable sobre los otros?

Ella volvió a negar con la cabeza.

—En absoluto.

Asentí.

—Excelente. Entonces, lo haré.

Instituto Westmont

Viernes, 21 de junio de 2019

23.54

Una luna como una uña flotaba en el cielo de la medianoche; su brillo empañado se hacía visible intermitentemente entre el follaje. La presencia errática de la luna penetraba entre las ramas entrelazadas, con un brillo pálido que pintaba el suelo del bosque con el lustre barnizado de una película en blanco y negro. La visibilidad provenía de la vela que él llevaba, cuya llama moría cada vez que aceleraba el paso e intentaba trotar por el bosque. Trató de aminorar la marcha, de andar lentamente y con cuidado, pero caminar no era una opción. Tenía que apresurarse. Tenía que ser el primero en llegar. Tenía que adelantarse a los demás.

Ahuecó la mano delante de la vela para proteger la llama, lo que le dio unos minutos para escudriñar el bosque. Siguió caminando unos metros hasta llegar a una hilera de árboles de aspecto sospechoso. Se detuvo para estudiar los troncos, buscando la llave que necesitaba con tanta desesperación; la llama de la vela se extinguió. No había viento. La llama simplemente murió, dejando un hilo de humo que le llenó las fosas nasales de olor a cera quemada. El repentino e inexplicable eclipse de la vela significaba que el Hombre del Espejo estaba cerca. Según las reglas —reglas que nadie rompía jamás— tenía diez segundos para volver a encender la vela.

Tras buscar a tientas las cerillas —las reglas permitían solamente cerillas, no mecheros— intentó encender una contra la tira de fósforo del lateral de la caja. Nada. Con manos temblorosas, lo volvió a intentar. La cerilla se partió en dos y cayó al suelo oscuro del bosque. Abrió la caja, dejando caer varias cerillas más en el proceso.

—Mierda —susurró.

No podía permitirse perder cerillas. Volvería a necesitarlas si lograba llegar a la casa y a la habitación segura. Pero en ese momento estaba solo en el bosque oscuro con una vela apagada y en gran peligro, si decidía creer los rumores y las leyendas. Los temblores que sacudían su cuerpo sugerían que los creía. Estabilizó las manos lo suficiente como para deslizar con firmeza la cerilla contra el rascador, lo que hizo que se encendiera en una llamarada inestable. La erupción liberó una nube de humo con olor a azufre antes de convertirse en una llama controlada. Acercó el fósforo al pabilo de la vela, feliz ante la luz que le brindó. Calmó su respiración y observó el bosque en sombras a su alrededor. Escuchó y esperó, y cuando tuvo la certeza de que había derrotado al reloj, volvió a concentrar la atención en la hilera de árboles que tenía delante. Avanzó lentamente, protegiendo con esmero la llama mientras caminaba; una vela encendida era la única forma de mantener lejos al Hombre del Espejo.

Llegó hasta el roble gigantesco y vio una caja de madera junto a la base. Se arrodilló y abrió la tapa. En el interior descansaba una llave. El corazón le latía con contracciones poderosas que enviaban un torrente de sangre por los vasos sanguíneos dilatados de su cuello. Inspiró profundamente para calmarse y luego sopló para apagar la vela: las reglas establecían que las velas de guía solo podían mantenerse encendidas hasta que se encontrara la llave. Emprendió la marcha por el bosque. En la distancia, el silbido de un tren en la noche le alimentó el caudal de adrenalina. La carrera seguía. Mientras corría por el bosque, tratando infructuosamente de protegerse la cara de las ramas que lo azotaban como látigos, se torció un tobillo. Siguió su camino, sintiendo bajo sus pies el temblor de la tierra producido por el paso del tren. La vibración le hizo acelerar los pasos.

Cuando llegó al extremo del bosque, el tren pasó rugiendo por las vías a su izquierda; un borroso resplandor metálico que cada tanto captaba el reflejo de la luna. Emergió del follaje oscuro y se dirigió a la casa; el rugido del tren apagaba el sonido de sus gruñidos y jadeos. Llegó a la puerta y entró.

—Felicitaciones —le dijo una voz en cuanto traspuso el umbral—. Eres el primero.

—Genial —masculló sin aliento.

—¿Encontraste la llave?

Él la levantó para mostrársela.

—Sí.

—Sígueme.

Caminaron por los corredores oscuros de la casa hasta llegar a la puerta de la habitación segura. Insertó la llave en la cerradura y la giró. La cerradura cedió y la puerta se abrió. Entraron y cerraron la puerta. La oscuridad era absoluta, mucho peor que en el bosque.

—Date prisa.

Se arrodilló y avanzó, gateando, por el suelo de madera hasta que sus dedos se encontraron con la fila de velas que estaban delante de un alto espejo de pie. Buscó en el bolsillo y sacó la cajita de cerillas. Le quedaban tres. Deslizó una contra el costado de la caja y la punta se prendió. Encendió una de las velas y se plantó, de pie, frente al espejo, que estaba cubierto por una lona pesada.

Inspiró hondo y le hizo un gesto de asentimiento a quien lo había recibido en la puerta. Juntos quitaron la lona que recubría el espejo. Su imagen estaba ensombrecida por la penumbra de la vela, pero notó las laceraciones que le cortaban las mejillas y la sangre que chorreaba de ellas. Tenía un aspecto espectral y como si acabara de salir de una batalla, pero lo había logrado. El ruido del tren se apagó cuando el último vagón pasó junto a la casa y siguió hacia el este. La habitación quedó en silencio.

Con la vista fija en el espejo, inspiró por última vez. Luego, juntos, susurraron:

—El Hombre del Espejo. El Hombre del Espejo. El Hombre del Espejo.

Transcurrieron unos segundos, en los que ninguno de los dos parpadeó ni respiró. Luego algo relampagueó tras ellos. Una mancha borrosa en el espejo entre las imágenes de ambos. De pronto, una cara se materializó de la oscuridad y se enfocó, un par de ojos iluminados por el reflejo de la llama de la vela. Antes de que alguno de los dos pudiera volverse, o gritar o defenderse, la llama se apagó.

Ciudad de Peppermill,

en el estado de Indiana

Sábado, 22 de junio de 2019

03.33

El detective condujo el coche más allá de la cinta policial amarilla que ya marcaba el perímetro de la escena del crimen y se adentró en el caos de luces rojas y azules. Coches patrulla, ambulancias y camiones de bomberos estaban estacionados en ángulos extraños delante de los pilares de ladrillo que marcaban la entrada al Instituto Westmont, un internado privado.

—Qué desastre.

El agente policial al mando no había abundado en detalles, solo le había dicho que un par de muchachos habían muerto en el bosque que bordeaba el campus. La situación era ideal para reacciones exageradas. De ahí la presencia de toda la fuerza policial y de los bomberos de la pequeña ciudad. Y por lo que se veía, también de la mitad de los empleados del hospital. Médicos con uniforme y enfermeros de chaqueta blanca resplandecían al pasar delante de las luces de la ambulancia. Los agentes de policía hablaban con alumnos y profesores que salían por las puertas hacia el circo de luces parpadeantes. Vio que había una furgoneta del Canal 6 aparcada fuera del perímetro demarcado por la cinta policial. A pesar de la hora, no dudaba que habría más en camino.

El detective Henry Ott descendió del coche mientras que el policía a cargo le resumía los hechos.

—La primera llamada al 911 llegó a las doce y veinticinco. Le siguieron varias más, y todas hablaban de que algo había ocurrido en el bosque.

—¿Dónde? —preguntó Ott.

—En una casa abandonada donde termina el campus.

—¿Abandonada?

—Por lo que he podido averiguar hasta el momento —explicó el policía—, solía ser una casa donde residían los profesores, pero ha estado vacía durante varios años, desde que se construyó un ramal de ferrocarril de la línea Canadian National que envía trenes diarios de carga por esa parte del campus. Había demasiado ruido, por lo que se construyeron las viviendas para profesores sobre el campus principal. La escuela tenía planeado destinar esas tierras a un campo de fútbol americano y una pista de atletismo. Pero por ahora, solo está la casa abandonada en el bosque. Hemos hablado con algunos alumnos. Parece que era el sitio preferido para las fiestas nocturnas.

El detective Ott se dirigió a la cancela del Instituto Westmont y entró. Había un coche de golf aparcado delante del edificio principal; cuatro columnas gigantes se elevaban para sostener el gablete triangular que resplandecía a la luz de los reflectores. El lema de la escuela estaba grabado en la piedra.

Veniam solum, relinquatis et —leyó el detective, arqueando el cuello hacia atrás para contemplar el edificio. Vendrán solos, se marcharán juntos.

—¿Qué significa eso?

El detective Ott miró al policía.

—En realidad, no me interesa una mierda. ¿Adónde vamos?

—Suba —dijo el policía, señalando el coche de golf—. La casa queda en las afueras del campus, a unos veinte minutos de caminata por el bosque. Esto será más rápido.

El detective subió al coche y unos instantes después se adentraba a los saltos por el bosque sobre un estrecho sendero de tierra. Los troncos de los abedules altos eran una mancha borrosa en su visión periférica; la luz de la luna se había apagado y, a medida que se adentraban más en el bosque, solo las luces del coche de golf les permitían vislumbrar hacia dónde se dirigían.

—Madre mía —dijo el detective Ott al cabo de unos minutos—. ¿Esto sigue siendo parte del campus?

—Así es, señor. La casa se construyó antiguamente lejos de la parte principal para que los profesores tuvieran privacidad.

Más adelante, el detective vio movimiento al final del estrecho sendero. Había reflectores para iluminar la zona, y cuando llegaron al final del oscuro túnel del bosque, fue como salir de la boca de una gigantesca criatura prehistórica.

El policía aminoró la marcha antes de emerger del bosque.

—Señor, una cosa más antes de que lleguemos a la escena.

El detective lo miró.

—¿De qué se trata?

El policía tragó saliva.

—Es sumamente gráfico. Peor que todo lo que he visto hasta ahora.

El detective Ott, a quien habían despertado en medio de la noche y se encontraba atascado en algún sitio entre el sueño y la resaca que le esperaba, andaba corto de paciencia y carecía de gusto por lo dramático. Señaló el extremo del bosque.

—Vamos.

El policía condujo el coche fuera de las sombras del sendero, hacia la luz de los reflectores halógenos. El grupo presente allí era más reducido, menos caótico y más organizado. Los agentes que habían llegado primero habían tenido el sentido común de mantener a la horda de policías, sanitarios y bomberos al mínimo en la escena del crimen para reducir las posibilidades de contaminación de la zona.

El agente detuvo el coche justo fuera de la cancela de la casa.

—Santo cielo —masculló el detective Ott al bajar. Todos los ojos estaban puestos sobre él; los presentes observaban su reacción y esperaban indicaciones.

Delante de él se elevaba una gran casa colonial que parecía salida de siglos pasados. Entre las luces y sombras de los reflectores, se destacaba la enredadera que trepaba por el exterior. Una verja de hierro forjado limitaba el perímetro de la casa y los altos robles se elevaban hacia la noche. El primer cadáver que vio el detective Ott fue el de un alumno que había sido empalado sobre una de las puntas de hierro de la verja. No había sido un accidente. No era que hubiera tratado de trepar y se hubiera caído sobre uno de los hierros puntiagudos. No, eso era intencionado. Había sido levantado con cuidado y luego lo habían dejado caer para que la punta afilada del barrote le atravesara el mentón y la cara y saliera por la parte superior del cráneo.

El detective Ott sacó una pequeña linterna del bolsillo y avanzó hacia la casa. Fue entonces cuando vio a la chica sentada en el suelo, a un lado. Estaba cubierta de sangre y tenía los brazos alrededor de las rodillas; se mecía sin cesar, enajenada por el estado de shock.

—No estamos ante las fechorías de un par de muchachos. Esto ha sido una puta masacre.

PARTE I

Agosto de 2020

CAPÍTULO 1

El tercer episodio del pódcast se había publicado más temprano ese día y en solo cinco horas lo habían descargado casi trescientas mil veces. En los días que seguirían, millones más escucharían ese episodio de La casa de los suicidios. Muchos de esos oyentes inundarían después internet y las redes sociales para debatir teorías y conclusiones sobre los descubrimientos realizados durante el episodio. La conversación generaría más interés y nuevos oyentes descargarían episodios anteriores. Pronto, Mack Carter tendría entre manos el próximo exitazo de la cultura popular.

Este hecho inevitable molestaba a Ryder Hillier de formas que eran imposibles de describir. Durante el último año, ella había hecho la investigación, ella había hecho sonar las alarmas y ella había estado indagando sobre los asesinatos en el Instituto Westmont, registrando todo lo que averiguaba y publicándolo en su blog sobre crímenes reales. Su canal de YouTube tenía 250.000 suscriptores y millones de vistas. Pero en la actualidad, todo su arduo trabajo iba quedando relegado por el pódcast de Mack Carter.

Ella había reconocido de inmediato la importancia y el potencial de la historia del Instituto Westmont, se había dado cuenta de que la versión oficial de lo sucedido era demasiado simple y conveniente, y que los hechos presentados por la policía eran, en el mejor de los casos, selectivos, y en el peor, engañosos. Ryder sabía que con el respaldo adecuado y un trabajo de periodismo de investigación inteligente, la historia atraería a un público muy numeroso. El año anterior, después de que el caso llegase a los titulares nacionales y se cerrase antes de que se hubieran obtenido respuestas verdaderas, ella les había vendido la idea a diferentes estudios, pero Ryder Hillier era solo una periodista de poca monta, no una auténtica estrella como Mack Carter. No tenía la cara típica de las estadounidenses ni cuerdas vocales poderosas, por lo que ninguno de los estudios le había prestado atención a su idea. Era una periodista de treinta y cinco años a la que nadie conocía fuera del estado de Indiana. Pero estaba segura de que sus artículos sobre el caso, que habían sido publicados en la primera plana del Indianapolis Star y utilizados como fuente en varios otros medios, como también la popularidad de su canal de YouTube habían tenido algo que ver con el repentino interés en el Instituto Westmont. Mack Carter no había pasado del horario principal de televisión a una pequeña ciudad de mala muerte en Indiana por mera casualidad. Alguien, en algún sitio, había estado prestando atención a lo que ella había descubierto y había visto una oportunidad y el símbolo del dólar. Mack Carter —el presentador de Eventos, un programa vespertino diario de análisis de noticias— había sido elegido para realizar una investigación superficial y producir un pódcast sobre sus hallazgos. Su nombre llamaría la atención y el pódcast atraería a millones de oyentes con la promesa de que el gran Mack Carter, con su reconocida capacidad de investigación y actitud frontal, encontraría respuestas para el caso de los asesinatos del Instituto Westmont, que había sido cerrado demasiado pronto. Pero al final, él no iba a demostrar nada excepto el hecho de que con los patrocinadores adecuados y toneladas de dinero, un pódcast podía elevarse de las cenizas de la tragedia y convertirse en una empresa lucrativa para todos los involucrados. Siempre y cuando esa tragedia fuera lo suficientemente perturbadora y morbosa como para atraer al público. Los asesinatos del Instituto Westmont cumplían con los requisitos.

Ryder no iba a permitir que la realidad del mundo de los grandes negocios la desalentara. Todo lo contrario. Había trabajado demasiado como para darse por vencida a estas alturas. Pensaba aprovecharse del éxito del pódcast. Quería incluir a Mack Carter, mostrarle los naipes que tenía en la mano. Atraer su interés y obligarlo a prestarle atención. Su canal de YouTube le proporcionaba unos ingresos decentes de anunciantes, y su trabajo en el periódico pagaba las cuentas. Pero a los treinta y cinco años, Ryder Hillier quería sacarle más provecho a su carrera. Quería destacar, y unir su nombre al pódcast sobre crímenes reales más popular de la historia la llevaría a otro nivel. Y lo cierto era que Mack Carter la necesitaba. Ella sabía más que nadie sobre los asesinatos del Instituto Westmont, incluso más que los detectives que los habían investigado. Solo tenía que encontrar el modo de llegar a Mack.

Como cientos de miles de otras personas, había descargado el episodio más reciente del pódcast. Se puso los auriculares, pulsó la pantalla del teléfono y comenzó a correr por el camino mientras la voz impostada de Mack Carter sonaba en sus oídos:

El Instituto Westmont es un reconocido internado ubicado a orillas del lago Míchigan en la ciudad de Peppermill, en el estado de Indiana. Prepara a los adolescentes no solo para el rigor de la universidad, sino para los desafíos de la vida. El Instituto Westmont tiene ochenta años de antigüedad y su rica historia promete que la institución seguirá aquí mucho después de que los oyentes de este pódcast hayan desaparecido. Pero además de los honores y galardones, el instituto tiene una cicatriz. Una mancha desagradable e irregular que también seguirá presente durante años.

Este pódcast narra la tragedia que ocurrió en este prestigioso establecimiento educativo durante el verano de 2019, cuando las reglas que por lo general definen la conducta del internado se relajaron ligeramente para aquellos alumnos que permanecían allí durante los meses de verano. Es la historia de un juego oscuro y peligroso que salió mal, del asesinato brutal de dos alumnos y de la acusación de un profesor. Pero esta historia también se trata de sobrevivientes, de los alumnos que trataban desesperadamente de seguir con sus vidas, pero que han sido misteriosamente empujados hacia una noche que no pueden olvidar.

Durante este pódcast exploraremos los detalles de aquella noche fatídica. Nos enteraremos de cómo eran las víctimas y de cómo era el juego peligroso que se llevaba a cabo en el bosque. Entraremos en la casa abandonada donde se llevaron a cabo los asesinatos. Conoceremos a los sobrevivientes del ataque y miraremos más de cerca la vida dentro de los muros de este internado de élite. Revisaremos informes policiales, entrevistas a testigos, apuntes de trabajadores sociales y evaluaciones psicológicas de los alumnos involucrados. Profundizaremos con el detective que estuvo a cargo de la investigación. Finalmente, nos introduciremos en la mente de Charles Gorman, el profesor del Instituto Westmont acusado de los asesinatos. Durante este viaje espero tropezar con algo nuevo. Algo que nadie más haya descubierto, tal vez alguna prueba que arroje luz sobre el secreto que muchos de nosotros creemos que sigue oculto tras los muros del internado. Un secreto que explique por qué los alumnos siguen regresando a esa casa abandonada para quitarse la vida.

Soy Mack Carter. Bienvenidos… a La casa de los suicidios.

Ryder sacudió la cabeza mientras corría. La maldita introducción ya la tenía enganchada.

Soy Mack Carter, y en el tercer episodio de La casa de los suicidios conoceremos a uno de los sobrevivientes de los asesinatos del Instituto Westmont, un alumno llamado Theo Compton que estaba presente en la casa abandonada la noche del 21 de junio. Theo nunca antes ha dado entrevistas a los medios, pero ha accedido a hablar conmigo de manera exclusiva sobre lo que sucedió la noche en la que dos de sus compañeros de clase fueron asesinados. Se comunicó conmigo a través del foro de la web de La casa de los suicidios. A petición suya, nos reunimos en el McDonald’s de Peppermill.

Nos sentamos en un compartimento del fondo, donde habló en un susurro durante la mayor parte de nuestra conversación. Me tomó algo de tiempo lograr que hablara, por lo que he editado la conversación, dejando solamente el último tercio. Lo que escucharán es una grabación de la entrevista, con mis comentarios en off a lo largo de esta.

—¿Así que estabas presente la noche en la que mataron a tus compañeros?

Theo asiente y se rasca la barba incipiente de la mejilla.

—Sí, estaba allí.

—Háblame de la casa abandonada. ¿Por qué los atraía?

—¿Por qué nos atraía? Somos un grupo de adolescentes atrapados en un internado con reglas estrictas y uniforme para asistir a clase. La casa del bosque representaba una escapatoria.

—¿Una escapatoria de qué?

—De las reglas. De los profesores. De los psicólogos y los orientadores y las sesiones de terapia. Representaba la libertad. Íbamos allí para huir de la escuela, para pasarlo bien y tratar de disfrutar del verano.

—Vas a comenzar tu último año en Westmont, ¿no es así?

—Sí.

—Pero ahora, este verano,

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