W de Watchmen
Por Rafael Marín
3.5/5
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"Watchmen" es, sin duda, el cómic más influyente del pasado siglo, una obra maestra y un clásico desde el mismo momento de su publicación. Y, al mismo tiempo, un faro solitario que señaló un camino que la industria del tebeo no quiso (o no pudo) seguir.
En *W de Watchmen*, Rafael Marín analiza y disecciona la obra de Moore y Gibbons, detalla su génesis, sus influencias, sus subtextos y sus referencias, su juego de simetrías y efectos mariposa y consigue que veamos con nuevos ojos el cómic... y deseemos correr a leerlo una vez más.
"Watchmen" es un cómic para releer mil y una veces, dice Marín. Se podría decir lo mismo de su estudio sobre Watchmen.
Rafael Marín
Rafael Marín (Cádiz, 1959) es uno de los más destacados autores españoles de literatura fantástica. A principios de los ochenta se abre camino por varios fanzines y publica un puñado de relatos en la mítica revista Nueva Dimensión. En 1983 aparece su primera novela, Lágrimas de luz, que es recibida como un hito en la entonces incipiente ciencia ficción española. Con un cuidado casi exquisito en el manejo del lenguaje, Marín se ha movido como novelista por casi todos los géneros, no sólo la ciencia ficción o la fantasía, sino el policiaco o la novela histórica, por no mencionar el juvenil. También ha cultivado con fortuna el relato corto, en el que a menudo es capaz de aportar una perspectiva novedosa a elementos sumamente cotidianos. Enamorado de los comics como medio de expresión, a ellos ha dedicado algunos de sus mejores trabajos de divulgación, como W de Watchmen, Spider-Man: el superhéroe en nuestro reflejo o Hal Foster: una épica post-romántica. También ha sido guionista en ese medio con obras como Tríada Vértice e Iberia Inc. Junto a su amigo el dibujante Carlos Pacheco estuvo al frente de Fantastic Four para la americana Marvel.
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W de Watchmen - Rafael Marín
En el mundo del cómic, nos lo enseñó Barbarella, los ángeles ciegos no tienen memoria. Como Pygar, alado y eterno, parece que los lectores de historietas tampoco tenemos constancia del paso del tiempo.
Igual que el reloj nuclear que avanzaba número a número desde cada contraportada de la serie, Watchmen ha parado nuestro reloj propio, el reloj con el que contamos nuestras filias y nuestras décadas, el que nos separa de las generaciones anteriores y las venideras, el que marca inexorable (y perdonen ustedes que me vuelva pedante) que acabaremos siendo polvo indistinguible del que cubre las arenas de Marte.
Los lectores de historieta hemos olvidado, o no queremos reconocer, o quizá ni siquiera lo sabemos, ni nos importa, que Watchmen es un tebeo de 1986. No de ahora, no de mañana. Aunque será ya para siempre un título eterno, irrepetible, una torre de ingenio que nadie puede mirar sin deslumbrarse, es sintomático y a la vez preocupante que cuando hablamos de historieta contemporánea, cuando hacemos listas de lo mejor que hemos leído o lo que más atesoramos últimamente, se cite siempre la obra de Alan Moore y Dave Gibbons. Y entonces quien hace la apostilla y aclara que estamos tratando de un tebeo que tiene más de veinte años tiene la impresión de que está echando a perder una ilusión, un auto-engaño con el que todos nos sentimos más felices por tal de no ver la desolación del paisaje tebeístico de los últimos veinte años.
Porque Watchmen no es un tebeo de ahora. Y desde su publicación hasta hoy, poco puede decirse del progreso y evolución del comic-book como medio.
Watchmen, en efecto, paró el reloj. De un género al que en realidad no pertenece, el de los superhéroes. De una industria que pareció contentarse con haber podido producir una obra que encumbraba el medio y lo elevaba a categorías que sólo había alcanzado, si acaso, en contadas ocasiones, acercándolo por su estructura medida a los esfuerzos narrativos hasta entonces vistos sólo en la novela. De unos lectores que comprendieron (comprendimos) que podían contarse historias de otra manera, con otro empaque, anclando fantasía y realidad con una visión poética y descarnada de nuestra realidad, apartándonos de tópicos y de soluciones fáciles.
Watchmen fue, en su momento, una revolución, pero si tuvo mártires fue al otro lado de la barricada, en tanto que al final acabó siendo víctima de sí mismo, una isla en medio de la nada en que los años noventa convirtieron los tebeos de superhombres. Se le intentó imitar, sin talento y sin demasiado esfuerzo, y la pátina de acercamiento a la realidad que el título supone, obviando que además Watchmen es una gigantesca y divertida reflexión sobre cómo cambiaría el mundo si en efecto existieran seres superpoderosos (y le basta con mostrar a uno solo para hacerlo), apenas un reflejo infantiloide y simplista salpicó a los otros superhéroes de la historieta: incapaces de imitar lo inimitable, deslumbrados por la brillante puesta en escena y adaptando al mismo tiempo esa aventura de punto final que fue el Batman Dark Knight Returns de Frank Miller, los personajes hasta entonces infantiles se convirtieron en fascistas sin aristas, eternos matones de músculos imposibles y poses incómodas que carecían de dudas, que campaban a sus anchas por un mundo que ya no era nuestro mundo, sino que se convirtió en un mundo (unos mundos) intercambiables de sótanos metálicos y fondos irreconocibles. Mientras que en Watchmen es imposible distinguir los buenos de los malos, pues cada personaje tiene su personalidad contradictoria, el mundo exterior de los tebeos de superhéroes, ese mundo que en el fondo Watchmen puso en solfa y al que dio la primera puntilla (el último clavo en el ataúd del superhéroe lo daría el propio Alan Moore con el último capítulo de Miracleman, por cierto), héroes y villanos se confundieron también, pero no porque las barreras morales se llenaran de detalles que condujeran a la duda, sino porque no se detalló nada y, pese al intento de imitación, adelantándose a las guerras que vendrían, todo se vio en un simplista blanco y negro donde actuaban igual héroes o villanos.
Watchmen es un tebeo lleno de paradojas y la más grande de todas ellas es que no sabemos a ciencia cierta si condenar o no a quien parece ser su gran villano, mientras que el mundo de los comic-books que sucedieron a Watchmen, apabullados sin duda por su éxito y su propuesta, no fue capaz de mostrar ese juego de vacilaciones, decisiones y dualidades sino que, todo lo contrario, las acciones de quienes hasta entonces habían sido los héroes (llámense Batman, o Spawn, o Capitán América, o Punisher, o Daredevil, o Spider-Man) acabaron por resultar tan condenables desde un punto de vista moral como las de quienes tradicionalmente habíamos considerado supervillanos. Tras Watchmen, y sin que fuera, naturalmente, culpa de Watchmen, no quedó apenas nadie que fuera capaz de vigilar a los vigilantes.
Watchmen exprime el jugo narrativo de lo que la historieta puede dar (y es sintomático que juegue a incluir una historieta dentro de la historieta), jugando a ser reflexión y ocio. Como una piedra que desvía el curso de un río, Watchmen se alza en medio de la corriente (literalmente, del «mainstream») y durante un tiempo consigue que todas las aguas del medio, todo el mercado, se miren en su enorme valor totémico. Sin embargo, en vez de sortearlo, en vez de abrazarlo y llevarse consigo, poco a poco, la arenilla de su desgaste para crear en alguna parte un limo de aprendizaje, el medio decidió, simplemente, evitarlo, desviarse, tirar hacia otro lado, en tangente algo cobarde, pero buscando al mismo tiempo otra piedra similar que pudiera iluminar de nuevo su camino.
Es posible afirmar, veintitantos años más tarde, que Watchmen no alteró la industria de la historieta, que fue y sigue siendo rara avis en las evoluciones e involuciones del medio. Decir lo contrario es engañarnos: Watchmen no ha tenido émulos, no ha creado una escuela, no ha logrado más que intentos ilusorios de imitación que luego han quedado en nada. En parte, por la sacrosanta continuidad que impide a los sucesivos relevos de guionistas y dibujantes de todas las series que en el mercado son abrazar claramente ningún postulado narrativo ni ideológico; Watchmen es un universo cerrado en sí mismo, mientras que los demás superhéroes viven en universos abiertos esclavizados al comercio del continuará. En parte, naturalmente, porque nadie tiene la capacidad creativa de Moore y Gibbons.
Si algo consiguió Watchmen, si hay un detalle que todavía reivindica, un cuarto de siglo más tarde, todo el valor de su propuesta, toda su enorme capacidad como obra maestra de la literatura de nuestro tiempo, es que supuso el fin de la inocencia. Los lectores que en aquel ya lejano 1986 nos asomamos por primera vez a las páginas de aquel comic-book algo especial (porque hay que recordar, y lo haremos muchas veces a lo largo de este ensayo, que Watchmen no es una «novela gráfica», sino una serie limitada de doce comic-books que más tarde se ha recopilado en forma de álbum) vimos ya en ese mismo instante que se nos estaba ofreciendo algo diferente, algo novedoso, algo que enfocaba de manera original y hasta ideológica la figura del superhombre enmascarado al que hasta entonces habíamos estado rendidos. Watchmen, como hicieran veintitantos años antes Stan Lee, Jack Kirby y Steve Ditko con los primeros pasos de lo que luego hemos dado en llamar el Universo Marvel, debe buena parte del éxito de su planteamiento al «realismo» inherente a su manera de abordar la historia que narra. Si ya en los primeros años sesenta los variopintos personajes de la Casa de las Ideas fueron considerados como «tridimensionales» (y, sin embargo, qué ingenuos nos parecen ahora los soliloquios de aquel Peter Parker adolescente, qué ampulosas las explicaciones pseudo-científicas de Reed Richards, qué ridículas las afectaciones femeninas de Sue Storm, qué rancios los argumentos), no es hasta Watchmen en que estos adquieren calidad literaria que trasciende el mero icono visual que forma parte de la identificación de tantos y tantos personajes de historieta.
La comparación entre la obra de Moore y Gibbons y la de Lee y compañía no es ociosa: recordemos que entre el número 1 de Fantastic Four y la aparición del primer ejemplar de Watchmen pasa prácticamente el mismo tiempo que desde la aparición del primer ejemplar de Watchmen hasta nuestros días. Lee, Kirby, Ditko y su equipo (y, en menor medida entonces, la Distinguida Competencia que tardó mucho tiempo en comprender sus planteamientos y ponerse al día y hacer uso justificado de su apodo) jugaron con los conceptos, los desarrollaron, los llevaron más o menos a situaciones lógicas (y, en ocasiones, auto-paródicas). Durante dos décadas y media, el superhéroe de los comic-books creció, se desarrolló, murió y resucitó, se hizo más atlético o se volvió más liberal o más conservador, según los vientos de cambio de la sociedad en la que se englobaban y de la cultura pop de la que formaron parte. La sutil mezcla de elementos fantásticos, humorísticos, amorosos y realistas (sea lo que sea la realidad, naturalmente) consiguió convertir unos comic-books cuyos destinatarios eran niños de diez años (basta recordar el sello de la auto-censura del Comic’s Code Authority) en un producto sofisticado que empezó a atraer a jóvenes universitarios y, ya en los primeros años ochenta, a jóvenes profesionales. La evolución del medio fue la evolución de sus lectores, el elemento familiar que unía infancia con juventud y con madurez, el lazo emocional que se extendía desde el pasado hasta el futuro.
Cuando Watchmen aparece, trae consigo buena parte de ese bagaje. Fruto de la cultura pop y hasta de la contracultura, hijos de una generación que ha crecido con la historieta pero también con la música, el cine, las drogas, la literatura, la marginalidad, el underground, la política, el nuevo título supone, como supuso Fantastic Four en 1961, una forma nueva de abordar el medio. En esos veintitantos años que separan un título de otro, el mundo se ha vuelto menos ingenuo, más sarcástico, más descreído, menos sucio. El héroe ya no es creíble. Estados Unidos ha sufrido una derrota en una guerra que nunca llegó a declarar. El laborismo inglés (y resulta admirable cómo dos ingleses son capaces de trasladar sus ideas a un comic-book que parece cien por cien norteamericano) había saltado por la borda y el nuevo conservadurismo ideológico de Margaret Thatcher parecía que iba a hacer cumplir, desde el otro lado del espectro político, lo peor de las previsiones que George Orwell hiciera en su 1984 (no olvidemos, de paso, que es ese mismo año cuando Moore empieza a escribir el guión, llegando incluso a declarar que su obra empieza donde la novela termina). El breve florecimiento demócrata (es decir, ideológicamente liberal) que había llegado a la política internacional del mundo de la mano de Jimmy Carter tras el fiasco de Watergate había acabado devolviendo la pelota de nuevo al ala dura del partido republicano, entregando la Casa Blanca y las llaves de la economía de mercado y la Guerra Fría a un actor mediocre de memoria espantosa que durante ocho años (y las décadas que vendrían) instauraría una política militar y económica que daría su fruto cuando el Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética convirtiera a Estados Unidos, hasta el encuentro de un nuevo enemigo tan irracional como necesario, en el imperio incontestado que controlaba todos los resortes del mundo.
Watchmen refleja todo esto y mucho más, como iremos viendo a lo largo de estas páginas: es un producto de su tiempo que trasciende al tiempo, aunque haya detenido el reloj. Desde aquel verano de 1986 hasta hoy, no puede decirse que la evolución del comic-book haya seguido el camino tan claramente trazado en esta historia, ni que las nuevas generaciones de dibujantes y guionistas que en el mundo son hayan sido capaces de aportar una visión nueva y rompedora que aúne tradición con ruptura. De ahí, naturalmente, el desencanto.
Watchmen fue, pues, nuestro mayo francés. Nuestra Revolución de Octubre. Nuestro Star Wars adulto. El comic-book que nos enseñó cómo podían ser los comic-books, el que nos situó en el mundo y nos creó un universo narrativo auto-contenido en sí mismo que no necesitó de miles de páginas ni décadas de continuidad comercial y repetitiva. Watchmen fue nuestro Eldorado, la epifanía que nos hizo revalidar a quienes amábamos la historieta que no vivíamos en el error, y que se podía y se debía contar una historia con todas las armas que el medio era capaz de proporcionar, sin concesiones. De ahí, naturalmente, la ilusión que produce cada una de sus relecturas.
Nada termina nunca, y menos, Watchmen.
tmp_44e3c0352a830be280abf992c12c6f88_5iLdEy_html_28bb1933.jpgtmp_44e3c0352a830be280abf992c12c6f88_5iLdEy_html_m136cdfdf.jpgPese a todo, Watchmen no surgió de la nada. No es un título que aparezca por generación espontánea, una mutación de un mercado viciado en busca de pastos nuevos. Watchmen pertenece a una tradición a la que un día pertenecieron muchos otros cómics, y su gran mérito es que fue capaz de hacerla suya, asimilarla y trascenderla.
Entender la aparición de Watchmen implica echar un vistazo a la evolución de la historieta en las décadas previas a su concepción. No es fácil conjugar todos los elementos que desembocan en su puerta, pero baste decir que hubo un tiempo en que el cómic tuvo un peso social y una importancia en la cultura de nuestro tiempo que no lo habían arrinconado a los ghettos de las librerías especializadas (en realidad, de un tiempo a esta parte, jugueterías de juguetes con los que no se juega), sino que formaba parte del acervo cultural de su momento. Existía en la Inglaterra de Alan Moore y Dave Gibbons, por ejemplo, un claro mercado de cómics para niños, esas revistas tipo The Beano o The Dandy con sus pícaros escolares que imitaban a Guillermo Brown y mostraban la cara alegre de una sociedad educativamente turbia, o las otras revistas de ciencia ficción más experimental donde ya se esbozaban técnicas de reproducción y narrativas más ambiciosas (Eagle con el espectacular Dan Dare, por ejemplo), mientras que las tiras de periódico inglesas ya habían ido más allá de