Tendemos a pensar en el cráneo como una mera coraza protectora para nuestro cerebro, tan delicado y vulnerable como fundamental: los miles de millones de células nerviosas que componen el encéfalo controlan todas nuestras funciones básicas (y no tan básicas). La propia etimología de la palabra parece justificar esta visión: proviene del latín cranium, que, a su vez, derivaría de κρανίον (léase kraníon), diminutivo de κράνος (krános), casco o yelmo, según la RAE.
El cerebro es la parte más grande del encéfalo y sobre él recae el control del pensamiento, el aprendizaje, el habla, la memoria, la resolución de problemas… Todo aquello que nos hace humanos, en definitiva. El cerebelo, por su parte, es la parte del encéfalo que controla la motricidad fina, el equilibrio y la postura; mientras que el tronco encefálico, que conecta al encéfalo con la médula espinal, se encarga de la respiración, la frecuencia cardiaca y los nervios que usamos para poder ver, oír, caminar o comer. Dada su fragilidad y su vital importancia para el desarrollo de nuestra vida cotidiana, parece natural que millones de años de evolución hayan dotado a los vertebrados -pues el ser humano no está solo en esto- de una dura cobertura ósea que mantenga al cerebro a salvo de daños en caso de accidente. El cráneo es un eficiente casco protector, especialmente resistente en sus partes frontal y posterior;