A parte de la imponente máscara funeraria de Tutankamón, pocas cosas hay en la historia del Antiguo Egipto que llamen tanto la atención y despierten más curiosidad que la figura de Akenatón, el rey hereje.
Neferjeperura Amenhotep, tambien conocido por Akenatón, fué el décimo faraón de la dinastía XVIII de Egipto, ya en el imperio nuevo. Todo en él hubiera sido normal, quiero decir, a todo lo normal que podía ser en aquella época... Pero decidió revolucionarlo todo, e intentar cambiar la manera de pensar con respecto a las deidades que, desde sus inicios, elpueblo egipcio había tenido o adorado. Durante su monarquía, insistió en que Atón fuera la única deidad digna de culto, algo que fué aceptado por pocos y rechazado por muchos, otrogandole la conocida fama que aún tiene su recuerdo. Pero no fué solo eso lo que hizo destacar a este hereje, ya que incluso consiguió cambiar reglas políticas y reales que, hasta el momento, jamás habían sido tocadas.
Con su declarada reina, la legendaria y bella Nefertiti, tuvo el valor de mandar construir otra ciudad dedicada exclusivamente a Atón, y que a la vez funcionaría como nueva capital del imperio. A partir de aquellos años, su historia se retuerce y vuelve más oscura debido al rechazo de su propio pueblo, lo que dió lugar a habladurías y a leyendas que aún nos sobrecogen sobre su persona.
En este relato quiero hacer resaltar una de las muchas teorías que, por muy fantasiosa que sea, no me atrevería a poner la mano en el fuego a la hora de negarla. Con solo mirar sus representaciones, tan especiales y diferentes a las anteriores, y sobre todo a esos enormes ojos almendrados, este personaje es capaz de inspirarme gran cantidad de historias en mi mente, pero por mucho que pueda expandirse mi imaginación, una de ellas predominaba sobre las demás. Tenía que escribirla...
¿Qué
si te amo?
“Escucha las palabras de prudencia, da oído a sus consejos y guárdalos
en tu corazón. Sus máximas son universales, y todas las virtudes se apoyan en
ella, guía y señora de la vida humana”
Akenatón, 1200 a.c
El sol estaba a punto de asomar entre las dunas que rodeaban
nuestra nueva y bella ciudad, o eso parecía. El gran templo de la ciudad, el
único carente de techo en todo Egipto, y especialmente situado y construido
para ser lo primero que se iluminara cada mañana, se extendía ante nosotros
como un titán expectante. Desde la ventana era casi capaz de ver brillar hasta
el último grano de arena, como queriendo así dar la bienvenida al primer niño
nacido en la nueva capital, hijo de alguien diferente a todos los faraones
anteriores que habían tenido la oportunidad de reinar, agarrándose al juramento
de ser descendientes de los mismísimos dioses, o directamente uno de ellos. Los
antiguos señores habían hecho todo lo posible para que su imagen y posesiones
pasaran de una mano a otra, dentro de una sola línea de generaciones, a otros
que las agrandecerían aún más con el paso de los años. Todo Egipto había sido
coronado con algún coloso, algún templo o, incluso algunos balnearios reales
privados que solamente existirían para divertirlos a ellos, como si de aquel
modo demostraran el poder que tenían mostrando todo lo que podían hacer… Pero
todos ellos habían sido diferentes a él, a mi esposo, el único rey capaz de
desafiar a todo un imperio no sólo por defender su sangre, sino también al
único y verdadero dios al que debían adorar.