Habían hablado de ella durante toda la semana, la esperaban para el sábado y decían que traería la solución al agobio.
Llegó con timidez pasadas las seis de la tarde del viernes y, con ella, en la ciudad comenzaron a despuntar los primeros paraguas que no eran muchos. La mayoría de los peatones utilizaba el recurso como un buen refresco, caminaban distendidos y gustaban de las gotitas que se depositaban en sus labios.
Al igual que una canción, la lluvia, que hasta el momento había mantenido un ritmo constante, comenzó a acelerarse; lo que antes se oía como una negra, se transformó en una melodía de corcheas increyente.
El primer signo de advertencia se vio en las alcantarillas desbordadas por la gran cantidad de agua, la que al no encontrar circulación, se acumulaba en las esquinas y formaba remolinos en los que se hundían tacos y zapatos de todo tipo.
Las paredes comenzaron a chorrear. Por cualquier hendija la lluvia se abría paso desafiando puertas y filtrándose a través de los trapos de piso que intentaban detenerla. Iba usurpando y haciendo posesión de todo cuanto estaba a su paso. Con violencia, quebraba ramas que caían desplomadas sobre vehículos inmovilizados por el temporal y los abollaba.
Aquellos que en un principio la esperaban con ansias, no veían la hora de que se evaporara o absorbiese. Era la perfecta materialización del odio que invadía aquella ciudad. Era la puteada en boca del taxista, la ira en el pasajero que llegaba tarde al trabajo, la bronca en el empleador que debía reducir al personal, la furia de aquel, que en esa tarde de viernes, había perdido su empleo y su último par de zapatos gracias a una tormenta llena de rabia.