Autores: Antonio Aretxabala, Antonio Turiel y Peio Oria
Resumen
Los relatos históricos y evidencias arqueológicas de DANAS e inundaciones
desde hace miles de años nos muestran la capacidad del ser humano para
adaptarse a sus impactos en áreas mediterráneas, fundamentalmente
evitando la exposición.
Desde el último máximo glacial, hace
unos 20.000 años, nuestro planeta vivió un aumento de temperatura de
unos 6ºC. El clima más templado, con patrones estables y estacionales,
propició condiciones favorables en las que nuestra civilización pudo
crecer y prosperar.
Durante 12.000 años, la geología, la
biología y las sociedades humanas se adaptaron a la nueva dinámica
atmosférica y cortical a través de cambios morfológicos, genéticos, la
selección y la cooperación entre especies. Pero hace unos 170 años algo
cambió. El uso exponencial de excedentes de energía de los hidrocarburos
se generalizó de manera global.
Con el motor de combustión
interna y el producto tecnológico más extendido de la historia de la
humanidad, el hormigón armado, el mundo vivió la transformación más
acelerada y profunda de la última era. Tanto la dinámica atmosférica
como la cortical, y con ellas la biología y las sociedades humanas,
viven en un estado de estrés que apenas puede adaptarse a los
precipitados cambios introducidos, solo comparables a los de un
cataclismo.
El año 2010 marca un ecuador en la historia cuando
más de la mitad de la población mundial comenzamos a vivir en ciudades,
una nueva experiencia para la vida en el planeta que vino a consolidar
la sociedad del riesgo. Nuestro hábitat y millones de personas nos vimos
expuestas a los impactos derivados del vertiginoso calentamiento del
mar y la atmósfera, la desaparición de especies, la inercia de las malas
prácticas especulativas que surgieron con el paleourbanismo del siglo
XX, la falsa sensación de seguridad y la dependencia de nuevas
corrientes artificiales para el suministro de recursos y evacuación de
desechos.
Las nuevas propuestas emergentes, alejadas de la
mentalidad de sometimiento y dominio del medio, aparecen cuando la
frecuencia e intensidad de los impactos apenas permiten reparar y
reconstruir al ritmo que avanza la destrucción. Se invita a las
comunidades y gobiernos a reconceptualizar la retirada estratégica como
parte del conjunto de herramientas utilizadas para lograr los objetivos
sociales deseados.
DANAS y barrancos en el clima mediterráneo
Las
gotas frías o DANAS, especialmente en el área mediterránea, nos
acompañan desde hace miles de años. Los asentamientos humanos y las
conquistas de las tierras fértiles nos han dejado legados escritos o
arqueológicos de su adaptación a la penúltima dinámica atmosférica y
cortical. Un ejemplo lo encontramos en el yacimiento íbero de la
Alcudia, donde se encontró la dama de Elche. Hace 2500 años sus
habitantes construyeron una muralla con características
sismorresistentes y elevaron sus viviendas para prevenir daños por
inundaciones. En el 49 a. C. Julio César narra cómo en los días de la
batalla de Illerda (Lleida) irrumpió un repentino huracán con enormes
aguaceros.
Durante la Edad Media mutaron a castigos divinos que
adquirieron dimensiones telúricas y meteorológicas. Pero ya en tiempos
más modernos disponemos de informes bien documentados de DANAS
catastróficas como la que se analiza en ‘Memoria sobre la inundación del
Júcar’ de Miguel Bosch en 1864 (ver figura 1). Durante el último siglo
vivimos la riada de Valencia de 1957, las del Vallés de 1962 con cerca
de un millar de víctimas, Levante 1973, la Pantanada de Tous de 1982,
Oliva en 1987 con el récord de más de 817 mm en 24h, las de Murcia en
2012 o las de Mallorca en 2018. Por lo tanto, culpar exclusivamente al
cambio climático del carácter destructivo de estos eventos en un clima
tan peculiar como el mediterráneo no sería de rigor. Hay algo más. La
rambla o el barranco son iconos o emblemas que revelan la particularidad
del clima mediterráneo.
Se trata de una unidad geomorfológica
esculpida por grandes, medianas y pequeñas avenidas que puede permanecer
años o décadas en seco y en unas horas convertirse en un torrente (de
torrencial) para transportar miles de metros cúbicos de agua y
sedimentos por segundo, superando con creces, como hemos visto en el
barranco del Poyo, al río Ebro en una de sus crecidas extraordinarias.
Los dos últimos cambios en el clima
Desde
el último máximo glacial, hace unos 20.000 años, nuestro planeta
experimentó una metamorfosis extraordinaria: pasamos de un páramo helado
a un mundo templado en el que nuestra civilización pudo crecer y
prosperar. En ese tiempo, la asombrosa cifra de 52 millones de
kilómetros cúbicos de agua fue redistribuida por el planeta. El hielo
era un gran continente sólido que se fundió elevando en más de 130
metros el nivel del mar, compensando así la distribución de masas. Este
calentamiento global duró unos pocos miles de años y la temperatura del
planeta aumentó unos 6°C. Ello se tradujo en una nueva circulación
atmosférica con nuevos patrones mucho más rítmicos que dieron cabida a
condiciones más o menos cálidas, húmedas y previsibles. Como
consecuencia de la transformación postglacial de nuestro planeta fue
posible el nacimiento de las civilizaciones mientras los efectos de
aquellos descomunales cambios seguían (y siguen) su inercia.
Así que la
adaptación fue geológica, biológica y también social. El ser humano fue
testigo de la adaptación geológica que consistió principalmente en un
rebote elástico de grandes áreas corticales debido a la pérdida del peso
de kilómetros de hielo. Ello produjo una sismicidad por relajación que
aún continúa en Norteamérica o Escandinavia con elevaciones de la
corteza de más de 300 m que cambiaron los perfiles de cuencas, ríos y
taludes sumergidos con grandes deslizamientos submarinos y tsunamis.
Islandia explotó en un vulcanismo que permanecía sellado bajo el hielo
como el tapón de una botella de cava y la red fluvial global vivió una
metamorfosis que dio lugar a nuevos perfiles de equilibrio, nuevas
cárcavas, ramblas y barrancos esculpidos iban adaptándose al nuevo clima
en la que una variante de lo más singular destacaría sobre las demás:
la mediterránea. Flora y fauna transitaron parecidos derroteros y con la
adaptación geológica, la vida, y por lo tanto, las sociedades humanas,
también encontraron nuevas expresiones y áreas de expansión como hizo el
hielo fundido.
Pero aun siendo rápido aquel cambio, la dinámica
cortical, la hídrica, la vida y las primeras sociedades humanas se
adaptaron con intervalos de tiempo no solo suficientes, sino localmente
muy favorables a las nuevas circunstancias y condiciones climáticas que
han permanecido más o menos estables los últimos 12.000 años. Ciertos
cambios genéticos, la selección y la cooperación entre especies fueron
claves en el proceso adaptativo. Pero hace unos 170 años algo cambió.
Las DANAS mediterráneas en este nuevo planeta
El
acelerado calentamiento actual no es comparable a nada de aquello. En
menos de un par de siglos la temperatura global ha aumentado cerca de
2ºC y en el mundo científico damos por hecho que los 4ºC estarían a la
vuelta de la esquina. El mundo entero, su geología, su flora, su fauna y
las sociedades humanas intentan adaptarse, pero no hay precedentes de
algo tan rápido que no sea un cataclismo. Cuando decimos que vivimos en
un nuevo planeta es porque el proceso adaptativo actual no puede seguir
los acelerados ritmos de cambio ambientales.
Prueba de ello es
que la geología, la biología, las sociedades y las diferentes culturas
vivimos un creciente estrés que inevitablemente conlleva la rotura
prematura de aquella geomorfología adaptada a un clima que ya no existe,
el resultado es el desbordado o extinción de cursos fluviales, el
adelanto en la rotura de algunas fallas, el rebosado o desaparición de
barrancos mientras, cada año, miles de especies vegetales y animales
perecen o desaparecen para siempre y algunas comunidades humanas deben
abandonar los territorios que les sustentaban porque ya no puede hacerlo
o simplemente han sido destruidos o han desaparecido. Los ritmos de
reconstrucción de entornos humanos —que alcanzaron altos niveles de
complejidad según avanzaron las condiciones de estabilidad de los
últimos 12.000 años— comienzan a no poder sobreponerse ante la
intensidad y frecuencia de los ritmos de destrucción impuestos por un
medio que se vuelve desapacible o inhóspito.
Figura 1. Similitudes de reanálisis climáticos a 500 hPa y en superficie de cuatro episodios de DANA sucedidas en el área mediterránea española. A: Reanálisis de la DANA del 5 de noviembre de 1864 con una situación sinóptica relativamente similar a la de octubre de 2024, hubo decenas de víctimas. B: La DANA del 20 de octubre de 1982 que provocó la rotura de la presa de Tous fue más parecida a la del 29 de octubre de 2024, aunque destaca una diferencia importante: en 2024 el anticiclón europeo y el de Azores están fusionados, una situación sinóptica más propia del verano; en 1982 hubo 38 víctimas y más de 100.000 personas evacuadas. C: El 4 de noviembre de 1987, sobre Oliva se registra el mayor récord de precipitación en 24 horas en España (más de 817 l/m²) y aún sigue vigente; es muy probable que se produjese un fenómeno local relacionado con la concentración de precipitaciones en la zona de Marina Alta; esta DANA no estuvo tan desgajada como la de 2024, pero mostraba un anticiclón de bloqueo en Gran Bretaña muy potente y una mesobaja al sur de Baleares que seguramente forzaron un flujo húmedo muy canalizado; hubo dos personas fallecidas y cientos fueron evacuadas. D. La DANA del 29 de octubre de 2024 muestra mayor profundización y un gradiente más fuerte en niveles bajos y medios, seguramente un efecto a destacar para explicar por qué estuvo más tiempo bloqueada, en Turís se registraron 778 l/m² en aproximadamente 14 horas y récord absoluto de 179 l/m² en una hora; fallecieron 229 personas, hay decenas desaparecidas, las evacuadas se cuentan por miles. Fuente: Reanálisis climáticos de NOAA y CFSR, 2024, vía wetterzentrale.de.
Cuanto
más aumentan las temperaturas, más capacidad de albergar vapor de agua
posee la atmósfera, de media un 7% más con cada grado, aunque en escalas
de tiempo de una o varias horas se han observado porcentajes muchos
mayores como pudo ocurrir en el episodio de la DANA de Valencia de 2024,
donde las acumulaciones de precipitación en periodos de tiempo entre
una y seis horas batieron récords a nivel estatal, en algunos intervalos
incluso doblando registros máximos previos. Hablamos de miles de
millones de toneladas de agua en suspensión a nivel regional. Además,
cuanto más pequeña es la diferencia de energía entre un Polo Norte que
se calienta tres veces más rápido que el resto del planeta y el Ecuador,
más corrientes de aire frío tienden a separarse, ondularse, deambular e
incluso desprenderse de la corriente polar. Así alcanzan áreas cada vez
más al sur, chocando sobre áreas muy pobladas y artificialmente
modificadas con los vientos calientes de un Mar Mediterráneo al que cada
vez llega menos agua de los ríos y alcanza temperaturas por encima de
30ºC, es decir, dinamita.
El verdadero cóctel explosivo se
origina al interaccionar las DANAS, entendidas como perturbaciones de
aire frío en altura, con un río atmosférico por debajo, que transporta
vapor de agua desde latitudes tropicales y que los vientos de levante
estrellan contra las montañas litorales y del interior (figuras 1 y 2).
La estacionariedad del fenómeno, durante horas y horas, es otra de las
características esenciales, seguramente favorecido por un aporte muy
efectivo de humedad y la interacción del viento en niveles bajos con el
movimiento de los sistemas de precipitación. Cargados con más de un 20%
de agua de lo habitual, las consecuencias son DANAS extremadamente
destructivas.
Estos fenómenos meteorológicos extremos seguirán
aumentando a medida que la dinámica regional atmosférica se siga
desestabilizando y el vapor de agua se reparta cada vez peor, porque
estamos viviendo las consecuencias del último calentamiento acelerado
del planeta cuyo principal detonante es la acumulación de gases de
efecto invernadero proveniente de devolver a la atmósfera, a la
hidrosfera y a nuestros cuerpos el carbono atrapado por la vida a través
de la fotosíntesis desde hace cientos de millones de años. Y cada año
desenterramos y ponemos en circulación unos dos millones de años del
trabajo que la tectónica de placas utilizó para enterrar, cocer y
elaborar hidrocarburos desde aquella luz solar fosilizada. A ello hay
que añadir el efecto de El Niño de 2015-2016 y 2023-2024, las nuevas
normativas de uso de gasóleo con menos aerosoles, un máximo solar, más
vapor de agua y unos océanos que parecen no poder acumular más energía
calorífica sin estallar por alguna parte.
Gestionar el riesgo con las herramientas de un planeta que ya no existe
Hasta
ahora hemos confiado en la tecnología más extendida por el planeta en
el último siglo: el hormigón armado. Éste fue posible por la expansión
del uso de combustibles fósiles y el potente motor de combustión interna
que desarrollamos desde los excedentes de energías no renovables de los
hidrocarburos (aquella luz solar fosilizada) a coste cero. Bien sea
para retener agua y laminar avenidas, bien para canalizarla, encañonarla
o intentar desviar el flujo de las riadas, este último siglo se
caracteriza y diferencia de los anteriores por la prevalencia de una
mentalidad de dominio del medio como herramienta de fácil adaptación al
clima más estable que nos precedió durante los últimos 12.000 años, pero
no exento de sorpresas para las que el ser humano se preparaba, los
impactos se sorteaban evitando la exposición, tal y como nos muestra la
arqueología o la ingeniería del pasado. Sin embargo, hace apenas unas
décadas, la mentalidad de apropiación y sometimiento, de marcado
carácter fosilista, vino con un efecto secundario muy peligroso: la falsa sensación de seguridad.
Nuestros antepasados apenas se
atrevían a conquistar de manera permanente la casa del río, su curso
alto o llanura de inundación, el barranco o la rambla, simplemente
porque conocían las consecuencias que cada cierto tiempo les recordaban
la naturaleza, sus abuelas, sus vecinos o el folclore local. Ahora, tras
haber conquistado llanuras de inundación, haber modificado el perfil
natural de ríos y barrancos y haber saturado el medio de
infraestructuras, obstáculos y encañonados gracias al poder de los
excedentes de energía fósil, hemos impermeabilizando con asfalto y
hormigón buena parte del territorio, incrementando la virulencia de las
inundaciones y evitando la infiltración del agua (figura 2). Al exponer
nuestro hábitat —y a nosotros mismos en masa—, comenzamos a vivir en la
sociedad del riesgo.
Muchos tramos de evacuación ya son
irreconocibles para la propia y peculiar variante del clima
mediterráneo, ésta se ha vuelto más extrema y vehemente, más seca y
torrencial. Al intentar abrirse paso —a través de lo que ya es un medio
altamente urbanizado y artificializado— solo encuentra un camino: la
destrucción. Es la nueva manifestación del estrés geológico, biológico y
cultural al que hacíamos alusión. La mal denominada limpieza de cauces
consistente en dragados, canalizaciones, sellados, hormigonados con
retirada de vegetación autóctona es el caldo de cultivo para la
destrucción geológica y la invasión biológica de especies oportunistas
como el cañizo, que tanto daño ha hecho a las construcciones humanas que
infravaloraron el riesgo con el aumento de la cantidad y velocidad de
las avenidas al existir tramos encañonados sin rozamiento, muchos de
ellos perfilados con hormigón a modo de tuberías. La mejor manera de
eliminar las cañas, muy sensibles a la sombra, es volver a recuperar la
vegetación de ribera, entonces ya no crecen.
Por otro lado, la nueva variante de las inundaciones freáticas —que tanto dañan a la agricultura— se extiende también por el subsuelo cuando la regulación de las avenidas en cuencas y subcuencas se dilata tanto en el tiempo que resulta en un fenómeno antinatural; recordemos que en la parte alta de la llanura de inundación abundan gravas y arenas, materiales permeables que permiten el movimiento subterráneo del agua, la permeabilidad se mide en metros/segundo o kilómetros/hora, es decir, su dimensión es de velocidad. El que hasta ahora algunas riadas no excesivamente violentas pudiesen haber sido reguladas en el tiempo ha podido salvar vidas, pero no quiere decir que siempre haya sido y vaya a ser así, como ejemplos, la rotura de la presa de Vega de Tera en 1959, el desbordamiento de la presa de Torrejón el Rubio, en Cáceres en 1965, la Pantanada de Tous de 1982 o la catástrofe de Biescas en 1996. Todo tiene un límite, hasta las construcciones humanas proyectadas con las tecnologías o la ingeniería más avezadas. Así es como el estrés al que hacemos referencia tiene también una dimensión cultural. Veamos:
La nueva revolución urbana suscita cambios profundos en la manera de pensar
El año 2010 supuso un ecuador en la evolución del planeta, más de la mitad de la población comenzamos a vivir en ciudades, una nueva experiencia para la vida en la Tierra que se caracterizaría fundamentalmente por las nuevas corrientes artificiales planetarias, entre ellas el suministro de recursos y la extracción de desechos desde las unidades estructurales de la urbanosfera: las ciudades. Hoy los urbanitas somos el 56%. Construir y gestionar nuestros entornos y hábitats pasa también por un cambio de mentalidad ante las nuevas relaciones entre un medio humano artificial y un medio natural muy difícil o imposible de someter y domesticar. La evolución a nuevas condiciones lo es a nuevas necesidades y por tanto, a nuevas formas de pensar y actuar. También han evolucionado los vínculos sociales, el desarrollo de nuevas ciencias y nuevas tecnologías que se adaptan al cambio de la naturaleza y a la escala de los desafíos colectivos. El medio ambiente es ya un patrimonio social sobre el que vemos cómo nace la discordia, pues al hacerlo patrimonio nos hemos adueñado de él adoptando una postura muy moderna, pero de apropiación de una dinámica que apenas conocemos y menos aún podemos controlar.
Si nos centramos en lo ocurrido al sur de Valencia el 29 de octubre de 2024, extraemos grandes lecciones. Vemos que la Confederación Hidrográfica del Júcar (CHJ) notificó tanto a las autoridades locales como a la ciudadanía del riesgo de inundación en el área del Barranco o la Rambla del Poyo así como de la posibilidad de rotura de la presa de Forata al verse superada y rebosada entrando en un estado de alerta que no garantizaba su seguridad. Pero dicho embalse no tiene ninguna conexión con la Rambla del Poyo, que es la unidad geomorfológica que mató y destruyó, sino que desemboca al río Magro, es de otra vertiente. Es imposible que el vertido del agua que rebosó a la presa de Forata causara el desbordamiento del Poyo ya que no están conectados. La crecida del río Magro y del barranco del Poyo fueron eventos hidrológicos separados, aunque podrían entenderse también como dos fases de la respuesta de los cauces a un mismo episodio meteorológico de profundo carácter mediterráneo. Sin embargo, vimos en días posteriores culpar a confederaciones, agencias meteorológicas y administraciones de poner en peligro a la población e incluso de provocar la catástrofe porque se habían derribado presas y se soltó el agua de Forata sin avisar.
Realmente no se ha derribado ninguna presa en España, sino que se está intentando, con buenos criterios de seguridad, quitar el mayor número de obstáculos como canalizaciones y azudes en desuso para reequilibrar el perfil fluvial, la mayor parte en mal estado o en abandono que alteran el discurrir geológico y biológico de ciertas cuencas, aumentando el estrés, la exposición de las comunidades y el peligro, además de los millones en multas que pagamos todos los años por mantener nuestros cauces en un estado lamentable y no cumplir con la Directiva Marco del Agua (DMA), especialmente con su punto 15: el principio de solidaridad en la gestión las inundaciones, encañonando aguas abajo el flujo devastador para que sean otras comunidades las que se inunden o sufran la catástrofe, generalmente las más humildes, una mala práctica demasiado extendida en España. Tampoco la desviación del Turia inaugurada en 1969 ha podido, de momento, demostrar ninguna influencia en lo ocurrido ya que tampoco está conectada con la vertiente en cuestión, en todo caso, podría ser otra manera de trasladar el problema si se superase el caudal de evacuación del proyecto y los alrededores del área receptora no se preparasen para recibir tal impacto.
Nuestra adaptación pasa irremediablemente por un cambio de mentalidad, no es posible considerar ni dar cabida a conspiraciones sin ninguna base científica, empírica ni histórica con fines muy alejados de los de ir alcanzando el mayor grado de bienestar para las comunidades. La explotación del territorio desde posiciones economicistas ya ha demostrado ser un desastre. Afortunadamente emergen propuestas para preservar la vida y hacerlo desde ese máximo grado de bienestar, es decir, el menor riesgo. Este nuevo urbanismo está muy alejado de las propuestas carentes de resiliencia de aquel paleourbanismo del siglo XX que necesitó formas de gobierno firmes, decididas y que dispusieran de poderes fuertes para ser capaces de mantener el orden. Ahora la ciudadanía está formada y se informa, opina y modifica proyectos, grandes infraestructuras o estrategias energéticas, muchas veces a pesar de la obstrucción de un ecosistema político-empresarial enfocado al beneficio cortoplacista que pone en peligro el medio, la vida y se resiste a desaparecer. Aquella autoridad de antaño que se desvanece se apoyaba en la intermediación social de un estilo de vida tradicional con un tipo de gobierno protegido y centralizado que hoy se ve lejano. No pudo ni puede dar una respuesta contundente y satisfactoria a cualquier desgracia natural.
Figura 2. Comparativa de uso del territorio en 1956, un año antes de las inundaciones de Valencia, en donde se ve que las áreas inundadas en el evento del 29 de octubre de 2024 (en azul) son huertas y el propio de 2024, donde buena parte de l’Horta se ha urbanizado. Hoy cerca del 60% del territorio está ocupado por viviendas, infraestructuras, centros comerciales, polígonos industriales, edificios administrativos, instalaciones deportivas… Arriba a la derecha se puede ver la nueva desembocadura del río Turia terminada en 1969. Fuente: Cartografía de Esmeralda Martínez Salvador, datos del PATRICOVA, SNCZI y vuelo americano de 1956. Institut Cartogràfic Valencià. Generalitat.
Retirada estratégica
El “Informe mundial sobre Desarrollo de los Recursos Hídricos 2019. No dejar a nadie atrás” (UNESCO) advirtió que de mantenerse el ritmo de degradación del medio con presiones insostenibles sobre los recursos hídricos, para 2050 estará en riesgo el 45% del PIB global, el 52% de la población mundial y el 40% de la producción de cereales. En el sur de Europa vivimos varias de las comunidades más expuestas del planeta, puesto que las políticas hídricas en la península más afectada de Europa por la desertización debida al cambio climático —y al declive de la energía que sustentaba la agricultura intensiva— fueron proyectadas desde una mentalidad de conquista y apropiación de territorios, costas, vegas, llanuras de inundación, barrancos o cursos fluviales, una mentalidad patológica abocada al recuerdo.
El modelo interactivo sociedad-naturaleza ya no puede basarse en que una de ellas termine con la otra o que ambas acaben destruyéndose mutuamente. Así, con el nuevo urbanismo nace la retirada estratégica como la herramienta más efectiva para garantizar el bienestar y la seguridad de las comunidades sin tener que guerrear contra los cauces o entre nosotros. Existen disposiciones locales e incluso leyes, como la Ley del Suelo de 2008 o la propia DMA que garantizan la seguridad frente a fenómenos adversos, pero lo sucedido en Valencia nos dejó claro una vez más que la Ley del Suelo va por un lado, la especulación por otro y la realidad constructiva y la planificación por otro diferente. El resultado acumuló tanto estrés que resultó catastrófico. Por eso se insta a las poblaciones a una retirada de las áreas irracionalmente conquistadas, vista ésta no como una derrota, sino como un avance, invitando a las comunidades y gobiernos a reconceptualizar el retiro como parte del conjunto de herramientas utilizadas para lograr los objetivos sociales deseados.
Antonio Aretxabala. Doctor en Geología, investigador, experto en catástrofes naturales.
Antonio Turiel. Doctor en Física, matemático, investigador del CSIC.
Peio Oria. Doctor en Física, meteorólogo del Estado, experto en gestión de emergencias.