Comunidad y violencia
Joel Flores Rentería *
Resumen
La idea de comunidad remite, invariablemente, a un existir con los otros, a una
relación interpersonal que presupone vínculos de asociación. En términos generales
pueden distinguirse dos formas de comunidad: las comunidades éticas, en las cuales
la integración de las persona se da a partir de ciertos valores, como la libertad, la
equidad y la justicia; y las comunidades orgánicas, donde la integración se efectúa
a partir de los temores compartidos y con la finalidad de mantenerse a salvo de los
peligros que amenazan la existencia de sus integrantes. Si bien la violencia se encuentra
en el origen mismo de la comunidad, en las comunidades orgánicas se convierte en
regla de convivencia.
Palabras clave: comunidad, violencia, raza, cultura.
Abstract
Community and violence. The idea of community refers invariably to be with others,
to an interpersonal relationship which presupposes partnerships. In general terms we
can distinguish two forms of community: ethical communities, in which the integration
of the person is given from certain values such as freedom, equality and justice and
organic communities where integration is performed at from shared and in order to
stay safe from the dangers that threaten the existence of its member’s fears. While
violence is at the origin of the community, in organic communities it becomes rule
of coexistence.
Key words: community, violence, race, culture.
Artículo recibido el 29-02-16
Apertura del proceso de dictaminación: 14-03-16
Artículo aceptado el 14-08-16
* Profesor-investigador, Departamento de Política y Cultura, UAM-Xochimilco, México
[
[email protected]].
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D
introducción
esde una perspectiva hermenéutica, en este trabajo
se analiza la relación intrínseca entre comunidad
y violencia, desde su origen mismo. La etimología de los términos muestra
los significados que se entrelazan y, en cierto sentido, el simbolismo que se
oculta en las palabras y que lleva a los hombres a comportarse de determinada
manera. En uno de sus apuntes, Arendt señala: “Es terrible que los hombres,
simplemente para protegerse de asesinar y de ser asesinados, se hayan puesto
en condiciones bajo las cuales el uno es siempre juez del otro. Lo tremendo
en las leyes no es la pena o el rigor de la exigencia legal, sino el hecho de
que implica juzgar y condenar”.1 Aquí pueden observarse algunos lazos que
vinculan a la comunidad política con la violencia: en el momento fundacional,
cuando se establece la comunidad como un mecanismo para preservar la
seguridad de la vida y la propiedad de uno o en el transcurrir de la vida en
comunidad que requiere ciertas nociones de justicia, y necesariamente la ley
y el acto de juzgar y condenar.
La comunidad –o las diversas formas de agrupación humana– es un
tema que atraviesa la historia de la filosofía política y uno de sus objetos
de estudio centrales. Sin lugar a dudas, en las últimas décadas, debido a
las interrogantes que plantean las transformaciones políticas, culturales y
económicas de fin de siglo, ésta cobra mayor relevancia. La caída de la
Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría, los procesos de globalización y los
problemas de gobernabilidad y representación política, la erosión del Estado
nacional y la crisis de los antiguos paradigmas que difícilmente dan cuenta
de la complejidad de nuestras sociedades, así como las olas migratorias a las
grandes potencias, han propiciado el resurgimiento del racismo, de políticas
xenofóbicas y la proliferación de las más diversas identidades colectivas que
reivindican la idea de comunidad y sus particularidades culturales. “Se cree
que las personas que convergen en un mismo Estado deben estar unidas en
virtud de un mismo lenguaje, una cultura, una religión, o una historia comunes
[...] la categoría subyacente vuelve a ser aquí el desarrollo de un potencial
previamente existente”.2 Por ello mismo original y auténtico. La identidad
cultural se ha convertido en la principal herramienta para la lucha social y
política. “Las reivindicaciones de autenticidad presuponen reivindicaciones
1
2
Hannah Arendt, Diario flosófico 1950-1973, Barcelona, Herder, 2006, p. 151.
Charles Taylor, Imaginarios sociales, Barcelona, Paidós, 2006, p. 205.
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de justicia”.3 En nombre de la comunidad se reclaman para sí derechos
diferenciados, específicos y relativos a la problemática de cada grupo social.
La originalidad y autenticidad de la cultura devienen valores que permiten la
cohesión social y en torno a éstos se construyen identidades excluyentes que
niegan toda posibilidad de interacción y diálogo entre comunidades distintas.
El discurso de la igualdad de las culturas, lejos de desembocar en un
verdadero diálogo, ha generado y difundido un peligroso enfrentamiento
entre comunidades. En lugar de dar paso a una comunicación que permita
la interacción, el acercamiento y el enriquecimiento mutuo de las culturas,
ha llevado a una especie de narcisismo, en el que cada cultura se encierra
en sí misma, incluso los principios, anteriormente considerados universales,
de la cultura occidental, llevan en sí reivindicaciones particulares.
Los valores universales, que antaño permitieron la comunicación y la
transculturación entre diferentes civilizaciones, hoy han desparecido, en su
lugar se erige la reivindicación de las particularidades culturales: la originalidad
y la autenticidad de la cultura, mismas que se dejan ver como fundamento
y esencia de cada comunidad. “Herder planteó la idea de que cada uno
de nosotros tiene un modo original de ser humano [...] Y lo mismo que las
personas, un Volk debe ser fiel a sí mismo, es decir a su propia cultura”.4
Los anhelos de preservar una cultura sin mezcla hacen resurgir, desde las
últimas décadas del siglo XX, la intolerancia social y política, la xenofobia y,
en casos extremos, el genocidio, tal como lo ilustra la historia reciente de la
ex-Yugoslavia y de Ruanda.
En este contexto, la violencia y la comunidad se entrelazan; esta última
ha sido introyectada por los sujetos que une como una propiedad, un
atributo o un conjunto de cualidades que determinan su forma de existir
y, al mismo tiempo, los califica como pertenecientes al mismo conjunto
social. La comunidad es vista como si fuera una especie de sustancia que,
simultáneamente, se produce y es producida por la unión de los individuos
que congrega. Se concibe a “la comunidad como una sustancia que se agrega
a la naturaleza de los sujetos, haciéndolos también sujetos de comunidad
[...] sujetos de una entidad mayor, superior o incluso mejor que la simple
identidad individual, pero que tiene su origen en ésta”.5
3
Seyla Benhabid, Las reivindicaciones de la cultura, igualdad y diversidad en la era
global, Argerntina, Katz, 2006, p. 107.
4
Charles Taylor, El multiculturalismo y la política del reconocimiento, México, Fondo de
Cultura Económica, 1993, pp. 49-51.
5
Roberto Esposito, Communitas. Origen y destino de la comunidad, Buenos Aires,
Amorrortu, 2003, p. 23.
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Un bien, un valor, una esencia que perteneció a nuestros antecesores y,
justo por ello, nos pertenece y estamos obligados a preservarla para mantener
la libertad en nuestra comunidad. El origen deviene destino, futuro esperado.
Empero, para que ese destino anhelado se revele como realidad concreta es
menester recobrar, apropiarse nuevamente de aquel origen extraviado. De
esta manera, la originalidad y la autenticidad de la cultura aparecen como
esencia de las comunidades, pues a partir de ellas se venera al origen mítico,
al mismo tiempo que se cohesiona a sus integrantes en torno a la sociedad
que se anhela construir. Las comunidades encuentran su identidad y diferencia
en sus raíces culturales. El culto a la originalidad y autenticidad de la cultura
ofrece al imaginario colectivo de los pueblos modernos la cristalización de la
tan anhelada sociedad igualitaria. Los legítimos integrantes de la comunidad
comparten un origen común, elemento que los hace iguales y posibilita la
cohesión social, pues congrega a los individuos en torno a un patrimonio
común: todos igualmente descienden de una estirpe de hombres portadores de
una cultura específica, con valores y virtudes propias, las cuales transmiten a
su progenie. En este sentido, la diversidad de los grupos sociales reside en la
cultura y no en los individuos. Es la cultura la que hace a los pueblos diferentes
y a los individuos iguales al interior de un mismo pueblo o comunidad.
Desde esta perspectiva se asume, de una manera consciente o inconsciente, que la cultura se transmite a manera de herencia, cual si fuera una
cualidad genética del cuerpo social: una esencia que se convierte en parte
integral y definitoria del individuo y de la colectividad. La comunidad es
pensada como una entidad orgánica o física, pues ésta es concebida como
el conjunto de individuos unidos porque comparten, y en consecuencia
poseen, un origen común. Se trata de un proceso que implica una doble y
simultánea apropiación: cada individuo, todo individuo, que posee un origen
común lo posee porque se ha apropiado de él, y justo por haberlo hecho
forma parte, es decir, pertenece a una comunidad específica. La comunidad
aparece, entonces, como un ente animado y colectivo, que se produce y es
producida por la unión de los individuos que congrega.
La comunidad, en esta concepción orgánica, se convierte en el valor
supremo, en el fundamento de la vida y en el único móvil para la acción
política y social. Se construye así una conciencia única y una sola voluntad
que devienen ley moral. Misma que reúne al conjunto de generaciones sin
límite de tiempo ni espacio, ya que la comunidad es concebida a partir de
un origen común mítico, dónde se encuentran descritas las virtudes y los
valores que los ancestros transmiten a las generaciones presentes y futuras;
en este sentido, la comunidad aparece como una congregación de muertos,
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vivos y aun nonatos, por ello genera una conciencia y una ley perennes que
se erigen como realidad única del individuo.
La concepción orgánica de comunidad exige la disolución del individuo
en la colectividad, razón por la cual ha sido vinculada con los movimientos
xenofóbicos y los nacionalismos exacerbados. Para Mussolini, el hombre en
el fascismo “es un individuo, el cual es también una nación y una patria, aún
más, él es la ley moral que reúne al conjunto de individuos y generaciones
en una tradición, en una tarea que suprime el instinto egoísta, que limita las
breves peripecias del placer para crear, por la idea del deber, un modo de vida
superior, libre de todos los límites del tiempo y del espacio”.6 De aquí deriva
un falaz axioma, que define a las comunidades orgánicas: una cultura igual a
una comunidad; de aquí también la violencia como regla de convivencia entre
las comunidades orgánicas; pues el afán de preservar la autenticidad de la
cultura, sin mezcla alguna, lleva en sí la exclusión del otro, de lo diferente. En
esta lógica, quien posee una cultura distinta es extranjero, ajeno a la comunidad
porque no comparte los mismos valores, usos y costumbres; y justo porque las
identidades han sido construidas mediante la exaltación de las particularidades
culturales y el culto a sus orígenes, el extranjero se deja ver como el elemento
corruptor de la cultura y deviene culpable de todos los males sociales, desde
el desempleo hasta la inseguridad ciudadana. Los anhelos de preservar una
cultura original y auténtica, pura, hacen resurgir la intolerancia y las políticas
xenofóbicas que fundamentan a los movimientos racistas.
comunidad: poder y violencia
Toda comunidad remite a formas colectivas de existencia, donde lo común
y lo privado se conjugan y diferencian cual si fueran extremos distintos de
un mismo cabo. En esta relación entre lo común y lo privado el individuo
encuentra su identidad, se transforma en un “Ser con los otros”. Construye
una existencia que sólo puede ser junto a, en compañía de, los otros. En
ese “Ser con los otros” se manifiestan las formas de organización social, de
opresión o libertad, se manifiestan los anhelos y las pasiones del ser humano.
Una comunidad es en cierto sentido una sociedad, palabra de origen
latino: societas, que denota asociación, reunión, unión, comunidad, vida social.
Asociación es, quizá, su significado más genérico y más ilustrativo; implica
B. Mussolini, “La doctrina del fascismo”, en Enzo Traverso, Le totalitarisme, le XX siècle
en debat, París, Seuil, 2001, p. 124.
6
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agrupación de individuos con un fin específico, éste puede ser cualquiera:
la seguridad, la guerra, la ganancia, la libertad, el odio, el amor. El fin que se
persigue es lo que permite la integración de los individuos y éste es aquello
que los integrantes de la asociación consideran un bien que pueden poseer
en común, condición necesaria para la asociación.
En toda asociación existe una estructura organizativa: criterios de justicia,
instancias de gobierno y administrativas, erigidas en función del bien que se
busca. El fin de la asociación es lo que la constituye, estructura y le da vida.
Ahora bien, dado que la comunidad es una especie de asociación, “toda
comunidad se ha formado teniendo como fin un determinado bien”,7 y a partir
de éste se estructura y organiza; en este sentido, la organización y el poder,
en tanto que potencia o capacidad de hacer, son inherentes a la comunidad.
De aquí el vínculo ineludible entre comunidad y violencia.
El vocablo violencia viene directamente del latín violentia; denota cualidad
de violento, refiere principalmente al uso de la fuerza física. Empero, deriva
del término vis, cuya raíz, de origen indoeuropeo, es wei: fuerza vital, impulso
de vida. “Vis” significa fuerza o ímpetu en diferentes acepciones: vim adhibere
alicui, emplear la fuerza física contra alguien; vis fluminis, la fuerza, el ímpetu
o vigor, de la corriente del rio; vim adferre, hacer violencia o deshonrar, en
este caso (y en otros) puede estar vinculada con la crueldad; vim hostium
sustinere, resistir el empuje de los enemigos, aquí denota fuerza de voluntad
y virtud; puede significar también carácter esencial de algo o naturaleza, vis
amicitiae, la fuerza o esencia de la amistad. La fuerza (“vis”) remite, por un
lado, a la acción, al movimiento y, por otro, a una relación interpersonal.
Es una especie de capacidad, de potencia, de poder hacer algo mediante la
fuerza en sus diferentes significaciones.
La polisemia que lleva en sí el término violencia es captada en toda su
dimensión por la palabra alemana Gewalt, la cual, “según las circunstancias,
se traduce [...] como violencia, poder o fuerza”.8 Oscila entre poder y violencia
sin que puedan desligarse del todo los significados de dichos términos. Quizá
por ello Max Weber haya definido al poder político como el “monopolio
legítimo de la violencia”,9 ello no implica que el uso legítimo de la violencia
sea el único medio de que dispone, pero sí aquello que lo define. “Toda
violencia es, como medio, poder que establece y mantiene el derecho”.10 La
Aristóteles, Política, en Obras, Madrid, Aguilar, 1982, 1252a.
Étienne Balibar, Violencias, identidades y civilidad, Barcelona, Gedisa, 2005, p. 106.
9
Max Weber, El político y el científico, México, Ediciones Coyoacán, 1997, p. 8.
10
Walter Benjamin, Per la critica della violenza, citado por Roberto Esposito, Immunitas,
Buenos Aires, Amorrourtu, 2005, p. 45
7
8
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violencia se encuentra en el origen mismo de la comunidad, tal como lo ilustra
la metáfora del estado de naturaleza planteada por los filósofos contractuales,
principalmente Hobbes y Locke. El estado de guerra remite a la revolución, al
conflicto planteado entre dos violencias: una legítima, que intenta preservar el
orden establecido; otra ilegítima, una especie de contraviolencia (vim hostium
sustinere) que resiste los embates del adversario e intenta, en nombre de la
justicia, instituir un orden jurídico diferente. En uno y otro caso la violencia
se encuentra entrelazada con la comunidad. El carácter de legítimo deriva
no de la violencia sino del lugar desde el cual se ejerce.
El poder es un principio de asociación, el más elemental y trascendente.
Su esencia es la fuerza vital (wei: fuerza vital, impulso de vida). El impulso de
vida lleva en sí, necesariamente, la destrucción de otros seres para conservar
la vida propia. El poder es impulso vital. Impulso de vida que emana del
instinto de autoconservación. Por esta razón el hombre comparte este poder
con el resto de los seres vivos, pero de manera especial con los animales
gregarios; pues por no ser autosuficientes, instintivamente se asocian para
preservar sus vidas, puede observarse incluso cierto orden jerárquico y cierta
organización del trabajo, tal es el caso de las abejas o las hormigas. Quizá por
esta razón Aristóteles haya dicho que “el hombre es un animal político en
mayor grado que cualquier abeja o cualquier otro animal gregario”.11 Es decir,
que el hombre, al igual que los animales gregarios, por no ser autosuficiente,
en tanto que individuo, está condenado a vivir bajo una estructura de poder:
a dominar o ser dominado.
El hombre es más político que el resto de los animales gregarios porque
las asociaciones que forma no tienen como único fin la conservación de la
vida bilógica, sino de una vida cualificada: libre, igual, justa o feliz. Es decir,
son cominudades que no tienen como única finalidad la conservación de la
especie y del individuo sino también su bienestar. Por ello Aristóteles señala
que el hombre difiere del resto de los animales porque además de poseer
la voz, posee la palabra, la cual le “sirve para expresar lo conveniente y lo
nocivo [...] lo justo y lo injusto; esto, en efecto, es lo propio y característico de
los hombres en relación con los demás animales, a saber, el tener sensación
del bien y del mal [...] así como de las demás cualidades de esta índole, y
la comunidad de tales sentimientos da lugar a la familia y a la ciudad”.12 He
aquí el origen del poder político, un medio, que si bien su origen remite a
la violencia, su especificidad lo ubica en el plano de la palabra, del logos, de
un hacer a partir del pensamiento y del diálogo.
11
12
Ibid., 1253a.
Idem.
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El poder sin vestimenta alguna, en tanto que violencia, es el principio de
toda asociación cuya finalidad única es la conservación de la vida bilógica.
El poder se muestra aquí al desnudo, como violencia pura, pues la vida,
para continuar, exige la destrucción misma de la vida, destrucción que queda
simbolizada en el acto de alimentarse. Por ello Miguel de Unamuno señala
que el hambre es hambre de muerte. La estructura de poder y la organización
del trabajo que puede observarse en los animales gregarios tienen como
único fin la conservación de la vida de la especie y del individuo. En las
sociedades humanas no ocurre lo mismo, si bien es cierto que éstas tienen
por principio la conservación de la vida del individuo en comunidad, ello tan
sólo es la condición necesaria, no la suficiente. Como vimos anteriormente,
Aristóteles señala que lo propio y característico de los hombres en relación
con los demás animales es el tener sensación del bien y del mal, y que la
comunidad de tales sentimientos da lugar a la familia y a la ciudad. En efecto,
cuando el hombre tiene la sensación de que la vida es un bien comienza
a conceptualizarla como tal: la dota de atributos y, con ello, concibe una
existencia diferente a la de los animales. Es entonces que dá el paso de la
vida instintiva a la vida cultural.
En el ámbito de la cultura la vida es arrancada de su entorno natural, ésta
no se reduce únicamente a un proceso biológico, sino que es concebida al
lado de un conjunto de valores que regulan la convivencia en la comunidad.
Son dichos valores los que permiten el ejercicio del poder político, es decir,
el ejercicio legítimo de la violencia. El representante político no representa
a los individuos como tales, sino a los valores éticos que hicieron posible
la asociación de dichos individuos. El representante es, o debe ser, una
encarnación de los valores que hacen posible la vida en comunidad, pues son
éstos los que permiten el ejercicio del poder, de la violencia, con la finalidad
de conservar la comunidad.
Todo poder político ha sido ejercido a partir de la representación, pues lo
que se representa son los valores y los bienes que permiten una convivencia
en común y ello es lo que lo legitima. Cuando la reperesentación política se
fractura el ejercicio del poder político se transforma en violencia y opresión.
Hobbes es el filósofo de las comunidades modernas y, quizá, quien mejor
describe la representación política. El origen del Estado, de la comunidad
política, es la violencia: el estado de guerra, donde reina el odio y la
destrucción. Y lo que genera a este estado no es otra cosa que la igualdad.
La naturaleza, señala:
[...] ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y del espíritu
que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente más fuerte de cuerpo o más
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zagás de entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto, la diferencia
entre hombre y hombre no es tan importante que uno pueda reclamar, a base
de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que otro no pueda aspirar
como él. En efecto, por lo que respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene
bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas maquinaciones
o confederándose con otro que se halle en el mismo peligro que él se encuentra.13
La capacidad de matar hace a todos los seres humanos iguales. La vida es
tan frágil que cualquiera, por cualquier motivo y en cualquier circunstancia,
puede arrebatárnosla. El estado de guerra, en Hobbes, tiene por origen la
igualdad y la libertad. La libertad para hacer todo lo que se desea, su único
límite es el poder hacer lo que se desea.
De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad de esperanza
respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos
hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se
vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es, principalmente,
su propia conservación y a veces su delectación tan sólo) tratan de aniquilarse o
sojuzgarse uno a otro. De aquí que un agresor no teme otra cosa que el poder
singular de otro hombre; si alguien planta, siembra, construye o posee un lugar
conveniente, cabe probablemente esperar que vengan otros, con fuerzas unidas,
para despojarle y privarle, no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su
vida y de su libertad.14
La vida y el temor a la muerte son, para Hobbes, el fundamento de la
comunidad política. En el estado de naturaleza, “cada hombre tiene derecho a
hacer cualquier cosa, incluso en el cuerpo de los demás. Y, por consiguiente,
mientras persiste ese derecho natural de cada uno respecto de todas las cosas,
no puede haber seguridad para nadie”.15 La única forma de terminar con ese
estado de guerra es mediante un pacto donde se establezca que todos y cada
uno renuncian a ese derecho natural que faculta al individuo a hacer todo
lo que desea incluso en el cuerpo de los demás, para así transferirlo a una
persona artificial: al Estado o Leviatán; y de esta manera constituir al poder
político, soberano, porque el derecho que le han transferido es el derecho de
guerra que cada individuo tenía en el estado de naturaleza. El ius belli tiene
una doble implicación: por un lado, es la facultad atribuida al soberano para
13
14
15
T. Hobbes, Leviatán, México, Fondo de Ccultura Económica, 1996, p. 100.
Ibid., p. 101.
Ibid., p. 107.
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disponer de la vida de las personas; por otro, es la disposición del pueblo
para matar a su enemigo o caer muerto a manos de él.
El pacto supone una relación entre iguales y libres y una asociación con
fines específicos, en beneficio mutuo. Es un dar y un tomar al mismo tiempo.
Los contratantes renuncian a ejercer su capacidad natural de matar para
obtener el propio beneficio y transfieren este derecho al Leviatán, quien, a
cambio, se obliga con los contratantes a garantizar la paz y la seguridad de
sus vidas y sus propiedades. Paz y seguridad son los bienes más anhelados
en el estado de guerra, son los bienes que legitiman y justifican el ejercicio
del poder soberano, el cual está facultado para ejercer la violencia, e incluso
matar, siempre y cuando el fin sea la conservación de la paz y la seguridad
de las vidas y las propiedades de sus súbditos, de sus ciudadanos, de su
pueblo. Son estos bienes los que hacen posible la representación política,
en consecuencia, los gobernantes deben ser una encarnación de ellos para
poder representar a la comunidad. Si estos bienes comunes no existieran no
habría comunidad, y el poder sería violencia pura ejercida en beneficio propio.
La violencia y el miedo a la muerte son no sólo el fundamento de la
comunidad política sino también del derecho positivo. “Del mismo modo que
los hombres, para alcanzar la paz y, con ella, la conservación de sí mismos, han
creado un hombre artificial que podemos llamar Estado, así tenemos también
que han hecho cadenas artificiales, llamadas leyes civiles, que ellos mismos,
por pactos mutuos han fijado fuertemente”.16 El derecho civil aparece como
el fármaco que inmuniza a la comunidad de la violencia que la destruye. Es
la dosis justa de violencia que expulsa a la violencia misma. En Hobbes, la
violencia no sólo precede y sucede a la ley sino que la acompaña en todo
momento, razón por la cual permite la conservación y representación de la
comunidad política, pues, al igual que ésta, emana de los bienes en torno a
los cuales los individuos se asociaron para conformar un pueblo.
El miedo a la muerte violenta nunca está solo, se acompaña siempre de la
esperanza, del deseo de evadir una muerte que es evitable porque no proviene
de causas naturales sino de la violencia social generalizada. Para Hobbes, el
miedo no se debe confinar al universo de la tiranía y el despotismo; por el
contrario, es el lugar fundacional del derecho y la moral en el mejor de los
regímenes. El miedo posee un potencial creativo; no obstante, debido a que
no se ha sabido diferenciar entre el miedo y el pánico, entre el temor y el
terror, éste ha sido identificado como el principio político del despotismo,
tal como lo hace Montesquieu en su libro Del espíritu de las leyes.17 El miedo
16
17
Ibid., p. 173.
Montesquieu, Del espíritu de los leyes, Madrid, Tecnos, 2007, libro III, cap. IX.
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o temor es la potencia, el pánico o terror es el acto, razón por la cual se
desencadena sólo ante la presencia de aquello que produce la amenaza de
un peligro inminente, cuando esto ocurre la facultad deliberativa se paraliza e
impulsivamente, movidos por el instinto de sobrevivencia, huimos de lo que
nos aterroriza. El miedo, o temor, por el contrario, siempre nos acompaña;
por ejemplo, en aquel individuo que le tiene miedo a la oscuridad, el miedo
siempre está con él, pero el terror o pánico hace su aparición justo cuando
se encuentra en la oscuridad. El miedo es la potencia que puede devenir
actualidad, y en tanto que potencia, cuando se acompaña de la esperanza, del
deseo de evitar los males que nos acechan, se actualiza en la razón. Esto ocurre
en todos los hombres, pues, del temor mutuo –emanado de la capacidad de
matar, inherente a cada hombre– “deriva la igualdad de esperanza respecto
a la consecución de nuestros fines”.18 La esperanza vincula al miedo con la
razón porque ésta se refiere a la posibilidad de alcanzar los bienes deseados
y, en consecuencia, a la elección y deliberación sobre los medios para la
consecución de nuestros fines. En este sentido, el Leviatán, el soberano que
ha sido instituido, es producto de la razón y se deja ver como el único medio
para preservar la paz y, con ella, la vida y los demás bienes. El miedo, en
consecuencia, no se limita a bloquear y paralizar, impulsa a la reflexión para
neutralizar el peligro. No se encuentra en el ámbito de lo irracional, sino en
el de la razón, Por ello, para Hobbes, éste es el fundamento de la comunidad,
del derecho y de la moral. “El miedo no sólo está en el origen de la política,
sino que es su origen, en el sentido literal de que no habría política sin miedo.
Este es el elemento que, según Canetti, aleja a Hobbes de todos los demás
pensadores políticos antiguos y modernos”.19
En Hobbes, la comunidad es concebida como un mecanismo de inmunización, que salvaguarda al individuo de los peligros que lo asechan en
el estado de naturaleza. El miedo cumple una función doble: por un lado,
genera el aislamiento entre los individuos; por otro, crea entre ellos los lazos
de unidad más fuertes que pueda haber. Si el miedo es recíproco todos temen
padecer el mismo mal; en consecuencia, todos esperan y anhelan alcanzar el
mismo bien, lo cual es posible porque se trata de la preservación de la vida
biológica de cada individuo. De esta manera, para preservar la vida biológica
de todos, se concibe una idea de bien común que es el resultado de la suma
de los bienes particulares. Se trata de un bien común, obvia decirlo, que
permite que cada uno de los individuos se lo apropie porque remite a su
18
19
T. Hobbes, Leviatán, op. cit., p. 101.
Roberto Esposito, Communitas..., op. cit., p. 56.
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existencia misma, pero justo porque permite su apropiación se construye una
concepción orgánica o física de la comunidad. La suma de individuos y sus
bienes particulares dan como resultado al Leviatán: al Dios mortal encargado
de salvaguardar la vida.
comunidad: pueblo y masa
El pueblo es uno de los mayores enigmas. Es la fuente de legitimidad y el
origen del poder soberano. El pueblo, señala Cicerón, no es “toda agrupación
de hombres congregada de cualquier manera, sino la agrupación de una
multitud, asociada por un consenso de derecho y la comunidad de intereses”.20
El consenso de derecho, la ley, simboliza a la razón que rige su actuar y
regula su convivencia. El pueblo, despojado de la razón, de ese consenso
de derecho, queda reducido a una multitud abandonada a sus pasiones, este
“agrupamiento es tan tirano como si hubiera una sola persona, e incluso tanto
más repugnante cuanto que nada es más salvaje que esa bestia que imita el
aspecto y el nombre de pueblo”.21
El pueblo es una entidad ambivalente: amenaza al orden político al mismo
tiempo que lo funda. Como plebe: plebs, es la muchedumbre, la masa, el vulgo
ignorante, incapaz de gobernarse a sí mismo. Como populus es el conjunto
de ciudadanos unidos por la isonomía, la igualdad en derechos y la libertad.
Por un lado es “el populacho librado a las pasiones, la muchedumbre inculta,
el número amenazante, del otro, el sabio sujeto de la soberanía, la forma
tranquila de la voluntad general”.22
El pueblo es una comunidad: común-unidad, comunión de individuos, la
cual puede adquirir dos formas, como comunidad orgánica (multitud) o como
comunidad ética (política). Es orgánica cuando el número es el atributo que
la define, entonces deviene masa: una multitud incapaz de gobernarse a sí
misma porque carece de un principio de asociación que le permita organizarse
con vistas a alcanzar un fin específico. Frederic de Castillón, plasma con toda
nitidez esta concepción de pueblo:
Ciceron, De la república, UNAM, Bibliotheca Scriptorvm Graecorvm et Romanorvm
Mexicana, México, 1984, p. 20.
21
Ibid., p. 82.
22
Pierre Rosanvallon, Pueblo inalcanzable, Instituto de Investigaciones Dr. José María
Luis Mora, México, 2004, p.16.
20
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[...] según el significado que hemos atribuido al término pueblo y que creemos
es el verdadero, su nota distintiva es tener un espíritu débil y limitado. Si se le
pudiera liberar de esta enfermedad el pueblo dejaría de ser pueblo, desaparecería,
y creo que se acordará conmigo que eso no es posible [...] Por lo tanto, debemos
llamar pueblo, sin consideración al rango o a la fortuna, a todos aquellos que
han recibido de la naturaleza un espíritu débil y limitado [...] a quienes sería
más provechoso ser guiados que guiarse ellos mismos aunque frecuentemente
persisten en hacerlo con una tozudez invencible y funesta.23
Además de un espíritu débil y limitado tendríamos que agregar a sus
cualidades la pobreza y la ignorancia, pues, si el número es aquello que lo
define como multitud, como masa, y si la mayor concentración de riqueza y
de saber se da siempre en los menos, entonces la multitud, comparada con
las minorías que detentan la riqueza y la sapiencia, siempre será pobre e
ignorante. En síntesis, el número es el principio que define al pueblo como
una comunidad orgánica, en consecuencia, éste deviene masa, ya que carece
de un principio que permita su asociación y organización. Por tal motivo sus
notas distintivas son su incapacidad para gobernarse a sí mismo, la ignorancia
y la pobreza.
El pueblo como una comunidad política o ética es una asociación de
individuos estructurada a partir de un valor ético: la libertad; de un fin, de un
bien que se posee de manera colectiva. En este caso el pueblo es el legislador
soberano de Marsilio de Padua: “El legislador o la causa eficiente, primera
y propia de la ley es el pueblo, o sea, la totalidad de ciudadanos”.24 Se trata
entonces de una comunidad de ciudadanos, de personas libres. “La asociación
[...] hace que la vida del individuo esté en comunión con la vida colectiva”.25
No hay contradicción entre una y otra, ambas coexisten de manera armónica.
Las entidades éticas admiten la pluralidad sin negar la singularidad de
los individuos. Una comunidad orgánica o física, un pueblo en tanto que
masa, multitud, no admite la pluralidad, si se le dividiera dejaría de ser
multitud y formaría diversas minorías, las cuales sólo si son sumadas volvería
a constituir una multitud. Por ello la masa exige la disolución del individuo
en la colectividad; es decir, que el individuo pierda su singularidad y exista
como individuo masa. Exige la homogeneidad entre los distintos individuos
que la integran. Una entidad ética, a diferencia de la entidad orgánica, se erige
Frederic de Castillon, “Disertación sobre la cuestión..., op. cit., pp. 61-62 y 32.
Marsilio de Padua, El defensor de la paz, Madrid, Tecnos, 1989, p. 54.
25
Giuseppe Manzini, “Los deberes del hombre”, en Pensamienos sobre la democracia en
Europa y otros escritos, Madrid, Tecnos, 2004, p. 358.
23
24
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como él o los atributos que definen la forma de ser de los singulares que
la integran y sólo en esta medida es que existe. Es un consenso de valores
éticos. El pueblo es un consenso de derecho, como diría Cicerón.
En el caso de un pueblo, en tanto que comunidad de ciudadanos, la
libertad es un valor ético que define y determina la forma de ser, de existir
con los otros. “Sin libertad no existe sociedad verdadera, porque entre libres
y esclavos no puede existir asociación sino sólo dominio de unos sobre los
otros. La libertad es sagrada como el individuo, del que ella representa la
vida. Donde no hay libertad la vida se reduce a una pura función orgánica”.26
La asociación supone la igualdad con respecto al fin que persiguen los
asociados, es decir, a los bienes que se espera alcanzar, supone también la
libertad, pues todo acto de asociación es un acto libre de voluntad. La libertad
y la igualdad son el fundamento de la asociación. Por ello devienen principio
y fin de toda comunidad política.
La libertad ha desempeñado un papel determinante en las distintas épocas.
La libertad como forjadora de la historia, como sujeto mismo de toda la historia
[...] por un lado, el principio explicativo del curso de la historia y, por otro, el
ideal moral de la humanidad [...] dar por muerta a la libertad vale tanto como dar
por muerta a la vida [...] Y por lo que toca al ideal [...] no hay otro que lo iguale,
otro que haga palpitar el corazón del hombre en su cualidad de hombre, otro
que responda mejor a la ley misma de la vida, que es la historia.27
La libertad, como categoría perenne, como valor ético que trasciende el
tiempo, tiene como fundamento al ejercicio de la facultad deliberativa, del
logos; es la libertad de pensamiento: esencia de la autonomía y de la capacidad
que el individuo tiene para determinarse a sí mismo. Las categorías no cambian
con el transcurrir del tiempo, lo que se transforma, enriquece o empobrece,
es el concepto que se tiene de ellas, éste recoge las experiencias históricas
para construir una conceptualización acorde con la época. Por diferentes que
sean los conceptos la categoría permite su identidad y diferencia y con ello
recuperar la experiencia histórica que se transforma en conciencia colectiva.
En este sentido, las diferentes conceptualizaciones de libertad remiten a
diferentes conciencias colectivas e individuales que determinan el quehacer
y el hacer colectivo e individual de una época o de una comunidad.
Ibid., p. 305.
Benedetto Croce, La historia como hazaña de la libertad, Fondo de Cultura Económica,
México, 1986, p. 49.
26
27
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Sieyès plasma con toda nitidez la concepción social de libertad del
mundo moderno: “La libertad del ciudadano consiste en la seguridad de no
ser estorbado ni molestado en el ejercicio de su propiedad personal ni en
el uso de su propiedad real”.28 En esta definición de libertad se encuentran
sintetizadas las transformaciones históricas y culturales que llevaron a la
formación del imaginario colectivo de la modernidad. ¿Qué se entiende por
propiedad personal, qué por propiedad real? Locke, en su Ensayo sobre el
gobierno civil, señala que “cada hombre tiene la propiedad de su propia
persona. Nadie, fuera de él mismo, tiene derecho alguno sobre ella. Podemos
también afirmar que el esfuerzo de su cuerpo y la obra de sus manos son
también auténticamente suyos”.29 El esfuerzo de su cuerpo remite al uso de
las facultades del individuo, a las libertades de pensamiento, de conciencia, de
expresión, de imprenta, de cátedra. La propiedad de la persona de uno remite
al derecho a la vida y los ordenamientos jurídicos que prohíben la tortura y
la privación física de la libertad sin antes haber demostrado la culpabilidad
del individuo. Por último, la obra de sus manos remite a todo aquello que el
hombre ha sacado del estado en que la naturaleza lo dejó para convertirlo en
un artículo de uso o de intercambio. Estas libertades y derechos constituyen
la base de los derechos humanos y se encuentran inscritos en casi todas las
constituciones de los Estados. Son los bienes, el fin, que estructuran a las
comunidades políticas modernas.
En esta concepción de libertad, la ciudadanía moderna adquiere un
carácter democrático, el cual reside en su universalidad, en la identidad que
adquiere el individuo y el ciudadano. Una identidad que, antes de manifestarse
en al ámbito jurídico, se construye en el plano cultural. En este sentido, el ser
ciudadano implica que el individuo se vea a sí mismo como un ente capaz
de autodeterminarse.
El principio de autodeterminación constituye la esencia de la autonomía
ciudadanía. “El concepto de autonomía connota la capacidad de los seres
humanos de razonar de forma consciente, de ser autorreflexivos y de
autodeterminarse. Implica la capacidad de deliberar, juzgar, elegir y actuar”.30
Expresa fundamentalmente dos ideas: la capacidad de los seres humanos para
razonar y la noción de gobierno democrático, es decir, de un pueblo, de una
comunidad de individuos libres, por ende, capaces de gobernarse a sí mismos.
Sieyès, “Consideraciones sobre los medios de ejecución sobre los cuales los representantes
de Francia podrán disponer en 1789”, en David Pantoja (comp.), Escritos políticos de Sieyès,
Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 66.
29
J. Locke, Ensayo sobre el gobierno civil, Aguilar, Madrid, 1983, p. 23.
30
David Held, La democracia en el orden global, España, Paidós, 1997, p. 182.
28
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De esta manera, democracia y ciudadanía, en el mundo moderno, se unen de
manera indisociable. No es posible hablar de una democracia sin ciudadanos
ni de ciudadanos que no aspiren a vivir en un gobierno democrático.
Ahora bien, la universalidad de la ciudadanía implica también la universalidad de la idea de pueblo, de un ente colectivo capaz de gobernarse a sí
mismo. Empero, esta universalidad, en una primera instancia, no se refiere
a un cambio de gobierno sino a una transformación en las mentalidades,
que lleva al individuo a conceptualizarse como un ente libre, capaz de
juzgar por sí mismo y de construir su propia verdad, en consecuencia, su
propia organización social y política. Una mentalidad que transformaría a la
sociedad feudal desde sus raíces y abriría las puertas a los más nobles anhelos
humanistas que se plasman en el deseo de construir un orden político donde
los pueblos puedan convivir armónicamente y en libertad.
El año de las revoluciones románticas y liberales, 1848, es conocido
como la primavera de los pueblos. “La primavera de este año fue como una
promesa de realización de todas las acariciadas y por largo tiempo aplazadas
esperanzas de los filósofos y de los oradores de 1789”.31 El pueblo soberano,
destinado a gobernar en las democracias modernas, hacía su aparición en el
escenario político internacional. La paz, la igualdad y la libertad reinarían en
el mundo. Una especie de religiosidad, disfrazada de republicanismo, invadía
la atmósfera de las primeras décadas del siglo XIX. Esta religiosidad, esta fe en
la libertad, proclamaba la unión de todas las naciones. En junio de 1843 se
reunía, en Londres, la primera convención pacifista internacional y con base
en ella serían fundadas la Liga de la Hermandad Universal y La Sociedad de
Unión de los Pueblos:
La maldad cesará y la violencia morirá.
Y el cansado mundo respirará libre durante un largo domingo.32
Con estas palabras, el poeta John Greenleaf Wittier, daba la bienvenida
al primer Congreso de Paz, reunido en Bruselas el 29 de septiembre de
1848. Un año más tarde, en París, tendría lugar el segundo congreso de paz,
Tocqueville, ministro de Relaciones Exteriores de Francia, le dio la bienvenida.
Víctor Hugo fue su presidente, quien señaló en su discurso inaugural que la
paz universal era una meta práctica e inevitable. “Hugo estaba convencido
de que esto sucedería muy pronto, porque el ferrocarril y las innovaciones
31
32
Hans Kohn, El siglo XX, reto a occidente y su respuesta, Reverte, México, 1960, p. 3.
Ibid., p. 5.
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técnicas acelerarían toda la evolución. ¿Qué necesitamos? –preguntó– y
respondió con confiada simplicidad y bajo atronadores aplausos: amaros los
unos a los otros”.33
El júbilo y la fe, de los republicanos de 1848, en la libertad universal
y en la convivencia pacífica y armónica de los pueblos se fortalecían con
las innovaciones tecnológicas. Junto a las revoluciones de 1848 hacían su
aparición también los ferrocarriles, el telégrafo y la industrialización, que
permitió una mayor generación de riqueza. El pueblo soberano deja ver su
incalculable potencial transformador. No necesitaba príncipes ni reyes, la era
de los tutores del pueblo había concluido.
Sin embargo, el mundo que emergió fue muy diferente del que esperaban
los republicanos, no fue de libertad, paz y armonía sino de conflicto y
violencia. En 1848 aparecían también las nuevas formas de dominación y las
fuerzas políticas y sociales que dominarían los escenarios políticos nacionales
e internacionales. El socialismo y el nacionalismo hacían su aparición triunfal.
La lucha de clases, la guerra de una clase contra otra, de una nación contra
otra, se dejaron ver como la nueva ley de vida de los nacientes Estados. El
nacionalismo antepuso, por encima de las libertades cívicas y del humanismo
individualista en ciernes desde el Renacimiento, el poder de la colectividad
y la unidad. Exigió la disolución del individuo en la totalidad. Decretó la
superioridad del interés colectivo y con ello arrojó al individuo al anonimato.
¿Qué es el individuo sino un miembro de una clase, un miembro de una
nación? El interés colectivo, de una clase o de una nación, es superior al interés
particular; en consecuencia, este último debe ser sacrificado en beneficio de
la nación, de la clase social. El individuo quedó reducido a un número, y
con esto el pueblo fue sustituido por la masa, cuyo principal atributo es el
número. Masa equivale a multitud.
El poder de la masa de inmediato se dejó sentir. En diciembre de 1848,
Luis Napoleón Bonaparte es electo, mediante sufragio universal, presidente
de la república y tan sólo en tres años acabó con la república parlamentaria
en Francia.
Pero no lo hizo en nombre de la reacción, echó abajo la libertad en nombre de
la verdadera democracia y del verdadero progreso, de la voluntad del pueblo,
que él invitó a unirse y al cual voluntariamente consultó mediante plebiscitos [...]
Fue el candidato de todos aquellos que lamentaron la pacífica, la antinacional,
política de Luis Felipe. Lamartine, el poeta de la paz y de los derechos humanos,
33
Ibid., p. 6.
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tan popular en febrero de 1848 [...] fue derrotado por una nueva fuerza, el estado
autoritario respaldado por las masas y sus emocionales impulsos nacionalistas
y socialistas.34
El nacionalismo, apoyado en las doctrinas raciales, hizo del pueblo una
masa, una multitud, una muchedumbre. En la antigüedad no se le otorgó a la
muchedumbre ningún atributo para gobernarse a sí misma, en la modernidad
la idea de raza le dio unidad y la convirtió en la nación soberana. Dicha idea es
una de las nociones más arraigadas y difundidas de nuestra época, ha gozado
de una aceptación universal. Raza y cultura, en cierto momento interactúan
y se hacen equivalentes, ambos conceptos llevan en sí una explicación de
los orígenes de la comunidad.
En el siglo de las luces Gobineau afirma: “los miembros de la raza aria
sabían muy bien que un hombre no es honorable en virtud de las cualidades
individuales, sino por la herencia de su raza”.35 La raza ofrece aquí un criterio
de igualdad y unidad a las modernas naciones democráticas. Ofrece, al
imaginario colectivo, la cristalización de la tan anhelada sociedad igualitaria,
conjugada con los deseos de conquista y dominación.
El concepto de raza es una construcción cultural moderna, a partir de
la cual se legitima la posesión del territorio, el dominio de un grupo sobre
los otros o el derecho a detentar el monopolio del poder político, no tiene
relación alguna con la genética de los seres humanos ni con las condiciones
geográficas del territorio. Más aún, la idea de raza no existe en las sociedades
antiguas ni en la mente del hombre medieval.
La comunidad fundada en el parentesco sanguíneo no fue concebida
por los pueblos antiguos, sino por los Estados modernos; sin embargo, sus
antecedentes se remontan a la Edad Media. Uno, el más importante quizá, es
la transmisión hereditaria del poder, el linaje, la sangre noble. Una vez que
fue concebida la teoría del derecho divino de los reyes, en la cual el pueblo
desaparece como fuente de poder, la nobleza se convirtió en el pueblo
elegido, únicamente los nobles, por derecho de sangre, podían acceder al
ejercicio de las magistraturas, de esta manera garantizaban el monopolio del
poder político.
La sangre había sido uno de los objetos tabú desde tiempos inmemoriales.
El tabú estaba basado en la creencia de que “el alma o la vida del animal estaba
Ibid., pp. 11-12.
Gobineau, Essai sur l’inégalité des races humaines, citado por Ernest Cassirer, El mito
del Estado, México, Fondo de Cultura Económica, 1985, p. 267.
34
35
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en la sangre o era la sangre misma [...] todo sitio donde cayera se convertía
en lugar sagrado o tabuado”.36 Esta añeja creencia sirvió para legitimar los
derechos de sangre de la aristocracia medieval. Nobles de sangre azul y, por
ello mismo, diferentes y superiores al resto de la comunidad. Una diferencia
de carácter biológico que marginaba al pueblo común y lo mantenía en una
condición de inferioridad.
La nobleza es una especie de comunidad fundada en los lazos sanguíneos.
Los títulos nobiliarios se adquirían por derecho de sangre. En esta medida,
la pureza de sangre, de linaje, era lo que confería el derecho a participar
del poder político. Occidente se opuso a que los criollos participaran en las
instituciones de poder del Nuevo Mundo, ya fueran éstas laicas o religiosas,
argumentando que “aunque hubiesen nacido de padres blancos y puros, han
sido amamantados por hayas indias en su infancia, de modo que su sangre se
ha contaminado para toda la vida”.37 Alessandro Valignano, el gran reformador
de la misión jesuita en Asia, se opuso vehementemente a la admisión de
indios y euroindios al sacerdocio:
[...] todas estas razas obscuras son muy estúpidas y viciosas, y tienen el más bajo
espíritu [...] En cuanto a los mestizos y castizos debemos recibir muy pocos o
ninguno, especialmente en lo tocante a los mestizos, ya que cuanto más sangre
nativa tengan más se asemejaran a los indios y serán menos estimados por los
portugueses.38
La superioridad racial aparece aquí en su plena expresión. La raza blanca
es superior a todas las demás, lo cual le confiere el derecho a reinar sobre
el orbe todo. Los argumentos de la pureza de sangre fueron utilizados para
la conservación del poder político. El mejor ejemplo de esto lo proporciona
Boulainvillers:
[La nobleza francesa] tienen su origen en los francos, los invasores y conquistadores
germanos; la masa del pueblo pertenece a los subyugados, a los siervos que
perdieron todo derecho a la vida independiente. Los verdaderos franceses [...]
encarnados en nuestros días en la nobleza y sus partidarios, son hijos de hombres
James George Frazer, La rama dorada, México, Fondo de Cultura Económica, 1998,
pp. 272-274.
37
Benedict Anderson, Comunidades imaginadas, México, Fondo de Cultura Económica,
1997, p. 94.
38
Idem.
36
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libres; los antiguos esclavos y todas las razas empleadas igualmente en el trabajo
por sus señores son los padres del Tercer Estado.39
Inmediatamente vendría Gobineau a reforzar esta teoría racial: “la raza lo
es todo, todas las demás fuerzas no son nada. Carecen de valor y significación
[...] Si algún poder tienen, no es un poder autónomo, les es conferido por su
soberano y superior: la raza omnipotente”.40
La noción de raza, lejos de estar vinculada con la biología y la genética, se
relaciona directamente con el poder, se trata de una construcción puramente
cultural. Basta con preguntarnos por el origen de la palabra para saber que
ésta no es más que un artificio de la modernidad.
El término de raza tiene un origen incierto y confuso, no existe en el
griego, ni en el latín, ni en el hebreo, en ninguna lengua antigua. Debido a
ello se han dado varias etimologías probables. Para unos, raza deriva de la
palabra latina radix, que quiere decir raíz, o de radiux, rayo. Para otros su
origen se remonta al sánscrito, deriva de la palabra ra, que denota limitación,
alcance o posesión.41 Empero, lo más probable es que raza derive de “la voz
arábiga ra’s, que significa cabeza, origen y, por extensión metafórica, tronco
de generación. El vocablo pasó del sur de España al resto de la península
para significar res y raza de ganado”.42
En un principio la palabra raza fue utilizada con los animales, de manera
especial con el ganado, con ella clasificaban a los animales según sus cualidades y origen, más tarde “los mercaderes orientales, moros, turcos, árabes
y hebreos, que en Ibiza, Venecia, Berbería, Egipto, Constantinopla y Arabia
negociaban con el tráfico de esclavos tan diversos, los clasificaban según su
raza, empleando la voz semita ras, que indica cabeza u origen, es decir, sus
antecedentes genéticos”.43 Los tratantes de esclavos llegaron a ser tan expertos
que con un rápido examen del esclavo en venta sabían sus características
físicas y psíquicas.
El descubrimiento de América trajo consigo la expansión del mercado,
el comercio de esclavos llegó a todas las partes del mundo y con él también
la palabra raza, la cual se encuentra en todas las lenguas modernas. Este
es el origen de la raza, vil y despreciable como cualquier forma de racismo.
Ernest Cassirer, El mito del Estado, op. cit., p. 271.
Ibid., p. 275.
41
Véase Fernando Ortiz, “Raza, voz de mala cuna y mala vida”, Cuadernos Americanos,
año IV, núm. 5, México, septiembre-octubre, 1945, pp. 85 y ss.
42
Ibid., p. 87.
43
Ibid., p. 93.
39
40
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207
Hasta el siglo XVIII, la noción de raza fue utilizada siempre en forma
despectiva, empleada únicamente con los animales y los esclavos, no se le
atribuía ni gloria ni virtud, ni patrimonio cultural alguno.
Si bien la difusión universal de la idea de raza se debe al mercado, la
aceptación, también universal, ha sido por obra de científicos, filósofos y
literatos, que en el siglo XIX hicieron de ésta la esencia del pueblo y de la
nación. El término de raza, denotaba origen y lugar de procedencia, ofrecía
a los revolucionarios el arma idónea para derrocar al antiguo régimen, pues
en tanto que origen y lugar de procedencia todos eran franceses, alemanes o
italianos. En este sentido, la raza aparece como un elemento capaz de borrar
la desigualdad social y política, pronto se constituiría en el fundamento de
las modernas sociedades democráticas y de los movimientos nacionalistas.
La idea de raza hizo posible la construcción del Estado nacional, dio
los argumentos para que países enteros o pequeños grupos de individuos
legitimaran su dominación, abrió también las puertas para dar paso a las
políticas xenófobas y al exterminio genocida; el pueblo común encontró en
ella tan sólo una aparente realización de la utopía de la sociedad igualitaria.
La idea de raza ofrece a los pueblos modernos un origen común, una
cultura originaria, que les da cohesión e identidad, pero que termina por
convertirlos en masa, en una multitud de individuos anónimos porque la
idea de raza borra toda cualidad individual, decreta la identidad entre el
individuo y la comunidad, abriendo así las puertas, en casos extremos, a los
nacionalismos exacerbados y al genocidio.
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