AUTORES / AUTHORS
SANABRIA GALVIS, Gustavo
Pontificia Universidad Javeriana
[email protected]
ESTUDIOS / STUDIES
Recibido / Received
6 de diciembre de 2021
Aceptado / Acepted
16 de diciembre de 2021
Revolución y conversión: observaciones
girardianas sobre Cien años de soledad
Revolution and Conversion: Girardian Observations About
One Hundered Years of Solitude
El artículo presenta un análisis girardiano de la rivalidad política entre liberales y conservadores basado
en la novela Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. Centrado en el personaje del coronel
Aureliano Buendía, el análisis muestra las transformaciones de las relaciones con el otro en la medida
en que la violencia toma diferentes papeles en la vida del personaje, que se pueden resumir en tres
arquetipos: el héroe, el dios y el derrotado.
PALABRAS CLAVE: René Girard, Gabriel García Márquez, identidad, diferencia, revolución, conversión.
The article presents a Girardian analysis of the political rivalry between liberals and conservatives, based
on the novel One Hundred Years of Solitude by Gabriel García Márquez. Focused on the character of
Colonel Aureliano Buendía, the analysis shows the transformations in the relations with the other as
violence takes different roles in the character’s life, which can be summarized in three archetypes: the
hero, the god and the defeated.
KEY WORDS: René Girard, Gabriel García Márquez, identity, difference, revolution, conversion.
1. INTRODUCCIÓN
En este artículo, se explora cómo la dinámica de la guerra civil narrada en Cien años de
soledad produce una identidad entre rivales políticos, es decir, las ideas y las acciones de liberales y conservadores, que en un principio fueron opuestas, acabarán mostrándose como equivalentes. Este proceso colectivo de vaciamiento de sentido lo detallaremos en una interpretación
de la vida del coronel Aureliano Buendía, que dividiremos en tres momentos: el héroe, el dios y
el derrotado. El uso de la violencia para afirmar la revolución expone su carácter de falsa divinidad, mientras que la conversión vislumbra una dimensión política en los diálogos de paz orga-
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nizados por el coronel. Como guías para este análisis interpretativo de la obra de Gabriel García
Márquez utilizaremos las reflexiones de René Girard sobre la identidad y la diferencia.
Además, este artículo se propone extender la tarea investigativa realizada por Joao Cezar
de Castro Rocha, profesor de Literatura Comparada en la Universidad del Estado de Río de
Janeiro, quien en su libro ¿Culturas shakespearianas? (2017) propone revisitar los clásicos de la
literatura latinoamericana a la luz de la teoría mimética. Los conceptos principales de De Castro
son la interdividual colectiva y la poética de la emulación. El primer concepto corresponde a una
propuesta para pensar cómo se forjan las identidades de los pueblos. René Girard expone en
su obra cómo cada individuo forma su identidad en la medida en que imita a los otros, adoptando
modelos de comportamiento de los cuales extrae el contenido de sus deseos (Girard, 2021,
p. 281). Sin embargo, De Castro propone traspasar las dinámicas miméticas de la identidad a
los contextos históricos de los pueblos latinoamericanos. En este sentido, la interdividualidad
colectiva es el concepto que le permite pensar la identidad de los pueblos en su relación con los
otros, en el proceso de mestizaje que logra integrar lo propio y lo ajeno (De Castro, 2017, p. 363).
El segundo concepto, la poética de la emulación, es una apuesta conceptual por comprender
cómo acontece la creación artística en la periferia del mundo. En resumen, la creación original
surge de la copia: los escritores latinoamericanos, a falta de una tradición literaria propia, deben
integrar diversas tradiciones ajenas (europeas y norteamericanas) para encontrar su propia voz
en esa práctica imitativa de los procesos creativos (ibíd., p. 222).
Por otro lado, este artículo busca llevar los conceptos girardianos al contexto histórico de
Colombia, que durante los años recientes se encuentra esforzándose por construir diálogos
de paz, y para ello es necesario hacer apuestas para reinterpretar el pasado (Solarte, 2009).
Se sabe que Girard realizó un esfuerzo notable por aplicar la teoría mimética a la historia
europea, donde analiza la rivalidad entre Francia y Alemania como una escalada a los extremos, exponiendo así una filosofía de la historia desde una perspectiva apocalíptica. Girard
expone este análisis en el libro Clausewitz en los extremos y allí afirma lo siguiente: «Más que
nunca, tengo la convicción de que la historia tiene un sentido; que dicho sentido es temible,
pero que en los sitios de peligro, crece también aquello que salva» (Girard, 2010, p. 20). Este
sentido apocalíptico de la historia en René Girard es explorado también por Juan Manuel Díaz
Leguizamón y por Carlos Mendoza Álvarez. El primer autor nos habla de un sentido doble de
la historia: la tendencia social hacia la aniquilación definitiva y la tendencia a frenar la violencia
por medio de las instituciones (Díaz, 2010). El segundo autor, desde la teología, habla del
perdón como una posibilidad de transformar las relaciones con los otros, impregnadas
del mimetismo de la venganza y el resentimiento: la inteligencia del perdón es «fin de los
tiempos violentos (chronos) e inicio de nuevos tiempos mesiánicos (kairós)» (Mendoza, 2010).
Ahora bien, dados estos precedentes investigativos sobre la historia en perspectiva girardiana, este artículo se propone enmarcar su reflexión en esa tensión histórica entre la violencia en escalada colectiva y su contención, delimitando el tema en un personaje de una novela.
Cien años de soledad es una novela apocalíptica, pues, conforme pasa el tiempo, la violencia
y el olvido van aumentado hasta el punto en que Macondo desaparece. Sin embargo, este
artículo no pretende abarcar el desarrollo entero de la novela, sino desplegar un análisis centrándose en las transformaciones del coronel Aureliano Buendía.
Gabriel García Márquez publicó Cien años de soledad en 1967 de la mano de la editorial
argentina Sudamericana. Para la investigación de este artículo, se utilizó la edición de la edi-
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torial Cátedra impresa en el año 2017, en su vigésima tercera edición revisada y actualizada,
acompañada de estudios críticos. La novela cuenta la historia de siete generaciones de la
familia Buendía, empezando con aquellos que se encargaron de fundar el pueblo de Macondo
y acabando con aquellos que desaparecen junto con el pueblo. Macondo inicia como un pueblo paradisiaco donde todos son iguales; sin embargo, con el paso del tiempo, la violencia y el
olvido siembran sus frutos. El conflicto local entre la familia Buendía y la familia Moscote
por el control del pueblo escala a nivel nacional, se convierte en una guerra civil que se
extiende por todo el territorio nacional. Esta guerra entre liberales y conservadores, dos bandos
con ideas políticas diametralmente opuestas, llega a un momento en que los unos son réplica
de los otros. Este evento en la novela donde los rivales alcanzan la simetría y la identidad, donde
uno es reflejo del otro, es el punto de partida para realizar el esfuerzo de interpretar al coronel
Aureliano Buendía a la luz de los conceptos de René Girard. En especial, cabe resaltar los conceptos de identidad y diferencia, pues Girard establece una relación dinámica entre estos dos
conceptos de tal manera que permite analizar las transformaciones individuales y colectivas.
En Mentira romántica y verdad novelesca (1985), Girard distingue dos tipos de diferencia,
la genuina y la aparente. Por un lado, observamos individuos que, motivados por el orgullo y
la competencia, proclaman que son diferentes a los demás por acaparar algún objeto de
deseo que supone prestigio y superioridad (1985, p. 57). Estos individuos, que podemos llamar románticos, ocultan el hecho de que, en realidad, imitan a los otros. Girard califica de
románticas a todas aquellas actitudes que «nos parecen destinadas a mantener la ilusión del
deseo espontáneo y de una subjetividad casi divina en su autonomía» (1985, p. 32). Esta es
la diferencia aparente del orgullo romántico, que encubre su vacío y su codependencia con los
otros bajo las proclamas ruidosas de su autonomía.
Por otro lado, observamos individuos que, decepcionados del orgullo y la competencia, renuncian a ser diferentes a los demás y confiesan que son imitadores (ibíd., p. 254). Estos individuos,
que podemos llamar conversos, reconocen a los otros como semejantes, desisten de ubicarse a
sí mismos o a los demás en un plano superior o inferior que impregne la existencia con significados
trascendentes o sagrados. «Al perder el deseo de seducir o de dominar a los hombres, Julien Sorel
ha dejado de odiarlos» (ibíd., p. 266). Cuando los conversos renuncian a la ilusión romántica de la
superioridad, cuando renuncian al deseo de dominar y seducir a los demás, escapan a las jerarquías sociales que esas mismas ilusiones estructuran. La diferencia genuina del converso consiste
en que, paradójicamente, logra su libertad confesando su codependencia con los otros. Mientras
el romántico sacraliza ideales para encontrar en ellos su grandeza y eternidad, el converso renuncia a la trascendencia para abrazar la contingencia de la humanidad.
En La violencia y lo sagrado (2005), Girard continúa aportando una serie de reflexiones
sobre la identidad y la diferencia. Aquí, su idea fundamental es que la violencia produce identidad, mientras que la diferencia permite el orden. La relación de venganza entre dos sujetos es
una relación que produce identidad, no solo porque los ataques serán recíprocos, sino porque
el odio al enemigo será fuente de la identidad, creada esta por oposición (Girard, 2005, p. 22).
Cuando esta relación de venganza se expande y se contagia a nivel colectivo, podemos decir
que esta sociedad atraviesa una crisis mimética; esto es, un momento en que cualquiera puede
usurpar el lugar y la vida del otro, usando la violencia, sin una clara distinción entre lo permitido
y lo prohibido (Vinolo, 2018). El asesinato del chivo expiatorio posibilita las instituciones que
estructuran un orden social: los mitos, los ritos y las prohibiciones (Girard, 2005, p. 95). La dife-
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rencia fundamental que posibilitan las instituciones es aquella que las sociedades arcaicas
distinguían entre lo puro y lo impuro, y que ahora en sociedades modernas podemos nombrar
como lo legal y lo ilegal. En el caso de las prácticas arcaicas, la sangre pura es aquella derramada durante un sacrificio ritual, donde muere una víctima que nadie vengará (ibíd., p. 90). Para
nosotros, modernos, la violencia legítima es aquella que proviene del Estado; en particular, del
sistema penal, que se encarga de despersonalizar la distribución de castigos a los criminales.
En resumen, la identidad es producto de una relación imitativa con el otro, donde la imitación desata violencia y, en el peor de los casos, un ciclo de venganzas que amenaza con la
destrucción de la comunidad. Por otro lado, se puede distinguir entre la falsa diferencia del
romántico y la diferencia verdadera del converso. Además, a nivel colectivo, el desorden violento que produce la identidad es frenado una vez se establecen diferencias sociales, es decir,
una vez las instituciones organizan el lugar de cada individuo. Una vez expuestos estos conceptos de la teoría mimética, vamos a ver cómo podemos pensar la identidad y la diferencia
en Cien años de soledad.
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2. SIMETRÍA ENTRE CONSERVADORES Y LIBERALES
Una de las simetrías con mayor protagonismo en Cien años de soledad es la rivalidad
entre conservadores y liberales. Los primeros, atornillados al poder, abanderan los ideales del
clericalismo y el absolutismo, mientras que los segundos, alzados en armas, defienden el anticlericalismo, el federalismo y el parlamentarismo (Vargas, 1971, p. 21). En un principio, cada
partido político defiende un contenido ideológico que lo distingue de su adversario y lo enfrenta
a él; sin embargo, con el curso del tiempo y el desgaste de la guerra, ambos partidos políticos
se revelan idénticos. El contenido afirmativo de los ideales, poco a poco, y por medio de un
proceso de negación del enemigo, se convierte en la búsqueda vacía de poder. En este sentido, aquellas diferencias políticas enarboladas con violencia son solo formas de encubrir el
vacío. En otras palabras, la militancia fanática es una mentira romántica.
Veamos cómo se origina la división entre partidos en este pueblo, tan lejano que ni el
Estado ni la Iglesia tenían influencia. En los inicios de Macondo, la cohesión social era unánime y paradisiaca. Todos eran iguales, todos tenían la misma cantidad de tierra y de sol,
todos eran guiados por el liderazgo de José Arcadio Buendía y no circulaban ideales políticos
que inspiraran la identidad individual o colectiva. Esta unidad se vio fragmentada por primera
vez con la llegada de don Apolinar Moscote, representante del Gobierno nacional, que acudió
para llevar las normas que se dictan desde la capital (García, 2017, p.150). Su presencia instala una rivalidad entre la familia Moscote y la familia Buendía, ambas buscando el control del
pueblo. Este combate entre familias inicia con asuntos bastante sencillos, como un debate
para decidir de qué color deben pintar las casas. La primera jugada de este juego de espejos
la gana el patriarca, José Arcadio, que logró expulsar al corregidor y evitó que todas las casas
fueran pintadas de azul, el color del partido del Gobierno. Luego, el corregidor regresó con su
familia, esperó a que los Buendía bajaran la guardia y logró pintar las casas de azul, además
de instalar policías armados en el pueblo (ibíd., p. 185). La unidad originaria de Macondo,
sustentada en la legitimidad popular del liderazgo de la familia Buendía, es quebrantada
cuando el Estado nación entra al pueblo con su propio deseo de unidad expansiva.
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Antes, en Macondo no circulaban las ideas políticas: la identidad provenía de la relación
paradisiaca con la tierra, no de los ideales. Sin embargo, la presencia del Gobierno nacional
hace emerger la dualidad entre conservadores y liberales. Podemos observar este proceso
colectivo en la vida de uno de los personajes, Aureliano Buendía. De joven, era un muchacho
abstraído completamente en sus labores de orfebre, enamorado e indiferente a los asuntos
políticos. Luego de la muerte de su esposa, conservó la amistad con el suegro, don Apolinar
Moscote, quien lo veía como un joven inofensivo. Gracias a esta confianza, Apolinar Moscote
permite a Aureliano presenciar el conteo de votos de las elecciones. La urna es completamente alterada para que ganen los conservadores (ibíd., p. 195). La indignación ante esta
injusticia electoral, sumada a la injusticia de los primeros asesinatos de la guerra civil, fue el
motivo que convirtió a este joven indefenso en el gran héroe. «No me vuelva a decir, Aurelito,
que ya soy el coronel Aureliano Buendía» (ibíd., p. 201). En este hecho, vemos cómo un personaje anodino, gracias a una reacción por oposición, se hace un justiciero épico y repite a su
manera la transformación quijotesca de su padre.
El desarrollo de la guerra hará que el despliegue de estrategias bélicas de cada bando
tenga cada vez mayores dimensiones. Lo que inicia siendo una disputa entre dos familias
acaba siendo un conflicto nacional. Con la decisión del coronel Aureliano Buendía de hacer la
guerra, se instala una dualidad que va mucho más allá de la rivalidad entre dos familias. La
escalada a los extremos de la violencia quitará importancia a la familia Moscote, pues ahora
las autoridades que gobernarán Macondo serán una serie de jefes militares que se sucederán
uno tras otro, intercambiando el color del partido. Primero, vemos cómo la escuela de pueblo
se convierte en un cuartel que hace de los estudiantes unos guerrilleros liberales; luego,
Macondo es tomado por las fuerzas conservadoras y la escuela se hace un batallón del ejército regular (ibíd., p. 203). De esta manera, se repite el juego de espejos, donde lo único que
cambia es el color, y así la dinámica simétrica de la guerra convertirá la diferencia en identidad. En otras palabras, la diferencia entre los adversarios permanece al nivel superficial de la
apariencia: «La única diferencia actual entre liberales y conservadores es que los liberales van
a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho» (ibíd., p. 356).
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3. EL HÉROE JUSTICIERO Y EL DIOS DE LA GUERRA
Podemos analizar el proceso de transformación del coronel Aureliano Buendía en tres
momentos: el héroe, el dios y el derrotado. Estos tres momentos corresponden a arquetipos
que proponemos en esta investigación como figuras conceptuales y, a la vez, narrativas que
sirven para comprender las transformaciones del deseo y la violencia. En su primer momento,
el coronel Aureliano Buendía tiene un contenido político y ético que lo motiva a convertirse en
un héroe: ponerse del lado de las víctimas; en este caso, de los liberales, que han sido asesinados y sus votos ignorados. Posteriormente, se convierte en un militar que, según las leyendas populares, es capaz de estar en diferentes frentes de batalla en simultáneo, pero en su
fuero interno ha descubierto que la guerra no tiene ningún sentido y, por tanto, no hay ningún
obstáculo ético que lo detenga para obtener la victoria. El tercer momento —el derrotado—
corresponde a la epifanía del converso que quiere detener la guerra y renuncia a su superioridad divina de militar para aceptar su destino humilde de ser humano. En el primer momento,
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se identifica con las víctimas de la guerra incipiente; en el segundo, se identifica con su propio
enemigo, y en el tercero renuncia a los ideales que le otorgan individualidad.
Expliquemos un poco más estos tres momentos. El joven Aureliano decide hacerse liberal
porque ha presenciado un fraude. «Si hay que ser algo, sería liberal —dijo—, porque los conservadores son unos tramposos» (García, 2017, p. 196). Se convierte en un héroe con razones
justas para pelear. Pronto, llega a ser líder de los revolucionarios. Su sensatez inicial se nota
cuando inicia el primer levantamiento y evita que los liberales asesinen al líder conservador,
Apolinar Moscote (ibíd., p. 201). Este justiciero es capaz de reconocer la humanidad y la vida
de sus enemigos, antes que sacrificarlos en nombre de sus ideales abstractos. Incluso llega
a construir una amistad sincera y profunda con un coronel conservador, José Raquel Moncada
(ibíd., p. 250). Constantemente, intercambian cartas e incluso planean juntos la posibilidad de
humanizar la guerra; sin embargo, también reconocen que en el momento de la batalla deben
responder a un deber bélico (ibíd., p. 260). En otras palabras, si llega el momento de la batalla
contra el otro, es deber pelear.
En épocas seculares donde Dios ha abandonado el centro simbólico que otorga sentido a
las vidas humanas, los ideales políticos toman el lugar vacío que dejaron las instituciones
religiosas. Entre esos ideales, la revolución es un ídolo que exige la sangre del enemigo. Efectivamente, los liberales retoman Macondo y el coronel Aureliano Buendía decide ejecutar a su
amigo, el coronel Moncada. Toda la compasión y los proyectos de humanidad que cultivó junto
con su amigo desaparecen. El coronel Aureliano Buendía se limpia de responsabilidad:
«Recuerda, compadre, que no te fusilo yo, te fusila la revolución». Siente un secreto desprecio
por sí mismo, pero está convencido de que deben ganar la guerra «a cualquier precio». Entonces, su amigo le responde: «De tanto odiar a los militares, de tanto combatirlos, de tanto
pensar en ellos, has terminado por ser igual a ellos» (ibíd., p. 264). El ideal abstracto y sagrado,
construido a partir del odio al enemigo, convierte al justiciero revolucionario en un matarife.
Recordemos que, en sus inicios de justiciero, Aureliano Buendía se había burlado del doctor
Alirio Noguera —primer líder del levantamiento revolucionario en Macondo— con estas palabras: «Usted no es liberal ni es nada. Usted no es más que un matarife» (ibíd., p. 198). Ahora,
esta acusación recae sobre el mismo Aureliano.
En cierta ocasión, el coronel Buendía tuvo un encuentro con la muerte debido a un intento
de envenenamiento, que le sembró una conciencia distinta sobre la vida. Luego de sobrevivir,
le preguntó a su amigo el coronel Gerineldo Márquez cuál era la razón que lo motivaba a
pelear esa guerra. Este le responde que peleaba por defender el gran partido liberal; pero el
coronel Buendía dice: «Dichoso tú que lo sabes. Yo, por mi parte, apenas ahora me doy cuenta
que estoy peleando por orgullo» (ibíd., p. 239). En este momento, el dios de la guerra comienza
a descubrir el vacío de la guerra. De hecho, se burla de las personas que pelean por grandes
ideales diciéndole a su amigo que es mejor pelear por orgullo, peor es pelear por «algo que
no significa nada para nadie» (ibíd., p. 239). Los grandes ideales comienzan a desquebrajarse,
pero aún queda la cáscara vacía del orgullo. Recordemos que, para Girard, el orgullo es la
consecuencia perversa del deseo mimético: «El mal está en el orgullo, y el universo novelesco
es un universo de endemoniados» (1985, p. 276).
Esta conciencia de que la guerra ha perdido todo significado trae consigo una lucidez
profunda para analizar la vida. «Entonces sus pensamientos se hicieron tan claros que pudo
examinarlos al derecho y al revés» (García, 2017, p. 239). Esta lucidez del coronel Aureliano
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Buendía es la misma lucidez de los novelistas analizados por Girard, que escriben para revelar los mecanismos del deseo mimético, que escriben para darse cuenta de que los fuegos
del deseo llevan a la insatisfacción permanente. «La visión horrible del pasado es visión de
verdad» (Girard, 1985, p. 271). Esta lucidez trae consigo un hastío que intentará saciarse con
la violencia más despiadada. Sucede, por aquel entonces, que el coronel se hace el militar
más cruel, ordena asesinatos desde su hamaca y, para demostrar su intocabilidad, ordena a
sus asistentes dibujar alrededor de él un círculo de tres metros que nadie debe cruzar nunca.
No solamente el coronel Aureliano Buendía se percata de que la guerra es carente de
sentido y contenido. El primero en sentir el vacío fue el coronel Gerineldo Márquez, para quien
la guerra había sido «una pasión irresistible de su juventud» y ahora es «una referencia
remota: un vacío» (García, 2017, p. 266). Amaranta, con quien Gerineldo coqueteaba, es también consciente de la identidad que se está forjando entre los rivales: «Qué raros son los
hombres —dijo ella, porque no encontró otra cosa qué decir—. Se pasan la vida peleando
contra los curas y regalan libros de oraciones» (ibíd., p. 267).
Ya los políticos no defendían proyectos de sociedad, ni siquiera tenían un programa político claro, ya los liberales de la élite se habían percatado de cómo una reforma agraria podría
afectar sus intereses. Para entonces, la guerra era un negocio para los políticos y una preocupación para los terratenientes liberales, que se habían aliado secretamente con los terratenientes conservadores. Muchos militantes del ejército revolucionario ni siquiera sabían por qué
peleaban; entre ellos, se encontraban «idealistas, ambiciosos, aventureros, resentidos sociales y hasta delincuentes comunes. Había, inclusive, un antiguo funcionario conservador refugiado en la revuelta para escapar a un juicio por malversación de fondos» (ibíd., p. 271). El
ideal idolatrado por los revolucionarios se había vaciado hasta el punto de que cualquier
objetivo era válido en sus filas, siempre y cuando la violencia lo escudara.
El mismo coronel Aureliano Buendía sintió el hastío de la guerra y, desde su hamaca,
evitaba tomar decisiones de suma importancia o mandaba asesinar a cualquiera por simple
arbitrariedad. «Extraviado en la soledad de su inmenso poder, empezó a perder el rumbo»
(ibíd., p. 272). Se sentía solo y cada vez más viejo, en medio del círculo vicioso de la guerra,
que no lo llevaba a ninguna parte. «La normalidad era precisamente lo más espantoso de
aquella guerra infinita: que no pasaba nada» (ibíd., p. 272). El tiempo, para el romántico hastiado, es el transcurso vacío del tedio. «Sustentar toda la existencia en esta nada que se lleva
consigo significa transformar la impotencia en omnipotencia» (Girard, 1985, p. 246).
Por un lado, la dinámica simétrica de la guerra ha cultivado un vacío en el corazón del más
cruel militar, convirtiendo el asesinato en un espectáculo que ya no despierta interés. Por otro
lado, la simetría entre los rivales ha hecho que los programas políticos entre conservadores y
liberales también se vacíen. La identidad definitiva entre los conservadores y los liberales
ocurre durante una negociación entre los representantes oficiales del partido liberal y las
guerrillas liberales, lideradas por el coronel Aureliano Buendía. Los representantes, que eran
seis abogados provenientes de la capital, pedían que el ejército revolucionario renunciara a
ciertos objetivos con el fin de obtener más apoyo popular.
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Pedían, en primer término, renunciar a la revisión de los títulos de
propiedad de la tierra para recuperar el apoyo de los terratenientes liberales.
Pedían, en segundo término, renunciar a la lucha contra la influencia clerical
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para obtener el respaldo del pueblo católico. Pedían, por último, renunciar a
las aspiraciones de igualdad de derechos entre los hijos naturales y los
legítimos para preservar la integridad de los hogares (García, 2017, p. 272).
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Los dirigentes liberales proponían, por medio de sus emisarios, convertirse en defensores
de la acumulación de tierras, de la propiedad privada, de un Estado católico y de la moral
familiar. El coronel Aureliano Buendía interpreta esta propuesta como una aceptación de que,
sencillamente, la guerra consiste en una pelea vacía por el poder. Uno de sus asesores políticos le advirtió: «Si estas reformas son buenas, quiere decir que es bueno el régimen conservador». El coronel le respondió: «Lo importante es que desde este momento solo luchamos
por el poder» y firmó los documentos (ibíd., p. 274).
Este momento es el culmen de la guerra, cuando los adversarios, luego de una dinámica
de respuestas simétricas a los ataques, se muestran idénticos, completamente vacíos de
contenido y apenas encubiertos con algún color que los diferencie. En este caso, el vacío del
poder es simbolizado por la soledad del coronel Aureliano Buendía, quien, hastiado de todo y
alejado de todos, hace que sus servidores pinten en el suelo un círculo de tiza para que nadie
cruce esa frontera (ibíd., p. 272). El trono del poder tiene así la característica de mostrarse
como un objetivo del deseo, el gran anhelo, que, sin embargo, una vez alcanzado, pierde toda
su fuerza de atracción y somete al sujeto a la insatisfacción y el hastío.
Hasta el momento, el proceso del personaje Aureliano Buendía ha atravesado dos etapas:
el héroe y el dios. En estas, emprende una transformación para lograr diferenciarse de los
demás: primero, quiere ser reconocido como un gran ejemplo ético de defensa de las víctimas,
sin embargo, una vez sumergido en la relación con un enemigo, el contenido ético de su identidad desaparece. Dado que quiere lograr la victoria sobre los asesinos, se convierte en uno.
Por supuesto, no logra su objetivo ético de frenar la producción de víctimas de la guerra, sino
todo lo contrario, se convierte él mismo en un asesino sin criterio ético ni político. Su omnipotencia como guerrero contrasta con el sentimiento de tedio y la insatisfacción de sus deseos.
El resultado de estos procesos de diferenciarse de los otros; sin embargo, es reconocerse
idéntico a su adversario: hombres arrogantes que harían cualquier cosa por obtener el poder.
4. EL DERROTADO: LA CONVERSIÓN DEL CORONEL AURELIANO BUENDÍA
La conversión es un giro del orgullo hacia la tranquilidad, se renuncia al deseo de dominar
a los otros y se conquista el plano inmanente por medio de la aceptación de que el plano
trascendente se encuentra vacío y no puede ser reemplazado por ningún nuevo ídolo que sea
elevado al plano de lo sagrado. Precisamente, luego del culmen de la guerra, ocurre un episodio decisivo en la vida del coronel Aureliano Buendía. Cuando este firma los documentos
presentados por los representantes del partido liberal, su mejor amigo y compañero de armas
—el coronel Gerineldo Márquez— lo acusa de traidor de los ideales liberales (García, 2017,
p. 274). En respuesta, el coronel Aureliano Buendía lo condena a muerte. Tal parece que el
episodio de fusilamiento del coronel Moncada se repetirá y que así la muerte se repetirá una
y otra vez, garantizando así la capacidad de los ídolos de definirse de manera negativa: eliminando todo lo que se le oponga (Comay, 2010). El vacío centrípeto de la violencia que elimina
las diferencias hasta encararnos en dirección al apocalipsis.
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No obstante, existe un freno a la violencia. En el último momento, el coronel Aureliano
Buendía libera a Gerineldo Márquez y le propone un objetivo real: lograr los diálogos de paz
entre el Gobierno y los ejércitos rebeldes. «Terminó la farsa», dice, como quien señala la mentira romántica (García, 2017, p. 275). La victoria es ahora la búsqueda de la derrota, el adiós a
las armas. No es tan fácil como parece. «Necesitó casi un año de rigor sanguinario para forzar
al Gobierno a proponer condiciones de paz favorables a los rebeldes, y otro año para persuadir a sus partidarios de la conveniencia de aceptarlas» (ibíd., p. 276). La paradoja evidente es
que para renunciar a las armas hay que usarlas. «Nunca fue mejor guerrero que entonces. La
certidumbre de que por fin peleaba por su propia liberación, y no por ideales abstractos, por
consignas que los políticos podían voltear al derecho y al revés según las circunstancias, le
infundió un entusiasmo enardecido» (ibíd., p. 276).
Él pudo ser un desertor, pero con eso hubiera entregado su puesto de coronel a otro hombre sanguinario que continuaría con la guerra, además de que seguramente lo hubieran condenado a muerte. En cambio, decidió luchar «por el fracaso con tanta convicción y tanta
lealtad como antes había luchado por el triunfo» (ibíd., p. 276). Llegó a extremos de crueldad
e incluso se alió con las fuerzas enemigas con el objetivo de lograr una paz negociada. La
idea que sugiere este texto es que la única manera de conocer los mecanismos catastróficos
del deseo es atravesándolos en carne propia. En otras palabras, nadie nace santo, tampoco
ningún ingenuo puede ser una persona no violenta; hace falta conocer la violencia para renunciar a ella. Esta es la necesidad retroactiva de la historia: los muertos acumulados nos muestran ahora cuál no es el camino, los ídolos erigidos debieron caer para mostrarnos el vacío en
el lugar de lo sagrado (Zizek, 2013, p. 223).
Los personajes de las novelas analizadas por Girard suelen morir poco después de su
conversión, pero el coronel Aureliano Buendía logra vivir muchos años más. Hay un momento
en que intenta suicidarse porque el vacío se le hace insoportable, pero sobrevive y logra interpretar el vacío de otra manera. Lo que antes era un vacío insoportable que rechazaba con
violencia —por medio de la guerra sin sentido y pegándose un tiro en el pecho— ahora es un
vacío que abraza dándole el significado de una vida simple. En otras palabras, que la vida
humana no oculte un destino o un significado trascendente es la posibilidad del gozo de la
libertad. El coronel Aureliano Buendía regresa a casa y se dedica hasta su muerte a fabricar
pescaditos de oro. Sus deseos son canalizados hacia una vida humilde, que no tiene nada de
productiva, y renuncia a los grandes ideales. «No me hables de política, nuestro asunto es
vender pescaditos» (García, 2017). De hecho, luego ni siquiera los vende. Los fabrica, los
funde y los vuelve a fabricar.
Cuando logra los diálogos de paz y decide vivir una vida sencilla, vuelve a casa. La familia
lo recibe como un verdadero ser humano, dado que las veces que los visitó durante la guerra
ni siquiera su madre era capaz de reconocerlo, así envuelto en sus mantos de superioridad e
invencibilidad, con escoltas y amantes para cada hora del día. «Amaranta no lograba conciliar
la imagen del hermano […] con la del guerrero mítico que había interpuesto entre él y el resto
de la humanidad una distancia de tres metros» (ibíd., p. 277). Ahora, que regresa vulnerable,
lo reconocen como un ser humano. «Al fin —dijo Úrsula— tendremos otra vez un hombre en
la casa» (ibíd., p. 277). La renuncia a los ídolos e ideales abstractos le regresa la humanidad
a sí mismo y a los otros, aquellos que antes eran reducidos a ser carne de cañón para la
guerra. La conversión es un disfrutar el vacío de la cotidianidad, sin racionalizarlo en exceso,
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sin negarlo bajo ídolos que pretendan darle un sentido trascendente al curso del tiempo, sin
ocultarlo bajo grandes ideales que impiden reconocer la humanidad de los otros.
5. CONCLUSIONES
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La apuesta por interpretar al coronel Aureliano Buendía según los conceptos de la
teoría mimética nos sirve para comprender las dinámicas de la violencia en un contexto
latinoamericano y, en específico, en una dinámica de guerra bipartidista donde aparecen
los ideales políticos como motores de la violencia. Debemos anotar que, en términos
girardianos, esta época secular se entiende como la posibilidad de que los ídolos ocupen
el trono vacío de Dios. En este caso, los ideales políticos (bien sean revolucionarios o
conservadores) se yerguen como el ente sagrado que exige sacrificios para su pervivencia. El ideal de la revolución, asumido por Aureliano Buendía cuando presenció injusticias,
exige a los personajes desconocer la humanidad de los otros para avanzar en sus objetivos políticos. Sin embargo, la reciprocidad de la violencia expone que estos objetivos
políticos son vacíos. El coronel Buendía continúa en la batalla por orgullo, no por la convicción de un ideario liberal. El orgullo, como nos señala Girard, es la cáscara vacía que
oculta la mentira romántica. En el caso del coronel, su omnipotencia y su crueldad de dios
sanguinario ocultaban sus vulnerabilidades humanas, sus contingencias, su humilde
gusto por fabricar pescaditos de oro.
Si bien la revolución se presenta entonces como un ideal que nos lleva a la identidad con
el rival gracias a la reciprocidad de la violencia, también aparece la conversión como única
experiencia que, primero, nos individualiza, en la medida en que nos reconocemos en los
otros, y, segundo, nos permite frenar la violencia por cuanto transforma los deseos. A diferencia de la mentira romántica, que consiste en afirmar ruidosamente que uno es diferente a los
otros gracias a la vanidad, la conversión es una diferencia verdadera en la medida en que
nos reconocemos unidos a los otros, nos sabemos humanos y contingentes como los demás.
Así como la poética de la emulación explicada por De Castro: la originalidad surge de un trabajo de copiar. Este proceso de transitar otras subjetividades, de imitar a los otros, para construirse a uno mismo es vivido por el coronel Aureliano Buendía. Inicia siendo un joven que
fabrica pescaditos de oro y acaba siendo un anciano que fabrica pescaditos de oro. Aparentemente nada cambió, aparentemente es un hombre más entre los mortales; sin embargo, la
consciencia que este personaje tiene sobre la violencia y sobre la humanidad únicamente fue
obtenida por su tránsito como héroe, dios y derrotado. Su mejor momento es saberse derrotado, porque allí encontró la calma, el abrazo de su familia, la belleza de la cotidianidad. A nivel
histórico, el converso llega a reconocer que, para renunciar a la violencia, debió atravesar la
violencia, experimentarla y sobrevivir a ella.
Como hemos visto, entre un guerrillero rebelde y un soldado del Gobierno, existe la misma
identidad negada: la violencia. La misma identidad entre rivales es lo que los distancia, debido
a la incapacidad del orgulloso de reconocerse en el otro y, de manera arrogante, afirmarse a
sí mismo por medio de la negación del otro. Esta afirmación violenta de la identidad es lo que
Girard denomina «enfermedad ontológica» (1985, p. 77). Mientras que la enfermedad ontológica tiene la facilidad de contagiarse para estructurar una sociedad, la experiencia de la con-
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versión parece limitarse a una experiencia individual. Si la iniciativa bélica del coronel Aureliano Buendía fue definitiva en el curso de la guerra, su conversión fue insuficiente para
detenerla. Logró culminar los diálogos de paz, pero eso fue como apagar una llama en el
incendio, pues la dinámica recíproca de la violencia continuó en Macondo hasta culminar en
el apocalipsis definitivo.
Si bien la violencia puede iniciar a un nivel micro (por una rivalidad individual o familiar) y
extenderse a un nivel macro (constituirse en una guerra civil), el freno de la violencia no parece
tener esa misma facilidad de extenderse. En otras palabras, la venganza puede extenderse y
estructurar una comunidad (bajo la amenaza perpetua de su propia aniquilación), pero la
conversión es una experiencia que, si bien logra detener el contagio de esa violencia, se
mantiene en la esfera individual, o en el mejor de los casos en un grupo pequeño. Esto abre
la pregunta ¿cómo es posible incentivar a nivel colectivo la experiencia de la transformación
del deseo hacia una renuncia de la violencia?
La experiencia de la violencia se expande desde lo micro hasta lo macro hasta el punto
de que reorganiza las relaciones sociales: la rivalidad entre la familia Buendía y la familia
Moscote transformó Macondo, la iniciativa bélica del coronel Aureliano Buendía escaló la
violencia al nivel de un país entero, la interacción bélica entre los partidos políticos transformó la forma en que se pensaba la identidad nacional y la escalada a los extremos llegó
a niveles altísimos de violencia. Una violencia que, si bien genera la identidad entre rivales,
también oculta esta misma identidad por medio de una mentira romántica, que también
podemos llamar diferencia falsa, y, a su vez, utiliza estas falsas diferencias como criterios
para organizar una sociedad. Por ejemplo, la falsa diferencia entre los partidos políticos
(liberal y conservador) que ocultaba la ambición de las élites y los terratenientes por permanecer en el poder. Esa falsa diferencia entre idearios políticos, sin embargo, congrega a
familias enteras para alinearse de un lado u otro de la guerra. Quizás podríamos afirmar que
lo que aquí llamamos falsa diferencia tiene relación con lo que Girard denomina mito y lo
que Marx llama ideología: narrativas que no corresponden con la realidad, pero reproducen
o fundamentan la violencia que ordena una sociedad.
Junto con las transformaciones del personaje Aureliano Buendía, hemos analizado cómo
el contenido ético de un guerrillero, quien por definición se identifica como un rectificador de
las injusticias del Gobierno, inicia como una convicción por frenar la producción de víctimas
de la guerra; sin embargo, se convierte en todo lo contrario, un asesino sin criterio ético ni
político, capaz de renunciar a las ideas liberales con el único objetivo de alcanzar el poder.
En pocas palabras, cuando un sujeto entra en una relación de reciprocidad violenta con
algún enemigo, el contenido ético inicial se vacía y queda entonces el cascarón vacío del
orgullo. Sin embargo, este momento de tedio y omnipotencia de un militar hastiado de la
guerra también es un momento de lucidez: ya no es un joven ingenuo, tampoco quiere aspirar a la grandeza y el honor, pues, ahora que ha experimentado los mecanismos catastróficos del deseo, reconoce dos puntos fundamentales: la necesidad de renunciar a la violencia
y la incapacidad del ser humano de ocupar el lugar desocupado de la divinidad. El coronel
Aureliano Buendía renuncia no solo a las armas, sino a los ideales utópicos que le inspiraban convertirse en un ídolo, un todopoderoso. Esta renuncia de la falsa trascendencia es
finalmente la acogida hospitalaria de la propia humanidad y sus contingencias, en una
palabra, se trata de la conversión.
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