Leído en el marco del encuentro La Letra Argentina, organizado por la Secretaría de Cultura de la Nación y
la UBA (Buenos Aires: 7 de noviembre de 2014)
Vida cotidiana
Daniel Link
No generalizo, cuento lo que a mí me pasa: empiezo escribiendo a partir de un título y me
dejo llevar por él. A veces termino en lugares inesperados, pero no es mi culpa. Mi
intervención para esta mesa se llama “Vida cotidiana” y yo quería contar por qué detesto
Buenos Aires. Veremos si lo logro.
Disfruto desde hace tiempo de las ambiguas ventajas de un “teléfono inteligente”
que me regalaron. Poco es lo que el aparato ha hecho para demostrarme su sagacidad o
sabiduría, y todavía lo considero muy por debajo del lavarropas en la escala zoológicomecánica de la que participa (ni uno ni otro, por cierto, están a la altura de las ominosas
fantasías de antaño: Terminator o su excecrable secuela, Matrix), pero hay un aspecto en
el que, lo reconozco, el adminículo borderline ha despertado mi simpatía.
Su sistema operativo se llama android, y facilita a sus usuarios un método para el
ingreso de texto llamado swipe, que consiste en deslizar la yema del dedo sobre las letras
sin levantarlo. El programa deduce la palabra que uno quiere escribir y, la mayoría de las
veces, acierta.
Como soy muy torpe manipulando teclados diminutos, uso siempre esa opción que,
además, me permite mejorar mi “trazo” procurando que, “mientras” escribo, el dibujo
resultante sea sino bonito, por lo menos elegante y continuo.
Hace tiempo que vengo subrayando el hecho de que las nuevas tecnologías no
niegan sino que reactualizan la antigua cultura humanista. Esta última invención me
convence todavía más de lo mucho que nos parecemos a los antiguos copistas del
medioevo. Y diré más, ya que estoy en esta veta melancólica: nuestros procesos de
escritura se aproximan cada vez más al dibujo con pincel propio de los calígrafos chinos.
No importa si la palabra “exacta” se corresponde con el rumor de pensamiento que uno
quería poner por escrito, sino la belleza y la armonía del trazo. Y eso es poesía en su
forma más alta. Y la poesía es un arma cargada de futuro. Supongo que lo que sigue
serán fragmentos de poemas.
*
A partir de su fundación en 1978, la Fundación GreenThumb (GT) fue convirtiéndose en el
programa más importante de jardinería urbana de los Estados Unidos. En Nueva York
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asiste a 500 jardines comunitarios y a cerca de 20.000 jardineros. Su misión es fortalecer
la participación cívica y apoyar a los barrios para que revitalicen y preserven sus espacios
públicos o privados sin construir (lo que nosotros llamamos "baldío", y que constituye una
de las marcas más características de paisaje urbano porteño).
Los jardines urbanos no son sólamente hermosos sino que además contribuyen a
desarrollar otras iniciativas comunitarias. Algunos jardines son cultivados colectivamente,
mientras otros son divididos en pequñas parcelas, cada una de ellas regenteada por un
jadinero diferente (o un grupo, o una familia). Muchos jardines comunitarios comparten
ambas modalidades y tienen áreas comunes y sectores "privados". En algunos casos, el
modelo mixto ha funcionado mejor que cualquiera de los otros separadamente.
Otras organizaciones con el mismo propósito o espíritu son Green Guerillas y la
New York State Community Garden Program (ésta última, estatal, como su nombre lo
indica). Movimientos semejantes existen en Canadá, Australia, España, Alemania (donde
los jardines urbanos se llaman"Schrebergarden"), etc.
La sensación extraordinaria de entrar en esos jardines donde conviven plantas de
tomates, árboles frutales, hierbas finas, especies exóticas y los más autóctonos yuyos en
un desorden calculado, para sentarse a ver a los jardineros trabajando, se parece
bastante a la esperanza.
Imaginen que los baldíos de Buenos Aires dejen de funcionar como basurales o
como estacionamientos y se conviertan en vergeles cuidados por los colegios, los
jubilados del barrio, y donde tanto puedan encontrarse tomates de verdad como flores de
todas las especies.
Imaginen la playa de estacionamiento de Paraguay y Azcuénaga convertido en un
vergel puesto al cuidado de la Universidad de Buenos Aires. Imaginen toda la vera del
Riachuelo tapizada de jardines urbanos y huertas comuntarias (hace veinte años existe un
proyecto semejante: se llama “Deslímites” y en la recuperación de la cuenca del
Riachuelo-Matanzas, hoy todavía tan degradada, cumplían un papel central los jardines
de este tipo).
Imaginen la sabiduría de la tierra recuperada en pleno centro, a lo largo y a lo
ancho de la ciudad de Buenos Aires, como sucede en la esquina de la calle 9 y la avenida
C en la ciudad de Nueva York, donde escribí esto.
*
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Un amigo querido que tiene casa en Tafí del Valle (Tucumán) nos invita a participar en los
rituales de celebración y agradecimiento de la Pachamama y acepto de buen grado,
porque estoy harto de Buenos Aires y porque, como soy una criatura de montaña (me crié
en Córdoba, donde en mi horizonte siempre había un cerro), intuyo que encontraré en esa
fiesta de la autoctonía el mejor remedio para mi cansancio de mitad de año.
El lugar donde nos instalamos es de una belleza sobrecogedora, enfrente del lago
La Angostura. Pronto descubro que mis compañeros de aventura están dominados por
pequeñas manías asociadas con los elementos de la naturaleza. Me invitan, cada
mañana, a saludar al sol (ceremonia que realizan abollados contra el suelo durante un
buena hora, la cara expuesta a las caricias del astro rey), a lo que me niego
rotundamente, pretextando que hay cosas más urgentes que me reclaman.
Abro la manguera y me pongo a regar el pasto blanco, quemado por la seca y los
rigores del invierno. El agua tarda en salir, porque se ha convertido en escarcha.
FInalmente consigo que salgan los borbotones de hielo y elijo unos 10 metros cuadrados
que someteré al riego diario para comprobar, cuando me vaya, los progresos del verdor.
Todos son escépticos ante mis labores y se dedican, a medida que avanza el día, a tocar
ritmos monótonos en un caja sachera.
Los perros vagabundos del barrio ya me han descubierto y me siguen. Yo les doy
pan duro, las sobras de la comida de la noche anterior. Se instalan en la galería, debajo
de la ventana donde duermo.
A medida que se acerca la noche del 31 de julio (y la manaña del 1 de agosto), se
multiplican los debates sobre dónde haremos la apacheta de este año (lo que,
aparentemente, me comprometería para los próximos tres). A mi me da lo mismo, porque
estoy dispuesto a participar de cualquier llamado verdadero de la tierra y, de hecho, me
doy cuenta de que, alimentando a los perros muertos de hambre del lugar y regando el
terreno, ya lo estoy haciendo.
Un día salimos de excursión y en un recodo del camino descubrimos un arroyo
helado: me paro sobre la costra y veo el agua correr por debajo. Estoy en remera, porque
el aire está a por lo menos a 26 grados. Cuando nos ven, otros turistas también se
detienen para contemplar la rareza del fenómeno (lo frío y lo cálido apenas separado por
una membrana delgadísima de aire). Imagino que si siguiera ese cauce llegaría a un lago
de cristal, brillante, iluminado por el un sol de invierno que amenaza con tragarse todo. Me
doy cuenta de que ya estoy dominado por la vocación de la tierra, y que mi imaginación
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volvió a mi infancia, al tipo de ficciones que sólo una persona que ha crecido entre las
piedras es capaz de tejer con la naturalidad de un poseído.
Ya han pasado tres días y mi cuadrado de pasto está siempre húmedo y,
naturalmente, más verde que el resto. Las retamas que alguien ha plantado a lo largo de
la cerca ya tienen sus primeros botones. Me gustaría quedarme para verlas florecer,
pienso, mientras en mi bandeja de entrada se van acumulando correos incomprensibles
(progresivamente incomprensibles y que cada hora que pasa se me vuelven más ajenos,
a pesar de su tono perentorio).
Oigo, sin escuchar realmente, que a mi alrededor se desatan discusiones sobre las
características de la apacheta, los agradecimientos, las promesas, lo que habría que
enterrar para desenterrar el año que viene. Incluso algunos puristas, sin abandonar del
todo las posiciones de yoga en las que han trabado sus cuerpos, llaman por teléfono a
Buenos Aires para pedir precisiones: abrir el hoyo en la tierra es como abrirle la boca, se
entrega a la tierra lo que uno quiere que termine, para agradecer se devuelve parte de lo
recibido. Coca, comida y alcohol, entre las ofrendas oblligatorias (dicen los celulares).
Mientras tanto, se cocina y se toma chicha. Al atardecer, se tapa el pozo y se cubre con
una montañita de piedras, para identificar el sitio el año siguiente.
Yo voy a agradecerle a la Pachamama, rodeado por mis perros hambrientos, sobre
mi terruño regado, estos días que me devuelven a mis primeros años, cuando todo, todo,
me parecía posible, y no había más voces en mi cabeza que las que la tierra me dictaba.
*
A veces uno vuelve a Buenos Aires más cansado que al partir y con mil preocupaciones
por el tiempo perdido. Ya un mes entero del año quedó atrás. Me entretuve con mis
trabajos campestres, que una vez al año me reclaman para mantener la casa un año más
en pie: un farol en aquel rincón oscuro del parque, una nueva manguera, la ampliación de
la casilla del gas (ya que hemos perdido toda esperanza de acceder al fluido natural), mil
llamados infructuosos a la compañía telefónica para solucionar los problemas de
conectividad a internet, la reparación del techo de la leñera, que se vino abajo, la
renovación parcial de la plomería.
Hace dos años había comprado una manguera en reemplazo de la anterior, que
estaba ya muy dañada y no servía para regar. Cincuenta metros de una pulgada.
Entonces me había equivocado, y en lugar de comprar la “super-reforzada”, compré la
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“reforzada” que no duró ni la mitad de los años que la otra nos había tan bien servido.
Esta vez, estaba decidido a comprar una manguera que me sirviera para siempre.
Comprobé que la relación de precios entre la reforzada y la super-reforzada no
permitía sostener grandes esperanzas: una salía apenas 20 % más que la otra. Pedí más.
Me ofrecieron una belleza verde fosforescente, con un tramado que la hacía parecer
escamada, como la piel de una sierpe a punto de lanzar su veneno. El precio de ésta
superaba en dos veces y un tercio (2,30) el de la super-reforzada y su durabilidad estaba
garantizada por la marca. Me pareció cara pero la mejor opción para acompañarme en mi
tercera edad.
El pensamiento me arrastró hacia una melancolía leve porque ponía ante mis ojos
una “última vez” de las muchas que empezarían a aparecer en mi horizonte.
*
Hacía mucho que no teníamos un invierno tan lluvioso, lo que retrasó el comienzo de
nuestra primavera familiar. El jardín suburbano estaba tan anegado que fue imposible
cortar el pasto (las ruedas de la podadora se hubieran hundido en el barro), lo que
propició el crecimiento del yuyal autóctono. Recién el viernes pasado la tierra se puso lo
suficientemente sólida como para sostener la máquina.
El sábado aprovechamos el sol, además, para lavar a Greta, la perrita nueva, que
adora el agua y no había parado, en los días previos, de revolcarse en los charcos: le
cepillamos los rizos para sacarle los abrojos, mientras los canteros adquirían un aspecto
más o menos presentable. Lamentablemente, con tanta agua nos perdimos la floración de
la glicina (por supuesto, floreció, pero quién iba a querer ir a mirarla bajo la lluvia).
Después, como nos dio culpa haber desatendido a las gatas (Tita Merello, sobre
todo, odia a Greta) fuimos a comprar unas maderas para hacerles un dispositivo de
trepado, siguiendo los consejos de un veterinario que arregla problemas domésticos
felinos en Animal Planet. Contra todos nuestros prejuicios (contra los reality shows, contra
la televisión en general, contra los canales que son la competencia de FOX) el dispositivo
funcionó de maravillas, y el domingo, cuando volvió la lluvia y nos quedamos adentro, Tita
no cesó de subir a su nueva guardia, ensayando diferentes métodos de descenso.
*
Las últimas lluvias se instalaron con una persistencia pesadillesca sobre nuestro jardín del
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conurbano. Veremos los resultados de las últimas lluvias en la producción agrícolaganadera, pero yo ya estoy contento, sobre todo porque la lluvia vino mezclada con uno
de esos saltos abruptos de la temperatura que enloquecen la percepción de las plantas.
El trompetero naranja (o bignonia de invierno) todavía era un fuego cuando en los
manzanitos de adorno empezaron a despuntar sus flores rosas y púrpuras. De inmediato
vino el turno de las coronas de novia, que volcaron su pesada blancura a lo largo del
cerco ceremonial (si hay novia vestida, uno imagina esponsales de inmediato) y entonces
vimos incluso la glicina agobiada de flores. Las últimas flores del invierno y las primeras
de la primavera se conjugaban en una paleta indescriptible (dejo de lado las margaritas
amarillas, con su belleza silvestre, y los farolitos chinos o abutilones, porque
empalidecieron ante todo lo demás). El jazmín de Madagascar, que visualmente no rinde,
se hizo notar sobre los demás olores, que se le superponían con una alegría que los
pájaros reproducían cantando y retozando en los charcos de agua. En los canteros
nicotinizados por mi mamá, los conejitos invernales dieron sus mejores ejemplares en
muchos años.
El azar quiso que este espectáculo (el de la repetición, el ritornello de las horas, las
estaciones, los colores y la dicha) esta vez no se nos escapara.
*
Después de varios días en estasis perceptivo (dado que la lluvia, con toda su redoblar de
tambores y sus temblores líquidos, nos sume, sin embargo, en la grisura de los mundos
interiores) ponemos Rush (2013) a correr en la pantalla. Sin ganas porque, aunque soy
un piloto expertísimo y cultivo la velocidad, nunca me gustaron las carreras de coches (de
chico, prefería el tren Märklin a la pista Scalextric).
Al principio, los excesos sexuales de James Hunt me dejan indiferente (el actor,
además, no me gusta tanto como su hermano) y Daniel Brühl me parece simpático pero
no llega a borrar de mi memoria el nítido recuerdo de la cara de Niki Lauda (antes y
después del accidente).
Pero de pronto, mi corazón se acelera y me río. ¿De dónde podría venirme aquella
alegría tan fuerte? Diez veces tengo que volver a preguntármelo sin dar con la clave…
Hasta que, de pronto, el recuerdo surge a partir del peinado de la actriz que representa a
la esposa de Hunt, con una distinción para mí inseparable de la belleza. Mientras la
película sigue su curso inevitable hacia el desastre, murmuro “Mimicha”. Me acuerdo del
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nombre de la mujer de Reutemann, de Jackie Stewart, de Jody Scheckter ganando en
1977 en el autódromo, ante mis ojos atónitos, y de la cara de felicidad de mi papá, que
amaba las carreras y que me había llevado a ver una, por lo menos una.
Y entonces, además de la risa, que no me abandona, una gota se atormenta en mi
lagrimal y empieza a rodar por mi mejilla porque veo a mi papá, que había cumplido años
tres días antes de la carrera, vivo, joven, hermoso y feliz (como casi nunca puedo
recordarlo) y a mí a su lado, viviendo los peores años de mi vida, mis estudios de
Economía, la noche negra de la Dictadura, la desaparición de mi primo Fernando, una
tristeza de la que no puedo olvidarme, porque viví (hasta 1980) sin esperanza. Todo eso,
y más, me viene de una imagen inesperada.
*
Se despertó enfermo. El roble comenzó a dar sus primeras hojas de primavera y de
inmediato la copa se puso cenicienta y las hojas novísimas volvieron a caer al suelo,
como si fuera un otoño de treinta grados.
Nunca en los últimos cuarenta años había sucedido algo parecido (el roble debe de
tener ochenta, por lo menos). Escribimos de inmediato al INTA, les mandamos fotos.
Nos preocupaba la dignidad del árbol mismo, en cuya fortaleza mitológica siermpre
quisimos reconocernos, pero además temblábamos de calor ante la sola posibilidad de
que careciera de esperanza. Su copa inmensa, donde viven cientos de pájaros, arroja
sombre sobre el techo de la casa, todas las tardes de los tórridos veranos que
padecemos.
Del INTA nos contestaron de inmediato: nos pidieron que les lleváramos “una
muestra de ramitas cortadas en el día, con hojas afectadas, en una bolsa plástica
translúcida, bien cerrada y con suficiente aire en su interior”. Espero que podamos obener
un diagnóstico biológico la semana que viene, y que haya algún tratamiento que sirva
para eliminar la plaga que afecta al gigante europeo en el que tanto confiamos.
Pero igual, ya nunca será lo mismo.
Porque ahora sabemos que el que estaba para protegernos necesita también de
nuestros cuidados y la vejez es eso: la conciencia repentina de que todo lo que dábamos
por hecho (la inercia ante los cambios atmosféricos, la íntima relación con los ciclos de la
tierra, el agua y el aire, la alegría propia y compartida con los otros) se convierte de pronto
en una frágil relación que no funciona bien sin asistencia.
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Sisi (la perra más vieja) ya no ladra de noche y necesita de nuestro estímulo para
moverse. Sabemos que más tarde o más temprano lo que vive declina y se integra al
polvo del que alguna vez provino. Pero nunca pensamos que cualquiera de nosotros
habría de sobrevivir al roble, al que juzgábamos tan eterno como el agua y el aire.
O a la manguera extra-reforzada que había comprado como “última”, y que la perra
más joven, Greta, destrozó en tres partes para arrancarle los chorros de agua que le
encanta morder, comerse, cada vez que regamos el pasto y los canteros.
*
Hay personas que nacen con estrella y otras que nacen estrelladas. Yo pertenezco al
segundo grupo, y la señora que compró un Renoir en un mercado de pulgas
norteamericano por siete dólares, al primero.
Yo cobro un sueldito, algunos honorarios que facturo, y a veces sucede que algún
error de sistema determina que mis haberes queden atascados (un año me pasó tres
veces). Sueño con mudarme y cosas por el estilo, pero estoy más bien convencido de que
nunca me voy a ganar la lotería (sobre todo, porque no compro billetes), de que jamás
encontraré un portafolio repleto de dólares que, naturalmente, no devolvería y, sobre todo,
de que nunca tendría la dicha de comprar a precio de baratija una obra de arte.
Una vez me vendieron, como auténticas piezas precolombinas, unas cabecitas
divinas de piedra. Me salieron casi nada (los pocos billetes y monedas que tenía en el
bolsillo), pero yo sé que son chucherías hechas por los mexicanos para confortar a los
turistas, que gustan de rapiñar tesoros aztecas. No obstante, les mandé hacer una vitrina
en miniatura para realzar su (falso) valor.
En los mercados de pulgas, que me encanta recorrer, he comprado alguna que otra
antigualla por unos pocos euros, pero siempre para regalar, de modo que si hubo un salto
cualitativo en el valor de la pieza, fue otro el que se benefició.
¡Un Renoir! Qué no daría yo por un Renoir de siete dólares. Lo vendería por cien
mil dólares azules y me compraría una casita donde mis libros pudieran estar mejor
acomodados.
Pero no, lo mío es el reclamo persistente a Tesorería, la llamada en espera, la
averiguación de qué pasó con mi cheque, el emparchado de los agujeros financieros de
cada mes, el riguroso pago del monotributo y las declaraciones periódicas a la AFIP.
No me quejo de mi suerte casi nunca, pero cuando pasan cosas como éstas, elevo mis
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ojos al cielo y hago algún gesto obsceno: ¿Por qué no a mí?
Sin embargo, cuando me olvido de que la fortuna podría caerme del cielo, como
una lluvia inesperada, pequeñas alegrías compensan mi mala fortuna: me llegan
liquidaciones de derechos de autor por sumas que no alcanzan siquiera para pagar los
cigarrillos que consumo, pero que, después de todo, yo no había presupuestado.
Son esos días en los que me digo: mejor que comprar un Renoir a precio de descarte
sería poder escribir un best-seller que me vuelva millonario. Pero tampoco para eso he
nacido, y lo que acabo de leerles lo demuestra.