Rayuela y las aporías de la vanguardia
Daniel Link (UBA/ UNTREF)
En 1969, Viñas condenó "la disolución de la perspectiva balzaciana en La traición
de Rita Hayworth" y la estructura televisiva perceptible en Rayuela (una especie de
miniserie con tandas de capítulos intercalables) como manifestaciones de una tendencia
"privatizadora" en la imaginación novelística argentina 1. No es la menor de las críticas que
se le hicieron a esa novela que sin, embargo, sigue provocando el amor de sus lectores.
Hay en Rayuela (1963) dos preguntas fundamentales y que funcionan en espejo.
La primera, célebre, está escrita en la primera página: ¿Encontraría a La Maga? Es uno
de los pocos comienzos que la literatura argentina ha hecho célebres.
La segunda pregunta no es tan conocida pero es igualmente importante: ¿Seguiría
tocando el piano Berthe Trépat? Esa pregunta cierra el capítulo 48. En ese pequeñísimo
sistema de preguntas gemelas aparecen claramente los disturbios, los pequeños
escándalos gramaticales y retóricos que sostienen una novela como Rayuela: La Maga y
Berthe Trépat. Objeto/Sujeto. Futuro/Pasado. La teoría del escándalo pequeño, de la
subversión doméstica, que caracteriza los textos de Cortázar (y de ahí el encanto que en
ella encuentran los adolescentes), opera a partir de oposiciones como éstas.
Buscar a La Maga, tensión que la novela marca como fundamental e irrealizable.
Preguntarse por Berthe Trépat, si algo despierta, es una melancolía muy de otro tipo.
Cada pregunta, podría decirse, (des)enmascara un objeto diferente.
Sabemos que Berthe Trépat representa la vanguardia (de hecho, es una pianista
de vanguardia y así funciona en la novela, tanto institucional como estéticamente: pianista
sin público, el dispositivo de composición del que puede jactarse es una de las formas
más obvias de montaje). ¿Por qué el mecanismo Trépat, que tanto tiene que ver con la
forma en que Rayuela misma está armada, aparece ridiculizado en un episodio en el que
la imprevisible pietas de Horacio no alcanza a contrarrestar la salvaje ironía del narrador?
Si la primera pregunta nos introduce en temas típicos de la modernidad literaria
(discurso indirecto libre, cultura urbana, contaminación de voces), la segunda trae como
tema la vanguardia estética. Entre las dos, queda claro, Rayuela expone lo que tiene de
más sorprendente: esa claridad (que a veces hasta se vuelve irritantemente didáctica)
para exponer las aporías de las vanguardias históricas y para interrogarse sobre los
modos en que la literatura puede inscribirse en los grandes proyectos de la modernidad.
Pero Rayuela es también un «kibbutz del deseo», es decir un espacio, un territorio
que pone a andar el deseo, o lo mezcla con las demás pasiones que Horacio ha leído en
Spinoza, esas pasiones que Spinoza separa y clasifica con prolijidad geométrica y que
Rayuela mezcla riesgosamente: el deseo, el amor, la atracción y la melancolía (sobre todo
esa melancolía típica de los claustros que los fisiólogos llamaban acedia). Rayuela no
funciona, como tanto se ha insistido, sobre la base de pares, sino a partir de triángulos:
Horacio/ La Maga/ Pola; Osip/ Lucía/ Horacio; Talita/ Traveler/ Horacio y así infinitamente,
la figura amorosa que la novela dibuja es el triángulo, figura cerrada y abierta a la vez,
que delimita un territorio, establece pasajes y conexiones heterogéneas, pone a la
interioridad de los sujetos fuera de sí. La figura queda así completa, sin aberturas, pero a
la vez abierta a otras figuras. Si se quisiera dibujar el sistema de relaciones entre los
personajes se comprobaría que ese dibujo es imposible precisamente porque carece de
centro. Los triángulos de Rayuela son un mero proceso, una deriva, y es por eso que los
pares no funcionan bien salvo en relación con un otro, un tercero 2.
Viñas, David. “Después de Cortázar: historia y privatización”, Cuadernos Hispanomericanos, 234 (Madrid:
junio de 1969)
1
2
Los números de página entre paréntesis remiten a la edición de Sudamericana, noviembre de 1988. De la
numerosa bibliografía dedicada a Rayuela, retomo especialmente algunas hipótesis planteadas en Ana María
Lo que ocurre es muy sencillo: en la novela el amor es "la raíz desde donde se
podría empezar a tejer una lengua" (pág. 483), y esa lengua desprecia el binarismo de la
cultura occidental, tal como se observa repetidas veces.
Oliveira deshace su subjetividad en varios lugares (el texto mismo es un triángulo
de lugares: acá, allá, otras partes). La identidad, la subjetividad, la textualidad, son en
Rayuela un proceso sin fin. Oliveira, literalmente, se deshace de amor y de melancolía:
"No estás en mí, no te alcanzo", clama en el capítulo 93: tristeza de la inacción y la
desesperación.
Narcisos melancólicos, los personajes de Rayuela no pueden sino verse reflejados
unos en otros, armar figuras complicadas, perderse en la imposibilidad de amar al otro
porque el otro nunca es todo.
Si algo es Rayuela es esa melancolía por la totalidad perdida. Por eso intenta
reconstruir una lengua sin separaciones y un amor intolerablemente múltiple: contra la
separación de los lenguajes, pero también contra el dualismo occidental (el dualismo que
la novela atribuye a Occidente), Rayuela viene a decir, como Puig y como Perlongher más
tarde, que el ser no es posible. También, entonces, contra el sujeto trascendental, la
novela vacía sus personajes de toda interioridad, los pone literalmente fuera de sí.
En el momento en que la interioridad es atraída fuera de sí, un afuera se hunde en
el lugar en que la interioridad tiene por costumbre encontrar su repliegue y la posibilidad
de su repliegue; surge una forma que desposee al sujeto de su identidad simple, la vacía
y la divide en dos figuras gemelas pero que no pueden superponerse, la vacía y la
desposee de su derecho inmediato a decir Yo y alza contra su discurso una palabra que
es indisociablemente eco y denegación, un lenguaje sin sujeto asignable, una ley sin Dios,
un pronombre personal sin persona, un otro que es el mismo 3. El Doppelgänger sería,
entonces, la atracción en el colmo de su disimulo: disimulada porque se da como pura
presencia cercana, obstinada, redundante, como una figura más; y disimulada también
porque repele más que atrae, porque es necesario mantenerla a distancia, porque se está
continuamente en peligro de ser absorbido por ella y comprometido con ella en una
confusión sin límites.
En esos umbrales se instalan los personajes. Esos «triángulos trismegísticos» de
los que habla Horacio son herméticos porque introducen, junto con la posibilidad de la
escritura, el drama turbio, cenagoso, invisible, de una "humanidad" a la deriva y
desposeída de referencias estables. Nada menos humano que esa apariencia falsa de
"humanidad" e "interioridad metafísica" que los personajes se atribuyen. No hay interior,
no hay humanidad, dice Rayuela.
Detener la disolución de la identidad en un mero juego de dobles no hubiera sido
sino reescribir la descripción de Narciso suicida, la imagen clásica del pensamiento: el
Uno que deviene Dos (la lógica binaria, naturaleza y cultura, sujeto y objeto, la cárcel de
lo Imaginario). Rayuela quiere ir mucho más allá y restablecer esa unidad de
multiplicidades que es lo real, o mejor: piensa la unidad bajo la forma de lo múltiple y lo
heterogéneo. Es por eso por lo que los triángulos no forman sistema sino series o redes,
de representación gráfica imposible. Horacio se engancha en varios triángulos a la vez. La
Barrenechea, "Estudio preliminar" a Cuaderno de Bitácora de Rayuela. Buenos Aires, Sudamericana, 1983; Jean
Franco, "París, ciudad fabulosa", en Juan Loveluck (ed), Novelistas hispanoamericanos de hoy, Madrid, Taurus,
1976; Noé Jitrik, "Destrucción y formas en las narraciones latinoamericanas actuales", en Producción literaria y
producción social, Buenos Aires, Sudamericana, 1975; Enrique Pezzoni. "Transgresión y normalización en la
narrativa argentina contemporánea", en El texto y sus voces, Buenos Aires, Sudamericana, 1986; Héctor Schmucler,
"Rayuela: juicio a la literatura", Pasado y presente, III, Córdoba, abril-septiembre 1965; y Mónica Tamborenea, Todos
los fuegos el fuego, Buenos Aires, Hachette, 1986.
3
Cfr. Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, México, Siglo XXI, 1982 y El susurro del lenguaje,
México, Paidós, 1987; Gilles Deleuze y Félix Guattari, Rizoma, México, Premia editora, 1983; Michel Foucault, El
pensamiento del afuera, Valencia, Pre-textos, 1988; Julia Kristeva, Historias de amor, México, Siglo XXI, 1987;
Oscar Masotta, Sexo y traición en Roberto Arlt, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1969; y Susan Sontag, Bajo el signo
de Saturno, Barcelona, Edhasa, 1987.
Maga, Talita y Berthe Trépat también.
Estos espacios simultáneamente abiertos y cerrados, estas topologías del amor,
puede decirse, forman un laberinto, un territorio que se llama Kibbutz o Mandala o
Moebius y que carece de centro aunque Horacio se desespere todo el tiempo por
alcanzarlo.
Otra de las formas del laberinto, o mejor: otro laberinto que se superpone con el
anterior es el espacio urbano. Por lo menos en dos episodios el laberinto del amor y el
laberinto de la ciudad aparecen superpuestos: cuando Horacio arrastra a Berthe Trépat
por las calles de París en una noche de lluvia, y cuando Traveler y Oliveira arman el
puente de tablones entre dos ventanas, sobre el que se monta Talita, con un paquetito de
yerba y clavos para Horacio.
Podría suponerse que Rayuela habla con obsesión de las ciudades, París y
Buenos Aires. Sin embargo, el espacio urbano desaparece prácticamente o aparece sólo
bajo la forma del anacronismo o la alucinación.
Sabemos que las ciudades que Rayuela construye son ciudades muertas, restos
de un pasado estético y político, las ruinas de la modernidad. Las calles, los recorridos,
los personajes que La Maga y Horacio encuentran en sus vagabundeos por París están
marcados por la experiencia de las vanguardias históricas: una visión literaria de la
ciudad, filtrada por los surrealistas.
Buenos Aires, por otro lado, aparece sólo bajo la versión prácticamente teatral,
prácticamente escenográfica, de un minúsculo fragmento de barrio porteño. Un Buenos
Aires atemporal que no parece haber llegado más allá de los años cuarenta. La
percepción de las ciudades tal como son hacia fines de la década del cincuenta y
comienzos del sesenta resultan imposibles para Rayuela.
Las capas medias de Buenos Aires, entre las que Horacio sin duda se cuenta,
comienzan a sentirse extranjeras en su ciudad. "¿De qué hablan los muchachos de mi
país? No lo sé ya, ando tan lejos" (pág. 113), reflexiona Horacio en París. Pero ese tan
lejos no es tanto geográfico como político: Horacio ha sido puesto en crisis por la política,
o mejor: su relación con la política es crítica. Es por eso por lo que no conoce el habla de
“los muchachos” y tampoco reconoce el espacio urbano del que se siente expulsado. Lo
que no puede decirse es la experiencia de las masas peronistas.
Sabemos que es precisamente la experiencia de la muchedumbre vivida como
shock lo que funda la literatura moderna. Es el horror a la anomia y a la pérdida lo que
constituye la literatura de nuestro siglo. A fines del cincuenta, Rayuela sufre mal la
experiencia de la muchedumbre y el temor a perderse: en Buenos Aires los personajes se
encierran en un circo y en un manicomio (metáforas transparentes), donde pueden
construir relaciones espaciales específicas: arriba/abajo como desplazamiento del
afuera/adentro que la noción de encierro permitiría suponer.
Buenos Aires es en Rayuela un espacio privado, el puro afuera de la subjetividad.
Mientras están en el circo, los Traveler y Horacio montan un acto de equilibrio,
simetría y exhibicionismo: la escena del tablón. Cuando se trasladan al manicomio,
Horacio y Traveler construyen sus delirios en espejo. No hay exactamente una evolución
de la personalidad sino más bien un cambio de lugares: Horacio enloquece porque está
en el lugar de la locura. Estructuralmente, la melancolía que lo constituye pudo llevarlo al
suicidio o al arte. Pero como lo que se dice es que la conciencia es una pura exterioridad,
Horacio termina loco: "¿Te crees que no admiro que no te hayas suicidado?" (pág. 314),
le pregunta Traveler. "Por eso siento que sos mi Doppelgänger, le dice Horacio, porque
todo el tiempo estoy yendo y viniendo de tu territorio al mío, si es que llego al mío" (pág.
400).
En el París de Rayuela pueden verse otros terrores y otros modos de territorializar.
En París, la acción política es una especie de "boomerang ontológico destinado a
enriquecer en última instancia al que lo soltaba, a darle más humanidad" (pág. 475).
Si lo que se pretende es la deshumanización del hombre, la liquidación de los
valores que la ideología llamada burguesa atribuye al hombre, toda acción política, desde
la situación de extranjería pura de Oliveira, resulta no pertinente. Por eso el territorio París
se dibuja según una lógica que ya no deniega la política sino la ideología. Un "París
fabuloso", un "laberinto de calles", una fuga como "el voodoo o la marihuana", "una
enorme metáfora". París también es dispositivo de aislamiento. Según Gregorovius, otro
respecto de Horacio, éste se mueve con gran dificultad en París y se anda golpeando
contra las paredes: París, también, como casa, como casa tomada. Lo que resulta
amenazante es allí el ethos de una avanzada sociedad de consumo que neutraliza las
utopías de la vanguardia: reunir los lenguajes separados, anular las distancias entre el
arte y la vida, cancelar la lucha por el sentido porque el sentido puede ser de libre
circulación. Por eso se vuelve a la ciudad de los surrealistas: Rayuela sueña su mismo
sueño y se pregunta cómo hacer para llevarlo a cabo.
La ciudad moderna es el espacio de combate entre la muchedumbre y los aparatos
represivos. Esto lo sabe hasta La Maga, cuando señala que Horacio "tendría que haber
nacido en esa época (...) en que nadie estaba intranquilo, los tranvías eran a caballo y las
guerras ocurrían en el campo" (pág. 83, la cursiva es mía).
La única “guerra urbana” que Rayuela representa, sin embargo, es bastante poco
épica: Horacio ya ha perdido a La Maga y se abisma, emborrachándose con una
clocharde (el sueño de la reunión, una vez más). Cuando ésta comienza a practicarle una
fellatio la policía llega y los encarcela. Hay que entender que Oliveira es expulsado de la
polis precisamente por eso, dado que el próximo capítulo lo encuentra ya en Buenos
Aires.
Lo demás es vacío de gente: una ciudad sonámbula o desierta o apestada, un
laberinto de calles donde siempre es posible encontrarse porque no hay nadie que lo
impida. París como una especie de aldea pretecnológica donde el único control social se
ejerce sobre individuos excepcionales (poetas, locos y vagabundos: la República
platónica).
Y sin embargo, detrás de los puentes, patios y plazoletas hay otro espacio urbano
al que Rayuela mira con horror: el espacio masificado, la ciudad del capitalismo tardío,
ordenada de acuerdo con las leyes del consumo, lo que es vivido como pérdida: el Angst
de la modernidad. Precisamente Berthe Trépat, es decir: la escena de lectura de toda la
novela.
En ese capítulo, Horacio observa una ciudad fragmentada, donde las posiciones,
los lugares sociales, funcionan como cajas de cristal, vidrieras. La ciudad como
continuidad de lenguajes reificados: "Los albañiles, los estudiantes, el clochard, la
vendedora de lotería, cada grupo, cada uno en su caja de vidrio, pero que un viejo cayera
bajo un auto y de inmediato habría una carrera general hacia el lugar del accidente, un
vehemente cambio de impresiones, de críticas, disparidades y coincidencias hasta que
empezara a llover otra vez y los albañiles se volvieran al mostrador, los estudiantes a su
mesa, los X a los X, los Z a los Z. Sólo viviendo absurdamente se podría romper alguna
vez este absurdo infinito" (pág. 123). Lo que Horacio observa es que la división de los
lenguajes, que enfrenta sistemas y no individualidades, se recorta sobre un fondo de
comunicación aparente: una práctica liberal del lenguaje.
Desde que se convirtió al realismo, la novela se ha topado fatalmente en su camino
con la copia de los lenguajes colectivos. En Los premios, Cortázar ha mostrado hasta qué
punto se pueden diferenciar las lenguas y hasta qué punto permanecen en mutua
ignorancia, aun cuando deban coexistir necesariamente. En Rayuela, en cambio, la
mímesis de lenguajes no tiene fondo, no tiene topes: los lenguajes culturales están
citados pero gracias al mecanismo extremadamente sutil de la ironía el autor que copia
permanece de alguna manera ilocalizable: el narrador no deja nunca leer con certeza si
está o no manteniéndose definitivamente exterior al discurso que toma prestado.
Lo que se hace con el lenguaje hay que entenderlo como una protesta contra el
mundo o, lo que es lo mismo: Rayuela construye un espacio textual que es solidario del
espacio urbano que constituye su sueño, y contradictorio respecto del que la horroriza.
El concierto de Berthe Trépat se realiza en la Salle de Géographie y Horacio lo
elige entre la siguiente oferta:
- Una conferencia sobre Australia, continente desconocido.
- Reunión de los discípulos del Cristo de Montfavet.
- Concierto de piano de madame Berthe Trépat.
- Inscripción abierta para un curso sobre los meteoros.
- Conviértase en judoka en cinco meses.
- Conferencia sobre la urbanización de Lyon.
No deberíamos reírnos demasiado: todo "Centro Cultural" produce un achatamiento
semejante. Nosotros mismos, en el Centro Cultural Recoleta, en el San Martín, en el
Rojas, en el Paco Urondo, entramos en esa lógica que ignora lo que sucede en la sala de
al lado y, sobre todo, quién de nosotros es Berthe Trépat.
Lo que Rayuela introduce con ironía es un tipo de experiencia cultural alienada por
la yuxtaposición y la simultaneidad: efecto de cosificación producido por un mecanismo
típico de la vanguardia, el montaje, llevado a escala de dispositivo social.
El concierto de Berthe Trépat incluye "Tres movimientos discontinuos" de Rose
Bob, "Pavana para el General Leclerq" de Alix Alix y la "Síntesis Delibes-Saint-Saëns" de
Delibes, Saint-Saëns y Berthe Trépat. Las piezas, de acuerdo con la presentación del
concierto, utilizan "restringidamente los más modernos procedimientos de escritura
musical", la "Síntesis" introduce "profundas innovaciones" dentro de la música
contemporánea (podría tratarse de John Cage). Su estética, que se opone al "exceso de
individualismo en Occidente" puede resumirse, siempre de acuerdo con la presentación,
en la mención de "construcciones antiestructurales" y "células sonoras autónomas".
El efecto-Trépat coincide prácticamente uno a uno con el efecto-Rayuela: uso
restringido de los más modernos procedimientos, construcciones antiestructurales,
vocación de síntesis y lucha contra el individualismo occidental.
Rayuela viene a decir que Trépat es imposible porque está fuera de lugar: en la
Salle de Géographie, en una ciudad ya tecnocrática aunque los personajes de Rayuela se
nieguen a verla de ese modo, en un escenario cultural reificado, dominado por los mass
media y refractario a las "aventuras individuales del espíritu" (Trépat/ Cortázar).
Y también Rayuela está fuera de lugar: es una novela utópica y es una novela
anacrónica, y no sólo porque mira desesperadamente hacia atrás sino porque se proyecta
hacia adelante y sus preguntas sólo nos resultan tolerables en la medida en que las
articulemos con algún pensamiento crítico.
Y su melancolía es también la nuestra porque ya sabemos qué cosas no podemos
intentar para cumplir nuestros proyectos inconclusos: Rayuela es el luto de la vanguardia
en un universo irremediablemente pop, y habla de nuestros terrores, de nuestros deseos y
nuestras perplejidades políticas. Los personajes de Rayuela sueñan, como nosotros, "un
tiempo en que los hombres podrían encontrarse entre sí en una relación abierta que
pasara por los cuerpos, donde el cuerpo no fuera el instrumento de extrañamiento de sí
mismo en el otro, sino el vehículo de una relación auténtica de cada uno consigo mismo y
con cada uno de todos los otros y con todos los otros" (Masotta).
Es pues, un enamorado de Rayuela el que habla y se pregunta: ¿Seguirá tocando
el piano Berthe Trépat?