Avá. Revista de Antropología
ISSN: 1515-2413
[email protected]
Universidad Nacional de Misiones
Argentina
Gómez, Mariana Daniela
El género en el cuerpo
Avá. Revista de Antropología, núm. 15, diciembre, 2009
Universidad Nacional de Misiones
Misiones, Argentina
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Avá. Revista de Antropología
ISSN Impreso: 1515-2413
ISSN Electrónico: 1851-1694
Número 15, diciembre 2009
Universidad Nacional de Misiones, Argentina.
ARTÍCULOS
El género en el cuerpo
Mariana Daniela Gómez*
* Licenciada en Ciencias Antropológicas. Becaria Doctoral del CONICET. Instituto de Ciencias
Antropológicas (ICA). Sección Etnología y Etnografía. FFyL. UBA. e-mail:
[email protected]
Resumen
En el marco de mi investigación doctoral, una de mis premisas centrales es que el género como estructura
y diferencia social es permanentemente construida sobre la base de una interpretación de la diferencia
sexual y presenta tres dimensiones interrelacionadas: se corporifica (en cuerpos concretos que se
modelan socialmente), se espacializa (el género tiene un correlato inmediato en la producción social de los
espacios y lugares) y se representa y se simboliza (a través de discursos y representaciones sobre lo
femenino y lo masculino, manifiestas en el lenguaje, las ideologías y las identidades). En este trabajo me
propongo explorar en términos teórico-metodológicos un momento de esta relación: la vinculación entre
género y cuerpo, entre género y corporificación del género y también, entre género y el concepto de
habitus (Bourdieu, 1998), considerando la construcción cultural del género entre los toba del oeste de
Formosa, Argentina, Chaco centro-occidental.
Palabras clave: Género; Cuerpo; Habitus; Toba del oeste
Abstract
In the context of my doctoral research, one of my centrals premises is that gender, as a social difference
and a social structure, it's constantly constructed by a particular interpretation of sexual difference, and it
has three dimensions interlinked: it's embodiment (in concrete social moldeled bodies), it's spaceallized
(gender has inmediate consecuences in the social production of spaces and places) and it's represented
and simbolized (through discourses and representations about the feminine and masculine world that
language, ideologies and identities expresses). In this article my aim is to explore in methodological and
theoretical terms a moment of this relationship: the links between body and gender, between gender and
the ways in wich it's embodiment, and also between gender and the concept of habitus (Bourdieu, 1998),
considering the cultural construction of gender among the Western Toba from Formosa province -better
known as Qomlec-, an indigenous people located in the West-Center Chaco region of Northeast Argentina.
Key Words: Gender; Body; Habitus; Western Toba.
Fecha de recepción: Diciembre 2008
Fecha de aprobación: Noviembre 2009
Introducción
Para la teoría feminista y para los estudios de mujeres el género implica una categoría
de análisis que refiere a la construcción social de roles, prácticas, actitudes y
disposiciones corporales femeninas y masculinas que, tomando como base las
diferencias en la morfología sexual humana, toma forma mediante el gradual proceso de
educación y socialización dentro de determinados patrones socioculturales. Es decir,
existen procesos culturales mediante los cuales nos convertimos en hombres y mujeres
(Lamas, 1995: 61) que varían histórica y transculturalmente, aunque diversos estudios
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muestran que las capacidades reproductivas femeninas y masculinas son factores con
un peso sustancial en las diversas construcciones sociales (Ortner y Whitehead, 1981).
Como punto de partida consideramos que el género posee tres dimensiones básicas,
interrelacionadas y acopladas en la práctica cotidiana de los sujetos: 1) el género se
corporifica en cuerpos concretos que se modelan social y subjetivamente, 2) se
espacializa (el género tiene un correlato inmediato en la producción social de los
espacios y lugares) y 3) el género se representa, se simboliza y se predica a través de
discursos y representaciones sobre lo femenino y lo masculino desde la puesta en uso
de esquemas de género de visión y división (Bourdieu, 1991) y desde la producción de
identidades y categorías sociales presentes en el lenguaje.
La genealogía del pensamiento y la teoría social feminista es múltiple y diversa, y aquí, a
manera de introducción, se hará una brevísima síntesis. En sintonía con el pensamiento
feminista de la década de 1970 -cuya atención se centraba en demarcar, explorar y
denunciar los condicionamientos sociales y las representaciones ideológicas que
justificaban la exclusión de las mujeres- hasta fines de la década de 1980 en los
estudios de género predominó una enérgica mirada construccionista seguidora de
Foucault.
A partir de la distinción entre las categorías de sexo y género se buscaba la
independencia de cualquier argumento de corte esencialista o biologicista, afirmándose
que el sexo biológico era tan sólo una materia -la famosa "tabula rasa"- sobre la cual la
cultura y la sociedad inscribían géneros, normas y expectativas de comportamiento para
cada uno de ellos. Más tarde con las investigaciones postestructuralistas de Judith Butler
(2002) fue tomando fuerza la idea de que el sexo también se construye socialmente ya
que toda materialidad es construida por el lenguaje o por un orden simbólico. En todo
caso y como dice Lamas (2007), sexo y género en la última década pasaron a tener
significados muy parecidos o como remarca Adán (2006: 237), en el proceso de revisión
de las propias categorías de la teoría feminista durante la década de 1990, ambos
conceptos comenzaron a conceptualizarse desde de una noción de género más
compleja y flexible.
A diferencia de la producción antropológica setentista (Ortner, 1974; Rosaldo y
Lamphere, 1974; Rubin, 1975), los estudios realizados dentro de la antropología
feminista y de género de la década de 1980, buscaron desestabilizar la idea de que la
subordinación femenina respondía a una estructura universal y ahistórica (Rosaldo,
1995; Scott, 1986). Varias antropólogas planteaban que si la subordinación femenina
existía, era necesario comprenderla dentro del propio contexto sociocultural donde
tomaba forma y que todo análisis debía partir, en primera instancia, de lo que las
mujeres y hombres afirmaban y explicitaban respecto al género. Por esta razón muchas
etnografías partían de un enfoque culturalista centrado en la agencia consciente de los
sujetos o, en otras palabras, en las representaciones, los rituales, los símbolos, los
significados y las afirmaciones nativas respecto a la construcción de lo femenino y lo
masculino (McCormack, 1980)1. Sin embargo, desde esta perspectiva adoptada
progresivamente se fue dejando de lado la posibilidad de pensar en un orden simbólico -
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como se piensa en la teoría psicoanalítica- que actúa en la conformación de las
subjetividades desbordando la agencia.
Durante las últimas dos décadas el cuerpo se ha transformado en una interesante
problemática para diversas disciplinas sociales y humanísticas. En los últimos años se
han analizado las representaciones sociales sobre los cuerpos femeninos y masculinos
en la cultura occidental (Grosz, 2000), la construcción de imágenes corporales
hegemónicas (Bordo, 2001) y también la construcción social de la noción de cuerpo y
persona en diferentes culturas (Lock y Sheper Hugues, 1987). Sin embargo en menor
medida ha sido explorado el género corporificado, encarnado o el género en el cuerpo,
desde otras perspectivas que, como señala Alcoff (1998), complementen el
construccionismo social y cultural basado en el análisis lingüístico del discurso.
El género en el cuerpo
Varias autoras feministas reconocen distintos niveles de análisis para explorar la
construcción cultural del género (Lamas, 1995; Segato, 2003; Scott, 1986). Lamas, por
ejemplo, señala que hay tres niveles de análisis que no deberían confundirse como
según ella hicieron las feministas norteamericanas que "sociologizaron el género":
1) La diferencia anatómica entre los sexos como una diferencia biológica,
observable y leída culturalmente que, si bien la mayoría de la culturas la simbolizan
binariamente, en realidad se muestra más como un continuo con una variedad de
combinaciones de caracteres, estando sus extremos representados por lo masculino y lo
femenino (Lamas, 1998).
2) Las ideas, las prácticas, las representaciones y las prescripciones en torno a
lo que se considera en cada sociedad como propiamente masculino y femenino,
tomando como base la diferencia anatómica entre los sexos.
3) La diferencia sexual que implica un proceso inconsciente de asunción de una
identidad y orientación sexual, dentro de cuatro posibilidades presentes a lo largo del
tiempo y la historia2. Este es un proceso individual, psíquico, inconsciente e inestable,
donde lo social no es un factor determinante. Implica la articulación entre cuerpo,
sociedad y psiquis, dado que el género y la sexualidad son modos corporales poco
sujetos a la voluntad y a la manipulación individual (Lamas, 2000: 72).
Para Bourdieu los esquemas mentales y corporales de apreciación, pensamiento y
acción que estructuran el habitus de cualquier grupo social son, en su aspecto más
primario, esquemas de género resultantes de la división sexual del trabajo y de la
división social del trabajo sexual. Dichos esquemas han sido arraigados, incorporados y
naturalizados mediante un proceso de socialización desde la infancia más temprana. 3
Entonces si bien las identidades de género son construcciones culturales y sociales esto
no significa que sean plenamente conscientes, manejables, voluntarias o meramente
performativas y creativas para los sujetos que las incorporan y expresan.
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Desde este marco podemos profundizar en la idea de que la asunción del género como
proceso subjetivo-social implica el aprendizaje de disposiciones corporales, de lo que
Bourdieu denomina habitus4: "sistemas transponibles y perdurables de esquemas de
percepción, apreciación y acción resultantes de la institución de lo social en los cuerpos"
(Bourdieu y Wacquant, 1995: 87). Este concepto ilumina aquellos aspectos de la
simbolización cultural del género-en-el-cuerpo que son tácitos al encontrarse dentro del
dominio de lo que el arbitrario cultural define como natural. Ejemplos de esto son las
posiciones corporales, las técnicas del cuerpo, la estructuración social del espacio y las
formas de habitar y moverse por el mismo que desenvuelven los cuerpos femeninos y
masculinos, las maneras de caminar, de sentarse, de mirar, de usar, vestir y presentar el
cuerpo ante otros, etc.
Este análisis que privilegia la presencia de cuerpos femeninos y masculinos en el
espacio social, recuerda a algunos estudios feministas previos como el de Nancy Henley
(1977, citado en Bourdieu 1998: 79). Algunas feministas han analizado cuidadosamente
cómo las mujeres urbanas y occidentales se mueven por el espacio social, observando
las formas de usar el cuerpo y ciertas actitudes y disposiciones corporales que no son
del todo conscientes, manifiestas en las maneras de ocupar el espacio público, en las
formas de sentarse (cruzar las piernas, cubrir los muslos para evitar llamar la atención
sobre sus genitales), de caminar cuando están solas o cuando van acompañadas por un
hombre y también en cómo los hombres tocan a sus parejas mujeres en ámbitos
públicos (rodeándolas por la cintura, tomando sus hombros). Para Sandfield (2003)
estos modos corporales son corporificaciones de una visión patriarcal y jerárquica del
entorno y de las relaciones de género.
En términos de Bourdieu (1998) el género se inscribe objetivamente en las estructuras
sociales (en la organización del espacio social por ejemplo) pero también se encarna
subjetivamente en los cuerpos y en las estructuras cognitivas, por medio de la
socialización dentro de un habitus compartido y homogéneo que se reproduce social y
generacionalmente. Así, todas las prácticas, habitus y estructuras sociales reflejan y
cargan una lógica de género -que agrupa ciertas cualidades y valores sobre el eje de
oposición entre lo femenino y lo masculino-. Usualmente dicha lógica inscripta en los
modos corporales no es objetivada en el discurso por los agentes sociales. Sin embargo
algunas prácticas sociales posibilitan una mayor objetivación (exaltación, fijación e
institucionalización) de los esquemas de género que les subyacen. Por ejemplo los
rituales de iniciación femenina y masculina son momentos óptimos en el ciclo social para
objetivar explícitamente dichos esquemas5. Jackson (1983: 333-336) plantea que los
modos corporales cotidianos pueden ser alterados por medio de otros patrones. Esto
induciría a las personas a atravesar otro tipo de experiencias y a generar nuevas ideas.
Así los rituales de iniciación femenina de la sociedad Kuranko (en África), promueven
una disrupción del habitus cotidiano cuando a través de la transversión de roles y
actitudes de género (las mujeres realizan una serie de performances e imitan actitudes
varoniles) las mujeres encarnan o corporifican comportamientos que ordinariamente no
se inclinarían a expresar (Ibíd.: 335).
Para el caso de los grupos indígenas y en lo que aquí nos compete, los grupos toba6, los
análisis sobre el ritual de la menarca de las jóvenes púberes ha sido la práctica central
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para abordar la construcción social del género femenino (Citro, 2008; Gómez, 2006;
Tola, 2008) Estos rituales tenían una alta visibilidad décadas atrás y tanto los misioneros
como los primeros antropólogos (Karsten, 1993; Mètraux, 1937) que se acercaron al
Pilcomayo los presenciaron. En este ritual se celebraba la llegada de la primera
menstruación -llamada netagae- y puede ser definido como un ritual de las crisis vitales
(Turner, 1980) ya que subraya el cambio de un status social a otro: el paso de ser una
niña (notolé) a ser una mujer joven -cañolé-, transformándose gradualmente en un sujeto
apto para el sexo, la reproducción y la maternidad, así como para la asunción de nuevas
tareas y roles femeninos.
Pero el género en el cuerpo no sólo es factible de analizarse a partir de los rituales o los
momentos cruciales donde se dramatizan las ideas y representaciones respecto al
género, sino también a través del análisis de otros modos corporales de la vida cotidiana
que son parte de las experiencias corporales subjetivas pero que, usualmente, no suelen
ser un objeto de reflexión ni de objetivación para los mismos sujetos. Mi argumento es
que el género en el cuerpo se expresa en la introyección de diferentes modos corporales
que funcionan tácitos y silenciosos en la vida cotidiana. Cierto es, dice Bourdieu (1999:
187) y a propósito de Foucault, que la disciplina de las instituciones ejerce efectos
severos en la modelación de los cuerpos, pero no deberíamos "...subestimar la presión o
la opresión, continua y a menudo inadvertida, del orden ordinario de las cosas...".
Además:
"Las conminaciones sociales más serias no van dirigidas al intelecto, sino al cuerpo,
tratado como un recordatorio: lo esencial del aprendizaje de la masculinidad y la
feminidad tiene a inscribir la diferencia entre los sexos en los cuerpos (en particular,
mediante la ropa, en forma de maneras de andar, hablar, comportarse, mirar, sentarse,
etc.) y los ritos de institución no son más que el límite de todas las acciones explícitas
mediante las cuales los grupos se esfuerzan en inculcar los límites sociales o, lo que
viene a ser lo mismo, las clasificaciones sociales (la división masculino/femenino por
ejemplo), en naturalizarlas en forma de divisiones en los cuerpos, las héxis corporales,
las disposiciones, respecto a las cuales se entiende que son tan duraderas como las
inscripciones indelebles del tatuaje, y los principios de visión y división colectivos" (1999:
187).
A continuación voy a considerar algunos de estos aspectos a través de la relación entre
vestimenta, género y cuerpo, considerando en primera instancia algunos elementos de
la construcción cultural del género entre los toba.
El género como modos corporales de presencia en el mundo cotidiano de los toba
En la medida en que la distinción entre sexo y género no es reconocida por los toba, el
género se substancia en el cuerpo y las nociones sobre lo femenino y lo masculino se
corporifican por medio de la división sexual del trabajo, de distintos modos corporales de
hacer las cosas -moverse, sentarse, vestirse, presentarse en el espacio social,
involucrarse con los otros- y en diferentes capacidades "naturales" de los cuerpos (e.g.: el embarazo, la fertilidad masculina y femenina7, los diferentes fluidos corporales y sus
potencialidades, etc.) El género entonces se entiende a través de las diferencias
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corporales entre hombres y mujeres y a partir de las diferentes capacidades biológicas y
sociales "destinadas" para cada uno. Estas diferencias a su vez, llevan a que las
personas experimenten la vida de distintas maneras y sobre la base de estas
experiencias disímiles, construyan significados distintos8.
De este modo la materialidad del cuerpo es central para la asignación del género entre
los toba. Cuando un bebé nace se le asigna lo que nosotras llamaríamos género: se es
hombre (le'em)9 si se tienen genitales masculinos (namó: pene)10 y se es mujer (yauó) si
se tienen genitales femeninos (nópi: vagina). Los bebés no reciben su nombre en la
lengua qom sino después de que comienzan a caminar (los nombres en idioma se
trasmiten generacionalmente de abuelos a nietos). No obstante, actualmente se les
asigna inmediatamente un nombre en castellano con el cual se lo/la inscribe en el
registro civil de la zona pero que no es utilizado por la familia para llamarlo/a.
Simplemente si es yauó se dirigen a ella como amáina (beba) y si es le'em le dirán
amáic (bebé).
Durante la infancia las substanciaciones corporales y las conminaciones sociales
(Bourdieu, 1999: 187) respecto al género no parecen ser muy marcadas ni rígidas. Las
niñas son vestidas tanto con pantalones o con polleras y pueden llevar su cabello corto o
largo. Los niños, en cambio, siempre llevan su cabello corto y son vestidos con
pantalones o shorts. En épocas de intenso calor, los niños y niñas pequeñas pueden
estar muy ligeros de ropas. Hasta la entrada en la pubertad no se observa una
segregación espacial entre ellos; ambos géneros suelen pasar gran parte del tiempo
cotidiano jugando en compañía, ya sea entre hermanos y hermanas y/o entre primos y
primas. Es probable, no obstante, que la escuela en los últimos años imprima un efecto
severo en la marcación binaria del género, por medio de la división espacial y corporal
que en las instituciones escolares comúnmente se practica entre niñas y niños. Pero en
general, diversos autores han observado que la infancia en muchas culturas indígenas
es una etapa un tanto andrógina, siendo los rituales de iniciación, rituales de
inauguración, marcación y asignación de identidades de género.
Sobresale durante la pubertad de los varones el proceso mediante el cual su voz se va
transformando hasta volverse más grave. A este proceso se lo denomina Ne'tagaic, pero
a diferencia de los cambios púberes en las niñas, ni en el presente ni en el pasado ha
sido objeto de ritualización. Por el contrario, la llegada de Ne'tagae (primera
menstruación o menarca) sí lo es y para las jovencitas implica el paso por una
experiencia de aprehensión corporal de los atributos ideales femeninos. La experiencia
de la menarca es referida como un estado maleable y plástico donde las mujeres
mayores modelan las subjetividades de las púberes, por medio de intervenciones
expresamente corporales: masajes en el cuerpo, segregación espacial en el espacio del
hogar (antiguamente se practicaba una reclusión total de la joven al interior de una
choza hasta la finalización de su sangrado), el consejo de las adultas, el baño, la
instauración de algunos tabúes alimenticios y el acompañamiento en ciertas destrezas
físicas que las jóvenes deben practicar en el monte al término de su reclusión (como por
ejemplo cargar pesados atados de leña) acompañadas por sus abuelas.
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La llegada de la menarca es un momento único para imprimir de una vez y para siempre
las cualidades femeninas socialmente valoradas y evitar la fijación de los atributos
negativos que potencialmente puede expresar el mundo femenino de las toba. Las
púberes no deben comer para no volverse comilonas,se les prohíbe hablar para que en
su futuro no sean mujeres charlatanas, se les hace cargar pesados atados de leña,
bolsas de algarroba y baldes con agua a fin de que la fortaleza se fije en sus cuerpos.
En todas estas acciones, restricciones y cuidados en torno a la sangre menstrual,
subyacen ciertos significados respecto a la naturaleza ontológica de lo femenino,
señalando una condición potencialmente peligrosa que, en caso de no ser controlada
mediante ciertos tabúes y prescripciones se mostraría desbordada, deshumanizada y
monstruosa. Las mujeres encarnan potencialmente la peligrosidad, la deshumanización
y la transgresión social y sexual (Gómez, 2008a), aspectos centrales de la condición
femenina narrados en los mitos toba.
Dijimos que el paso por la menarca es sustancial en la construcción cultural de la
diferencia sexual y en la transmisión y creación de identidades femeninas que sólo
pueden alcanzarse a través de experiencias corporales subjetivas. Asimismo, las
experiencias como el embarazo (en tanto cuerpo femenino cuyo útero es experimentado
como un receptáculo para el desarrollo y la alimentación del feto a través de las
sucesivas vertidas del semen), el parto y la maternidad, son también contundentes para
la construcción progresiva de las identidades femeninas, pues éstas son las
experiencias básicas, concretas, viscerales y vívidas que estructuran la experiencia de
ser una yauó (mujer) en el seno de los procesos actuales y contradictorios en donde la
vida de las comunidades se desenvuelve.
Ahora bien, volviendo a mi argumento central en este trabajo, sostengo que la
incorporación, es decir, la recepción gradual y psicosomática de los esquemas culturales
de género y su externalización, se produce desde diversas prácticas corporales de la
vida cotidiana. Es decir, el género implica el aprendizaje de un lenguaje corporal que en
términos de Bourdieu se traduce en su concepto de hexis corporal (1999: 190): una
manera permanente y durable de mantener, llevar y mover el cuerpo en el espacio
social, aprendida desde la más temprana infancia y que continúa a lo largo de la vida,
capaz de condensar y simbolizar las diversas divisiones sociales: de clase, de edad, de
género. Como señala Gay-y-Blasco (1997: 522), es a través de la experiencia cotidiana
de manejar el propio cuerpo femenino y masculino cómo se construyen relacional y
jerárquicamente las categorías de hombre y mujer. El género, entonces, se expresa en
las diversas y correctas performances de la vida cotidiana, observables en las maneras
que en las mujeres y los hombres se visten, se sientan, hablan, gesticulan, miran,
caminan, etc.
La relación entre cuerpo y vestimenta puede ser una importante vía para indagar
históricamente los preceptos y mandatos culturales que gobiernan los cuerpos de las
mujeres y los hombres en diversos espacios sociales; también permite visualizar
diferencias generacionales entre los miembros de un mismo grupo o bien el uso disímil
de vestimentas y adornos corporales para expresar cierta identidad social y así disputar,
en un uso cotidiano y performativo, los valores morales dominantes. En síntesis: las
expectativas sociales suelen traducirse en expectativas corporales cotidianas. En esta
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relación entre género, cuerpo y vestimenta se inscriben aspectos discursivos,
representativos, identitarios así como también aspectos no objetivados y pre-reflexivos11
respecto al género, pues, mucho de lo que se considera propio y natural de lo femenino
y masculino comienza con las prácticas de modelamiento corporal más tempranas
(cómo sentarse, cómo hablar, qué tono de voz usar, cómo caminar), pasando por los
rituales de iniciación y la producción estética corporal.
Mètraux, en uno de sus viajes al Gran Chaco se refirió a la virtuosidad de las mujeres
chiriguanas y en 1948 resaltaba lo siguiente:
El sentimiento de pudor está muy desarrollado en las mujeres chiriguanas. El tipoy, a
despecho de la ridícula indignación de algunos misioneros, es muy decente. Cuando se
agachan las mujeres cuidan siempre de estirarlo sobre las piernas y seguramente se
verían muy avergonzadas si mostrasen algo más que la rodilla. Cuando me hice amigo
de los indios del pueblo de Carurutí algunas mujeres ya no se avergonzaron de
presentarse a mí con el torso desnudo. Debo añadir que no eran las más jóvenes ni las
más bonitas. Las indias de las misiones son aun más reacias para mostrar sus senos, lo
que en forma alguna constituye una prueba de su moralidad superior. Como lo observa
muy acertadamente Nordenskiöld, la moralidad disminuye en relación con el sentimiento
de pudor. Por una curiosa contradicción, las mujeres chiriguanas no sienten vergüenza
alguna en orinar en público, aunque los hombres siempre se apartan y se ocultan. En el
Pilcomayo asistí por casualidad al baño de las mujeres; mi presencia no parecía
molestarles mayormente; pero, sin embargo, no salieron del agua antes de que me hube
alejado (1948: 424, énfasis nuestro).
Mètraux tal vez no se daba cuenta pero él estaba en presencia de los resultados sobre
el cuerpo femenino que producía la experiencia de civilización y evangelización
desarrollada a lo largo del Gran Chaco desde las misiones anglicanas y católicas.
Antiguamente entre los indígenas chaqueños la corporificación e inscripción del género
se realizaba mediante otras prácticas: las pinturas, los tatuajes, las escarificaciones y las
perforaciones. Hoy en día las mujeres toba tienen una forma particular de vestirse y de
adornarse que denota en parte la introyección de aquel principio que nombraba Mètraux:
para la cultura occidental y cristiana la moral sexual se expresa en una forma u otra de
mostrar y ocultar ciertas partes del cuerpo. Y la mirada del "otro", del colonizador encarnada sucesivamente en diferentes actores sociales que estuvieron en el Chaco- ha
tenido sus efectos disciplinantes en el cuerpo. Más allá de que las mujeres reconozcan
que a los hombres toba no les gustan y no miran los senos femeninos, en la actualidad
es todo un signo de civilidad y conversión llevar esta parte del cuerpo cubierta, a menos
que se esté amamantando; en ese caso, ninguna mujer dudará en darle de mamar a su
hijo cuando éste se lo reclame, sin importar el espacio en donde se encuentren o las
personas que estén a su alrededor.
Actualmente si hay un diacrítico de género que llama la atención es que casi todas las
mujeres usan polleras (con colores y motivos llamativos) mientras que los hombres
visten pantalones y camisas modernas. Las jóvenes son las que últimamente se
compran pantalones de jean y los visten con gusto, pero ésta es una prenda que las
mujeres adultas rara vez utilizan. Cuando les pregunté a varias de ellas por qué las
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mujeres usaban polleras tan largas que, no por casualidad, esconden las piernas
femeninas, me respondían porque es para mujer. Antes no era así, dicen muchas,
porque los antiguos (tanto las mujeres como los hombres) sólo se limitaban a vestir el
chiripa. Las piernas femeninas también se ocultan porque a los hombres les gusta mirar
las piernas de las mujeres, sobre todo la zona de las pantorrillas.
Efectivamente, hacia la década de 1940 la mayoría de los hombres todavía utilizaba el
cabello largo y suelto. Cuando se iban a pescar al río se lo recogían con una goma
elástica y se lo amarraban a lo alto de su cabeza, tomando la forma de un rodete. Al
igual que las mujeres, utilizaban unas largas piezas de tela muy coloridas que se
amarraban a la cintura con una faja de lana -tejida por las mujeres- (Tebboth, 1989: 36).
Actualmente es notorio el contraste entre las ropas de las mujeres y las de los hombres
jóvenes y adultos. Estos utilizan vaqueros o jeans, camisas, zapatos, zapatillas, botas de
cuero, el cabello corto peinado con agua o con gel. Vestidos de esta manera muchos de
ellos denotan, a diferencia de las mujeres, una mayor inversión en su estética y
presentación corporal y transmiten una postura orgullosa, viril y desafiante, aunque un
poco anticuada para los estándares de belleza y vestimenta que rigen para los cuerpos
citadinos.
Es evidente entonces que desde mediados del siglo veinte hasta la actualidad la
incorporación, el uso y la adaptación de nuevas vestimentas y adornos corporales ha
reforzado una marcación binaria del género en la estética corporal (hombres:
pantalones, mujeres: polleras) y uno de los ejes a explorar en mi investigación son los
procesos sociales que han promovido esta transformación en los modos de vestirse.
Una hipótesis que podemos arrojar es que este contraste en las maneras de vestirse
refleja la presencia y la circulación de los hombres por los lugares más públicos, es
decir: por fuera del espacio doméstico. Pues es notoria la predisposición a una mayor
inversión en la estrategia de "hacer presentable el cuerpo", en términos estéticos
occidentales y modernos (Bourdieu, 1986), considerando que ellos históricamente han
tomado la iniciativa de ocupar los lugares que emergen en contraste con el espacio
doméstico (el hogar) y que poseen una carga simbólica asociada a la vida sedentaria y a
las experiencias de las últimas décadas. Espacios de este tipo las escuelas, los
almacenes criollos, las iglesias, los cursos de capacitación, las asambleas y reuniones
que se realizan en las casas de los dirigentes políticos, los pueblos de l zona y la capital
provincial.
Lo anterior también se vuelve palpable en los casos de las escasas mujeres jóvenes que
han logrado ingresar en estos espacios: no es casual que tiendan a "acriollarse"
estéticamente -como dicen con cierta ¿envidia? las otras mujeres cuando se refieren a
ellas- a partir del uso de pantalones ajustados, remeras y camisas, dejando de lado las
polleras que usaron durante su infancia y juventud. Posiblemente transgredir una
corporificación de los atributos de la feminidad o un mandato social hecho cuerpo,
implique, ante todo y en primer lugar, transgredir el espacio doméstico.
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Hombres toba con sus instrumentos musicales a la salida del culto
Mujeres toba, vistiendo sus típicas polleras de colores.
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Número 15, diciembre 2009
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Niños y niñas a la hora del juego en Vaca Perdida.
"A fuerza de ser evidentes suelen pasar desapercibidas" (Bourdieu, 1986: 183) otras
prácticas o disposiciones corporales de la vida cotidiana, muy probablemente solidarias
con los significados respecto a lo femenino y lo masculino. En reiteradas oportunidades
he observado cómo en sus hogares las mujeres suelen sentarse en el piso, en un cuero,
mientras que los hombres siempre se sientan en sillas12. Y he visto cómo las mujeres si
estaban sentadas en sillas, ante la llegada de un visitante masculino inmediatamente se
levantaban y le ofrecían la suya, moviéndose al suelo. Las mujeres sentadas en un
cuero, alrededor del fogón, y haciendo alguna labor vinculada al tejido de artesanías o a
la preparación de la comida, es una imagen común en las comunidades toba. Tan
común y tan signo de una forma de presencia femenina en el espacio doméstico que
una mujer joven y maestra bilingüe, ante mi pregunta sobre cual era la diferencia
principal que ella veía entre la vida de su madre y la suya, me señaló que su madre
había vivido sentada en un cuero al lado del fogón toda su vida, mientras que ella había
salido a estudiar.
Otras disposiciones corporales son el bajo tono de voz en el que hablan las mujeres aunque esto es extensible a muchos hombres-, la ausencia de movimientos corporales
bruscos tales como correteos y sacudidas de brazos al caminar y al hablar. Por lo
general las mujeres caminan de manera rítmica pero lenta, con pasos pequeños y
cortos. Estas regularidades me conducen a preguntarme si la expresión corporal de la
feminidad tiende a mostrarse (al menos durante algunas etapas del ciclo de vida de la
mujer y como resultado de ciertos procesos históricos recientes como la misionalización)
acallada, silenciosa, más aún teniendo en cuenta que la vergüenza es un diacrítico muy
común entre las jóvenes y las púberes. Esta disposición silenciosa hacia el mundo y las
cosas es notoria en una experiencia límite como el parto: las mujeres toba se jactan
orgullosas de que ellas no gritan cuando paren a sus hijos, a diferencia de las mujeres
blancas y wichis que son gritonas y no se aguantan.
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No sabemos aún si esta disposición silenciosa y cauta como expresión de la feminidad
estaba presente décadas atrás. Y en caso de haber existido convivía con curiosas
expresiones de violencia física entre las mujeres. Hacia las décadas de 1930 y 1940 las
mujeres solían enfrentarse en las denominadas por los misioneros pelas de mujeres en
las cuales dos mujeres contrincantes, en medio de oratorias, insultos violentos,
gesticulaciones, golpes y arañazos, se enfrentaban por un hombre, un amante o un
"marido robado", respaldadas cada una por su respectivo grupo de parientes femeninos.
En la actualidad este tipo de comportamientos son considerados peyorativamente seguramente como resultado de la incorporación de otros valores asociados a la
feminidad- y ocurren de manera velada, es decir, los conflictos entre las mujeres ya no
se dramatizan públicamente como en el pasado y son desestimados y sancionados,
especialmente por las mujeres y hombres que se autodefinen como creyentes.
Debemos agregar que una de las formas más corrientes de clasificación social del
cuerpo femenino es la oposición entre la fortaleza y la debilidad, principios que, una vez
incorporados y hechos cuerpo, se traducen en dos cualidades para los cuerpos
femeninos: uañagae (guapa, conocedora, fuerte) y choliagae (floja, débil). Estas dos
cualidades se imprimen gradualmente a lo largo de la infancia, la menarca -momento
fundamental para esta impresión- y la juventud, por medio de la relación con las formas
que asume el trabajo femenino (yauó nontaganagac), es decir, aquellas tareas marcadas
por la división sexual del trabajo al interior de las familias extensas.
En cierta manera es como si se invirtiera la apreciación occidental y burguesa que pesa
sobre los cuerpos femeninos y masculinos en nuestra sociedad. Entre los toba, la
fortaleza y la gordura (y no la pequeñez, la delgadez y la fragilidad) como dimensiones
corporales valoradas en los cuerpos de las mujeres muestran que lo femenino en el
mundo se corporifica mediante un cuerpo fuerte, macizo y preparado para el trabajo y la
reproducción. Sin embargo, este cuerpo enérgico y grande no le garantiza una posición
dominante a la mujer en las relaciones sociales. Muy a pesar de que ellas tengan a su
cargo y bajo su dominio las tareas domésticas y el manejo de este espacio, los hombres
adultos -padres o esposos- suelen estar muy presentes en el espacio doméstico y su
presencia se impone de otra manera. Pues por una actitud "natural" de negación o de no
apropiación de las tareas reproductivas (dado que no está en sus disposiciones
corporales ni en sus motivaciones cotidianas encargarse de ellas) es que su presencia y
dominancia se impone, debido a que son los miembros de la familia que, por su real o
ideal capacidad de proveedores (de bienes materiales y pescado), tienen el privilegio de
ser atendidos por las mujeres de la casa.
Por último, otro de los argumentos en los que me encuentro trabajando es que las
formas de producción y presentación corporal junto con los modos corporales de la vida
cotidiana, son asimismo acompañados y favorecidos por distintas prácticas espaciales
contrastantes entre hombres y mujeres, que condensan esquemas simbólico-prácticos
respecto al género. Las mujeres adultas, madres de varios niños, permanecen en sus
casas gran parte del tiempo diario (por no decir todo el tiempo), ocupadas en las tareas
domésticas, en el cuidado de los niños y en el tejido en los telares.
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Las mujeres que nacieron en las comunidades actuales -como Vaca Perdida y La
Rinconada- luego de la inundación y de las relocalizaciones ocurridas a mediados de la
década de 197013 y que siguieron pautas de residencia posmarital matrilocales, han
pasado casi toda su vida en la casa de sus padres, relacionándose principalmente con
sus parientes maternas. Así, los movimientos y los desplazamientos de una mujer en su
vida diaria se resumen en lo que denomino microespacialidades de la vida cotidiana:
pequeños desplazamientos entre lugares que se encuentran a escasos metros unos de
otros. La mayor o menor movilidad de las mujeres por fuera de su hogar también se
vincula a diversos factores como su edad (el momento de su ciclo de vida), su residencia
posmarital (patrilocal o matrilocal), la inseguridad que connotan los espacios extradomésticos como el monte y también su pertenencia a una generación, pues las
distintas generaciones de mujeres expresan trayectorias de vida y movilidades
espaciales diferentes. Las identidades femeninas o las formas disímiles de ser yauó,
también se substancian en modos corporales de involucramiento con los lugares del
actual territorio toba. En un trabajo anterior (Gómez, 2008b) describí cómo las
diferencias generacionales entre las mujeres se expresaban en diferentes conocimientos
prácticos respecto al monte y a las prácticas de recolección.
Los hombres, por el contrario, suelen movilizarse a lo largo de distancias más amplias,
entre comunidades y entre las comunidades y los pueblos de la región, utilizando
bicicletas y, cada vez con más regularidad, las motos, medios de transporte que de
manera implícita o explícita están vedados para las mujeres, pues nunca observé a
ninguna utilizando la moto de su marido o hermano, y contadas veces observé a alguna
joven, por lo general alguna maestra toba, andando en bicicleta. Nuevamente creo que
esto se vincula a lo descrito previamente sobre el contraste entre el espacio doméstico y
otros tipos de lugares, producto de las reconfiguraciones socio espaciales acontecidas
en las últimas décadas. En síntesis, uno de los ejes que me propongo mapear en mi
investigación sobre la construcción cultural del género es de qué manera las
representaciones colectivas respecto a lo femenino y masculino se correlacionan y se
expresan en los diversos modos de uso de los distintos espacios sociales y de los
cuerpos femeninos y masculinos.
Palabras finales
Con lo dicho hasta aquí quiero resaltar que no hay una sino varias maneras de
conceptuar la relación entre la construcción o la simbolización cultural del género y el
cuerpo como locus significativo para lograr una encarnación (embodiment) de las
prescripciones culturales sobre lo femenino y lo masculino (Csordas, 1999; Bourdieu,
1991). Merecen atención distintos niveles de análisis que pueden iluminarse desde una
noción más compleja de lo que es el género como fenómeno humano y como
constructor de diferencias sociales. Parte de nuestra tarea a futuro será la búsqueda de
conceptos operativos, preferentemente provenientes de la fenomenología cultural y de la
sociología de Bourdieu, que nos permitan captar estas experiencias que no suelen ser
articuladas desde el uso del lenguaje verbal, pues remiten fundamentalmente a un
lenguaje corporal y a una materialización de ciertos esquemas de género, de la cual
muchas veces los propios sujetos no son conscientes ya que conllevan la encarnación e
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incorporación de esquemas de pensamiento no pensados o ya no pensados, como
señalaba con acierto Bourdieu.
El género expresado en los usos diferenciales de los espacios y en las formas de
apropiarse y experimentar dichos espacios, el género disputado, pensado, articulado y
narrado desde el discurso -discurso que es una práctica social-, y el género en el
cuerpo, son tres momentos dialécticamente comprometidos y relacionales que deben
estar presentes en cualquier estudio que privilegie la construcción cultural del género y
la sexualidad. Considero, finalmente, que estos tres momentos nos permitirán reconstruir
la ideología de género en la cual se enmarcan las prácticas cotidianas de los sujetos.
Notas
1
Estas afirmaciones también fueron adoptadas por algunas antropólogas que realizaron estudios
etnográficos en el área etnográfica conocida como "Amazonía" (abarca a varios países, entre ellos,
Ecuador, Brasil, Perú y Bolivia). Un ejemplo es Johanna Overing (1986).
2
Heterosexualidad, homosexualidad femenina, masculina y bisexualidad.
3
"La división entre los sexos parece estar 'en el orden de las cosas', como se dice a veces para referirse a
lo que es normal y natural, hasta el punto de ser inevitable: se presenta a un tiempo, en su estado objetivo,
tanto en las cosas (en la casa por ejemplo, con todas sus partes 'sexuadas'), como en el mundo social y,
en estado incorporado, en los cuerpos y hábitos de sus agentes, que funcionan como sistemas de
esquemas de percepciones, tanto de pensamiento como de acción" (Bourdieu, 1998: 21).
4
"...los agentes sociales están dotados de habitus, incorporados a los cuerpos a través de las
experiencias acumuladas: estos sistemas de esquemas de percepción, apreciación y acción permiten
llevar a cabo actos de reconocimiento de los estímulos condicionales y convencionales a los que están
dispuestos a reaccionar, así como engendrar, sin posición explícita de fines ni cálculo racional de los
medios, unas estrategias adaptadas y renovadas sin cesar, pero dentro de los límites de las imposiciones
estructurales de las que son producto y que los definen" (Bourdieu, 1999: 183).
5
Luego hay otras prácticas que objetivan en menor grado los esquemas de género (aunque siempre son
posibles de objetivar) como por ejemplo la división sexual del trabajo que, si bien suele presentarse como
una "herencia natural", ante ciertas circunstancias, situaciones o conflictos puede ponerse en discusión o,
al menos, pueden encontrarse más líneas de fuga, de subversión abierta o silenciosa a determinada
organización sexual del trabajo y de la vida cotidiana. Por último hay algunas prácticas corporales (como
las sexuales, con o sin violencia) en las cuales los esquemas de género y sexo que le subyacen y las
estructuran están objetivamente acordados, inscriptos y cargados en los cuerpos. Son doxasculturales
"indiscutibles" como diría Bourdieu (1998: 49) y su eficacia radica en ser un efecto de la naturalización de
las funciones y los discursos sobre los cuerpos femeninos y masculinos que están investidos de "...la
objetividad del sentido común, entendido como consenso práctico y dóxico, sobre el sentido de las
prácticas" (Ibíd.: 49) (Gómez, 2008c)
6
Los toba del oeste de Formosa (qomlec), también conocidos como "toba-pilagá" (Mètraux, 1937),
representan una población de 1600 personas, agrupadas en familias extensas y distribuidas en veintidós
asentamientos en el departamento Bermejo, situado en el oeste de la provincia de Formosa. Dichos
asentamientos se encuentran dentro de un único territorio que abarca 35.000 hectáreas, delimitadas y
tituladas desde 1989 a nombre de la Asociación Toba Cacique Sombrero Negro Comlaje'pi Naleua. Mi
trabajo de campo en estas comunidades (particularmente en Vaca Perdida, La Mocha y La Rinconada) se
desarrolla desde el 2002 y se ha enmarcado en diferentes proyectos de investigación, gestión y
fortalecimiento comunitario, abordando problemáticas como la etnoterritorialidad nativa desde una
perspectiva de género, el apoyo a los derechos territoriales y la organización en torno a la producción
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artesanal femenina. Desde el año 2006 y con el apoyo de mi beca doctoral del CONICET, realizo una
investigación sobre la construcción social del género, las identidades femeninas y los usos del territorio
entre las mujeres toba.
7
Para los toba la luna (auogoic) -un ser que en la mitología es masculino- es un símbolo central de la
fertilidad femenina, pues se dice que la primera menstruación se produce cuando luna "toca" (penetra) a
las jóvenes con su mirada. Esta creencia se remonta un viejo mito que comparten varios grupos indígenas
del Chaco (Tola, 2001).
8
Esta idea ha sido desarrollada y defendida por el feminismo de la diferencia, feminismo que busca
rescatar cómo las mujeres que viven en cuerpos de mujeres atraviesan experiencias corporales que son
exclusivas de sus cuerpos de hembras (menstruación, embarazo, parto, menopausia, maternidad, etc.),
llevándolas a desarrollar otros sentidos, significados y percepciones, distintas a las de los hombres, que
colaboran en la construcción cultural del género. Así, "Surge entonces la duda de si algunas experiencias
corporales, que no necesariamente tienen una significación cultual fija, cobran relevancia simbólica en
relación con la femineidad y el ser mujer y con la masculinidad y el ser hombre" (Lamas, 2000: 79)
Carmen Adán describe esta perspectiva dentro de la teoría feminista actual y sus implicancias
epistemológicas y políticas para abordar la "experiencia de las mujeres" (Adán, 2006).
9
Lí'im, en Tebboth (1943: 106): varón.
10
(na)mól, en Tebboth (1943: 197): linaje, pene, raíz, tronco, uretra.
11
Con las nociones de "no-objetivado" y "pre-reflexivo" estoy haciendo referencia a una discusión
planteada inicialmente por la fenomenología cultural que se remonta a Merleau-Ponty y hoy en día a
Bourdieu (1999) y Csordas (1999), entre varios otros autores. Lo no-objetivado remite principalmente a
Bourdieu y a su tratamiento sobre los esquemas culturales de visión y di-visión del mundo que funcionan
en estado práctico, es decir no consciente, - para Bourdieu lo "no consciente" es lo que en una cultura es
no explícito, tácito, corporal, conocimiento práctico usualmente no verbalizado, independiente del
pensamiento, no codificado-. Veamos: los esquemas culturales de visión son esquemas clasificatorios o
también esquemas prácticos: Bourdieu los denomina "principios simples u oposiciones fundamentales que
organizan la visión del mundo" (1993: 84). Estos esquemas clasificatorios se traducen en disposiciones
corporales que se in-corporan mediante la socialización en determinados patrones culturales y espaciales
que, gradualmente, se naturalizan, se substancian y se encarnan (embodiment) en los cuerpos de los
agentes sociales. Así, al encontrarse el agente social inmerso en su mundo, en lo que hace y en lo que
es, "forma cuerpo con lo que hace" (1993: 87) y no suele apartarse de su práctica cotidiana cual
consciencia exterior y conocedora. El conocimiento no objetivado es -y aquí Bourdieu es fiel a MerleauPonty- un conocimiento por el cuerpo que "garantiza una comprensión práctica del mundo absolutamente
diferente al acto intencional de desciframiento consciente que suele introducirse en la idea de
comprensión" (1999: 180). Por el contrario, la objetivación como tal implica la codificación y es una
operación propia del analista social que intenta elaborar teorías en torno a los principios que subyacen a la
práctica social de los agentes. Los agentes sociales en la medida en que están insertos en el juego y en el
sentido de los juegos sociales suelen no codificar ni objetivar los principios explícitos de sus prácticas
porque dichos principios son tomados como tácitos. Muchas prácticas se hacen sin la necesidad de
codificar verbalmente los principios o normas explícitas que las gobiernan, sin embargo pueden codificarse
en normas, reglas, costumbres, proverbios, imperativos, etc. Sin embargo, para Bourdieu el mundo social
no está mediado por el lenguaje de "la regla" -como en el estructuralismo-, sino por el lenguaje de las
estrategias y sentidos del juego (1993: 83).
12
Por las descripciones de Dora Tebboth -esposa y misionera del también misionero y lingüista Tomás
Tebboth- en la década de 1940, las sillas no formaban parte del mobiliario de las chozas toba, ya que
hombres, mujeres, niños y ancianos acostumbraban a sentarse y dormir en el suelo, en cueros de
animales, práctica que a los misioneros les disgustaba mucho ya que era un signo de animalidad y
salvajismo. Las sillas y otros pequeños muebles de madera comenzaron a construirse y a utilizarse a partir
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de la existencia de un taller de carpintería que emprendieron los anglicanos, en donde los hombres toba
se formaban como carpinteros.
13
Desde fines del siglo XIX hasta 1975 los grupos toba del oeste permanecieron asentados en la margen
derecha del cauce del río Pilcomayo. Durante el verano de 1975 se produjo una gran inundación en la
Misión "El toba" y en todos los parajes que se encontraban a su alrededor, provocada por la colmatación
del cauce. Este hecho tuvo por resultado la formación de un sistema de bañados en la zona, la pérdida del
cauce del río como se lo había conocido hasta aquel momento y obligó a las familias toba a asentarse y
construir nuevas comunidades en sitios más altos, alejados del bañado. A su vez, este acontecimiento
histórico-ambiental reforzó la disminución de cierta movilidad vinculada al ciclo anual de crecidas del río,
que hasta ese entonces ciertos grupos todavía practicaban de una manera más o menos regular (Gordillo
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