El cuento mexicano entre el libro vacío y el informe negro
Esperanza López Parada
Sinopsis: La autora de este artículo
torno al cuento mexicano escrito en la última
emprende una revisión crítica de lo más
década del siglo.
sobresaliente del cuento mexicano en el
siglo XX. Como características generales de
Summary: In this article, the reader will find
la producción cuentística mexicana de dicho
a critical review of the most relevant
periodo, se señalan el afán de ruptura y una
Mexican short story writers of the twentieth
tendencia a la denuncia social, por una lado,
century. According to the author, the main
y por el otro una propensión al esteticismo.
characteristics of the short story production
A lo largo del artículo, la autora hace un
of this period are an innovative attitude and
recuento de cuentistas tomando como punto
an inclination toward social criticism on the
de partida a tres autores, Juan Rulfo, Juan
one hand and, on the other, toward
José Arreola y José Revueltas. Siguiendo un
aestheticism. The author takes Juan Rulfo,
criterio apenas estrictamente cronológico y
Juan José Arreola y José Revueltas as the
agrupándolos con base en sus tendencias
starting point of her analysis and then
narrativas, Esperanza López prosigue su
discusses the work of Salvador Elizondo,
inventario con autores como Salvador
Juan García Ponce, Carlos Fuentes, José
Elizondo, Juan García Ponce, Carlos
Emilio Pacheco, the authors pertaining to la
Fuentes, José Emilio Pacheco, los autores de
Onda, Adolfo Castañón, etc. She gives
la Onda, Adolfo Castañón, le presta
especial attention to Juan Villoro and
particular atención a Juan Villoro y
Francisco Hinojosa and then ends his
Francisco Hinojosa y, finalmente, concluye
analysis with a general commentary about
su análisis con un comentario general en
the Mexican production of short stories in
the last decade.
Palabras clave: cuento mexicano, ruptura, modernidad.
E. López Parada
El cuento mexicano...
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I. La revolución permanente y el mapa vuelto laberinto
La antología Lo fugitivo permanece, preparada en 1989 por Carlos Monsiváis y que ya
ha adquirido ya el marchamo de clásica, saludaba el cuento como el género por excelencia de la
renovación mexicana (Monsiváis, Lo fugitivo permanece 14).
Si la escritura propicia un entendimiento distinto de lo real que ayuda al derrumbe de las
convenciones feudales y vivifica una cultura reprimida,1 es al relato al que parece corresponder
todo el peso del cambio en tanto espacio contestatario, con una tradición de clara disidencia.
Monsiváis reconocía, de hecho, el papel de la novela y de la prosa breve en la ampliación de
libertades y en la ganancia de espacios nuevos. Un texto (y el cuento más que ninguno) viene a
proponer una región virtual diferente, desde la cual enjuiciar las provincias concretas del
dogmatismo, los prejuicios, el academicismo o la política sospechosa, males enraizados en la
conducta habitual de un México que en su literatura encuentra su mejor proyecto.
Sin embargo, esa voluntad rupturista, que en la década de los ochenta constituía una
innovación, en el bala nce global del siglo se perfila como una constante, una especie de
revolución permanente que acaba reiterando sus disensiones y recayendo en sus denuncias. La
experimentación ha dejado de ser un lujo o un rasgo raro y caracterizador, para ofrecerse como
exigencia, como necesidad.2
Así, por ejemplo, el indigenismo acompaña la producción cuentística casi desde el
principio, para venir a fortalecerse en los treinta, recuperar tono con el llamado ciclo de Chiapas
y mantenerse vigente hasta el levantamiento zapatista, mediante pinceladas que quizá le den un
rostro distinto, pero que no pueden ocultar su condición arraigada e imprescindible. Las notas de
antropología aplicada con que se quiere enriquecerlo o el timbre real maravilloso, empleado cada
vez que se retrata un indio, aunque el resultado sea sobresaliente, lo que en realidad hacen es
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restaurar visiones primordiales, etnológicas o románticas que la temática poseía en calidad de
material actualizable desde su primera definición .
Lo mismo ocurre con las dos líneas acostumbradas en las que se divide la producción
cuentística mexicana a lo largo del XX. Tanto la tendencia de compromiso como la vertiente
estética se multiplican y reproducen con nombres, estilos y títulos nuevos; pero en sí, en cuanto
dos opciones contrarias y posibles, su viabilidad y su constancia quedan al margen de toda duda.
El estudio de la provincia alterna el protagonismo con el estudio de la lengua, la
indagación en lo nacional con la tentación cosmopolita, la preocupación realista con la literaria.
No se puede olvidar que al lado de autores de denuncia y de textos descriptivos, cercanos a la
reseña de sucesos o al periodismo, escriben otros sus artefactos puramente estructurales. Y Elena
Poniatowska, el propio Monsiváis o José Emilio Pacheco tienen que compartir escena con
Salvador Elizondo, Sergio Pitol y Juan García Ponce. Si éste último cree en un retrato a través del
léxico, una especie de enunciación por el vocabulario y el arte, los primeros ponen en circulación
una modalidad del texto breve que se convierte en especialmente fecunda para la inmediatez
mexicana.
De hecho, y desde el XIX, la crónica había convivido mezclándose con el cuento,
debido quizá a lo precario del material imaginativo, la pobreza de los recursos humorísticos no
basados en la observación directa y al aprecio hacia los valores testimoniales.3 Si en el XX esa
mezcla regresa con una pujanza casi alegórica, lo hace por razones opuestas: justo por la
abundancia de contenidos reales que, hilarantes a veces, dramátic os siempre, desbordan el puro
documento y se instituyen por su extremosidad en otra forma de ficción. Maniatada la
información por una censura eficacísima y por una educación cercenada, el relato está llamado a
cubrir sus deficiencias con versiones que, si bien creativas, no olvidan no obstante sus lazos con
el reportaje. La crónica resulta un espacio útil por su indefinición, a medio camino entre la
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invención y el testimonio, capaz de combinar lo público y lo privado, la cultura de masas y la
subjetiva contemporánea del confesionario.
Esa convivencia cuento-crónica adelanta otras a las que el género parece proclive en su
avatar mexicano, dentro de una ausencia general de límites que se vuelve especialmente flagrante
en su producción última.4 Y lo cierto es que el mapa se ha diversificado de un modo caótico e
impredecible en las más recientes promociones. En realidad, ha perdido directrices e isobaras y
ha confundido sus líneas, multiplicándolas hasta volverse un laberinto. Todo aquello que en
momentos anteriores se cultivó por su valor revolucionario o diferente se mantiene ahí con un
sesgo testimonial o como un síntoma de época que concluye y se niega a perder sus hábitos.
Por ello, siguen operando las viejas dicotomías que se utilizaron en tanto elemento
clasificador y que oponían, en primer lugar, la tentación extranjerizante al esbozo local. Alberto
Ruy Sánchez, Rafael Hernández Viveros, Álvaro Uribe, Carmen Leñero, Jaime Moreno
Villarreal o Vicente Quirarte participan de una línea que ve a México con ojos foráneos y que
quiere creer en una identidad internacional. Dentro de una tradición cimentada por Reyes, Paz o
Fuentes, lejos de sentir lo ajeno como exótico, lo incorporan en calidad de elemento típicamente
intrínseco. Los cuentos de lo lejano resultan patrios porque a la idiosincrasia de la nación
pertenece, desde el modernismo, este constituirse con lo exterior.
Del otro lado, Jesús Gardea, Ricardo Elizondo Elizondo, Luis Arturo Ramos e Ignacio
Betancourt se ocupan profusamente de la provincia incluso como núcleo temático y, en concreto,
sobre el desierto del norte y sobre los complejos problemas de la frontera escriben Federico
Campbell, Daniel Sada o Luis Humberto Crosthwaite. El límite con Guatemala al sur del país
propicia, en cambio, un relato teñido muchas veces de encendida crítica. Carlos Montemayor
investiga las maneras que adopta la represión en historias acerca de la selva, la desigualdad y el
espíritu insurgente. “Operativo en el trópico o el árbol de la vida de Stephen Mariner” utiliza las
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técnicas del montaje cinematográfico para narrar con una plasticidad icónica lo que viene
ocurriendo en la región chiapaneca y en la conciencia nacional mexicana .
La denuncia cuenta con otros adalides en la descripción de los dramas continuos y
cotidianos que realiza Rafael Ramírez Heredia, de las represalias homofóbicas que menciona
Luis Zapata o de los sectores marginados, al borde de todo, asilados en la temible Ciudad
Nezahualcóyotl en libros como Borracho no vale o Si camino voy como los ciegos de Emiliano
Pérez Cruz.
El trabajo testimonial abarca también, por tanto, los males de la existencia urbana y su
parcelación en barriadas, jergas, tribus y costumbres: una parcelación y una vida incomunicada
que puede observarse en clave fantástica y con los mejores ingredientes de una ciencia ficción
refrendada por lo real (en los cuentos de Óscar de la Borbolla, Guillermo Samperio o Fabio
Morábito) o dentro de un costumbrismo actualizado. La ironía de Eusebio Ruvalcaba, la
inclemente mirada de Carlos Chimal o la crueldad sin paliativos de Enrique Serna trazan una
caricatura de personajes, usos, modas y comportamientos, tan amarga que roza o recuerda en
ocasiones los excesos naturalistas.
Esta última distinción nos introduce en otra dicotomía todavía vigente en el relato más
próximo: aquélla que separaba un estilo tradicional o correcto de las posturas pretendidamente
rebeldes e iconoclastas continúa distinguiendo los tonos clásicos en Ana Clavel, Pancho Segovia,
Luis Ignacio Helguera o Rosa Beltrán de la actitud explosiva, casi anarquista frente al lenguaje en
la producción de Carlos Flores Vargas, Jorge García Robles o Samuel Walter Medina. 5
La prosa desestabilizadora de éste último, verdaderamente bélica respecto a todo lo que
suene a modos gramaticales, géneros o intereses establecidos, se convierte en la perfecta alegoría
del destino mismo reservado al cuento mexicano: una escritura deshecha en voces diversas cuya
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convergencia se hace imposible y cuyo retrato no es sino el del propio extravío finisecular en un
México cada vez menos reconocible.
II. El molde a seguir de una escritura única
La diversidad del cuento mexicano y, al mismo tiempo, su permanencia dentro del
cambio quizá tengan su causa en el patrón que parece regirlo desde los años cincuenta y que
adquiere su perfil peculiarísimo en los relatos sobresalientes de Juan Rulfo, Juan José Arreola y
José Revueltas.
Aunque a esa nómina central hay quien añade otros nombres (Juan de la Cabada, Efrén
Hernández, Guadalupe Dueñas, Edmundo Valadés, Ricardo Garibay), los tres escalan solos la
cima más alta de lo que el género podía producir en tierras de México y, mediante títulos únicos,
sin posible continuidad por la genialidad de sus páginas, extienden curiosamente su magisterio a
las generaciones inmediatas. Resulta paradójico, en efecto, imaginarles constituyendo un modelo
a imitar, cuando lo que ellos construyeron no fue sino una relación laxa e inimitable con la
escritura: es decir, en sus textos se ofrecía una idea tan flexible del texto y del lenguaje a él
destinado que ambas lecciones no podían instituirse en normas o en legislación de nada. Al
contrario, a través suyo, se adoptaba un modelo básico demasiado dúctil para funcionar como
modelo alguno o, en todo caso, su máxima ejemplaridad se basaba en esa falta de ejemplos, una
especie de lección de originalidad a ultranza y de ausencia de directrices y de dogmas.
Es más, para muchos, representó lo contrario: una férrea negativa o un rastro sin vías
factibles de continuidad. El relato rural, por ejemplo, quedó totalmente quemado tras la Comala
ardiente y el desierto entregado a los campesinos de “Nos han dado la tierra”. Y esa escritura
suya de la simplicidad, reducida a su mínima expresión, ese modo único con que el discurso calla
y se organiza en torno a una falta de discurso, resultaba impracticable, lejos del modelo. El
silencio de Rulfo pareció contagiarse a las generaciones siguientes.6
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Y pese a eso, queda todavía por hacer la indagación donde se expliciten las
consecuencias de una fijación del género así de temprana y de absoluta para sus posteriores
cultivadores como la que padecen los cuentistas mexicanos por la vía de esta obra extrema y sin
fisuras.
Probablemente a dicha fijación contribuyó bastante la profesionalización de la literatura
que con ellos tres y en ese momento tiene lugar (mediante la creación de editoriales, revistas,
fundaciones, publicaciones y talleres que coinciden con el paso de una sociedad agraria a un
primer esbozo de industrialización). Pero lo cierto es que el trío operó de un modo global, casi
abusivo, investigando perspectivas distintas pero complementarias, ensayando las distintas
posibilidades técnicas o deícticas de la narración breve y cerrándolas definitivamente a la vez. Si
abrieron temáticas a las que el cuento posterior seguirá circunscribiéndose (la vida confundida
con el sueño y con la muerte gracias a Rulfo, el sentido de la prosa perfecta en Arreola o el peso
de la política y de la pesadilla patria para Revueltas), con su concurso, el relato empieza a
entenderse como espacio narrativo autónomo que crea su propio público, que solicita el
complemento de una interpretación inteligente, que no funda su destreza en trucos, finales
efectistas, chantajes, complicidades.7
La idea del relato que consiguen cuajar es, por tanto, un concepto exigente del mismo,
demasiado autónomo y brillante para propiciar sucesores, que no deja mucho espacio para
pasadas teorías o encantamientos y que busca tan sólo el buen narrar, sin declamaciones,
mecanismos o fórmulas magistrales.
Lo interesante, sin embargo, reside en la manera entregada en que ese modelo imposible
se ve refrendado por la generación posterior, la del medio siglo, o generación del Lago, más
conocida por La Mafia —gracias a la escalada de poder institucional que emprendieron sus
integrantes— y por los buenos resultados que bajo su patronazgo obtienen. Interesados por la
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modernización del país, son los productores de un tipo de relato eficaz y culto, que en su trabajo
metatextual, observador de los procesos de la dicción narrativa desde dentro de la narración
misma, continuaban la tarea lúcida del Arreola más derridiano y más interior.8
Jíbaro de la prosa, miniaturista delicado, éste último, obedeciendo los dictados de Max
Jacob o de Marcel Schwob, les descubre las maravillas de concisión que la forma breve permite y
convierte el cuento en un infierno de técnica, de precisión y de relojería ajustada, que pide de las
letras mexicanas un esfuerzo de actualización y europeísmo.9 Son precisamente los del Lago los
que cumplían con esa demanda en libros como Ven, caballo gris y otras narraciones (1959) de
José de la Colina, Los muros enemigos (1962) de Juan Vicente Melo, La noche (1963) de Juan
García Ponce, La señal (1965) de Inés Arredondo y El grafógrafo (1972) de Salvador Elizondo,
magníficas maquinarías cosmopolitas, con un alto grado de conciencia semiótica y de
introspección en el más puro estilo de psicoanálisis internacional y sin fronteras.
Del mismo modo, el grupo que les sucede, la descangallada y blasée corporación de la
Onda (José Agustín, Gustavo Sainz, Parménides García Saldaña, René Avilés Fabila), a la par
que criticaban el exacerbado intimismo de sus antecesores, invocaban el espíritu incomprendido
de Revueltas, leyéndolo, reivindicándolo, dedicándole estudios y homenajes.10
La visión del relato propiciada por el maestro era tan amplia que los onderos se
sintieron capacitados para abrirlo, desarticularlo del todo e incorporar voces disidentes o
impensadas. Sin la tarea de flexibilización obtenida por el modelo narrativo, no habría sido
factible renovar la enunciación clásica con tonalidades extraídas del rock , la mota, la
contracultura y la marginalidad.
Revueltas había puesto en marcha una arquitectura compacta, teológica, intolerable y
una voz épica que no disminuía un ápice en la certeza de sus análisis. La narración se
desencadenaba en él a partir de un sufrimiento observado minuciosamente. El dolor parecía una
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parte alícuota de la vida mexicana que tenía que contarse en toda la crudeza de sus variantes. Los
de la Onda imitaron su oído atento y su percepción de sectores negados del lenguaje nacional:
actualizaron, por tanto, la picaresca, retrataron el lumpen, abundaron en un uso intensivo y sin
recato de las jergas y germanías, describieron los bajos fondos, contaron el nuevo romanticismo
jipiteca y la expansión juvenil. 11
Tuvieron un sentido grueso del hecho literario, a veces pintoresquista incluso, aunque
sus pinceladas fueran dirigidas a otra casilla del costumbrismo nacional. En este sentido, como
para Revueltas, su horizonte seguía siendo un México bronco, por mucho que sus excesos se
quedaran en puramente ortográficos y sus escándalos no pasaran de resultar adolescentes.
El mundo los adoptó, los copió y sobre todo, los leía. Si sus revoluciones se
minimizaron en pasión pseudo-oriental, en mística de astrólogos o improvisados budistas y en
consignas repetidas como un chiste por los locutores de televisión o los padres de familia
enrollados, si en ocasiones sonaron obsesivos, melodramáticos o autocomplacientes con la moda
y el estilo que ellos mismos habían puesto en pie, consiguieron el prodigioso efecto de conectar
con un lector que se educó y combatió a su lado.
Y principalmente, la Onda puso al día la gestualidad mexicana, su tono y su timbre, el
atrasado reloj de nuestra lengua literaria. En este sentido, algún crítico ha hablado, antes de ellos,
de una flagrante ausencia de lenguaje adecuado para decir lo propio y ha acusado de esta falta al
poeta etéreo, al intelectual y pensador que, como buenos camaleones, se pierden en las ramas del
matiz (Monsiváis, Lo fugitivo permanece 21). Justo lo contrario de la escritura cruda, afilada
como pedernal con que se impuso el modelo narrativo del cuento contemporáneo, cuajado a
golpes de varia invención, de llano en llamas y de dormidos al sol, del que tanto narrador después
aprendió las artes de decir y la dificultad … insalvable de expresarse (Castañón 546).
III. La modernidad suspendida o el texto en blanco
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El mal de la escritura mexicana es el de la envarada trascendencia, a la que aspira
durante toda la primera mitad del siglo y a la que dota de rostros distintos, llámese historia con
mayúscula, nacionalidad y símbolos patrios, idiosincrasia o espíritu de comunidad. La
inmanencia, en tanto reflexión sobre sí, tardaría en llegar a ese discurso impostado, hierático.12 Y
cuando lo hace, su precio se mide en el más drástico mutismo: la réplica callada de un Rulfo con
una voz demasiado personal para repetirse incluso en sus propios labios; el tono hercúleo, tan
esforzado que resulta impracticable, en un Revueltas contra todo y contra todos o la tarea
mecánica y anuladora de un Arreola minimalista y kamikaze.
No es difícil encontrar las huellas de ese legado de silencio, de esa consigna muda en
textos que, como el “Chac Mool” de Fuentes en Los días enmascarados (1954),13 escenifican una
imposibilidad.14 Aquella estatua mítica, que representara en clave irónica la improcedente
resurrección de las estatuas y de las herencias, protagonizó un cuento primerizo en el que, sin
embargo, actuaba con toda su fuerza nihilista el síndrome bautizado por Christopher Domínguez
Michael como modernidad suspendida.15 El crítico defiende la hipótesis de que, a partir de la
obra de escritores como los citados aquí, ya no puede hablarse de la noción de progreso en la
narrativa mexicana y sí en cambio de un paro: de la detención de un proceso modernizador que
jamás se completaría del todo, así como del descrédito de los viejos mitos identitarios que
coincide con la asunción, en su puesto, de una prosa lúcida, madura y capaz por tanto de declarar
sus propias insuficiencias o incluso de construir con ellas relato.
En el cuento del burócrata esclavo de su ídolo precolombino, la voz de Fuentes (a
menudo demasiado preocupada del horizonte cultural y cosmológic o mexicano) se cede a una
enunciación también progresivamente enajenada, entregada a un demonio, a un yo sanguinario e
imprevisto que, con sus modos grotescos, pone en solfa la permanente obsesión ontológica por la
mexicanidad, ahora disuelta e irrecuperable. La pregunta sobre la vigencia de un México perdido
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para siempre y que sin embargo se resiste a morir se cerraba sin respuesta alguna y con una
dicción defectuosa.
El duelo entre formas de vida anteriores y las presentes dejaba un censo negativo en
paginas claramente inhábiles para saldarlo. Devolver a la existencia ancestrales fantasmas puede
convertirse en un juego peligroso, juego en el que lo único demostrado es la inutilidad o
irrealidad hoy de tales prácticas.16
Cuando la experiencia se repita dentro de “La fiesta brava” de José Emilio Pacheco,
concluirá también fatalmente con una muerte y un fallo elocutivo. El relato describe precisamente
la redacción de un relato encargado y rechazado por la revista que iba a publicarlo. Coincidiendo
con el fracaso de su tentativa, el narrador desaparece en el metro de la ciudad de México, víctima
de un rito sacrificial al modo azteca, tal y como su propio texto contaba. Igual que una
vertiginosa caja china, la escritura se devora a sí misma y deja un hueco en bla nco en la esquina
superior de la página, correspondiente al anuncio de búsqueda del personaje inmolado.
“La fiesta brava” parece insinuar así una anagnórisis negativa. Igual que en el caso de
Fuentes, la identidad cuya recuperación se empareja a una resurrección del pasado se resuelve en
pérdida y el tiempo anterior no introduce sino un conflicto definitivo en la idiosincrasia nacional.
Pero lo peculiar del texto de Pacheco es la manera en que éste queda también comprometido en
esa restauración fallida.
José Emilio Pacheco, un magnífico escritor apocalíptico y terrorista,17 advierte contra
toda indagación en la historia que pueda generar un espacio vacío en el ángulo superior del papel,
algo así como una falta de representación para la historia misma pero también para el avatar de la
escritura en sí.
La advertencia había sido formulada antes, sin tanta resonancia, en los cuentos
marginales de un desconocido Pedro Miret, escritor más aislado y más excéntrico que ninguno,
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inclasificable y austero, sobre el que llamaron la atención, no obstante, unos cuantos y
privilegiados incondicionales. Desde José de la Colina hasta Gerardo Deniz, pasando por Luis
Buñuel (de cuyas películas mexicanas fue en alguna ocasión guionista), el relato abolido de Miret
se admira y se elogia por lo que tiene de frustrado y, a la vez, de mágico.
Si su escritura carece de propósito, de objetivo moral, filosófico o estético, consigue con
ella sin embargo la sensación de una redacción en bruto, un narrar que no se pierde en
disquisiciones (porque éstas ya no son posibles) y que se limita al ejercicio también imposible de
la pura relación.
La historia ha dejado de confundirse con la solemnidad para reducirse a la simple trama
de una anécdota o de un chascarrillo e igualarse a ellos. Un hecho vale en cuanto se vertebra a
otros en una secuencia que sólo sirve si se cuenta. Y ni siquiera esto es seguro. Los textos de
Miret se horadan con detenciones, con puntos suspensivos, con silencios en efecto, con
momentos inexplicables y con actos suicidas o gestos no descritos. Similares al sacrificio textual
de Pacheco, los vacíos frecuentes indican la fractura del discurso, su imposibilidad para
continuarse y perpetuarse como tal. Cada libro de Miret incluye su antilibro, su candado, la
cláusula que lo anula y lo incapacita.18
El esquema de los cuentos de Esta noche vienen rojos y azules (1967), Prostíbulos
(1973), La zapatería del terror (1978) o Rompecabezas antiguo consiste en un puro registro del
tipo sucede esto y esto, sin más profundidad ni signific ado. Éste no parece tener otro valor que el
de la trampa engañosa y Miret recorta todo deseo de ir más allá de su básico sistema. Pero a
través de él se insinúa una invalidez que nos es propia y en la que nos reconocemos: la que se
admite torpe para articular sentido, para forjar símbolo o para instituirse en valor. Miret trabaja
así como un Gómez de la Serna sin greguerías, un Felisberto Hernández sin ensoñación, un Kafka
sin símbolos, es sólo y nada menos que Miret, es decir, un narrador sin moraleja, sin orientación,
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sin empaque, sin utopías, sin lecciones, sin mitología, sin iconos, sin otro instrumento que su
propio enmudecer.19
IV. Historias incapaces, historias obligadas, historias perversas
Con su cuento precolombino, Carlos Fuentes abordaba para ese género breve lo que
antes El libro vacío de Josefina Vicens había realizado en narrativa: la indagación en la
indigencia. El libro de esa autora minoritaria volvía en redondo sobre sí hasta autoanalizarse y
confirmar lo insuficiente del gesto literario. Igualmente, al relato de Fuentes no le era posible
hallar salida honorable para su propia trampa. Uno y otro confirmaban desde distintos ángulos la
conciencia deficitaria de la escritura y la suspensión de todo desarrollo.
La detención del proceso moderniza dor que ambos documentan ofrece, por tanto, como
inmediata consecuencia, una suspensión de los contenidos y de la historia en tanto material del
relato y una peculiar descomposición de la tradición narradora. Ésta se desintegra en una sátira
menipea, en un carnaval de voces, de géneros y de estados.
Lo alto y lo bajo se confunden, lo serio y lo ridículo, lo cómico y lo grotesco en una
mezcla indistinta cuya conclusión última parece ser el silencio. La narración descree en último
término de la narración dentro de una operación desestabilizadora y especialmente visible en la
generación que cierra el siglo, la de Juan Villoro, Bárbara Jacobs o Francisco Hinojosa,
generación en la que esa imposibilidad narrativa se solventa con un relato desposeído, claramente
expósito.
Los autores que crecieron en el México de López Portillo y de Echeverría, el México
hechizado con un mal gestionado simulacro de bienestar y de liberalismo, aprendieron a leer con
las novelas de la Onda, mientras sus hermanos mayores protagoniza ban la revolución del 68 con
el resultado, todavía no censado en muertos, de la plaza de Tlatelolco. Para ellos, por
consiguiente, José Agustín es un clásico y la contracultura, la tradición que reverencian.
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Además, hace ya tiempo que la literatura mexicana dejó de buscar sus raíces y de hacer
antropología para asumir su fuerte pertenencia a lo que ocurre en el otro lado de la frontera. Sin
complejos nacionales, la generación de Villoro pudo sentirse más identificada con Kurt Cobain y
Warhol que con Negrete o Siqueiros. En medio de esa tranquila asunción de la modernidad —con
los mass media, la globalización, el shopping center y la psicodelia —, asumieron una postura
nada contestataria respecto a grupos previos. Por el contrario, gestionaron un cambio de guardia
proteccionista y un relevo suave frente a todo lo anterior que les permitió incorporarlo sin
desgarramientos. Al fin y al cabo, no se proclaman vanguardias (subraya uno de sus integrantes)
cuando la libertad es la norma. Eso les hizo especialmente hábiles, pero también sobremanera
huérfanos: tenían estilo, educación y madera, pero carecían de fe, de fuerza y de estímulo.
Su renovación caminará por otro lado y compete más bien a esa pérdida de direcciones
que la postmodernidad arroja como cómputo. Ellos han sido los que asumen plenamente sus
síntomas, es decir, el desvalimiento del relato, las serias dudas en torno a las posibilidades de la
narración, el descrédito de ésta y de su iconología. Acuden incluso a esquemas bastante
anarquistas, con altas probabilidades de desencadenar silencio; esquemas que ponen de relieve la
existencia de una importante crisis narrativa.
Los experimentos de Bárbara Jacobs en Escrito en el tiempo (conjunto de cartas nunca
enviadas al director del semanario Time, escritas forzada y puntualmente alrededor de algún tema
que la lectura de la revista desencadena) están hablándonos de una falta flagrante de necesidad
narrativa y de una sustitución del argumento, de la verdadera exigencia expositiva por el mero
goce del hilo narrador, del monólogo o murmullo enunciativo que se secunda a sí mismo,
conducido por su propio ronroneo: una glosolalia sin dirección, autosuficiente y
autocomplaciente, sustituyendo la pertinencia, ahora en quiebra, del discurso.
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Carlos Flores Vargas hace uso de guías previas desde las que desencadenar su propia
creación en forma de réplica manipulada o invertida. El hipotexto original, como La piel de
Curzio Malaparte, queda convertido en un irreconocible despojo, una copia deforme en las
catacumbas de la cultura.
La ironía de Adolfo Castañón, burlando la vieja literatura, las prosas minúsculas,
recordando un universo narrado pleno y previo que Luis Ignacio Helguera bautiza Traspatios, o
la erudición libresca de Emiliano González revelan la dependencia de la mise en abîme, del libro
dentro del libro como mecánica capaz de desencadenar discurso.
Siguiendo también esa línea, Francisco Segovia actualiza lo gótico en relatos que versan
sobre el vampirismo y resultan, a su vez, vampíricos, igual que lo es toda literatura que se nutre
de sangre escrita anterior.
Jorge García Robles produce para su libro Lofránida una escritura surrealista,
plagiadora, transitada de citas y de guiños que una escatología imparable reconvierte en
fantasmas o espectrales variantes.
Los fragmentos inclasificables de Jaime Moreno Villarreal apenas encuentran cohesión
en títulos que, como Música para diseñar, si algo testimonian, es la imposible reunión de restos
en que ahora un relato consiste.20
V. La narración inacabada y el cuento doble
En todos los casos citados, la escritura no es sino una tarea de saqueo, una gestión con
fecha de caducidad e inoperante para generar más que parodias de sí o de sus temas, condición
obsesiva y circular que sufren dos autores en concreto. Francisco Hinojosa y Juan Villoro,
partiendo de esa orfandad del relato, han articulado una concepción cuando menos peculiar del
cuento contemporáneo: el primero desde una deliberada asunción de la imposibilidad, el segundo
mediante una duplicación del desorden.
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Hinojosa, que parece haberse educado en los malabarismos léxicos de Raymond
Queneau, de Perec, del Oulipo o de la descabellada vanguardia de Jarry, escribe deliberadamente
mal, en una lengua forzadamente torpe e incorrecta, con un voluntario desaseo o un caos
pretendido. Posee, para ello, una eficacia negativa o un virtuosismo a la inversa, diciendo siempre
lo agramatical o lo ilegible y llevando la palabra hasta los límites y fronteras últimas de su
semántica.21
Parte, en principio, de una cierta solemnidad o de una grandilocuencia —habla también
de la muerte, del asesinato, de la venganza, de la bondad, de la construcción nacional o de la
historia—, para desplegar todas sus implicaciones en un terreno que es el puramente denotativo,
dentro de una práctica disolvente que consiste en entender cada término y cada oración del relato
con su significado más literal. Eso engendra un doblete lingüístico, una especie de pareado en la
dicción y un redoble inútil de voces que se dicen o se reiteran. Hay así personajes en sus textos
que pugnan por pugnar, hombres que se dividen y se rompen realmente, seres que son lobos para
el lobo .
Y sobre la Revolución mexicana lo que lanza no es sino una mirada nimia, tribal,
doméstica, dentro de un relato que la minimiza y transforma en batalla entre clanes o a
enfrentamiento de niños en la casona familiar. El cuento titulado “A la sombra de los caudillos en
flor” pertenece al libro más representativo de este autor y de esta producción grotesca, parca,
distinta. Informe negro (1987) realiza, en efecto, un fundido neblinoso sobre pilares básicos,
sobre las grandes obras maestras (llámense Proust o Martín Luis Guzmán) y sobre el lugar
literario común. En él, como en Cuentos héticos (1996) o Memorias segadas de un hombre en el
fondo bueno (1995), Hinojosa ironiza en cada página con una tradición de la que apenas restan
sino sus ruinas o la pulsión patética de pertenecerle a toda costa.
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Por otra parte, todos los cuentos, demediados, recortados, inconclusos o construidos
como una sucesión de aforismos, vuelven a incidir en la situación inacabada del discurso y
señalan la falta de conclusiones a las que el ejercicio de la prosa conduce.
Relatar no es ya un producto sensato ni concluyente, ni siquiera sigue ya un camino
directo. De hecho, estudiando la obra de un contemporáneo suyo (el argentino Ricardo Piglia),
Juan Villoro esboza la teoría de la historia segunda o historia doble, un discurso alternativo que
se realiza en cada cuento por debajo o a escondidas de la trama primera.22
Lo visible tapa lo secreto, lo que está funciona en tanto camuflaje para algo que no está.
Los juegos de manos (este continuo dar una descripción por su ausencia) permiten sospechar un
relato permanentemente escamoteado e insinuándose, a la vez, entre medias del relato patente.
Como sin quererlo, el argumento inicial va produciendo otro hilo y otro tema que se
intercala en aquél y lo complica, de tal manera que se está siempre narrando otra cosa y el autor
de la narración pierde la perspectiva, incluso el dominio de su propia deixis.
La superficie horadada que ello genera y el proceder mediante una serie de reenvíos a
que obliga conllevan que nada sea simple y que tampoco pueda consistir totalmente en lo que
parece decirse. Juan Villoro, autor bastante convencional antes de este aprendizaje trucado,
redacta para su último libro, La casa pierde (1999), cuentos dobles, dotados con la seguridad
engañosa de una finta en el penalti, cuando el gesto del tirador quiere indicar una dirección, pero
el balón se proyecta hacia el lado opuesto e inesperado.
En general, casi todos los relatos incluyen un descubrimiento nefasto, en el sentido de
imposible: una revelación intuida pero jamás cumplida del todo. El proceso de desvelar, por
medio de escritos, la realidad parapetada detrás sólo pone de manifiesto la veladura, subraya la
máscara que nos esconde. No hay más epifanía que esta constatación de lo que la impide.
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La estructura de descifrado que el cuento adopta de este modo lo acerca y reconcilia con
formas discursivas de maestros anteriores. A este respecto, Villoro consigue encajar bien la
lección borgiana y abunda en la imposibilidad de una moraleja metafísica o de un resultado en la
especulación. El único rédito que el autor insinúa lo arroja el título: siempre que la vida juega con
nosotros, somos nosotros los que perdemos. La rendición de cuentas de esa pérdida es demasiado
compleja y sólo puede cumplirse por la vía de la historia doble o del relato narrado en el relato.
En el último de los cuentos de Villoro (“Corrección”), la deuda se salda con el mito por
excelencia del trabajo literario en México: con la figura recalcitrante del escritor genial que se
inhibe de continuar escribiendo, quizá porque comprende la inutilidad perentoria de insistir. De
Rulfo a los escasos textos de Julio Torri, Silva y Aceves, Monterroso, Rossi, Arreola, el
mexicano vive obsesionado con el misterio de la propia parquedad. El cuento contemporáneo, a
través de sus más jóvenes representantes, empieza , sin embargo, a hacer de esa obsesión una
forma factible de elocuencia.
VI. El antiguo y nuevo sistema de narrar
No difiere de lo anterior el diagnóstico para la última hornada de narradores, nacidos en
los sesenta. Quizá en ellos la carga metaliteraria del relato sea menos crítica, un poco más
juguetona, a veces obvia o directamente banal. Probablemente el costumbrismo y la voluntad de
denuncia parezca menos decisiva y menos implicada. Sobre todo, escriben desde una cierta
impunidad transnacional y su voz resulta más neutra, menos identificable. Son, en ese sentido,
más libres, menos deudores de una tradición, de un retrato propio o patrio y más cuentistas, es
decir, más interesados en producir sólo un relato.23
Así, en esa búsqueda o rescate de la narración por la narración sin otras consideraciones,
encontramos variantes que rozan lo anacrónico: prosas que imitan leyendas medievales,
semblanzas historicistas, cuentos de aventuras en otro lugar y otro tiempo, descabellados escritos
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futuristas dentro de una ciencia ficción tecno-tenebrosa, parodias goliárdicas de grandes clásicos,
revisiones psicologizantes e intimistas con su monólogo interior y su trauma destripado. Todo en
nombre de la continuidad de la voz escritural: por ella el cuento mexicano está produciendo en la
década del noventa remedos de sí mismo, mimesis del laconismo de Arreola, del desfachatado
silencio de Monterroso, de las epopeyas tremendistas de Fuentes, de la persecución femenina en
Elena Garro, del fin del mundo adelantado por De la Borbolla. Los últimos cuentos pasan en
Ucrania, Bagdad, los Balcanes, hablan del pasado más remoto (incluso de un pasado no mexicano
y de un territorio desconocido) o se inclinan hacia un futuro imaginado y demente.
En este sentido, Julio Ortega los considera autores emancipados respecto a cuestiones
anteriores demasiado localistas o concretas y dependientes, en cambio, de los nuevos mapas y las
nuevas estructuras macroeconómicas.24
Han nacido de la crisis de los sistemas de representación nacional y se mueven por un
territorio indiferenciado, sin rasgos de idiosincrasia, sin características personales. El cuento
mexicano empieza a parecer, en vez de una prosa cosmopolita, un texto de ninguna parte.
Con el paisaje se derrumba la enunciación, porque la identidad que estos autores
celebran es la desmembrada surgida de la diferencia, el cambio, y de la cultura como matriz de
celebración crítica. El sujeto es ahora un sujeto trashumante que establece un principio de
acuerdo con lo múltiple.
El fin de siglo ve crearse un cuento que es, como él, diverso, heterogéneo, complejo,
caótico; que como él ha renunciado al desenlace o al balance para preferir la simple narración, el
arte siempre eterno de contar cosas, sean éstas las más antiguas o las más próximas, las más
normales o las más raras. Y aunque los resultados no son todavía perceptibles, ya es un hecho
este regreso de la escritura y de la trama. Después del panorama desolador que experimentos más
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estructurales arrojaban sobre las posibilidades de escribir, vuelve a contarse con todas las fuerzas
de la vieja y maravillada oralidad, del cuento prodigioso y la admiración suspensa.
[cerrar]
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1
Lo difícil entonces es imaginar cómo esta experimentación generalizada se las arregla para seguir
siendo innovadora y distinta. La globalización de lo nuevo supone, sin embargo, un fenómeno indispensable, el
único instrumento para mantener el interés de lo literario frente a la masiva competencia de los medios visuales y las
otras formas de arte (Castañón 213).
2
Basta mencionar títulos como Benzulul (1959) de Eraclio Zepeda, Ciudad real (1960) de Rosario
Castellanos (dentro de lo que se consideraría una acercamiento etnográfico a la realidad indígena) y Elena Garro con
la variante del realismo mágico en La semana de colores (1964), para constatar la eficacia y desarrollo de este
motivo en el cuento contemporáneo.
3
Todavía no se ha estudiado la importancia de la crónica en la literatura breve mexicana, pero el
homenaje que le rinde uno de sus cultivadores resulta suficientemente elocuente: “Quienes crecimos (reconoce Juan
Villoro) entre la avalancha de la cultura de masas y la cultura del secreto y el confesionario encontramos en la
crónica nuestra frontera personal, la fórmula para mezclar lo público y lo privado. Lo que se decía en voz baja, las
historias condenadas al olvido o a la vaga supervivencia del rumor, encontraron su lugar de residencia. Los ilegales
del nuevo periodismo mexicano fijan lo evanescente, desvían los reflectores a personajes y sitios inéditos, invierten
los términos de lo verdadero (la única hipótesis descartable: lo oficial). En un país sin lectores, los cronistas
comprueban la urgencia de sus palabras” (Villoro 82).
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Para Castañón (209), que subraya igualmente la importancia y radical originalidad de esta escritura, el
auge de la crónica y su incursión en otros géneros como el cuento demuestra la modificación vivida en todos lo
niveles del presente mexicano (Iglesia, Estado, industria, gobierno, relación con las minorías, lucha social).
Testimoniaría, por eso, el advenimiento de nuevas fuerzas y de nuevos actores sociales al escenario (Vidal 53).
5
La bibliografía sucinta de los autores más recientes y más desconocidos entre los mencionados es la
siguiente: Alberto Ruy Sánchez, Los demonios de la lengua (1987). Álvaro Uribe, La linterna de los muertos (1985).
Jesús Gardea, Septiembre y los otros días (1980), De alba sombría (1985) y Las luces del mundo (1986). Ricardo
Elizondo, Relatos de mar, desierto y muerte (1980) y Maurilia Maldonado y otras simplezas (1987). Luis Arturo
Ramos, Los viejos asesinos (1981). Federico Campbell, Tijuanenses (1989). Daniel Sada, Un rato (1984) y Juguete
de nadie y otras historias (1985). Luis Humberto Crosthwaite, Marcela y el Rey al fin juntos (1988) y Mujeres en
traje de baño caminan solitarias por las playas de su llanto (1990). Rafael Ramírez Heredia, De viejos y niños
(1980), El Rayo Macoy (1984) y Paloma negra (1987). Emiliano Pérez Cruz, Tres de ajo (1983), Si camino voy
como los ciegos (1987), Borracho no vale (1988). Óscar de la Borbolla, Ucronías (1990). Luis Zapata, De amor es
mi negra pena (1983). Guillermo Samperio, Textos extraños (1981), Gente de la ciudad (1986) y Cuaderno
imaginario (1990). Fabio Morábito, Gerardo y la cama (1986) y La lenta furia (1989).Carlos Chimal, Cuatro
bocetos (1982) y Lecturas de rock (1983). Enrique Serna, Amores de segunda mano (1994). Ana Clavel, Fuera de
escena (1984) y Amorosos de atar (1992). Rosa Beltrán, La espera (1986). Samuel Walter Medina, Sastrerías
(1979).
6
“El mito de Juan Rulfo devastó la narrativa rural. El derrumbe de Pedro Páramo lo fue de un universo
literario exhausto. El mundo pareció vacío: sus dioses y demonios lo habían abandonado. La disolución de la utopía
natural se escenificó en los cuentos y novelas de Rosario Castellanos, Eraclio Zepeda, Elena Garro, Sergio Galindo y
Amparo Dávila. Los autores fabulaban desde las aldeas de su infancia: barcos alejándose del puerto de la memoria.
No sólo Rulfo guardó silencio. Lo impuso a las generaciones siguientes” (Domínguez Michael 520). Para la escritura
de Rulfo como ejemplo de reducción, véase el artículo de Margo Glantz titulado “La palabra de Juan Rulfo”.
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“Durante los cincuenta, los escritores se profesionalizan, las instituciones culturales toman forma y se
crea un espacio crítico consistente al aparecer el suplemento México en la Cultura que dirige Fernando Benítez, y la
Revista Mexicana de Literatura, fundada por Emmanuel Carballo y Carlos Fuentes. Estas publicaciones, junto con
Cuadernos del viento, La palabra y el hombre y Universidad de México, se convierten en las principales protectoras
del cuento en unos momentos en que el mercado editorial está acaparado por la novela [...]. El taller literario fundado
también por Arreola, se convierte durante los sesenta en otro bastión para el cultivo y supervivencia de la narrativa
breve. A raíz de estos esfuerzos, algunas instituciones como las Casas de Cultura de algunos estados, el Instituto
Nacional de Bellas Artes y algunos centros de estudios, empiezan a prestar un importante apoyo al género,
instituyendo premios [...]. Con todos estos apoyos se producirá un resurgir del género que repercutirá en el aumento
de la producción cuentística desde finales de los sesenta” (Vidal 46). Véase también el artículo de José Joaquín
Blanco, “Aguafuertes de narrativa mexicana 1950-1980”.
8
No sólo algunos se educaron en su taller, la dependencia del modelo propuesto por Arreola fue incluso
argumental. Así, las criaturas inventadas por Carlos Valdés como “El último unicornio” le recuerdan demasiado y
muestran a un tipo de cuentista que usa la ironía literaria para evadir el choque eventual con la descomposición
textual (Domínguez Michael 41).
9
Para un análisis escrupuloso del patrón tipo que los cuentos de Arreola ponen en circulación, véase:
“De la prosa breve y plena: Juan José Arreola” de Saúl Yurkiévich.
10
Para la nómina del grupo y para su pasión hacia Revueltas, defendida ante todo por José Agustín que
reúne su obra completa en los sesenta, véase: “Los de fin de siglo” de Luis Arturo Ramos.
11
Para esta capacidad receptora que la Onda concita, véase. el amargo pero inteligente balance de
Paloma Villegas en su artículo “Nueva narrativa mexicana”: “El lenguaje de la onda había sido mediatizado por los
mass media, convertido en bufonería de los cómicos más abyectos de TV, inventariado en léxico para atribulados
padres de familia [...]; medio que se inventó para expresar nuevas cosas, contribuía ahora a la soledad de quienes lo
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balbuceaban [...]. El pseudo-orientalismo, la astrología y la confusión misticoide, la mariguana (antes puerta de la
percepción) para olvidar; los hongos comercializados y adulterados en Huautla son las coordenadas de una
subcultura cada vez más desplazada por las consignas de la izquierda, el interés hacia la teoría política y, en otros
casos, la incorporación al sistema. [...] Perturbado por su propia concepción tremendista, cae en un naturalismo
ocioso, insustancial y falto de vida que depende de la cursilería de las interpretaciones y aguarda las concesiones
sentimentales de un lector complaciente” (Villegas 245).
12
“El match se declara: de un lado la trascendencia, el discurso elaborado por la sociedad mexicana que
exige la atención de la Historia, el respeto de los demás países, la bendición de Dios y de los símbolos de la
nacionalidad y de los demás conciudadanos. En la otra esquina, la inmanencia, esa garantía del ser, sitiado en su
epidermis por dioses finalmente asibles. [...] A ese lenguaje institucional, sin vacilaciones, sin dudas, programático,
que se hace sentir como el fortalecimiento de una clase en el poder o el auge de una confianza represiva, [se] opone
apenas lenguaje de sí y no, de simón y nelazo, no una certidumbre, sino una conducta” (Monsiváis, “Sobre el
significado de la palabra huato” 107-108).
13
“En los temas de Los días enmascarados se encuentran todos los elementos del deliberado
modernismo de Fuentes: el saqueo novelesco del mito, la digresión semántica, la desconstrucción de la Historia, la
crítica del propio modernismo y la extrapolación futurista” (Domínguez Michael 13).
14
No soy yo sino de nuevo el crítico Domínguez Michael el que percibe esa vinculación entre el
protagonista de “Chac Mool” y el personaje sin carácter de El libro vacío (Domínguez Michael 13). Para el carácter
metaliterario y la novedad importante del texto de Josefina Vicens, así como para el tema de su rareza y de la
marginalidad y desconocimiento en que se la mantiene (Llarena 28-29).
15
Christopher Domínguez disecciona esta derivación del narrar mexicano contemporáneo en un proceso
que él compara con la desintegración de la tragedia antigua en sátira menipea, una desintegración que para él
comienza con los zeppelines inflamados, esas obras peligrosas que son los cuentos y novelas de Fuentes (Domínguez
Michael 30).
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La cita pertenece a Fuentes y resulta muy interesante el modo en que éste se expresa en torno al
significado de su relato en Protagonistas de la literatura mexicana de Emmanuel Carballo (535).
17
Para la condición apocalíptica de la escritura de Pacheco, véase el artículo de Jorge Ruffinelli, titulado
“Al encuentro de la voz común: Notas sobre el itinerario narrativo de José Emilio Pacheco”. Para el relato y la
identidad fracasada que de él se deriva, véase “Las leyes de la frontera, los mapas del caos” de Esperanza López
Parada.
18
La cita pertenece a una magnífica semblanza que del escritor traza José de la Colina: “Leer, entrar en
un cuento de Miret es entregarse a una experiencia nueva y que sólo lateralmente es literaria o estética. Abolido en el
texto cualquier propósito filosófico o moral o formal, sólo queda el testimonio directo, el reportaje de una aventura
en el más fantástico, no diré maravilloso, de los espacios: lo cotidiano. [...] Narración nada más: sucede esto y esto y
esto y esto, y la mera sucesión de hechos, de accidentes, de actos, de miradas, de pausas, de puntos suspensivos, de
parpadeos, de detenciones, lentitudes y desplazamientos que nos hace recorrer Miret como un palacio de las
sorpresas minuciosamente dibujado por Piranesi, resultan en efecto una aventura prodigiosa que nunca abandona este
mundo, esta realidad, esta vida humana” (De la Colina 3).
19
“La fragmentación del relato quiere mimar también el caos o el desconcierto que la realidad ha
producido, sin ficción de por medio, en los últimos tiempos mexicanos” (Perea 51).
20
Ofrezco una pequeña nota bibliográfica con los títulos y fecha de la producción cuentística de los
autores reseñados: Bárbara Jacobs, Doce cuentos en contra (1982), Escrito en el tiempo (1984). Carlos Flores
Vargas, Cuentos de sexo (1983), El don obsesivo (1989). Adolfo Castañón, El pabellón de la límpida soledad (1988).
Luis Ignacio Helguera, Traspatios (1989). Emiliano González, Los sueños de la Bella Durmiente (1978) y La
habitación secreta (1988). Francisco Segovia, Conferencia de vampiros (1987). Jorge García Robles, Lofránida
(1987). Jaime Moreno Villarreal, La línea y el círculo (1981) y Música para diseñar (1991)
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Estoy citando el estupendo artículo de Evodio Escalante sobre el autor: “Francisco Hinojosa alcanza
en el Informe negro una rara maestría, una imaginación desatada, paródica, libresca, depuradamente intelectual, a
veces franca (y socarronamente) metafísica. [...] Ningún escritor como él, ni siquiera Fuentes, me parece más
efectivo en su despliegue del lenguaje. Fuentes es grandilocuente, esto juega en su contra. Hinojosa se ciñe a la
inventiva de la palabra para derivar hacia la no-palabra, hacia lo que no se había dicho. Como alguno de sus
personajes, él es de los que pugna por pugnar. En este dobleteo, en esta instancia de la palabra sobre un sentido
particular de ella misma, el lector descubre significados que no estaban en la lengua, mejor dicho que la gramática de
la lengua parecía excluir. Como cuando afirma, para recurrir a otro ejemplo, que el hombre es un lobo del lobo”
(Escalante 15).
22
Juan Villoro comenta un artículo de Piglia al respecto en la introducción que escribe para la edición
mexicana de los relatos de éste último (Villoro, “Prólogo” 7-21).
23
Doy una lista improvisada de unos cuantos autores, sabiendo que quedan muchos más a los que este
diagnóstico sería igualmente aplicable: Ana García Bergua, El umbral: travels and adventures (1993) y El
imaginador (1996); Ignacio Padilla, Subterráneos: cuentos del asfalto y la vereda (1990) y Si volviesen sus
majestades (1996); Pedro Ángel Palou, Música de adiós y Amores enormes (1992); Pablo Soler Frost, El sitio de
Bagdad y otras aventuras del doctor Greene (1994); David Toscana, Historias de Lontananza (1996); Jorge Volpi,
Pie en forma de sonata (1992). Dentro de la nómina de autores noveles con cuentos publicados de momento en
revistas y antologías, destacan: Adrián Curiel Rivera, Roberto Pliego o Naief Yehya.
24
Julio Ortega expone dichas conclusiones en el prólogo de su Antología del cuento latinoamericano del
siglo XXI. Las horas y las hordas, prólogo con el que la nómina anterior de autores se declara en deuda.
27