Ápeiron. Estudios de filosofía
Nº1, 2014
ISSN 2386 - 5326
El maestro ausente
Antonio Campillo
Universidad de Murcia
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En aquella ciudad había muchos maestros y un solo discípulo.
Al principio, todos los maestros disputaban entre sí para atraérselo. Pero él
era todavía muy joven y vacilaba. Quería elegir al más sabio y aprender sus
enseñanzas, pero no sabía cómo reconocerlo entre tantos que reclamaban ese
título y parecían merecerlo. Por eso, no se decidía a adoptar a ninguno de ellos
como su único y verdadero tutor.
La indecisión del joven aumentó la inquietud y la hostilidad mutua entre los
candidatos. Si alguno de ellos resultaba finalmente elegido, ¿qué sería de todos
los demás? Ya no podrían seguir reclamando el honorable título de maestro,
pues ya no tendrían ante quién reclamarlo. Tarde o temprano, se verían
obligados a aceptar la victoria del elegido, a reconocerlo como mentor supremo
y a rebajarse a sí mismos a la mera condición de discípulos. En el mejor de los
casos, podrían aspirar a ocupar los primeros puestos entre los seguidores más
aventajados.
Para conjurar la posibilidad de semejante humillación, unos cuantos
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maestros cuyas doctrinas no diferían mucho entre sí decidieron formar una
cofradía de iguales, con el fin de ofrecer al único y deseado aprendiz una
enseñanza colegiada.
Ante esta hábil estratagema, otro grupo de maestros constituyeron una
segunda escuela de sabiduría, más numerosa y heterogénea que la primera, y se
presentaron ante el indeciso escolar como un ramillete de genios más variado y
selecto que el anterior.
La formación de estos dos grupos redujo notablemente el número de
opciones entre las que había de resolverse el dubitativo joven, mientras que para
los aspirantes coaligados aumentó las posibilidades de preservar su privilegiado
rango. Pero, para obtener esta pequeña mejora en sus expectativas, cada uno de
ellos tuvo que renunciar a su deseo de ser el único maestro y contentarse con
ejercer como un virtuoso especialista. Era como ingresar en una orquesta sin
director, en la que cada uno tenía que limitarse a tocar lo mejor posible un solo
instrumento. Podía seguir siendo tratado como maestro, pero solo en su
especialidad. Este era el precio que había de pagar por compartir el título con sus
iguales.
Por eso, hubo unos cuantos que no quisieron coaligarse y que siguieron
atribuyéndose en exclusiva el disputado vocablo. Un verdadero maestro, decían,
no puede rebajarse a la condición de simple especialista en el seno de una
sectaria cofradía. Así que estos solitarios continuaron reclamando, cada uno por
su lado, la condición de sabio supremo.
En cuanto a las dos cofradías rivales, sin dejar de disputar entre sí, se
aliaron para descalificar a esos pocos eremitas. Ambas coincidían en rechazar
como anticuada y ridícula la vieja figura del sabio que pretende conocerlo todo
por sí mismo, y en su lugar defendían la moderna y eficiente figura del
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especialista que se reúne con otros para conseguir, mediante la mera suma o el
metódico debate, un conjunto de saberes compuestos y concordantes.
Pasaron los años. Los maestros más ancianos habían muerto o sufrían
enfermedades que les impedían seguir enseñando. Los demás urgían al reacio
discípulo para que tomara una decisión. Les irritaba su irresolución, pero al
mismo tiempo temían su veredicto, así que procuraban mostrarse con él
pacientes y aduladores. Ponderaban su prudencia y elogiaban sus progresos. A
veces, adoptaban una actitud de fingida indiferencia. Utilizaron todas las
estratagemas posibles, pero ninguno consiguió ganárselo como adepto. El joven,
que ya no era tan joven, fue demorando día tras día su elección. Mientras tanto,
escuchaba las palabras y observaba las acciones de unos y otros. Poco a poco,
conoció las opiniones y las pasiones de todos ellos, se convirtió en un hombre
experimentado y adquirió una gran sabiduría.
La resistencia a elegir entre tantos y tan cualificados pretendientes, que al
principio le causaba una gran inquietud y un gran pesar, se fue transformando en
una firme y deliberada voluntad de independencia. El eterno estudiante hizo de
la no elección su gran elección. Y, desde el momento en que eligió no elegir,
experimentó un profundo alivio, una inesperada ligereza de espíritu. A partir de
entonces, se sintió con fuerzas para discutir las doctrinas de unos y otros, para
establecer comparaciones entre ellas, para juzgarlas con ecuanimidad y,
finalmente, para formular sus propios pensamientos.
Desde el momento en que se negó a acatar la autoridad exclusiva de nadie y
a seguir siendo tratado como un imberbe aspirante a discípulo, los sedicentes
maestros comenzaron a temer sus juicios, a buscar su aprobación y a solicitar su
consejo. Ya no disputaban entre sí para defender sus propias doctrinas, sino para
erigirse en intérpretes autorizados de las palabras del indisciplinado autodidacta.
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Aquel año, al llegar el solsticio de verano, ocurrió algo inesperado. Había
pasado como un suspiro la noche más corta y estaba despuntando el día más
largo del año. Esa mañana, la cofradía más numerosa celebró una reunión
solemne y plenaria. Tras una breve deliberación, acordó por unanimidad
reconocer al discípulo el título de maestro único y supremo, y atribuirse a sí
misma el privilegio de difundir sus enseñanzas y velar por su correcta
interpretación. Pocas horas después, al caer la tarde, la otra cofradía se apresuró
a realizar una proclama similar.
Al día siguiente, los sabios solitarios comenzaron a declarar que el díscolo
discípulo era uno de los suyos, sin duda el más sabio de todos, por lo que solo
ellos estaban en condiciones de comprenderlo. Así que rechazaron las
pretensiones enarboladas por ambas cofradías.
Desde entonces, unos y otros, juntos o por separado, acudieron al unánime
maestro con la esperanza de convertirse en sus más predilectos allegados, pero
también con el temor de verse relegados a un segundo plano o condenados al
más irreparable ostracismo. Sin embargo, cuanto más disputaban entre sí para
ganarse el favor del nuevo e indiscutido guía, con más vehemencia eran
rechazados por él. Si en otro tiempo se había resistido a ser tratado como
discípulo, ahora se resistía a ser tratado como maestro.
-Yo no soy ni aspiro a ser maestro de nadie -dijo a un pequeño círculo de
oyentes, cuando acudieron a conversar con él bajo el pórtico de la plaza del
mercado, una cálida tarde de verano-. Me daría por satisfecho si pudiera llegar a
ser maestro de mí mismo.
-Y ¿cómo esperas conseguir tal cosa? -le preguntaron ellos.
-Siguiendo dos sencillas reglas: la primera exige no tomar a nadie como
maestro, excepto a uno mismo; la segunda exige no tomar a nadie como
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discípulo, excepto a uno mismo.
-¿Crees que también nosotros deberíamos seguir esas dos reglas?
-Así lo creo. Solo quienes actúan de esa manera pueden tratarse los unos a
los otros como maestros y como discípulos a un tiempo. Eso es lo que distingue
a los verdaderos amigos y a los amigos de la verdad.
Y, dicho esto, se alejó de sus seguidores y se fue a pasear por los campos
cercanos a la ciudad, para gozar en soledad de la última luz del día.
Quienes le habían aclamado como maestro indiscutible, se sintieron
repentinamente huérfanos. Tras unos momentos de confusión e incertidumbre,
comenzaron a deliberar y a discutir acaloradamente. Algunos decidieron regresar
a su casa y seguir el ejemplo de aquel que solo aspiraba a ser maestro y discípulo
de sí mismo. Los demás, que eran la mayoría, se sintieron tan defraudados,
humillados y resentidos, que comenzaron a acusarle de los más contrarios
pecados: unos le acusaban de arrogante, por negar que hubiera maestro alguno
capaz de guiarle; otros le acusaban de cobarde, por rehuir los deberes que de él
reclamaban sus huérfanos discípulos. Consideraban abominable negarse a recibir
doctrina alguna, pero consideraban igualmente abominable negarse a impartirla.
Todos coincidían en la necesidad de que hubiera maestros y discípulos, para que
la recta doctrina pudiera ser reconocida, preservada y transmitida de generación
en generación. En caso contrario, se desencadenaría el caos, la anarquía, la
confusión de las lenguas, la decadencia de la civilización. Si todos siguieran el
ejemplo del renegado, si cada uno aspirase a ser solamente maestro y discípulo
de sí mismo, la verdadera sabiduría desaparecería de la faz de la Tierra. Por tanto,
había que evitar a toda costa que su ejemplo se propagase. Había que extirpar el
mal de raíz.
Todos los presentes convinieron en actuar de forma inmediata. Se
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precipitaron en tropel hacia las afueras de la ciudad, buscaron al solitario
paseante en las encrucijadas de todos los caminos, le dieron alcance cuando
vadeaba el curso de un pequeño río y allí mismo, sin atreverse a tocarlo, lo
lapidaron hasta darle muerte.
Aquel asesinato les llenó de terror, pero al mismo tiempo les infundió una
inesperada fuerza. Se sintieron llamados a emprender una gran ofensiva de
regeneración espiritual. Parecían movidos por una sola y poderosa voluntad. Ya
no se lamentaban de su orfandad ni rivalizaban por la supremacía, sino que más
bien se sentían impulsados por la ira y la complicidad, como si el crimen
compartido hubiera despertado en ellos una arrogancia y una hermandad ocultas.
De regreso a la ciudad, comenzaron a perseguir a los pocos que habían decidido
seguir el ejemplo del lapidado. Estos tuvieron que huir de sus casas y refugiarse
en lugares secretos, o bien abjurar públicamente de las perversas ideas de su
mentor. Quienes no tuvieron ocasión de hacer lo uno o lo otro, acabaron siendo
ahorcados en los muros exteriores de la ciudad, donde sus cadáveres
permanecieron expuestos para escarmiento público y pasto de las aves
carroñeras.
Pasado el furor de la persecución primera, algunos de los fugitivos
consiguieron reunirse clandestinamente y acordaron constituir una nueva
cofradía en torno a las enseñanzas del maestro ausente. De este modo, la ciudad
se dividió de nuevo en dos bandos, el que abominaba públicamente del lapidado
y el que lo veneraba en secreto.
Pero, tanto en un bando como en otro, acabaron apareciendo maestros
dispuestos a ofrecerse como guías y discípulos dispuestos a seguirles. Por
supuesto, los maestros y discípulos de la secta minoritaria consideraban unos
falsarios a los de la secta mayoritaria, y viceversa.
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Perseguidores y perseguidos coincidían en un punto: no era posible
encontrar verdaderos maestros y verdaderos discípulos si no se los distinguía de
los falsos maestros y los falsos discípulos. Por eso, consideraron un destino
ineluctable y providencial que la ciudad estuviera dividida en dos facciones
enfrentadas entre sí. Si no se diera semejante lucha, la verdad y la mentira serían
indiscernibles y nadie podría diferenciar a un maestro de un discípulo, ni a un
sabio de un mentecato.
Finalmente, unos y otros se alegraron de haber dejado atrás aquella lejana
época en la que había muchos maestros y un solo discípulo.
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