Quaderns (2009) 25, pp. 11-18. ISSN 0211-5557
MESTIZAJES: POSICIONES AMBIGUAS,
IDENTIFICACIONES AMBIVALENTES
Alexandre Coello de la Rosa
Universitat Pompeu Fabra-CSIC
Montserrat Clua i Fainé
Universitat Autònoma de Barcelona (UAB)
Joan Muela Ribera
Pass-International - CIET
“Cada concepto fundamental contiene varios estratos profundos procedentes de significados pasados, así
como expectativas de futuro de diferente calado.”
R. Koselleck
Pocos conceptos presentan un despliegue histórico con múltiples capas de significación acumuladas tan interesante como el de “mestizo”. Es por ello imprescindible, para cualquier aproximación al término, focalizar primeramente el análisis en el
contexto histórico que le dio origen y sentido; esto es, la América hispánica colonial
y postcolonial. Y a continuación, examinar con detenimiento su fundamento en
la idea de mestizaje. Además, el propio mestizaje es un fenómeno sugerente, pues
esclarece la lógica y la dinámica de sistemas de clasificación social. La categoría
del/a “mestiz@” connota una ubicación e identificación socio-políticas ambiguas.
Fruto de la interacción entre individu@s adscriptos a grupos ‘raciales’, étnicos,
sociales y/o culturales que se conciben como distintos y excluyentes, l@s “mestiz@s”
provocan intranquilidad y desconfianza pues desafían las categorías sociales establecidas. Pero esta desconfianza ante l@s “mestiz@s” revitaliza al mismo tiempo las
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presuntas marcas diacríticas que sostienen el sistema de clasificación social, ya que
las presupone.
La primera sesión de las Jornadas Identidades Ambivalentes a Debate se dedicó al
propio tema del mestizaje en el ámbito estricto de América Latina. En ella participaron el historiador Juan Carlos Garavaglia y el antropólogo Eduardo Kingman que
ofrecieron dos lecturas distintas aunque complementarias del proceso de mestizaje, su
trasfondo y consecuencias socio-políticas en la América Latina postcolonial. El enfoque
histórico y antropológico riguroso (y en especial un análisis sistemático de los datos
censales disponibles), de los artículos que aquí presentamos permiten contrastar dos
situaciones de mestizaje e interrelación étnica en el ámbito urbano decimonónico: el
México del siglo XVIII en el estudio de Garavaglia y Grosso; el Ecuador del siglo XIX
en el de Kingman.
Precisamente el hecho de enfocar sus estudios en el ámbito urbano permite a los
autores proporcionar una visión más dinámica, fluida y relacional de la vida cotidiana
de los grupos sociales que viven en la ciudad que la imagen tradicional que se tiene de
las jerarquías socio-políticas en la América colonial. Ambos textos introducen nuevas
perspectivas a la discusión sobre el mestizaje que ponen en entredicho la concepción
estática y estrictamente vinculada a la cuestión étnica (incluso de lectura esencialista)
de las relaciones entre los grupos sociales en juego.
Por un lado se encuentra el artículo de Garavaglia y Grosso, “Criollos, mestizos e
indios: etnias y clases sociales en México colonial a fines del siglo XVIII”. Estos autores
proponen que los grupos étnicos y sociales no son categorías contrapuestas sino sistemas
de representación mutuamente significativos. En un intento de aclarar los términos del
problema clasificatorio sugieren analizar el mestizaje no tanto como cuestión exclusivamente jurídica, sino como el resultado de un proceso lógico de interacción entre grupos
étnico-sociales con intereses compartidos. A menudo estas categorías socio-étnicas –
“mestizos”, “criollos”, “castizos”, “mulatos”, etc. – han sido entendidas como estableciendo los limites de grupo a que se ajustaban los individuos. Los autores proponen, en
cambio, examinar otros elementos de clasificación socio-étnica como lo son los oficios
que ejercen, los lugares de residencia y las formas particulares de vestir o hablar, resaltando en especial los factores dinámicos que daban lugar a nuevos contextos culturales.
Parte del problema analítico reside en la utilización que se hace del término “mestizaje”. Estamos de acuerdo que las diversas “mezclas” entre la población blanca, negra
e india que resultaron de los matrimonios interétnicos son solo la punta del iceberg de
un proceso social mucho más amplio que incluye las uniones libres, el concubinato y
la bigamia. La frecuencia de las uniones extra-matrimoniales más o menos inestables y
de la ilegitimidad en la Hispano-América a lo largo del siglo XVII no puede explicarse
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exclusivamente por los abusos sexuales ejercidos por los conquistadores y sus descendientes, sino que hay que tener en cuenta también la influencia reciproca de los valores sociales y culturales entre los grupos. Así, hacia finales del siglo XVII, las pautas
de emparejamiento y reproducción se fueron modificando a causa de la contigüidad
cultural y social de los “grupos plebeyos”,1 favoreciendo las relaciones necesarias que
permitieran los intercambios – no solo sexuales, sino de todo tipo.
En la sociedad colonial hispano-americana la familia consagrada por los sacramentos se convirtió en una de las principales preocupaciones de las autoridades civiles
y eclesiásticas. A finales del siglo XVIII los matrimonios entre “españoles” e indias
aumentaron, pero también los nacimientos ilegítimos, fruto del elevado numero de
concubinatos.2 Esto se explica, en parte, porque por razones socio-económicas y culturales el concubinato no era extraño a la sociedad española. A parte de la desigualdad
social entre los integrantes de las parejas, otra razón podría ser que muchos de estos
plebeyos ya estaban casados. Contraer otro matrimonio conllevaba el riesgo de ser
acusado de bigamia. Los indios acusados del delito de “dúplice matrimonio” eran
juzgados por los tribunales eclesiásticos, pero los españoles tenían que vérselas con los
fiscales inquisitoriales del Santo Oficio (Boyer 1995: 13-32).
La existencia de unas zonas de contacto social entre grupos sociales distintos que
interactúan y negocian constantemente es un aspecto a resaltar en la determinación
de fronteras étnicas. Como ya señalo Barth (1969), los grupos sociales se definen por
su relación con otros grupos. Los datos que proporciona el censo de 1791 de Tepeaca
en Puebla, México, contienen información interesante sobre criterios de definición
social – parentesco, residencia, afinidad ocupacional y etnicidad – de las familias de la
“gente común”. Entre 1777 y 1792, por ejemplo, los que se definían como “españoles”
aumentaron un 50%, mientras que los “mestizos” y “castizos” lo hicieron solamente
un 28%, lo que indica un proceso de blanqueamiento gradual de la población. Pero
para esta población lo importante no era tanto la categoría social en sí, como el peligro
de convertirse en “pardos” o “indios tributarios”.3 Prueba de ello es la escasa correlación existente entre categorías sociales y actividades ocupacionales. El caso de los
1
En el siglo XVIII los “grupos plebeyos” se caracterizaban no tanto por su categoría étnica como por su baja
condición social. Véase Viqueira Albán, [1987] 1999: XVII; Douglas Cope, 1994.
2
En su tesis doctoral de 1978, Dennis Nodin Valdés afirmaba que en el siglo XVIII, los españoles de la
capital de México vivían en concubinato con las españolas tanto como con las llamadas castas (D. N. Valdés 1978, citado
en Kuznesof 1991: 386).
3
Así, en el edicto que la Audiencia de México añadió a la Pragmática Sanción (1778) en 1781 se especificaba
que “los mestizos descendientes de españoles y mujeres indias o a la inversa, así como los castizos, merecen ser distinguidos del resto
de razas [...] y están igualmente sujetos a los requerimientos y demandas que prescribe la Pragmática Real” (Konetzke, citado en
Stolcke 2008: 50).
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ahora definidos como “criollos” (es decir, los descendientes de los primeros españoles
nacidos en territorio americano) es especialmente significativo, pues a finales del siglo
XVIII se ocupaban de unos oficios – artesanía – que parecerían estar reservados a otros
sectores considerados “racialmente” inferiores. En la ciudad minera de Guanajuato,
comenta David Brading (1975: 349-401), también realizaban todo tipo de trabajos,
sobrepasando a mestizos y mulatos.
Ciertamente, este aumento de los “criollos” confirma que los individuos adaptaban
las categorías étnicas a sus necesidades vitales. La autodefinición étnica cobró importancia en relación con los “otros”, es decir, en la medida en que ciertas clasificaciones
(“pardo”, “negro”, “mulato”, “indio”) impedían o dificultaban el ascenso social. Hablar
de “razas” o clases económicamente objetivas no tiene mucho sentido. En su lugar, los
autores proponen definir las adscripciones sociales a partir de otras variables, como el
fenotipo, la lengua, la ocupación, la residencia o el nivel de educación e integración en
los valores de la cultura hegemónica.
Esta visión dinámica del mestizaje entre la “gente común” de Tepeaca de finales
del siglo XVIII se complementa con la exploración por Kingman de la emergencia de
los sectores populares urbanos en el Quito postcolonial en su articulo “Cultura popular,
vida cotidiana y modernidad periférica”.
Se trata de un texto enmarcado en el proceso más amplio de formación de las
republicas latinoamericanas. En el caso ecuatoriano, la revolución de marzo de 1845
aupó al poder a una nueva elite política y administrativa guayaquileña, los “marcistas”,
que gobernaron el país hasta 1859. Las tendencias “federalistas” de los “marcistas”
provocaron una reacción por parte del nuevo presidente ecuatoriano, Gabriel García
Moreno, que impuso un estado rígidamente unitario sujeto al control del ejecutivo
(1861-65). En 1869 García Moreno dio un golpe de estado y mediante la constitución – o “carta negra” – consagró el dominio de la Iglesia y del clero (jesuita) sobre el
Estado (el “Pueblo Católico”) (Williams, 2005: 207-229). Las elites quiteñas se habían
pronunciado a favor de un estado unitario frente a la descentralización administrativa
en cantones y municipios. Tras el asesinato de García Moreno, en 1875, la búsqueda
de un acuerdo entre posiciones “unitaristas” y “federalistas” se prolongó hasta 1885. A
partir de entonces asistimos a una institucionalización de la autoridad estatal a nivel
nacional. La oposición liberal, liderada por las elites costeñas (Guayaquil, Cuenca) se
preparó para desmantelar la república católica impuesta por García Moreno4.
4
En 1895, la Revolución Liberal liderada por Eloy Alfaro permitió a las masas campesinas aspirar a una
reforma agraria que finalmente no se produjo. En 1912 Alfaro fue asesinado y Ecuador se situó en la órbita económica
del imperio británico. Para un análisis más exhaustivo, véase la tesis doctoral de Kingman Garcés, 2003 (especialmente
el capítulo III, pp. 145-216).
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A pesar de la influencia que esta “utopía republicana” ejercía sobre los sectores
populares, Kingman nos ofrece un retrato vivo de los diferentes espacios de sociabilidad
- chicherías, mercados, cantinas – en los que interactuaban individuos pertenecientes a
las clases subalternas e indios ladinizados. A través del análisis de la cultura popular y
de los ámbitos en que se ponían de manifiesto, Kingman nos proporciona una imagen
dinámica de las relaciones sociales de la ciudad en su proceso de modernización, un
proceso que suscita contradicciones con el sistema anterior, yuxtaposición de órdenes
sociales y creación de nuevas condiciones y realidades sociales.
Quito representaba un bastión conservador donde la huella colonial continuaba
indeleble. Sin embargo, lo “popular” se solapaba con los elementos aristocratizantes –
el “ornato” – que marcaban los espacios sociales y físicos (Kingman 2003: 278-282).
En este sentido es sumamente interesante la propuesta que hace Kingman sobre ese
otro “Quito” alejado del carácter ceremonial, corporativo y jerárquico impuesto “desde
arriba”. No le interesan las identidades étnicas en términos de resistencia, sino analizar
“estos espacios contradictorios, de sujeción y autonomía”, en los que se desarrolla esa
cultura. La participación de los sectores subalternos en los procesos de modernización
debe analizarse teniendo en cuenta los espacios que estos ocupan – o por los que “transitan” - poniendo un énfasis especial en la idea de “barroco”, en un doble sentido: por
un lado esta esa dimensión público-festiva de las ceremonias oficiales; por el otro, hay
que tener en cuenta las actividades que surgen espontáneamente en las plazas públicas
donde se reúne la población. Asimismo, lo “urbano” queda también definido no ya a
partir de lo “letrado” – según la celebre frase de Ángel Rama (1991) – sino por los
intercambios materiales y simbólicos que se producen en dichos espacios.
A pesar de que estos campesinos con vocación urbana mantenían vínculos con
sus comunidades de origen, sus actividades públicas los alejaban progresivamente del
ámbito rural. La constitución de estos “sujetos modernos” diluía las categorías étnicosociales establecidas – “criollos”, “mestizos”, “ladinos” –, convirtiendo la ciudad en
el escenario de múltiples intercambios en el tránsito hacia lo que Kingman define en
su articulo como “modernidad periférica”. Las antiguas relaciones patrimoniales se
mezclan con los ámbitos de socialización urbana, como las lavanderías, las chicherías o
los centros de diversión popular, dando lugar a la formación de nuevos sectores sociales.
Durante el siglo XIX las corporaciones gremiales se habían extendido y su grado
de autonomía creció en contraste al resto de oficios. Con el desarrollo de las manufacturas y las fábricas, las organizaciones sindicales e informales sustituyeron a los antiguos gremios. Lo “popular” adquirió así una dimensión fluctuante en la que “indios”,
“mestizos” y “ladinos” urbanos se confunden. A diferencia del sistema de hacienda,
la ciudad permitía una mayor movilidad social y cultural. Los sectores populares se
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diferenciaban no sólo por su adscripción étnica o racial, sino por los oficios que desarrollaban y por los espacios de interrelación que ocupaban.
De esta forma Kingman ejemplifica, con el caso de Quito, las transformaciones
y contradicciones que se generan en los procesos de modernización. Y como en otros
autores que han analizado este proceso (especialmente en lo que refiere a las nuevas
formas modernas de movilidad y uso de la mano de obra),5 su relato tiene resonancias
del esquema clásico durkheimiano de transición a nuevas formas de solidaridad social,
en particular en lo que se refiere a la transición del sistema de organización gremial de
los artesanos a nuevos modelos de organización laboral como los sindicatos y otras organizaciones informales. Kingman, no obstante, subraya la dificultad de conocer el grado
de autonomía que habían obtenido estos sectores con respecto a sistemas corporativos
de organización social.
Sin ser un análisis específicamente centrado en la cuestión del género, el relato
destaca la importancia de las mujeres en los distintos ámbitos urbanos donde se
desarrollan actividades públicas populares, especialmente en los mercados y la venta
ambulante, pero también en las chicherías y las fondas. En estos espacios de encuentro
entre el mundo rural y urbano, donde los nuevos ciudadanos buscaban nuevas vías de
relación e identificación, el elemento de género se añade a las variables de clase, etnia
y raza. Aquí podría hacerse más hincapié en el papel que tuvo la iglesia en el aumento
de la pobreza debido a las desigualdades basadas en cuestiones de género (“feminización
de la pobreza”), así como en la idea misma de “decencia”. Los barrios populares que se
desarrollaron a finales de los años 1920s carecían de servicios básicos, lo que para los
higienistas constituía la causa principal del debilitamiento de la raza.6 No obstante,
es importante destacar como el análisis de Kingman pone de relieve la importante
presencia femenina en todo este proceso.
En definitiva, pues, Kingman emplea un punto de vista dinámico y relacional
de la sociedad quiteña de finales del siglo XIX y principios del XX. Y coincide con
Garavaglia y Grosso en mostrar un complejo sistema de representaciones sociales en
el que los criterios de definición étnico-social (propio o ajeno) derivan de un conjunto
complejo de variables que van más allá de la categorización étnica. Los dos trabajos
constituyen excelentes ejemplos de como la búsqueda y un examen innovador de
los datos permiten descubrir el mestizaje como resultado de interrelaciones sociales
previas que hacen posible el encuentro y el emparejamiento mas que como la consecuencia de diferencias étnico-sociales pre-existentes. Sus análisis, aunque estrictamente
5
Destaca en este sentido la lectura de Ernest Gellner sobre la modernidad. Véase Gellner, 1989.
6
Aquí Kingman parece seguir las tesis de Prats (1996). Lo “popular” se expresa también a través del análisis
de las topografías médicas de los trabajadores de finales del siglo XIX.
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confinados a los datos empíricos obtenidos en un marco histórico y geográfico muy
específico, permiten, además, desplegar una reflexión general sobre el propio concepto
de mestizaje que va más allá del escenario Hispano-Americano. Al documentar que
los movimientos de población y de interrelaciones, identidades e identificaciones, son
una realidad en el México y el Ecuador poscolonial, nos revelan como las situaciones
que a veces interpretamos como realidades múltiples y superpuestas que son exclusivas
de la post-modernidad contemporánea, han sido fenómenos presentes, con una relevancia y significado distintos, en tiempos y lugares anteriores. Y que estos procesos
de interacción entre grupos sociales definidos como diferentes no siempre generan los
mestizajes étnicos o culturales que a veces se pretenden, desdeñando las circunstancias
socio-simbólicas y estructurales locales concretas. Estos artículos nos remiten a anteriores espacios de encuentro entre grupos sociales contrapuestos, de yuxtaposición de
culturas hegemónicas y populares, de tensión entre puntos de intercambio y puntos
de discriminación, que nos retan a continuar pensando y investigando el devenir de
categorías sociales múltiples, híbridas o mezcladas, en distintos contextos históricos y sociopolíticos, mucho más allá del mestiz@ colonial y poscolonial HispanoAmerican@.
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