Isabel Hilton
Fabricado en China
Isabel Hilton
El consuelo de la ineficiencia
A principios de los años setenta me fui a China a estudiar. Se suponía que
mi especialidad era la literatura china del siglo XX, pero era un momento
infortunado: la revolución cultural seguía en marcha y la esposa de Mao,
Jiang Qing, había desterrado o eliminado de alguna manera a los autores y
las obras que me interesaban. La literatura estaba escondida, y su lugar
había sido ocupado por obras producidas colectivamente: un puñado de óperas “reformadas” y un ballet que, por decreto de Jian Qing, servirían de
modelo para todo futuro esfuerzo creativo de China. Las veladas en los
teatros, por tanto, eran aburridas, y las mañanas en las aulas desesperadas,
cosa que me llevó a sentirme bastante más receptiva ante otra proposición
muy en boga en la China de aquellos años: que los intelectuales, una categoría nunca muy valorada por Mao, deberían deshacerse de sus libros y aprender de los héroes del estado revolucionario chino: los obreros, los campesinos
y los soldados.
Como extranjera era poco probable que me fueran a permitir aprender
algo de los soldados. Los obreros y los campesinos eran una proposición
más fácil. Después de una prolongada serie de reuniones, las autoridades
de la Universidad Fudan de Shangai decidieron que iban a permitir trabajar
en fábricas adecuadas al puñado de jóvenes extranjeros que se encontraba
entonces estudiando allí. Yo ya tenía alguna idea acerca de cómo era un
fábrica china. El año anterior, en Beijing, había pasado una semana tediosa
en una fábrica de componentes eléctricos, enrollando hilo de cobre en torno
a bobinas de madera, “reparando” objetos cuya función nunca comprendí.
Y, como a cualquiera que viajara a China en esa época, me habían llevado
* Publicado originalmente en Granta en español, núm. 5, 2005.
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por docenas de fábricas, unas visitas que invariablemente empezaban con
una mal llamada “introducción breve”. Nos sentábamos alrededor de largas mesas enceradas de color marrón, sobre las que había platitos de caramelos y tazas de té con tapa —y, si teníamos suerte, paquetes rojos de
cigarrillos, secos pero con un cierto sabor a vainilla— a escuchar la historia
tipo sobre la evolución de la fábrica de lugar de trabajo alienante y explotación capitalista a unidad de producción revolucionaria plenamente movilizada, en la que el pueblo, los proletarios en la dictadura del proletariado,
eran al tiempo obreros y patronos. Yo iba anotando unas cifras de producción que para mí o, como sabríamos después, para cualquiera, tenían muy
poco significado, antes de que me hiciesen el obligatorio tour de los talleres.
La fábrica había sustituido al templo o al palacio —todos cerrados cuando
no destruidos— como destino oficialmente preferido para quienes visitaban China, y durante años atesoré una postal en cuya leyenda estaba escrito, con cándida franqueza: Factoría de amoníaco y urea, Wuhan.
Visitar una fábrica era una cosa; trabajar en ella otra muy distinta. No
tardaron en comprender que la llegada de estudiantes, especialmente de
estudiantes extranjeros, a una fábrica suponía un dolor de cabeza para la
dirección: ¿qué podíamos hacer que mantuviera las formas políticas sin
dañar demasiado la producción? Los distintos encargados solucionaban
el problema de distintas maneras. En lo más crudo del invierno de Shangai
—una temporada larga, húmeda y oscura, sin el alivio, en aquella época,
de la calefacción— me enviaron a una fábrica de natillas, seleccionada por
el departamento de literatura de Fudan porque los obreros sentían un entusiasmo especial por las óperas modelo de Jiang Qing y habían constituido
su propia troupe cultural para cantarlas. Yo iba viendo pasar los días en una
corriente constante de aire cálido, mirando un lento río de galletas calientes
emerger del horno y dirigirse a los empaquetadores. Mi cometido era vigilar
que no se produjeran malformaciones, pero dudo que nadie me tomara en
serio como controladora de calidad. Luego, en una fábrica de algodón de
Shangai, trabajé en el taller de tejido. Las máquinas aún mostraban las placas metálicas en las que decía que estaban hechas en Massachussets. Estaban apretujadas unas contra otras y cuando el taller estaba funcionando a
pleno rendimiento el ruido era ensordecedor. Parecía fácil y reconfortante:
los hilos giraban tan rápido que casi no se veían y el hilo que se iba enrollando en las bobinas parecía hacerse más grueso como por arte de magia. Pero
pronto aprendí a no acercarme mucho a las máquinas de las que se suponía
que tenía que encargarme. Cualquier intento por mi parte de imitar a mi
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supervisora, una mujer paciente de unos treinta años cuya destreza claramente había tardado años en adquirir, terminaba en un revoltijo de hilos
rotos. Era ella quien tenía que detener las obsoletas máquinas y rehilarlas.
Fue en esta fábrica donde asistí a una duradera lección sobre el papel de la
representación en la vida cotidiana de la revolución china. La última mañana nos dijeron que limpiáramos el taller porque venían unos visitantes extranjeros. Esa misma tarde, en nuestro papel de los visitantes extranjeros en
cuestión, nos hicieron una solemne visita guiada por esos mismos talleres.
Me encariñé con los trabajadores encargados de supervisarme durante
mi breve carrera industrial. A diferencia de los burócratas a quienes nuestras visitas tanto preocupaban, que ellos estuvieran libres de toda jerga política era un soplo de aire fresco. Invariablemente, llamaban a un trabajador
viejo para que se colocara ante nosotros y nos hiciera una crónica dramática
de los horrores de la vida antes de la revolución, cuando los trabajadores
estaban aplastados por la bota del capitalismo, y, sin embargo, la mayoría
de las fábricas que visité o en las que trabajé no parecían haber cambiado
mucho desde 1949. La diferencia estribaba en la percepción oficial. Antes de
la “liberación” los trabajadores eran el proletariado explotado. Después de la
liberación, eran dueños del estado. Sus fábricas podían seguir estando tan
sucias y siendo tan peligrosas como siempre, pero ahora, en teoría, los trabajadores eran los jefes.
El viaje hacia esta posición teórica no había sido ni rápido ni fácil. El
movimiento revolucionario de Mao mostraba una actitud ambivalente hacia la clase obrera industrial. En la década de 1920, bajo la tutela soviética,
los chinos intentaron seguir la prescripción de Marx y poner en marcha una
revolución obrera. La dificultad radicaba en que China apenas tenía proletariado. Los talleres chinos llevaban miles de años produciendo tejidos y
porcelana, pero la primera fábrica moderna de China fue el Arsenal Jiangnan,
establecido en Shangai en 1865 durante la decadencia de la dinastía Qing
en un intento, infructuoso, por responder a las agresiones de un Occidente
tecnológicamente superior. Para los años veinte, Shangai tenía ya algunas
plantas textiles modernas, la mayoría en manos de extranjeros, y había algunas fábricas en Cantón, pero la clase obrera industrial era todavía una
proporción minúscula de la población total de China, unos dos millones a
principios del siglo XX, empleados sobre todo en los ferrocarriles, la minería,
el sector textil y la construcción naval. La economía, en términos generales,
estaba en un proceso de rápido declive: según algunos economistas, entre
1820 y 1952, cuando la productividad mundial se multiplicó por ocho, el
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producto interno bruto de China cayó de un tercio a una vigésima parte del
total de la producción mundial, y su renta per cápita se redujo de la media
mundial a un cuarto de la media.
Stalin, sin embargo, creía que la revolución china tenía que hacerse en
alianza con el Kuomitang, el Partido Nacionalista, utilizando la fuerza del
proletariado urbano. Stalin se había afilado los dientes en política organizando huelgas en la industria petrolífera de Baku, y compartía con Marx su
desprecio por el campesinado. En China, los primeros intentos por parte del
Partido Nacionalista de cumplir con este precepto terminaron en desastre.
Ya en 1926, Mao defendía una revolución china llevada a cabo por un ejército de guerrilleros campesinos dirigidos por el Partido Comunista. En los
años treinta, como la discusión persistía dentro del propio Partido Comunista, Mao escribió acerca de China: “unas pocas ciudades industriales y
comerciales coexisten con una vasta extensión rural estancada; varios millones de obreros industriales coexisten con varios cientos de millones de
campesinos y artesanos que trabajan bajo el antiguo sistema”. En 1949, el
Ejército de Liberación Popular, constituido en su mayoría por campesinos,
tomó por fin Beijing.
El éxito de los campesinos no impidió que Mao repitiera gran parte de
las catastróficas recetas de Stalin para la construcción de la sociedad perfecta. Stalin envió a equipos de asesores de la Unión Soviética con planos para
la construcción de plantas industriales, y construyó fábricas por todo el
país. Tras la muerte de Stalin, China y la URSS se enemistaron y Mao decidió
continuar por su cuenta. Cuando yo llegué a China en 1973, su producción
industrial aún no se había recuperado de la Revolución Cultural, que había
empezado en 1964, o de la larga lucha por el poder entre Mao y sus eternos
adversarios dentro del partido, que habían intentado deponerle ya en los
primeros años sesenta. Aislado y desprovisto de poder formal, Mao llamó a
la juventud china a atacar a la autoridad existente, incluyendo la autoridad
del partido, para llevar adelante la revolución. Los colegios, las universidades y las fábricas se sumieron en el desorden. El resultado fueron varios
años de un caos que cuando yo llegué ya se había asentado, para convertirse en una ortodoxia ideológica estrecha y agotada. Los guardias rojos habían sido enviados a las zonas rurales, el partido estaba roto y sería
reconstruido desde cero, y el estado de ánimo predominante era el miedo a
la transgresión política.
Había escasez de todo. Los bienes de consumo básico (aceite, arroz y
tela de algodón) estaban racionados y una bicicleta era un lujo escaso por el
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que un ciudadano podía esperar años. El maoísmo era una pose popular
para jóvenes de toda Europa occidental, pero después de veinte años de
recetas de Mao, la economía de China era menor que la de Bélgica y las
cerdas de porcino ocupaban un lugar preeminente en su lista de exportaciones relevantes.
China era cerrada, hostil y xenofóbica, y los extranjeros eran una rareza
suficiente como para causar una conmoción menor en las calles. Los gobiernos extranjeros organizaban ocasionalmente ferias comerciales, y los hombres de negocios montaban sus puestos y esperaban a que les encargasen
pedidos. Durante el día, aparecían grandes grupos de chinos dóciles y educados: me contó uno de los expositores que les dejaban pedir cuantos visitantes quisieran. Por la noche, se quejaban los extranjeros, otros chinos menos
dóciles llegaban y desmantelaban metódicamente los equipos pieza a pieza, intentando capturar sus secretos. Los únicos extranjeros que conocí que
consiguieron vender algo digno de mención al país más grande del mundo
en aquellos años fueron un escocés estoico que se había pasado meses practicando su drive en las canchas de tenis de la embajada británica mientras
esperaba que los chinos compraran sus aviones de guerra, y un grupo de
ingenieros de minas de Derby que aparecieron un día por Beijing. Eran
intimidantes de tan duros, con antebrazos enormes rematados por un número menor del habitual de dedos. Habían pasado varias semanas en una
mina de carbón china en Henan, sobreviviendo gracias a un contrabando
de latas de frijoles, instalando equipos de minería. No tenían la esperanza
de que aquello durase, me explicaron. Los nativos, inspirados por las enseñanzas de Mao sobre la autosuficiencia, insistían en hacer “mejoras”.
La versión de Mao de la autosuficiencia había llevado a la producción
industrial china prácticamente a la parálisis y, sin embargo, según la doctrina oficial del estado, los trabajadores eran los patronos del país. La fábrica
existía no sólo para producir cosas: era la unidad en torno a la cual se
organizaba la comunidad en general, el medio a través del cual el estado
distribuía la riqueza y el instrumento por el que el desempleo se mantenía al
mínimo. A través de ella, el partido podía llegar hasta los individuos y sus
familias, para mantenerlos en fila ideológicamente y para movilizarlos cuando fuera necesario para el esfuerzo nacional. La fábrica era tanto una unidad de producción como un arma del estado.
A diferencia de los campesinos, los obreros fabriles cumplían un horario regular y recibían un sueldo regular. La fábrica les proporcionaba alojamiento; cuando estaban enfermos la clínica de la fábrica los atendía; sus
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hijos eran cuidados en guarderías de la fábrica, y, llegado el momento, también contaban con la expectativa de trabajar en una fábrica cuando sus
padres se jubilasen con pensiones de la fábrica. La fábrica era tanto un
mundo de trabajo como el centro de la vida social y cultural. La dirigía el
partido, según les decían a los obreros, en nombre del pueblo. Era un lugar
que muchos de mis compañeros estudiantes chinos hubieran aceptado de
buen grado como ocupación para el resto de sus vidas.
¿Y ahora, treinta años después? Recordé lo que uno de los trabajadores,
el señor Wu, me había contado hacía unos meses, el otoño de 2004. “En
China”, me dijo, “ser obrero es una sentencia de muerte”. Estaba generalizando a partir de lo particular, claro; pero era comprensible, ya que el particular era él mismo.
El señor Wu intenta respirar
Oí hablar del señor Wu por primera vez en las oficinas del Comité Cristiano
Industrial [CIC, por sus siglas en inglés] en Hong Kong. Me lo presentaron a
través de su radiografía de tórax, una de varias que los activistas del CIC
estaban montando en pancartas que se utilizarían en las manifestaciones
de ese fin de semana. La feria de joyería más importante del mundo estaba a
punto de inaugurarse en Hong Kong y los activistas querían aprovechar la
ocasión para poner en evidencia a un hombre de negocios de Hong Kong: el
antiguo empleador de Wu.
Para conocer al propio Wu, en lugar de una imagen de sus pulmones,
me trasladé unos sesenta y cinco kilómetros al norte hasta la ciudad de
Huizhou, al otro lado de la frontera que delimita Hong Kong y el área vecina
de los Nuevos Territorios, que juntos formaban el último bastión imperial
importante hasta que se lo devolvieron a China en 1997. Cuando crucé esa
frontera por primera vez en 1974, los pasajeros que venían de China se
bajaban del tren en la última estación de Lo Wu y caminaban por un sencillo
puente de madera. En el lado chino del puente, soldados chinos de aspecto
severo escrutaban los documentos de los viajeros que partían. En el otro
lado, en una cabaña sobre la que ondeaba la bandera del Reino Unido,
oficiales de aduanas de Hong Kong hacían lo mismo. Tras el viajero que
venía de China quedaba la austeridad, la exigencia de los altavoces y la
escasez material; por delante tenía la abundancia inimaginable de las tiendas y mercados de la Colonia Real. Los pasajeros cruzaban el puente sumidos en un silencio rural, roto tan solo por el sonido de sus propios pasos y,
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a lo lejos, por el suave parpar de los patos que eran conducidos hacia un
lago por un campesino del Cantón. Era uno de esos cruces de la Guerra Fría,
en la frontera entre dos mundos implacablemente hostiles.
Shenzhen, hoy una ciudad de casi cinco millones de personas, se encuentra en ese límite. Las tierras que se extienden detrás de Shenzhen, el
delta del río Perla, son el corazón de la zona industrial que más está creciendo en el mundo, la provincia china de Guangdong. Este es el territorio que
produce dos tercios de todas las fotocopiadoras del mundo, los hornos de
microondas, los reproductores de DVD y los zapatos, más de la mitad de las
cámaras digitales del planeta y dos quintos de sus computadoras personales. El afán de Guangdong es hacer cosas. Absorbe la manufactura de Europa y Norteamérica y de otras economías con gastos salariales altos, la abarata,
la aumenta, y luego la traslada por mar en contenedores a mercados extranjeros. Las fábricas de aquí no guardan ninguna relación con las que conocí
hace treinta años en Shangai. Es tan distinto como lo era Manchester en
1840 de la Inglaterra rural del siglo XVIII, y venir aquí es sentir un poco lo
que sintió Friedrich Engels cuando se dispuso a describir Manchester, la
primera ciudad ostentosamente industrial del mundo. Aquí también el visitante queda maravillado por la energía industrial y se siente espantado por
las degradantes condiciones en las que viven los trabajadores. “En este
lugar,” como dijo Engels, “la guerra social, la guerra de cada quien contra
todos, está declarada abiertamente”.
Mi cita con el señor Wu era en una curva de la carretera justo en frente
del parque municipal de Huizhou. Cogí un taxi y esperé dentro. No era mi
primer viaje a Huizhou y había empezado a preferirlo de noche. Durante el
día el aire puede verse, es una bruma amarilla grisácea que hace que los
edificios del delta del río Perla centelleen como una ilusión óptica, pero que
desafortunadamente no logra disfrazarlos del todo. En la oscuridad, la chabacana arquitectura —hoteles baratos, fábricas que parecen cajas, torres de
viviendas para los obreros, monumentos kitsch— se convierte en un paisaje
nocturno de luces de colores que podría confundirse con el glamour urbano.
Mientras esperaba la llegada del señor Wu en mi taxi, intenté recordar cómo
era el delta del río Perla la primera vez que viaje por él treinta años atrás.
Recordaba bajas colinas verdes y valles planos, húmedos y extensos, con
mujeres cubiertas con unos sombreros que parecían lámparas pasadas de
moda inclinadas sobre las parcelas encharcadas. Pintoresco, agrícola; la
ancestral (y durísima) labor de plantar, replantar y recolectar el arroz.
¿Cuándo había empezado a cambiar? Lo cierto es que no poco después
de que yo lo viera por primera vez. En 1976, Mao murió y su viuda fue
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rápidamente arrestada. Para 1979, su viejo enemigo, Deng Xiaoping, estaba
llevando a China en otra dirección. Deng era, como mantuvo siempre Mao,
un hombre decidido a tomar el camino del capitalismo. A diferencia de Mao,
había viajado —de joven trabajó en una fábrica de Renault en Francia— y
quería liberalizar la economía china y abrirla al mundo. Racionalizó el laberíntico y burocrático sistema de comercio exterior y otorgó a las provincias
sureñas de Guangdong y Fujian autonomía en materia de comercio exterior
e inversiones sin tener que pasar por Beijing. En 1980, instauró cuatro zonas
económicas especiales para los inversionistas extranjeros, tres de ellas en
Guangdong. Hong Kong y las empresas de Taiwán empezaron a montar
fábricas, animados por los recortes fiscales y por el hecho de que los costos
salariales en Hong Kong eran ocho veces más altos. Por todo el mundo, un
viejo sueño empezó a resurgir en las cabezas de los empresarios: que sus
compañías podrían empezar a vender en el que quizá fuera potencialmente
el mercado más grande del mundo. Lo que muchos aún estaban por descubrir era que China iba a llevarlos a la ruina.
La economía del delta del río Perla empezó a crecer. En los nueve años
que transcurrieron de 1985 a 1994, el valor de las exportaciones de
Guangdong pasó de dos mil novecientos millones de dólares a cincuenta
mil millones de dólares. A principios de los noventa, la provincia ya estaba
produciendo un cuarto de todas las exportaciones de China. Los campesinos que habían bregado toda la vida para arrancar tres cosechas al año a
sus pequeñas parcelas, se hicieron de pronto tan ricos que pudieron jubilarse y echar ociosas partidas de cartas cuando sus fincas fueron compradas y
edificadas. En Shenzhen —una de las primeras zonas económicas especiales— los arroyos donde en otros tiempos habían criado a sus patos, se volvieron negros. El viejo puente ferroviario de Wo Lu, que un día fue la frontera
entre el capitalismo y el comunismo, había sido devorado por una nueva
estación de tren y olvidado.
Más y más fábricas se trasladaron desde Hong Kong, Corea y Taiwán,
buscando mano de obra que produjera los artículos que alimentaban sus
mercados de exportaciones ya existentes; buscando a hombres como Wu.
Llegó por fin al lugar convenido en uno de los muchos taxis-motocicleta
que hay en Huizhou. Era un hombre alto, en la treintena, vestido con una
camisa y calzones de fútbol, con chanclas en los pies. Hablaba con un fuerte
acento de Sichuan y la voz le raspaba en la garganta. Se sentó en el asiento
delantero y empezó a contar su historia.
Era el hermano mediano de cinco hijos. Sus padres lucharon por mantener a la familia cultivando verduras en una pequeña parcela de tierra en las
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colinas de Sichuan, a unos dos mil kilómetros al noroeste de Huizhou. La
convención dice que los campesinos chinos están muy ligados a su tierra, y
en ciertos sentidos esto podría ser cierto. Pero en los últimos veinte años más
de doscientos millones de ellos han abandonado la vida rural, empujados
por la pobreza y la falta de perspectiva de una vida distinta a la del trabajo
físico de sus padres y abuelos. En el lugar donde creció Wu, la vida era implacablemente dura. “Vivimos en las montañas y no hay una buena carretera”,
contó. “Todo el mundo cultiva cereales o verduras. Tienes que vender la
mayor parte del cereal al estado y te comes lo que sobra. Estás cultivando lo
mismo que tus vecinos, así que no tienes nadie a quien vender tus verduras.
Puedes comer, de aquella manera, pero nunca tienes ningún dinero en metálico.” El dinero que había solía irse sobre todo en impuestos; los campesinos pagan tasas más altas que los habitantes de las ciudades, aunque los
habitantes de las ciudades tienen más dinero. El razonamiento del gobierno
es que el descontento es más peligroso en las ciudades que en el campo, y
por tanto es mejor mantener contentas a las ciudades a expensas de los
campesinos. Como consecuencia, algunas familias rurales trabajan todo el
año por apenas ochocientos yuanes en metálico o menos de cien dólares.
Las fábricas, para una familia así, guardaban la llave del futuro. Si un hijo o
una hija conseguía un trabajo en una fábrica, él o ella podrían ganar cien
dólares en un mes.
Su hermano pequeño se había ido de casa antes que él, pero como Wu
era listo se quedó para terminar la escuela secundaria y casarse con una
chica del pueblo. Finalmente, en 1989, a los veintiún años, la familia unió
sus fuerzas para comprarle a él y a un primo más joven los billetes de tren
más baratos que hubiera para hacer el largo viaje hasta Shenzhen. Formaba
parte de una nueva movilidad. Durante cuarenta años, los campesinos habían estado clavados a la tierra por medio de un sistema de permisos de
residencia: el hukou. Sólo alguien nacido en la ciudad tenía un hukou de residente en la ciudad. Sin él, no tenías acceso a raciones alimenticias, alojamiento, educación o servicios sanitarios. Por dura que fuera la vida en el campo, a
la mayoría de los chinos no le quedaba más remedio que vivir y morir allí.
Pero para cuando Wu se marchó, aunque la policía aún pudiera arrestar a un
campesino emigrante y enviarlo de vuelta a casa, las nuevas fábricas del sur
se encargaban de que si un emigrante tenía un trabajo en la fábrica, la policía
lo dejase en paz.
Wu y su primo subieron al tren el 3 de junio de 1989. No tenían ni idea
de que a casi dos mil quinientos kilómetros de allí, en Beijing, un enfrenta-
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miento entre el antiguo liderazgo del partido y miles de jóvenes estudiantes
universitarios estaba a punto de llegar a su sanguinario y violento clímax.
Justo antes de la media noche, mientras Wu y su primo intentaban dormir
en los asientos de madera del tren, Deng Xiaoping soltó al Ejército de Liberación Popular contra los manifestantes universitarios en la Plaza de
Tiananmen. Al llegar la mañana, las ondas de la conmoción habían llegado
a Sichuan. Las vías férreas estaban repletas de estudiantes y el tren se vio
retrasado. Para cuando llegó a Shenzhen, dos días más tarde de lo previsto,
los dos chavales se desmayaban de hambre. No les sobraba nada de dinero y
no tenían comida. No sabían cuál era el problema y tampoco les importaba.
Hoy unos dos millones y medio de personas viven en los ciento cuarenta y cinco kilómetros cuadrados de la Zona Económica Especial de
Shenzhen y otros tantos en el área de alrededor. Para llegar a Huizhou
desde Shenzhen había tenido que batallar en las autopistas atestadas de
camiones contenedores. Pero en 1989, Shenzhen estaba aún en su adolescencia, una ciudad incómoda, a medio formar, en la que todavía podían
verse parcelas de campo entre los edificios nuevos. Las carreteras pavimentadas terminaban abruptamente al borde de la ciudad. “No me impresionó
mucho,” me dijo Wu. “Entonces no estaba tan desarrollada como ahora. Las
casas no eran tan distintas de las casas de mi pueblo. Seguía habiendo fincas
y granjas.” Conseguir un trabajo resultó fácil. Después de un par de noches
en el pequeño dormitorio cedido por la fábrica a su hermano menor, Wu
pagó un depósito de treinta yuanes, que le prestó su hermano, a la Factoría
Lucky Gem y lo contrataron. El contrato incluía una tarjeta de identificación
de la fábrica, de manera que podía moverse por ahí sin miedo a ser arrestado.
La fábrica estaba en la aldea de Bailijun, en el Condado de Pingfu, cerca
de Shenzhen. Su dueño, procedente de Hong Kong, había trasladado allí su
negocio en 1984, pero seguía siendo una organización algo provisional.
Empleaba a unos doscientos trabajadores para que produjeran joyas
semipreciosas para el segmento más barato del mercado internacional. Había regulaciones locales, incluyendo leyes sanitarias y de seguridad, pero
nadie se preocupaba por hacerlas cumplir. El jefe se paseaba con frecuencia
por el taller. “En aquellos tiempos ni siquiera tenía coche,” dijo Wu. “Pero
en 1993 ya tenía cuatro, y uno de ellos era un Mercedes Benz.”
Wu estaba ganando cien yuanes al mes y gastaba sesenta en manutención. Al principio se planteó ganar dinero durante algunos años y luego
regresar al pueblo, pero poco a poco se fue acostumbrando a la vida urbana.
En 1992, su mujer se reunió con él. Vivieron separados los dos primeros
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años, cada uno en un dormitorio abarrotado compartido con otros ocho o
diez trabajadores, antes de que la fábrica les diera permiso para vivir juntos.
Habían dejado atrás a sus dos hijos, al cuidado de los padres de Wu. Los
veían sólo una vez cada dos años, después de ahorrar el suficiente tiempo y
dinero para hacer el viaje hasta su casa. Mientras, les escribían. Cada respuesta tardaba un mes en llegar.
Wu se había sentido bastante contento con su trabajo. Se encargaba de
una máquina que cortaba y esmerilaba piedras semipreciosas, doce horas al
día, siete días a la semana. En temporada baja, tenía dos días libres al mes.
En la temporada de más trabajo, tenía suerte si le concedían uno. A Wu las
condiciones no le parecían especialmente onerosas. Era joven, y cualquiera
que hubiera crecido en un hogar campesino en Sichuan estaba preparado
para trabajar duro. Lo que más importaba era cuánto le sobraba a fin de mes
para enviar a su familia. A medida que la fábrica fue creciendo, más miembros de su extensa familia fueron haciendo el largo viaje hasta Shenzhen.
Cuando acabó su estancia allí, había cincuenta primos, tíos, hermanos y
cuñados trabajando para Lucky Gem. En los diez años que trabajó allí, la
empresa creció hasta contar con más de mil empleados, y en 1997 se trasladó a Huizhou para escapar de la subida de rentas en Shenzhen.
Mientras Wu me contaba todo esto, nos dirigíamos a reunirnos con
otros antiguos empleados de la fábrica Lucky Gem. Nos desviamos de la
carretera principal y finalmente tomamos un camino de tierra que terminaba en un laberinto de callejuelas, aceras rotas y edificios construidos desordenadamente. Unos pocos estaban encalados y tenían tejados de teja roja;
testimonio residual de un paisaje anterior, más inocente, competían ahora
por el espacio con barracones de cemento levantados apresuradamente por
granjeros locales aprovechando la oportunidad de hacer dinero. En uno de
estos barracones —un edificio de cinco pisos con una alcantarilla abierta a
la entrada— vivía ahora Wu. Su mujer había vuelto a Sichuan.
Subimos por una escalera de cemento desnudo, giramos por un pasillo
oscuro de cemento y entramos en una habitación grande amoblada con una
cama, una mesa y dos taburetes de plástico de tamaño infantil. Wu se sentó
en el suelo, apoyando la cabeza en el muro para mantenerse el pelo largo
fuera de la cara. Yo me puse en uno de los taburetes. Un pequeño espejo de
plástico colgaba de una percha enganchada en un clavo en la pared. Los
cables eléctricos cruzaban el techo hasta un tubo de neón. Las ventanas
abiertas estaban recubiertas por un mosquitero de malla de alambre, pero a
pesar de este acceso al aire exterior, la atmósfera dentro del cuarto era húme-
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da y fétida, removida más que refrescada por dos pequeños ventiladores
eléctricos. Sobre la mesa había una baraja de cartas, con los bordes ennegrecidos por el uso.
Otros trabajadores se paraban en el quicio de la puerta para mirarme
mientras iban llegando los amigos de Wu. Uno a uno se quitaban las chanclas
en el umbral de la puerta y se sentaban en el suelo o sobre la cama, esperando para contar sus historias. Se fueron pasando una fina hoja de papel. Los
hombres me hicieron una lista con sus nombres y sus pueblos de origen.
Eran todos campesinos de Sichuan. Todos estaban casados y tenían hijos, y
a todos los esperaba una muerte temprana.
Los hombres que abarrotaban la habitación de Wu ya no trabajaban para
Lucky Gem. Wu señaló a un hombre bajito que, como los demás, se había
quitado las sandalias en la puerta y ahora estaba sentado descalzo sobre el
suelo de cemento, apoyado en la pared, con las piernas estiradas frente a sí.
Estaba pálido. Liu Huaquan, dijo Wu, había sido el primero en caer enfermo.
Liu respondió a la introducción de Wu con una sonrisa; un orgullo perverso
por ser el primer afectado. Fue en 1999 cuando empezaron sus primeros
síntomas, dificultad para respirar y tos. Le diagnosticaron tuberculosis y
durante dos años y medio pagó trescientos yuanes al mes —casi la mitad de
su salario— para recibir tratamiento. Pero su salud siguió empeorando y
cuando por fin buscó una segunda opinión en el Centro de Enfermedades
Ocupacionales de Guangzhou, le dijeron que padecía silicosis:
Ni siquiera había oído hablar de ello. Me dijeron que era una enfermedad ocupacional y que no debía seguir trabajando. Me dijeron que debería recibir una indemnización de parte de la empresa. Yo quería trabajar. Sigo queriendo. Tengo una
mujer y dos hijos. Pero ahora te piden un certificado médico y no consigo trabajo
en ninguna parte.
Había bajado de sesenta kilos de peso a cuarenta y cinco y apenas podía subir las escaleras. La silicosis es incurable, pero con el tratamiento
adecuado se puede frenar su avance. Liu había recibido algún dinero como
indemnización de un fondo de seguros sociales, pero no pudo gastarse el
dinero en el tratamiento que podría retardar su decaimiento, porque teme
dejar en la indigencia a su mujer y a sus hijos. Su única esperanza era
forzar de alguna manera a la empresa a que lo indemnizara. “Nunca pensé
que esto fuera a pasar —dijo—. Pensé que trabajaría durante un tiempo,
luego me iría a casa y montaría un negocio.”
En la cama de la habitación de Wu, uno de los hombres se había quedado dormido y estaba empezando a roncar.
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Silicosis: la contraen los trabajadores de los astilleros, los mineros (en el
Reino Unido, aunque subsisten pocas minas de carbón, los beneficios otorgados a los ex mineros que padecen silicosis se han convertido en uno de los
planes de ayuda gubernamentales más cuantiosos del mundo). La enfermedad produce inflamación y ulceración de los pulmones causada por la inhalación de polvo mineral, la clase de polvo que se desprendía de las
máquinas cortadoras y pulidoras de la fábrica Lucky Gem. Después del
diagnóstico de Liu, los otros se fueron dando cuenta, uno a uno, de que ellos
también estaban enfermos. Cada uno de los hombres visitó el Centro de
Enfermedades Ocupacionales de Guangzhou y recibió su propia sentencia
de muerte. En total, cuarenta y cinco trabajadores de la factoría Lucky Gem
fueron diagnosticados con silicosis.
Habían intentado demandar al propietario, pero el tribunal de Shenzhen
se negó a aceptar el caso alegando que la fábrica se había trasladado a
Huizhou. En Huizhou, el tribunal aceptó el caso y falló a favor de los trabajadores, pero no dio órdenes acerca de compensaciones económicas alegando que no sabía cuánto costaba una muerte prematura por silicosis.
Llevaban tres años peleando. Habían presionado a funcionarios locales,
y luego veinticinco de ellos habían ido hasta Beijing para reclamar la ayuda del gobierno, como siempre ha hecho la gente en China, buscando la
justicia de un emperador recto ante los males infligidos por las autoridades
locales. Liu explicó: “fuimos a Beijing, al Ministerio de Salud. Nos dijeron
que había una ley pero que ellos no eran responsables de implementarla.
Nos dijeron que debíamos llamar la atención del gobierno”. Intentaron llamar la atención del gobierno a través de la publicidad, una táctica que a
veces funciona en la China de hoy. Invitaron a un combativo programa de
la cadena de televisión China Central que había emitido historias como la
suya en el pasado a visitarlos, pero los productores los rechazaron. Lo
intentaron con el gobierno local, pero sólo lograron enterarse de que el jefe
de Lucky Gem era un importante inversionista local. Seis meses antes de
que yo lo conociera, Wu incluso había ido a ver al jefe en persona.
Le expliqué nuestra situación. Le conté cómo la enfermedad pasa de una etapa a
otra y que nos moriríamos pronto si no conseguíamos frenar su progresión. Me
dijo que me moriría mucho antes si no desaparecía de su vista. Ahora los guardias
de seguridad no nos dejan pasar de la entrada.
Les pregunté a quién echaban la culpa. Se encogieron de hombros. La
fábrica estaba confabulada con las autoridades locales. Así eran las cosas.
Ellos eran nongmin gong, me dijeron, campesinos trabajadores. No tenían
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estatus. Era normal que los trataran mal. El hombre de la cama se despertó y
participó en la conversación:
Todas las fábricas de esta industria son iguales. La única diferencia es que las
grandes pueden permitirse instalar los equipos adecuados. Los compradores llegan e inspeccionan la fábrica porque tienen normas de conducta, pero a los trabajadores se les instruye para mentir. Si no lo hacen, pierden su empleo.
Durante casi diez años habían trabajado inmersos en una espesa polvareda sin protección. Ni siquiera parecían enfadados.
Cuando me fui, le pedí a Wu que me enseñara la fábrica Lucky Gem, a
menos de medio kilómetro de distancia. Fuimos conduciendo con cautela
frente a ella, procurando evitar que los guardias de seguridad se dieran
cuenta de nuestra presencia. Wu me llevó a la parte de atrás, donde me
señaló las ventanas del tercer piso tras las cuales solía trabajar. Un polvo
espeso tapaba los cristales y yacía en montículos en los alféizares de las
ventanas. Le pregunté a Wu y a algunos de sus antiguos colegas que iban
con nosotros en el coche cómo creían ellos que el gobierno veía a los trabajadores fabriles de China. Wu me miró como si acabara de descender de
Marte. Fue entonces cuando dijo, “en China, ser un obrero es una sentencia de muerte”.
¡Huelga!
Mientras las reformas de Deng promovían la construcción de nuevas fábricas en el sur de China, el Ministerio de Economía lidiaba con el problema de qué hacer con las miles de fábricas que tenía en el resto del país: las
viejas acerías y las plantas textiles, las obsoletas plantas de industrias
ligeras construidas por razones políticas, lejos de cualquier mercado o de
cualquier medio fácil de transporte, las fábricas de armamento escondidas
en valles profundos en el oeste del país para mantenerlas fuera del alcance
de los bombardeos japoneses en la segunda guerra mundial. La mayoría
eran el legado industrial del paraíso obrero del presidente Mao. La nueva
filosofía de mercado de Deng era arrasar con este raquítico paisaje como
un tifón.
Desde el momento en que Deng empezó a mover a China hacia el mercado, la personalidad de la fábrica china empezó a cambiar. La balanza de
pagos podía mejorar si su carga de obligaciones sociales y exceso de personal se aligerara, ¿pero cómo casar esta medida con la ideología del estado?
En 1979, Deng se inclinó hacia la ideología marxista al anunciar que China
no estaba, después de todo, en una etapa avanzada del socialismo, sino en
Isabel Hilton
una etapa primaria. Dicho esto, se abría el camino para cambiar a los trabajadores de unas condiciones laborales que les ofrecían seguridad de por
vida a contratos temporales con prestaciones sociales reducidas o inexistentes. A principios de los noventa, el gobierno ya hablaba de bancarrota y
de cerrar las empresas que no dieran beneficios.
Para los obreros fabriles de China, el cambio fue un cataclismo. Desde
1990, treinta millones han sido despedidos de empresas propiedad del estado con una indemnización de doscientos yuanes (menos de treinta dólares)
por año trabajado, sin más cobertura médica ni pensión. Si quieren seguir
viviendo en los pisos de las fábricas, tienen que encontrar el dinero para
comprarlos. Quienes un día fueron una élite privilegiada, están ahora casi
en el último peldaño de la escala social. Sus fábricas, que habían sido el
centro de sus vidas, les han sido arrebatadas.
Un día del pasado octubre, me encontraba en Xianyang, un pueblo feo
de la provincia de Shaanxi, al noroeste de China, a más de dos mil kilómetros del delta del río Perla y no lejos de su ciudad hermana más conocida,
Xi’an. Xianyang es una ciudad de factorías textiles construidas en la etapa
comunista, un lugar ruinoso en el que las viejas costumbres industriales y el
contrato social que venía con ellas aún se recuerda. Doblando la esquina de
una calle, me topé de bruces con una huelga. En China —conocida aún
como una República Popular— no existe el derecho de huelga. En los viejos
tiempos se decía que la acción industrial era una actividad contrarrevolucionaria en la dictadura del proletariado. Hoy, esa prohibición es la expresión clara de un estado temeroso y autoritario que no se atreve a otorgar
derechos de organización a sus trabajadores agraviados. Aquí estaban, varios centenares de trabajadores en el centro de Xianyang. La mayoría eran
mujeres. Estaban sentadas en dos arcos semicirculares a cada lado de la
puerta de entrada de la fábrica sobre la que había un cartel que decía Compañía Textil de Tianwang. Debajo, otros carteles más pequeños, escritos a
mano, proclamaban: “Respeto a los derechos de los trabajadores” y
“Devuélvannos las pensiones que tan duro trabajamos para ganar”.
Una animadora con un megáfono dirigía un cántico que, mientras yo lo
observaba, se convirtió en una versión juguetona de un himno maoísta de
los años setenta: “Me gusta Tiananmen en Beijing”, y luego pasó a La Internacional. La policía, tanto uniformada como de paisano, se mantenía al margen, esperando que se cometiera alguna transgresión identificable que le
permitiera usar la fuerza contra un grupo de obreras fabriles que estaban
cantando canciones patrióticas y socialistas, cosa que no ayudaba nada.
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Alguien me agarró de la manga tirando de mí hasta sentarme en un
taburete. “¿Eres periodista?” susurró una mujer. Asentí. Ella sonrió y la noticia corrió por las filas. Llevaban ahí una semana, me contaron, y la prensa
china no había dicho una palabra. (El gobierno a menudo prohíbe a la prensa china informar sobre disputas industriales, aterrorizado ante la posibilidad de que pequeños incendios aislados se conviertan en una gran
conflagración.) Pronto empezaron a meterme de manera furtiva trozos de
papel en las manos y en los bolsillos. Más tarde, cuando pude alisar las
hojas arrugadas, me encontré con una serie de poemas y la letra completa de
La Internacional, junto con un inventario de agravios de los trabajadores.
Una joven estaba pelando despacio una manzana. Me la dio.
Otra mujer me ofreció un pañuelo de papel mientras empezaba a explicarme sus quejas. Su fábrica había sido vendida, me dijo, y los trabajadores
habían recibido nuevos contratos que recortaban drásticamente sus sueldos y les arrebataban sus pensiones. Se pedía a trabajadores experimentados que aceptaran un periodo de prueba con menos de un cuarto de su
salario habitual y nadie sabía si al final les esperaría un empleo. Cuando
vieron los contratos, los siete mil empleados se declararon en huelga. Ahora
habían decidido no rendirse hasta que sus quejas no fueran atendidas.
La policía estaba presionando, empujando a quienes se encontraban en
los márgenes de la multitud hasta que empezaron a caerse sobre los taburetes. Pregunté si la policía había intentado dispersarlos. Ella sacudió la cabeza:
No nos han tocado. Hace dos noches se estaban preparando para cargar. Varios
autobuses llenos de policías llegaron con una manguera de agua, pero alguien
corrió hasta los dormitorios y despertó a todo el mundo. Aparecieron miles de
personas y la policía se retiró. Pero nos insultaron. Nos dijeron que éramos unos
alborotadores y nos llamaron falun gong.
Falun gong es el nombre de un movimiento religioso que ha sido salvajemente perseguido por el gobierno chino desde 1992, cuando varios miles
de seguidores de falun gong montaron una protesta pacífica alrededor de
Zhongnanhai, la parte del antiguo palacio imperial de Beijing donde tiene su
sede la dirección del Partido Comunista. Desde entonces, según los seguidores de falun gong, más de mil de ellos han sido torturados hasta la muerte. La
palabra “falun gong” en boca de la policía era una clara amenaza.
De pronto una mujer bien vestida se puso en cuclillas frente a mí. “¿De
dónde eres?” me preguntó en inglés. Le respondí. Me cogió del brazo e intentó levantarme. “Ven conmigo —me dijo—. Quiero hablar contigo.” Una
Isabel Hilton
huelguista me agarraba del otro brazo, tirando de mí con la misma insistencia. “Aquí puedes decir lo que quieras,” me dijo la huelguista. La multitud
estaba de acuerdo. El inglés de la otra mujer se había agotado, y continuó en
chino. “¿Qué te parece esto? ¿Crees que esta es la manera de arreglar un
problema en una fábrica? —se inclinaba hacia mi cara—: ¿Esto se permitiría
en tu país? ¿Que la gente provocara un caos como este?”
Los huelguistas se estaban enfadando y unos pocos empezaron a gritar.
“¿Quién está creando problemas? ¡Nosotros no estamos causando problemas!” Tan abruptamente como había llegado, la mujer se dio por vencida.
En pocos segundos había desaparecido de mi vista. El incidente puso a la
gente nerviosa. “Esto no es seguro —dijo mi vecina—. Vamos a encontrar
gente con la que puedas hablar, pero aquí no. La policía te está mirando.”
Un nuevo animador, un hombre de cerca de cuarenta años, se había
hecho cargo del megáfono y estaba dirigiendo una serie de cánticos. De
pronto hubo una conmoción cuando una gran cesta plana acarreada por
dos viejecitas llegó a la parte delantera de la muchedumbre. Mientras la
cesta pasaba de mano en mano se levantó una ovación. Contenía baozi,
bolas de masa al vapor, rellenas de col en vinagre. Una me llegó a la mano
y la compartí con mi vecina. Estaba anocheciendo y agradecí su sabor
fuerte y su calor. El animador estaba improvisando un cántico de agradecimiento a las ancianas. “¡Gracias, trabajadoras jubiladas!” La multitud
se rió. Mi vecina me dio un codazo. “Mira, está llorando —me dijo—. Trabajó en esta fábrica toda su vida.” Las dos viejas se abrazaban, las lágrimas les
corrían por las mejillas.
Otra persona dijo que no era seguro que me quedara allí, así que me
puse de pie, me abrí paso hasta el extremo de la multitud y emprendí el
camino de regreso a mi hotel, por una acera ancha repleta de gente que
volvía a su casa al final de su jornada. Eran visiones familiares de China.
Un gran cartel anunciaba la “Exposición casa ideal de Xianyang”. Se habían colocado unas pocas mesas de plástico en la acera y unos polvorientos
globos de helio tiraban de sus cordeles. Vendedores ambulantes ofrecían
fruta y pequeños artículos domésticos. Al otro lado de la carretera, en la
creciente oscuridad, unos veinte hombres seguían en cuclillas en el suelo,
como habían estado todo el día. Algunos habían dispuesto sus herramientas de trabajo —desarmadores, sierras— ante ellos. Uno de ellos tenía un
rodillo de pintura de mango largo y un cubo colgando del manillar de su
bicicleta. Eran desempleados que se ofrecían para hacer algún trabajito: sus
pocas herramientas eran un anuncio de sus capacidades.
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Tres mujeres de la muchedumbre de la fábrica se pusieron a caminar
conmigo y empezaron a hablar de sus vidas en la fábrica y de su huelga.
Hay cientos de miles de huelgas en China cada año: sólo en Shenzhen hubo
cuarenta y un mil conflictos laborales en los primeros seis meses de 2004. La
mayoría, no obstante, suelen ser disputas breves. En las fábricas del sur, en
su mayoría de propiedad extranjera, suelen ser conflictos acerca de las condiciones laborales. En otros lugares, en las moribundas empresas estatales,
son protestas contra lo que los trabajadores ven como un robo de su medio
de subsistencia y su patrimonio, resultado de las reformas económicas. La
prensa china rara vez menciona las huelgas a no ser que sea para informar
de una solución satisfactoria: informar sobre disputas en curso puede acarrear graves problemas a un periódico. La estrategia del gobierno para contener el descontento es mantener las disputas aisladas y compartimentadas.
Hablar con un periodista extranjero de estos temas puede llevar a la acusación de que se han revelado secretos de estado.
Con todo, las mujeres hablaron. La fábrica, me contaron, solía llamarse
Fábrica de algodón Xibei núm. 7. Era una empresa estatal rentable —una
fábrica modelo, decían, con maquinaria moderna— y ellas estaban orgullosas de trabajar ahí. Entonces llegaron las reformas económicas. Hace tres
años reestructuraron la factoría: se ordenó a todos los empleados que compraran acciones, por valor de cuatro mil yuanes para los obreros, ocho mil
para los gerentes de rango medio y dieciséis mil para los directivos. Luego,
a principios de 2004, el gobierno municipal decidió vender la empresa a
Huaren, que en inglés se conoce como Empresa de Recursos Chinos, un
conglomerado registrado en Hong Kong, pero propiedad del gobierno chino. Se ordenó sumariamente a los trabajadores que revendieran sus acciones a la compañía con un beneficio del veinticinco por ciento.
La dirección y los trabajadores se resistieron al principio a la venta.
La subvaluaron. Valía quinientos millones de yuanes pero la tasaron en ciento
cincuenta y seis millones y luego la vendieron por ochenta millones a Huaren —me
explicó una mujer—. Al principio, Huaren prometió invertir para que pudiéramos
comprar maquinaria nueva, pero luego retiró la oferta de inversión. El director de
nuestra fábrica tomó una decisión en contra de la venta y lo echaron. El siguiente
director, una mujer, estuvo de acuerdo con la venta cuando le prometieron que
ella seguiría siendo la directora. Una vez que la venta se hizo efectiva, la echaron.
Luego separaron a los trabajadores en grupos pequeños y los acosaron hasta que
cedieron.
Después de la venta se anunciaron los nuevos contratos; contratos que
sometían a trabajadores con experiencia a periodos de prueba en sus propios empleos por unos salarios drásticamente reducidos.
Isabel Hilton
“No pedimos mucho —dijo una de mis compañeras—. Sólo queremos
vivir con dignidad.”
Esa noche, más tarde, abrí la puerta de mi habitación de hotel a un
grupo de tres hombres que me sonrieron nerviosos. Habían venido, me explicaron, a darme más detalles. Me pidieron que no utilizara sus nombres.
Uno de ellos era miembro del partido y gerente de la fábrica. Un amigo suyo,
según me contó después, había pasado quince años en la cárcel por hablar
con un extranjero sobre los problemas que había en otra fábrica. Pero había
un tema que quería que yo entendiera. El gobierno chino era el propietario
de China Resources. Si los trabajadores de Tianwang seguían siendo empleados de una empresa estatal, entonces no era legal que los desposeyeran
de sus pensiones y de otras prestaciones sociales. Si los habían trasladado
al sector privado, entonces tenían derecho a una indemnización. “Nadie
contesta a esta pregunta —dijo—. ¿Ahora somos una empresa privada o
una empresa estatal?”
El segundo hombre había ejercido de ingeniero en la fábrica. Se sentó en
el borde de la cama y expresó con calma su enfado profundo:
Yo solía pensar que la palabrería de Occidente sobre derechos humanos no era
más que hipocresía, pero ahora creo que Estados Unidos tiene razón. Los trabajadores no tienen ningún derecho aquí. Le dan palizas a la gente. La encierran. Hay
una obrera que fue a preguntar por los nuevos contratos y le dieron una paliza tan
brutal que sigue en el hospital. En el pasado a lo mejor estábamos anticuados,
pero seguíamos teniendo comida que llevarnos a la boca. Ahora China es tan
corrupta. El gobierno es tan corrupto.
Ya era bastante difícil, me dijo, vivir con su sueldo de 700 yuanes:
Ahora están hablando de recortarlo. Los dirigentes se siguen enriqueciendo. Hay
corrupción a todos los niveles. Aquí, si quieres cualquier cosa, tienes que sobornar
a alguien. Me invitaron a entrar en el partido, pero me negué por lo de Tiananmen.
En 1989, los estudiantes pedían el fin de la corrupción y yo estaba de acuerdo con
ellos. Cuando los reprimieron me quedé desolado. No fui a trabajar del disgusto
que tenía. Pero no hice nada. Esta vez, podrán matarme, pero no me pienso mover.
A lo largo de las últimas dos décadas, millones de trabajadores de empresas estatales se han encontrado ante una disyuntiva similar. En
Xianyang, dos mil trabajadores de la Fábrica de Lana Shaanxi núm. 2 bloquearon el centro de la ciudad en julio de 2004, como protesta por la pérdida
de sus pensiones y beneficios. En el cinturón industrial, la vieja zona de
industrias pesadas del noreste, con frecuencia las protestas han sido violentas. En Liaoning, en 2002, decenas de miles de trabajadores protestaron
durante semanas: un conflicto importante que terminó con sentencias de
muchos años de cárcel para sus dirigentes.
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Al día siguiente, pude percibir que la policía de Xianyang seguía observándome. A la luz del día, por la calle, estaban limitados por el hecho de que
los trabajadores, a su vez, los observaban a ellos. Por la noche, en la privacidad de mi propia habitación de hotel, las cosas podían ser muy distintas.
Decidí retirarme a la vecina Xi’an, una ciudad llena de turistas que venían
a maravillarse ante el ejército de terracota de Qin Shi Huang Di. Allí, en una
librería, vi a unos estudiantes jóvenes y ex empleados de fábricas ojeando
las estanterías en busca de claves para sobrevivir en la economía de mercado. Había filas enteras de manuales para directivos y libros de superación
personal que prometían controlar un mundo cuyos contornos los trabajadores de Tianwang ya no reconocían. Estos libros prácticos eran en su mayoría ediciones piratas en chino. Llevaban en la cubierta el título original en
inglés, para que les diera más caché. El inglés significa éxito y negocio. Las
cabezas se inclinaban sobre: ¿Quién se ha comido mi queso?, La universidad del
éxito, Gorros de pensar y zapatos de actuar y, un título que me resultaba más
misterioso, Hacer la persona funciona por medio de depender la muñeca.
De vuelta en la calle, vi a un hombre de mediana edad empapando
despacio una brocha en un cubo de pintura roja para pintar metódicamente
un largo mensaje de protesta en el escaparate de una tienda de ropa. “Pedimos lo mínimo”, escribió, en caracteres tan regulares que me pregunté si, en
tiempos más felices, no habría sido el hombre que escribía los carteles que
anunciaban rebajas o la llegada de las nuevas colecciones. La puerta de la
tienda estaba cerrada, pero vi que había personal dentro, mirando hacia
fuera a la protesta escarlata. Fuera, en la acera, estaban las señales inconfundibles de un pequeño piquete: unas pocas sillas y una caja de madera
sobre la que había un termo y cuatro tazas de té. Había tres personas sentadas en un banco, un joven, una mujer de unos veinte años vestida con elegancia y un hombre de mediana edad. Les pregunté cuál era el problema. El
hombre de mediana edad me respondió con brusquedad:
—Este es un asunto interno de China. Es un secreto.
Me reí.
—No creo que una tienda de ropa sea un asunto de seguridad nacional
—le dije.
La mujer empezó a reírse:
—Tienes razón —dijo—, está poniéndose ridículo. Además, yo tengo
derecho a hablar con quien me dé la gana.
Un señor mayor con una chaqueta ajada se había detenido a escucharnos. Ahora intervino a favor de la chica:
Isabel Hilton
—Ya no pueden mangonearnos —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.
No era parte de la protesta de la tienda de ropa, sólo era un viejo airado.
Empezó a pronunciar una larga arenga. Él tenía la misma edad que Lei
Feng, anunció, y tenía los mismos valores. Lo miré, asombrada de conocer a
alguien en China que aún creyera que Lei Feng había existido realmente. Lei
Feng fue inventado en los años sesenta como un personaje ejemplar para
intentar volver a infundir valores morales en la generación joven que había
perdido el norte con la revolución cultural. La historia de su vida tocaba
todos los lugares sagrados de la revolución. Había nacido cerca de la ciudad natal del propio Mao en la provincia de Hunan. Siendo todavía un
niño, su madre se había ahorcado como resultado de la maldad de su casero
(aquí podía haber un toque de crimen sexual) y Lei Feng, huérfano, redirigió
todo su amor hacia el partido. Se enroló en el ejército, donde se convirtió en
un modelo de desprendimiento, zurciendo en secreto los calcetines de sus
camaradas durante toda la noche y leyendo durante el día El Periódico del
Pueblo en voz alta en el autobús, a beneficio de los analfabetos. Este soldado
modelo escribía, convenientemente, un registro diario de sus actos de generosidad y consignaba su fervor por la revolución en su diario. Fue a este
diario íntimo a quien le confió su deseo más íntimo: ser un “tornillo inoxidable” en la maquinaria revolucionaria.
De visita en su “ciudad natal” en los años setenta, en plena fiebre por
Lei Feng, oí a un estudiante francés preguntarle al “tío” de Lei Feng cuándo
había sido la última vez que lo había visto. “¿A quién?” respondió el perplejo campesino, sorprendido por un encuentro con un extranjero que hiciera
sus propias preguntas. Según la leyenda oficial, la carrera de Lei Feng había
sido interrumpida brutalmente cuando otro soldado dio marcha atrás y se
empotró contra un poste de telégrafos que cayó sobre la cabeza de Lei Feng,
acabando con él de forma trágica. A veces me había preguntado si lo absurdo de esta conclusión de la historia no sería una señal de que hasta los
inventores de Lei Feng sucumbieron a la exasperación que su creación provocaba en tantos otros. Por haber hallado este final tan poco corriente, Lei
Feng era descrito oficialmente como alguien que “se había sacrificado” por
la patria. Después de su muerte, su diario, evidentemente, fue “descubierto”
y se convirtió en el texto de la campaña “Aprende de Lei Feng”, una de las
campañas más largas de la China revolucionaria.
A medida que China se hacía más capitalista en los años noventa, Lei
Feng se hizo demasiado ridículo incluso para quienes ansiaban la pureza
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maquila: nueva esclavitud
de motivos de la perdida edad dorada del maoísmo. Pero ahora, aquí en las
calles de Xi’an había una persona que había tomado como ejemplo de su
comportamiento a Lei Feng y seguía creyendo en él. Había sido miembro del
partido toda su vida adulta, me estaba diciendo el viejo, y soldado en el Ejército de Liberación Popular en su juventud. Había mandado a sus dos hijos
al ejército, para seguir con la gloriosa tradición familiar de defender la revolución. Pero la revolución lo había decepcionado. Sus hijos no tenían trabajo y él no tenía pensión. Había roto en pedazos su credencial del partido.
Después de toda una vida de fervor revolucionario autorizado, se había
convertido por fin en un rebelde. Ahora eran las autoridades comunistas
quienes se comportaban como el casero de la infancia de Lei Feng, y los
trabajadores ocupaban las calles, exigiendo las garantías básicas que se
suponía que la revolución tenía que haberles otorgado. Él estaba allí con
ellos, pensé, no porque tuviera ningún interés personal en esa causa en
concreto, sino porque le ofrecían un gancho en el que podía colgar toda su
decepción y su rabia.
Los huelguistas de la factoría textil de Tianwang también expresaban
su indignación en términos de idealismo traicionado cuando coreaban los
eslóganes de la revolución y cantaban La Internacional. Su solidaridad entre
ellos, mientras fueran capaces de mantenerla, era la última expresión de
una fe compartida en que la China revolucionaria había pertenecido, en
efecto, a los obreros y a los campesinos. Ahora ya no sabían cuándo los
habían traicionado. ¿Nunca había sido verdad, que ellos fueran los dueños? ¿O fue real y ya no lo era? Estas cosas podían debatirse. La verdad
incontestable, por otra parte, era que alguien los había desposeído de la
fábrica que ellos sentían como propia, expulsándolos a los márgenes exteriores de una sociedad que no mostraba señal alguna de estar dispuesta a
hacerles un hueco.
A lo largo de los últimos diez años esta es una experiencia que se ha
repetido por toda China.
El expreso de Hogwarts en la Fábrica núm. 6
La fiebre china es una enfermedad recurrente entre los comerciantes y empresarios occidentales: se han producido brotes periódicos desde el siglo
XVIII. Los síntomas incluyen una convicción irracional en el hecho de que el
número de chinos puede traducirse directamente en el tamaño de los beneficios de cualquier negocio que se establezca allí. Los empresarios llevan
soñando con las fortunas que podrían amasarse si se le vendiera un piano
Isabel Hilton
a cada ama de casa china, o si se añadieran diez centímetros a los faldones
de las camisas que imaginaban que se ponía cada chino. Se han amasado
muy pocas de estas fortunas, pero en los años ochenta y noventa, en la estela
de las reformas económicas de Deng, la esperanza volvió a triunfar sobre la
experiencia.
Los inversionistas extranjeros peinaron las plantas industriales de China buscando prometedores negocios conjuntos. Grandes cantidades de dinero se perdieron en sociedades formadas de manera apresurada, cuyo
objetivo supuestamente era abrir el mercado interno de China a las compañías extranjeras, pero que solían dejar perplejo al inversionista foráneo,
preguntándose dónde había ido a parar el dinero. Con todo, el dinero seguía llegando: durante más de dos décadas, China absorbió la porción más
notable de la inversión extranjera mundial, una contribución que alimentó
una gigantesca explosión inmobiliaria y un crecimiento económico rápido,
aunque desigual. Las ciudades más importantes de China fueron reconstruidas y sus bancos saqueados en busca de fondos. La especulación era
descarada. Los funcionarios locales se hicieron ricos gracias a los sobornos.
Pero el mercado interno de China era —entonces al menos— el objetivo equivocado. Más que consumidores, lo mejor que China podía ofrecer
al inversor extranjero eran productores baratos, cuidadosos y disciplinados. La diferencia salarial entre China y el viejo mundo industrializado
era enorme: un obrero británico que ganara, pongamos, unas mil doscientas libras al mes, podía ser sustituido por un trabajador chino que ganaría
el equivalente a treinta libras al mes. La reducción en el precio suponía
una ventaja competitiva sorprendente en el mercado internacional, incluso teniendo en cuenta los gastos de transporte. China ofrecía también oportunidades fiscales, un ambiente político bastante estable, una oferta
aparentemente inagotable de mano de obra y funcionarios que no tenían
problema en saltarse alguna norma para mejorar los beneficios. Los artículos producidos en China no serían para China: China podía ser la fábrica
del mundo. Las empresas de Hong Kong fueron las primeras en aprovecharse de esto —en 2002, casi sesenta mil fábricas de Hong Kong se habían trasladado a la provincia de Guangdong, donde empleaban a once
millones de personas—, pero en los años noventa las fábricas europeas y
estadounidenses empezaron también a cerrar sus puertas y a trasladar su
producción a China. Empezó con los zapatos y los juguetes. Una pequeña
empresa inglesa llamada Hornby es un ejemplo típico de ese movimiento,
y una demostración interesante de lo fácil que es separar la manufactura
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de artículos (en este caso, trenes de juguete) del público que los compra y de
la cultura que los inventó y alimentó.
La empresa fue fundada en 1907 por Frank Hornby, empleado de carnicería de Liverpool que sentía un entusiasmo victoriano (había nacido en
1863) por la ingeniería y la realización personal. Inventó el mecano (el nombre viene de la expresión “mecánica fácil”), equipos de construcción de tiras
de metal y tuercas a partir de las cuales los niños podían hacer pequeños
puentes, grúas, barcos y casas. El mecano se convirtió en uno de los pasatiempos más populares de los niños británicos y del Imperio Británico, convirtió a Hornby en un millonario y permitió a la compañía diversificarse,
mediante el ingreso en otras ramas de la construcción de modelos a escala.
En 1920, Hornby produjo su primer tren de relojería y en 1925 el primer tren
eléctrico; modelos a escala que, a medida que fueron evolucionando a lo
largo de los siguientes setenta años, ganaron en sofisticación y verosimilitud; parecían de verdad, tal y como pueden verse en las estaciones de tren
británicas y al salir de los túneles británicos, tanto del pasado como del
presente. Los estampados de los carruajes eduardianos eran los correctos,
las ruedas de sus locomotoras de los años cincuenta eran correctas, el estriado de las chimeneas estaba fielmente reproducido. Nada de esto era único:
otras empresas de otros países —especialmente en Alemania y en Estados
Unidos— construían hermosas y exactas reproducciones de trenes. Pero,
como las de Hornby, sus modelos reflejaban las tradiciones de ingeniería de
sus países. Un modelo aleman parecía un tren alemán, y se trataba de eso,
porque el mercado era alemán y sus quisquillosos aficionados, alemanes,
querían ver la recreación del Rheingold Express, circa 1965. Parecía poco
probable que estas miniaturas, unos productos intrincados y muy específicos culturalmente, pudieran “globalizarse” como un peluche o una zapatilla de deporte. ¿Un trabajador no tendría que acometer la construcción de
un objeto así, desde una cierta familiaridad con la cultura local, desde la
comprensión de su atractivo?
Entonces, a principios de los años noventa, otro constructor de maquetas de trenes llamado Bachman (originalmente una compañía americana,
ahora con sede en Hong Kong) empezó a fabricar locomotoras británicas en
miniatura. En las tiendas, tenían el mismo precio que las de Hornby, aunque habían sido hechas en China. Y, como Hornby no pudo evitar percibir,
la calidad era “manifiestamente mejor”. En este momento, Hornby ya estaba
luchando por sobrevivir y tomó la decisión obvia. En 1995 cerró su fábrica
de Margate, en Kent, recortó la plantilla de Hornby en Gran Bretaña de
Isabel Hilton
quinientos cincuenta empleados a ciento diez, y trasladó la producción a
China.
La calidad de los trenes no se resintió —si acaso, sucedió lo contrario—
y cinco años más tarde era capaz de comprar las empresas de otros fabricantes que no habían hecho el traslado a tiempo. En 2004, la compañía volvió a
expandirse al comprar la empresa líder española del sector, y los bienes de
una empresa italiana en quiebra. Los dos países recibirían su producción
de la fábrica china. ¿Pero quién es el dueño de la fábrica? Hornby no.
Al igual que muchas marcas más importantes, verdaderamente internacionales —Nike y Reebok, por ejemplo— se ha convertido en una empresa
que no “hace cosas”, es decir, no produce nada. Lo que hace es concentrarse
en el control de la marca y en el marketing. Negocia un precio con el concesionario chino, envía los diseños de lo que quiere fabricar al contratista de
su fábrica cerca de la ciudad de Dongguan en Guangdong, y espera a que el
producto llegue a Inglaterra en un contenedor. Hornby no tiene participación alguna en la fábrica de Dongguan, aunque ahora dependa completamente de ella para recibir sus productos. Se podría decir que el único secreto
de producción del que Hornby sigue siendo verdaderamente dueño es del
nombre de su socio chino. Esto quedó claro cuando, en Inglaterra, pregunté
si podía ver la fábrica de Hornby, lo que Hornby aceptó, siempre que no
identificara la fábrica ni desvelara el nombre del agente de Hornby. Así que,
en el vestíbulo de uno de los hoteles más elegantes de Hong Kong, me encontré con mi guía, el señor Wang, que trabajaba para la empresa que ahora no
puedo nombrar.
Juntos tomamos el ferry para Shenzhen. Al otro lado del puente, la silueta conocida de los rascacielos de Hong Kong quedaba brumosa y difuminada, cubierta por la polución que se desprendía de las fábricas del delta
del río Perla. El señor Wang me explicó que su empresa había empezado
produciendo juguetes baratos en Hong Kong en 1973; fue fundada por un
hombre que más tarde sería conocido como “el padrino de la industria de
trenes de jueguete”, después de crear una sociedad con una empresa estadounidense a principios de los años ochenta. En 1981, el propietario abrió
su primera fábrica en Dongguan, pero en aquellos tiempos, como me contó
el señor Wang, la manufactura extranjera seguía siendo competitiva. “Nosotros proporcionábamos los componentes, pero ellos seguían haciendo el
montaje y la decoración.” Poco a poco, la empresa del señor Wang fue ganando en experiencia, de manera que cuando sus clientes extranjeros quisieron trasladar todo el proceso de producción a China, quedaban muy
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pocos misterios acerca de las técnicas de producción y montaje que se resistiesen a los chinos. Habían pasado de suministrar componentes a producir
artículos terminados, un ascenso en la cadena de valor logrado por otras
muchas empresas de Guangdong.
Con setenta clientes importantes, el señor Wang y sus colegas producen
ahora un porcentaje muy grande —pero necesariamente imposible de concretar— de los trenes de juguete de todo el mundo. Pueden ser rivales en el
mercado, con sus distintos logos y pequeñas locomotoras, pero sus productos son fabricados en las mismas fábricas por los mismos trabajadores. “En
Hornby sí se ponen un poco nerviosos por la competencia —comentó el
señor Wang—. Pero nosotros decimos que estamos abiertos a cualquiera
que quiera producir aquí. Intentan mantener nuestro nombre en secreto y les
preocupa que se filtren sus propios secretos industriales.” Me contó que su
empresa tiene el tacto de separar a los rivales más evidentes, poniéndolos en
edificios diferentes de su planta industrial.
Y qué pasa con el señor Wang, me pregunté. ¿Fue él mismo un niño
Hornby, rasgando el papel de regalo de la caja para descubrir un Flying
Scotsman en miniatura? El señor Wang negó con la cabeza. “Son unos trenes muy caros. No son para niños, la mayoría de la gente que los compra
tiene cuarenta años.” El señor Wang, evidentemente, era un hombre de negocios, no estaba en el negocio de la pasión. Nos bajamos del ferry y nos
metimos en un autocar en el que viajamos durante cuarenta minutos a través de la contaminación habitual —niebla gris y ríos negros— hasta llegar
a un gran complejo fabril. Cuando se abrieron las puertas, el señor Wang
señaló un pequeño logo de Hornby en la pared. Aparcamos y me condujo
por una ancha escalera, indicándome otro logo de Hornby en el hueco de la
escalera. De pronto me pregunté si estos signos no serían intercambiables:
hoy (para mí) Hornby, mañana (para otra persona) alguna otra marca, y si el
señor Wang no sería como el capitán de ferry interpretado por Alec Guinness
en El paraíso del capitán, un hombre con una esposa en Gibraltar y una amante en Tánger, que cambiaba las fotos de su camarote de una a la otra cada vez
que hacía la travesía.
Había investigado a la compañía en Hong Kong, donde me dijeron que
tenía varias fábricas, pero que siempre llevaban a los visitantes a la Factoría
núm. 6. Le pregunté al señor Wang en qué fábrica estábamos. “En la núm.
6”, me respondió. La fábrica podía producir cuatro mil artículos al día, me
informó. Hacerlo o no dependía, entre otras cosas, del suministro eléctrico.
El año anterior todas las fábricas de la zona habían sufrido cortes de luz que
Isabel Hilton
habían durado toda la jornada, de modo que a lo largo del invierno la fábrica se había convertido en uno de los inversionistas de la central eléctrica del
pueblo. Este año, el señor Wang sólo tenía cinco días de suministro garantizados a la semana por parte de la provincia, pero compensaba el resto con
dos días de suministro garantizados por parte del pueblo. Por ahora, estaba
funcionando.
En los talleres, mujeres jóvenes con camisas verdes de uniforme estaban
sentadas a lo largo de unas mesas recortando el plástico sobrante de los
cuerpos de carruajes y vagones en miniatura. Más adelante, más mujeres
vestidas de forma similar examinaban una locomotora —un Hogwarts
Express de Harry Potter— para comprobar que no presentara fallos. (Este
tren ha hecho milagros con las ganancias de Hornby.) El señor Wang me
explicó el proceso de producción mientras pasábamos por el departamento
de diseño donde una docena de hombres jóvenes con camisetas negras convertían los diseños en especificaciones. Una maqueta de tren, dijo Wang,
puede tener ciento cuarenta piezas diferentes. Pasé por plataformas de coches de Scalextric, y mujeres jóvenes pintando cuidadosamente de blanco
con spray los bordes de diminutas motocicletas. En otra mesa, estaban inclinadas sobre material rodante de madera de teca antigua. Más adelante,
otras terminaban un vagón restaurante de la British Rail. “¿Saben para dónde van estos?”, les pregunté. “A Estados Unidos,” contestó una. La supervisora de la línea de montaje sonrió: “A Inglaterra,” dijo. Las otras parecían
estar aburridas. Era una cuestión sin interés. ¿Por qué habría de tenerlo?
De vuelta en la oficina del señor Wang, me contó que normalmente iba
en contra de las normas de la fábrica que los trabajadores hablaran con
extraños. Le pregunté si podía visitar los dormitorios de los trabajadores. El
señor Wang rehusó educadamente. No era su departamento, me dijo. Él no
tenía ninguna autoridad sobre los dormitorios. Sus gestos me indicaron que
la visita había terminado. Le di las gracias y me fui de la Fábrica núm. 6.
Quizá hubiera visto lo que había que ver. O quizá la Fábrica núm. 6 fuera
una especie de Fábrica Potemkin completamente diferente de la más oscura
realidad de las fábricas números 1 a 5. En la China industrial, como sabe
perfectamente una mujer a la que llamaré Jane Trevor, se aprende a desconfiar de las apariencias.
Respetar las normas sería estupendo
Jane Trevor es inspectora de riesgos laborales para una importante marca
estadounidense de zapatillas deportivas que aceptó hablar de su trabajo
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sólo extraoficialmente. Me dijo que era demasiado difícil hablar abiertamente, o darme acceso a cualquiera de los cientos de fábricas de las que ella es
responsable ante la empresa para la que trabaja. Necesitaría el permiso de la
oficina central, que tardaba mucho tiempo en conseguirse y a menudo no
era concedido. “Tardan mucho en sentirse cómodos con la prensa”, me dijo.
La profesión de inspector de riesgos laborales y esa institución conocida como ONG, la organización no gubernamental, tienen ahora un papel
fundamental en algunas fábricas chinas, y en la percepción que Occidente
tiene de ellas. Según Stephen Frost, un académico de Hong Kong que investiga las condiciones laborales en Asia, esta nueva relevancia le debe mucho
a un momento de 1996, cuando Phil Knight, el director ejecutivo de Nike,
tuvo que responder a una pregunta sobre las condiciones de maquila de las
fábricas de tennis de Nike en Corea y en China, y contestó: “Eso no es responsabilidad mía”.
“Fue el peor error que pudo haber cometido nunca —dijo Stephen
Frost—. Tardaron un año en darse cuenta del error que habían cometido.
Era como agitar un paño rojo delante de un toro. El movimiento
[antiglobalización] tomó el tema y se extendió a todas las zapatillas deportivas, y luego a los juguetes y a la ropa.” El movimiento antiglobalización
había encontrado el punto débil de las grandes marcas: no sólo habían
trasladado sus fábricas a lugares donde la mano de obra era barata y la
protección de los trabajadores escasa, sino que además habían evadido toda
responsabilidad por las condiciones en las que se basaban sus beneficios.
Era su imagen lo que estaba en juego. Reebok y Nike intentaban vender una
idea de salud y bienestar; ahora sus nombres estaban asociados a la miseria.
Nike pagó cuarenta y cinco millones de dólares a un jugador de baloncesto,
Michael Jordan, para promocionar sus tennis, mientras que los trabajadores
que realmente los fabricaban quizá ganaran un 0.00001 por ciento de esa
suma en un año.
Cambiar esta percepción tenía que significar cambiar los hechos, pero
eso no era fácil. Las marcas ya no eran las dueñas de sus fábricas, y no
podían supervisar directamente las condiciones internas. Además, las marcas seguían intentando abaratar los costos. Como las marcas exigían medidas que luego no parecían dispuestas a costear, los dueños de las fábricas se
hicieron expertos en evitar los requisitos más caros. Las marcas montaron
apresuradamente departamentos de derechos humanos. Nació la industria
de la inspección de riesgos laborales. Hoy, hay equipos de inspectores para
hacer auditorías de las fábricas antes y durante la negociación y la ejecu-
Isabel Hilton
ción de los contratos, que imponen normas sobre condiciones laborales,
horas extras y salud y seguridad en el trabajo. Stephen Frost calcula que,
como industria, la inspección mueve millones de dólares al año. Absorbe el
tiempo y la energía de las ONG, de los inspectores de riesgos laborales internos y de las consultorías especializadas que han surgido para responder a
la necesidad de legitimidad de las marcas. Pero después de casi diez años
de bregar en la inspección, Jane Trevor cree que no funciona. “Estoy harta de
entrar en las fábricas, peleando; todos los días de mi vida son una batalla
—me dijo—. La industria sólo tiene diez años pero la gente se quema. ¿Cuántas veces puedes entrar peleando?”
El inspector de riesgos laborales intenta asegurar que la fábrica no va a
avergonzar a la marca asegurándose de que cumple un acuerdo que suele
incluir la duración de la jornada laboral, la cantidad máxima de horas extras obligatorias, las tarifas salariales, los requisitos sanitarios y de seguridad, y el reglamento contra incendios. Pero investigar el cumplimiento de
estas normas es como jugar al gato y al ratón. En China, como me dijeron
todos los que trabajan en el sector, esquivar la inspección se ha convertido
en un sofisticado arte. Las empresas tienen dos conjuntos de nóminas: uno
para la inspección y otro en el que se registra el número de horas que el
trabajador realmente cumple y el salario real que recibe. Los inspectores,
como Jane Trevor, se pasan el día en las fábricas fotocopiando documentos
para compararlos con los volúmenes de producción, y luego esperan por
fuera cuando se hace de noche para ver si las luces del taller siguen encendidas después del horario permitido.
Trevor aseguró que había una “falsificación masiva” de documentos en
la fábrica y que la gente como ella tenía que encargarse de demasiadas factorías, y en todas ellas el personal cambia muy rápido:
Al principio todo estaba muy mal. No había salario mínimo, las condiciones eran
peligrosas. En aquella época todos sentíamos una enorme satisfacción. Pero dar el
siguiente paso es dificilísimo. Ahora es todo mucho más carnívoro y feroz. Las
marcas están exprimiendo las fábricas al máximo. Los consumidores no pagan más
por una camiseta deportiva hoy que hace diez años. Puedes operar un cambio en tu
pequeño mundo, pero estás rodeada de fábricas terribles y a no ser que puedas
hacer un cambio a gran escala, no sirve de nada. En Pinggu, a las afueras de
Shangai, las fábricas regularmente se quedan con la mitad del salario de los trabajadores hasta el final del año. En Xinjiang tenemos una fábrica coreana que paga
menos del salario mínimo, pero no quiere cambiar porque molestaría a las demás.
Cumplir las normas de la inspección es un proceso caro cuyo objetivo es
proteger a las marcas de los activistas. Pero el hecho es que, por mucha
presión que las marcas digan que ejercen, los trabajadores del delta del río
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Perla están ganando menos en términos reales de lo que ganaban hace una
década, según las cifras del Consejo de Estado.
Una noche en Canton, fui a cenar con Jane Trevor y algunas de sus
colegas. Éramos cinco en total, reunidas en un restaurante de Hunan bajo
una imagen no sonriente de Mao, el hijo más célebre de Hunan. Estaba Jane,
una estadounidense seria de cuarenta y tantos años que siempre había trabajado en el campo de los derechos humanos, dos mujeres de China central
llamadas Eileen y Jennie, y una colega de estas de Taiwán que trabajaba
para un productor taiwanés. Estaban entre los veinte y los treinta años.
Jennie era una mujer dura y escéptica que había llegado en un coche caro. Jane
me contó que había sido una inspectora de riesgos laborales feroz y eficaz.
“Era tan dura que a veces teníamos que pedirle que se relajara —dijo
Jane—. Recuerdo que me llamó desde una fábrica diciendo que les había
dado quince minutos para que le dieran los libros verdaderos o se marchaba”. Si se hubiese marchado y redactado un informe negativo, la fábrica
podría haber perdido el contrato. Ahora Jennie había abandonado el negocio de la inspección y se había convertido en una negociadora de precios,
trabajando directamente para una marca, un empleo en el que era igualmente eficaz, pero que la había transformado, de guardiana del coto de caza, en
cazadora furtiva: ahora eran los precios y no los salarios lo que le interesaba. La conversación giró hacia una fábrica con la que Jennie trabajaba en su
nuevo empleo, un lugar que según Jane y Eileen era famoso por sus abusos.
Jennie estaba encorvada sobre un bol de comida. Miró a sus antiguas colegas por encima del plato. “Encuéntreme una mejor”, dijo, y se encogió de
hombros.
Pregunté a las demás qué las hacía seguir adelante a pesar de todas las
dificultades.
—El dinero —interpuso Jennie.
—No es el dinero —dijo Eileen—. Los chinos creen que las buenas obras
te ayudan en la próxima vida.
Había una sensación, que fue Eileen quien expresó con palabras, de que
Jennie se había vendido.
—No me he vendido —dijo ella, mientras seguía masticando—. Sigo del
lado de los trabajadores. Me siguen llamando para contarme sus problemas
y yo intento ayudarles. La mayoría de sus problemas son personales.
—A lo mejor— dijo Jane—, pero algunos problemas personales son parte del sistema económico en el que están inmersos: separación de la familia,
larga jornada laboral.
Isabel Hilton
Jennie volvió a encogerse de hombros:
—Sigo diciendo que si quieres que me vaya de una fábrica, enséñame
una mejor.
La presión de los consumidores significa que las fábricas que suministran a las grandes marcas probablemente sean las mejores de China. Pero
hay otro tipo de compradores. Según Jane, “las marcas pueden no ser perfectas, pero los distribuidores son mucho peores. Compran a través de casas
de comercio y de agentes comerciales, capa tras capa de intermediarios. No
tienen ni idea de lo que pasa más arriba en la cadena”.
Me contó que Disney tiene tres mil proveedores. Wal-Mart, que compró
en 2003 artículos chinos por valor de quince mil millones de dólares, tiene
casi cinco mil proveedores directos que tienen a su vez unos treinta mil
fabricantes. Utiliza su gigantesco poder de compra para forzar los precios a
la baja en la puerta de la fábrica. “No puedes pagar el salario mínimo y
seguir produciendo a precio de Wal-Mart —me dijo—. Es completamente
imposible. Si estoy en una fábrica donde mi empresa se lleva el veinte por
ciento de la producción, puedo hacerles cambiar. Pero si comparto una fábrica con Wal-Mart, olvídate.”
Wal-Mart emplea a cien auditores e inspecciona al menos a algunos de
sus proveedores. Esto lo sabemos por un documento conocido como “hoja
de trampas” que en 2004 se abrió paso hasta una ONG de parte de un trabajador de un proveedor de Wal-Mart, la fábrica Heyi en Dongguan, en la
provincia de Guangdong. La fábrica había preparado el documento con
vistas a una inspección que estaba prevista para febrero de 2004. Decía que
los obreros cobrarían cincuenta yuanes cada uno si memorizaban las respuestas a las preguntas que los inspectores probablemente les harían. La
respuesta correcta, por ejemplo, a la pregunta “¿cuánto dura una semana
laboral?” era “cinco días”. El número correcto de días trabajados al mes era
veintidós; las horas extras no eran obligatorias y se pagaban al precio convenido; no estaban obligados a entregar un depósito a la fábrica cuando
empezaban a trabajar en ella; los sueldos se cobraban a tiempo; había suficientes aseos en los dormitorios y los propios dormitorios eran amplios y
estaban limpios. Había simulacros de incendio, y no les obligaban a pagar
de su bolsillo sus propias tarjetas de identificación ni sus uniformes. Si todo
esto fuera cierto, ¿qué necesidad hubiera habido de que los obreros memorizaran las respuestas?
Esta es una de las razones a partir de las cuales Jane, empleada de una
gran multinacional estadounidense, ha llegado a una inesperada conclu-
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sión. “Es ridículo que estemos haciendo este trabajo de detectives privados.
La única gente que de verdad puede comprobar que se cumplen las normas
en el trabajo son los trabajadores. Están ahí todo el tiempo. Saben lo que está
pasando.”
Le pregunté si estaba proponiendo reinventar el sindicato.
Ella se rió. “Bueno, no lo diría oficialmente, pero sí.”
Castigos
Un día en Hong Kong fui a ver a un hombre que trabajaba en lo que se ha
convertido en su misión en la vida: promocionar los sindicatos libres en
China. Han Dongfang era el único manifestante en la Plaza de Tiananmen
en 1989 que era obrero y no estudiante. Fue arrestado después de la masacre
y padeció un encarcelamiento especialmente duro. Liberado por fin, por
motivos de salud, en 1992 —había contraído tuberculosis— viajó a Estados
Unidos para que le quitaran gran parte de un pulmón. Cuando se recuperó,
se instaló en Hong Kong, donde fundó en 1994 China Labour Bulletin y en 1997
empezó a emitir para China programas sobre problemas laborales en Radio
Free Asia, una cadena financiada por Estados Unidos.
Lo encontré sentado en un pequeño estudio, un hombre guapo con el
pelo por los hombros, encorvado sobre el teléfono, con un listín de los prefijos teléfonicos locales de Sichuan y un micrófono en la mesa frente a él.
“Hay una buena huelga en Sichuan que estoy siguiendo,” me dijo. Se pasa
el día llamando a China, siguiendo historias de conflictos laborales, convenciendo a funcionarios locales y a trabajadores nerviosos para que hablen con él, consignando con paciencia los síntomas del turbulento
descontento industrial de China. Informa a los trabajadores sobre las leyes
laborales de China, que rara vez se aplican, y les explica cómo conseguir un
abogado que pelee por sus reclamaciones en un tribunal. A veces llega hasta
los gerentes de las fábricas y los representantes locales de un sindicato
manso, reconocido oficialmente y les habla con calma, con una voz suave,
modulada por las cadencias redondeadas del acento de Beijing. Anuncia
que es del China Labour Bureau, un título lo bastante imponente como para
sonar oficial. No menciona, a no ser que le pregunten, que está telefoneando
desde Hong Kong. Mientras yo le escuchaba, conectó con la rama sindical
de la fábrica de Sichuan que estaba en el centro de la disputa. El hombre le
preguntó desde dónde llamaba y Han Dongfang se lo dijo.
—¿Hong Kong? Eso es el extranjero, ¿no? —preguntó, suspicaz.
Han Dongfang se rió:
Isabel Hilton
—No. Volvió a la patria en 1997 —dijo.
El hombre seguía sin querer hablar, pero Han persistió con la conversación, y treinta minutos más tarde había grabado el suficiente material como
para emitir un informe completo sobre la huelga.
La mayoría de los trabajadores con los que hablaba, me contó, no tenían
ni idea de cuáles eran sus derechos legales o cómo organizarse para luchar
por ellos. El sindicato oficial y el único —la Federación de Sindicatos de
Toda China— es ineficaz en el mejor de los casos y en el peor es el encargado
de imponer los deseos del gobierno. “Tuvieron cincuenta años para destruir
toda capacidad de organización, y a toda la sociedad civil —dijo Han—.
Por esa razón las cosas se ponen violentas tan rápido. La gente está enormemente frustrada y enfadada, y no hay manera de desfogarse.”
Las fábricas utilizadas por las grandes marcas puede que estén entre
las mejores del delta del río Perla, pero eso no significa que estén libres
de problemas. En marzo del año pasado, una gran empresa de zapatos de
Taiwán llamada Stella tuvo problemas en varias de sus fábricas. Stella
tiene unos treinta y cinco mil empleados en cinco plantas en los alrededores de Dongguan, que producen zapatos de gran calidad para gran parte de
las grandes marcas internacionales, incluyendo Nike, Reebok y Timberland.
Un inspector me contó que las marcas no insistían en el cumplimiento del
reglamento en las fábricas de Stella, porque relativamente pocas manufacturadoras eran capaces de producir zapatos de la misma calidad, y los sueldos que les pagaban a los trabajadores al menos no eran peores que los de
muchas otras fábricas. Con todo, las fábricas de Stella estuvieron plagadas
de disputas a lo largo de la primavera. La comida era mala, las jornadas
muy largas y la paga mediocre. Se supo más tarde que un trabajador podía
trabajar una semana de sesenta horas por sólo cuatrocientos cincuenta
yuanes (treinta y dos libras) al mes, de los que cuatrocientos se iban en pagar
el alojamiento. En las noches del 21 y el 22 de abril hubo disturbios en la
fábrica de Stella en Xinxiong. Algunos trabajadores fueron detenidos, pero
liberados después. Pero en la noche del 23 de abril los problemas se recrudecieron, cuando la dirección decidió mover las horas extras del fin de semana
a mitad de la semana. Las horas extras se pagaban más caras en fin de
semana, así que para los trabajadores significaba un recorte salarial. El 23
de abril era día de paga y al final de un largo turno, los trabajadores descubrieron que a sus salarios les faltaba dinero.
Según Liu Kaiming del Instituto de Observación Contemporánea de
Shenzhen —una rara ONG china que trabaja para aliviar los abusos contra
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los trabajadores desplazados— fueron las mujeres trabajadoras quienes
provocaron lo que ocurrió luego. “Estaban gritando y abucheando a los
hombres, diciéndoles, “¿eres un hombre o no? ¿Qué vas a hacer para arreglar esto?” Humillaron a los hombres de manera que estos pensaron que
debían actuar.” A media noche, los trabajadores volvieron de sus dormitorios a la fábrica y se desmandaron en las oficinas, rompiendo todo lo que
encontraban a su paso. El motín duró dos horas. Por la mañana, la policía
estaba esperando a las puertas de la fábrica. Diez trabajadores fueron detenidos y treinta más despedidos. A otros les ofrecieron quinientos yuanes si
les daban los nombres de los cabecillas.
Uno de los detenidos era una mujer, Chen Suo, de quien se descubrió
que era menor de dieciséis años, la edad legal para trabajar. ¿Cuál era su
historia? Quedé con alguien que me lo podía explicar, un joven que trabajaba en un taller cerca de Dongguan. Lo esperé en un hotel que tenía varios
Mercedes en el estacionamiento y un menú en el que los platos costaban el
equivalente al salario de un mes en las fábricas de alrededor. Cuando apareció, buscamos un lugar más barato donde hablar.
Me dijo que se llamaba Yu Xin y que tenía veinticuatro años. Estaba
prometido para casarse con la hermana mayor de Chen Suo y cuando empezaron los problemas, su familia reunió el dinero para enviarlo aquí a intentar ayudarla. La familia de Chen Suo era del sur de la provincia de Shaanxi,
a unos mil trescientos kilómetros de Dongguan, de un pueblecito encerrado
en las montañas, me dijo, un sitio pobre, de difícil acceso y salida. “Dudo
que la familia gane más de quinientos yuanes entre todos —me dijo—. Hay
cuatro niños y dos padres que alimentar.” El año anterior, había llegado al
pueblo una contratista que por un pago de mil yuanes les prometía una
introducción a una fábrica. Chen Suo tenía quince años y seguía en el colegio y aunque la contratista, una mujer, les dijo que Chen Suo era demasiado
joven para trabajar, también les sugirió que el problema podía arreglarse
con un carné de identidad falso. La familia pagó por el carné y la introducción, y en junio de 2003 Chen Suo partió con destino a Guangdong.
La familia, en el pueblo, recibía noticias suyas sólo de vez en cuando.
En sus cartas se quejaba de que la jornada laboral era muy larga y su
salario muy bajo. Cuando Yu Xin se prometió en matrimonio el 1 de mayo
con la hermana de Chen, intentó telefonear a Chen para darle la noticia,
pero nadie de su dormitorio parecía saber dónde se encontraba. Diez días
después, alguien llamó a la familia en Shaanxi para decirles que había
sido detenida.
Isabel Hilton
Su madre se pasó tres días llorando —me contó—. Yo estaba trabajando en Xi’an
y me llamaron a mi casa. Vine aquí con mi futuro suegro. Fuimos a la fábrica, pero
el guardia de seguridad no nos dejó entrar. Intentamos hablar con la policía, pero
sólo nos dijeron que teníamos que esperar hasta que apareciera en el juzgado. Nos
enteramos de que estaba en la cárcel núm. 2 de Da Lan e intentamos enviarle
dinero, pero nunca lo recibió.
El 28 de agosto Chen Suo y otros nueve trabajadores fueron sometidos a
juicio en la Corte Municipal del Pueblo de Dongguan. El juicio duró sesenta
y seis minutos. Cuando me encontré con él, Yu Xin estaba esperando el
veredicto:
Contratamos a un abogado que dice que deberían demandar a toda la fábrica por
quedarse con sus sueldos y hacer que los detuvieran —dijo—. Creo que es culpa
de la fábrica por pagarles con retraso y tratarlos mal. Ha costado treinta mil
yuanes a la familia y ha creado un problema para su futuro. ¿Quién va a querer
casarse con ella después de una deshonra como esta?
¿Pero por qué ha sido una deshonra para ella, si es que deshonra es la
palabra adecuada? ¿Qué la había impulsado? Nadie de la fábrica donde
ocurrieron los disturbios quiso hablar, pero al fin, en una fábrica de Stella
más nueva a unos pocos kilómetros, un gerente de rango medio aceptó hablar siempre que no utilizara su nombre. Lo recogí a la salida de la fábrica,
en un paisaje tan roto y despiadadamente industrial que encontrar un lugar
privado donde sentarnos era imposible. Así que nos quedamos sentados en
mi coche mientras él describía la rutina de la fábrica:
Hay que ir desfilando cuando empiezas o terminas el turno. Hay que
hacer ejercicios por la mañana y tienes que llevar la camisa metida por dentro. Tienes que llevar zapatos de cuero y tienes que dejar la cama del dormitorio con la colcha doblada haciendo un cuadrado y la almohada dentro de la
colcha. Es como estar en el ejército.
Los gerentes, me dijo, se comportan como sargentos. Insultan a los obreros a gritos e imponen una férrea disciplina. La noche del motín, me dijo, los
obreros estaban cansados, enfadados y hambrientos. Habían regresado al
dormitorio, pero más tarde, esa misma noche, habían echado abajo la verja
y entrado en el comedor, donde destrozaron las mesas y las sillas y rompieron las ventanas, antes de emprenderla con uno de los talleres y algunas
oficinas. Los trabajadores que fueron arrestados, me dijo, habían sido escogidos al azar para servir de ejemplo. Podían recibir sentencias de entre tres
y siete años de prisión. “Lo que pasó estuvo mal —afirmó—, pero la ira se
desató por culpa de la actitud de la dirección.”
Había señales de que las grandes marcas estaban avergonzadas por los
acontecimientos de la fábrica de Stella. Convencieron a Stella de que escri-
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biera al juzgado, pidiendo clemencia, y añadieron sus nombres a la firma de
la carta. Pero los comentarios más notables acerca del caso Stella no fueron
los de Nike ni los de Reebok o Timberland, sino los del abogado defensor de los
trabajadores, Gao Zhisheng. La acusación, señaló, no había aportado prueba alguna de que los acusados fueran responsables de ningún acto específico de violencia o daño criminal, ni de que hubieran tenido un papel dirigente
en un incidente que hasta la propia fábrica admitía que había surgido de
manera espontánea.
“El elemento más notable del juicio ha sido la falta absoluta de interés
por parte del juzgado tanto en los hechos como en sus aspectos legales”,
dijo en su discurso ante el juzgado de Dongguan. Los acusados, admitió,
habían participado en “acciones inapropiadas” pero ya habían pagado por
ello con creces con haber perdido sus empleos y el estigma de haber sido
detenidos. La razón del motín era “el hecho de que nuestra sociedad hoy
permite y alienta las formas más burdas de injusticia social, junto con un
grado incontrolado de explotación inhumana y escandalosa de los trabajadores, que ha llegado a proporciones realmente reaccionarias”. La fábrica
obligaba a los trabajadores a trabajar una semana de seis días, cuatro de los
cuales eran jornadas de once horas, por un sueldo que, en sus palabras “no
alcanza ni siquiera para una vida normal”. Gao continuó:
La desigualdad de nuestros trabajadores bajo el sistema actual de relaciones
laborales es absoluta. Los canales de resolución de conflictos laborales de todo
tipo en nuestra sociedad o bien están completamente bloqueados o son inexistentes;
y la protección judicial de los derechos e intereses de los trabajadores está
funcionalmente ausente… Es exactamente igual a la situación [anterior a 1949] de
explotación despiadada y a sangre fría de los trabajadores por parte de los capitalistas… ¡exactamente la misma situación que llevó a los obreros de entonces a la
rebelión revolucionaria! Pero lo que distingue a la situación actual es que en aquellos tiempos el Partido Comunista estaba del lado de los trabajadores en su lucha
contra la explotación capitalista, ¡mientras que hoy el Partido Comunista está
luchando codo con codo con los capitalistas desalmados en su lucha contra los
trabajadores!
Fue un discurso valiente, pero no pareció tener mucho efecto. A finales
de octubre del año pasado, cinco trabajadores fueron acusados y condenados: Chen Suo, que ahora tenía dieciséis años, fue sentenciada a dos años de
libertad condicional. Cuatro hombres recibieron sentencias de cárcel de hasta
tres años y medio. En noviembre otros cinco trabajadores de Stella fueron
condenados a penas similares. Lo raro fue que el asunto no quedó ahí. En
octubre se había publicado un artículo que simpatizaba con los obreros en
el China News Weekly, y China Labour Bulletin y otras ONG internacionales se
Isabel Hilton
interesaron por el tema. La presión que ejercieron las grandes marcas es
algo que nadie quiere comentar, pero el 31 de diciembre el juzgado admitió
una apelación y suspendió las penas —aunque mantuvo las condenas— y
los trabajadores fueron silenciosamente liberados.
La nueva superpotencia industrial
El año pasado en el delta del río Perla hubo noticias de escasez de mano de
obra, provocada por la necesidad de trabajadores de otras zonas de China a
medida que la nueva industrialización se extiende por todo el mapa, subiendo por el río Yangtsé y llegando incluso hasta la provincia noroccidental
de Xinjiang. Si los campesinos pueden encontrar trabajo más cerca de sus
casas —empleos que les brinden la esperanza de mantener su vida familiar— obviamente lo preferirán a tener que emigrar hacia el sur. Las primeras generaciones de trabajadores emigrantes que llegaron al delta del río
Perla quizá fueran más inocentes y aceptaran su explotación, y aunque sus
descendientes siguen queriendo escapar de la pobreza rural, cada vez miran con más cuidado el lugar y las condiciones en las que van a trabajar.
En las nuevas generaciones de trabajadores, el deseo de volver a casa
parece menos marcado. Hablé con mujeres jóvenes que vivían vidas de solteras separadas de sus familias y que no tenían planes inmediatos de volver
a sus pueblos. La ciudad de Shenzhen, que en veinte años había pasado de
parque industrial a impecable ciudad gerencial, representa una ruptura
con el pasado, habitada como está por jóvenes que llevan vidas urbanas
independientes. Trescientos millones de trabajadores inmigrantes han pasado por el delta del río Perla en los últimos veinte años, y hoy en día hay
treinta millones trabajando allí. Para la mayoría de ellos, sus vidas en la
fábrica son breves: después de cinco años, los dueños de las fábricas prefieren no contratar a alguien a quien se considera, pasado ese tiempo, quemado. El dinero que enviaban a casa ha ayudado a sacar de la pobreza a sus
remotas aldeas de origen, pero muchos han pagado un precio terrible por
sus ganas de trabajar. Hay algunas visiones de China que siempre recordaré: la joven de una fábrica de pilas, envenenada por el cadmio, que empujaba a sus hijos pequeños, con el pelo ralo y la piel amarillenta, para que yo los
viera (había pasado sin saberlo el veneno a la siguiente generación); los
hombres respirando con dificultad, contemplando la perspectiva de una
muerte temprana por silicosis; los trabajadores espantosamente mutilados
por un incendio en una fábrica por el que no habían sido indemnizados. A
lo largo de las últimas dos décadas, hombres y mujeres como estos han
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suministrado la mano de obra que nos ha brindado nuestros artículos a bajo
precio (en las estanterías de Wal-Mart y de otros lugares) y llenado los bolsillos de los funcionarios locales y de los dueños de las fábricas.
Algunos predicen que llegará un momento en el que China sobrepasará
a Estados Unidos como la mayor economía del mundo. Ese día sigue muy
lejano, pero los portentos ya están ahí. China es hoy día el mayor consumidor del mundo de acero, cobre y cemento, y el segundo mayor consumidor
de petróleo. El año pasado, según The Economist, China atrajo cincuenta y
siete mil millones de dólares en inversiones extranjeras directas, y consumió el 40% de todo el carbón del mundo y el 30% del acero. Su demanda de
petróleo se ha duplicado en la última década y el año pasado se convirtió en
el segundo mercado de automóviles más grande del mundo, después de
Estados Unidos. Guangdong, la provincia donde comenzó la revolución
económica, tiene sus propios grandes planes para el futuro. El secretario del
partido en Guangdong ahora quiere crear una zona integrada de libre comercio que llegaría casi hasta la frontera con la India y contendría un tercio
de la población china; más de cuatrocientos millones de personas, tantas
como viven ahora en los países de la Unión Europea.
No hay señales de que la fiebre china vaya a amainar. China sigue
creciendo, pero a un costo medioambiental y humano que probablemente
no sea sostenible. El crecimiento de China cuesta ya más en inversión de lo
que costaba hace una década, y el costo medioambiental resulta devastador.
Y en lugar de abrir el paso hacia el cambio político y una evolución hacia la
democracia, el crecimiento económico de China ha permitido que el Partido
Comunista se asegure algunos años más de poder absoluto. El capitalismo
de China está desarrollándose en un ambiente amenazado por la corrupción rampante y el desprecio por la ley, en un estado para el que actuar en
secreto sigue siendo una obsesión.
Hace treinta años, cuando visité por primera vez las fábricas chinas,
eran ineficaces y caóticas, inmunes al mercado por las peculiares normas de
una economía controlada por el estado. Ahora, las nuevas fábricas chinas
funcionan bajo la presión de lograr cada vez mayor producción con márgenes cada vez más estrechos. Sus productos se acumulan en nuestros estantes, cada año más baratos, hasta que no podamos con más. Sus trabajadores
son descartados en cuanto están demasiado enfermos o cansados o son
demasiado viejos —con treinta años— para resultar económicamente viables. Las viejas lecciones del canon marxista que me enviaron a las fábricas
a aprender —la solidaridad de los trabajadores, la posibilidad de un trabajo
Isabel Hilton
no alienado, la dignidad del trabajo— han sido descartadas hace tiempo
por el mismo estado que en su día las declaró centrales para su credo.
Por fuera de la vieja estación de ferrocarril de Guangzhou, la capital de
la provincia de Guangdong, hay un espacio abierto. Llamarlo plaza o incluso plazoleta sería dignificarlo dándole un sentido de misión urbana. De
hecho es más bien como un campo de refugiados en tránsito, una tierra de
nadie, bordeado a un lado por una autopista urbana patrullada abundantemente por una policía agresiva a la caza de cualquier tipo de transgresión.
Acampando sobre el asfalto grasiento y el cemento, hay grupos de recién
llegados del campo remoto: campesinos mal vestidos, mal peinados, de
mejillas sonrosadas, más carne de cañón para las fábricas del Delta. A su
alrededor zumba un enjambre permanente de vendedores: jóvenes hombres
y mujeres de voces chillonas ofreciendo habitaciones de hotel baratas, taxis
y, según dicen, empleos en las fábricas. Si las vidas de estos campesinos se
desarrollan de la misma manera que las de los millones que les han precedido, la mayoría cumplirá sus años en las fábricas donde se hacen nuestros
calcetines y guantes, nuestros tennis y nuestros aparatos de televisión. Tienen de cinco a diez años para ganar algo de dinero antes de volver a casa.
Algunos ganarán ese dinero y se sentirán agradecidos por la oportunidad
que disfrutaron, algunos caerán enfermos y otros morirán. Al subirme al
tren en Shenzhen por última vez y dejar atrás el drama industrial del Delta,
me pregunté si estos campesinos se convertirán en la generación de obreros
chinos que, tras haber construido el nuevo milagro económico chino, empezarán a exigir su lugar en él •
Traducción: Eva Cruz
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